XIV
El mismo Arthur le abrió la puerta. Rod entró sofocado de correr escalera arriba, sin siquiera esperar al ascensor.
Eran las doce de la noche.
—¿Qué diablos te duele a ti? —preguntó riéndose—. Me ha dado Steve el recado, cuando hace un segundo llegué a mi apartamento. Fue tan urgente, que ni siquiera me detuve en el ascensor. Ni en el de mi casa ni en éste —se derrumbó en una butaca, Con un suspiro—. ¿Qué es lo que tienes que decirme con tanta urgencia? —de súbito reparó en la rigidez del rostro de su amigo—. Arthur… ¿Qué pasa? Estoy pensando que es muy grave lo que tienes que decirme, a juzgar por la expresión cerrada de tu rostro.
Arthur no contestó en seguida.
Arrastró una butaca y se dejó caer en ella frente a Rod.
—Arthur… —se agitó éste de pronto—. ¿Ocurre algo grave? ¿Mi… madre? —se fue a poner en pie, pero a un gesto de Arthur volvió a quedar incrustado en la butaca.
—Rod…, ¿quieres fumar?
—¿Fumar? ¿Fumar? ¿Es eso lo que tienes que decirme?
—No. Pero sé cómo eres y recuerdo que cuando fumas apaciguas tus nervios.
Rod quedó tenso en la silla.
—Me parece, Arthur, que no me has llamado para nada. Tú me conoces, tienes razón. Me conoces bien, y sabes que, bajo mi capa superficial que conocen algunos amigos frívolos, se oculta un hombre sensato, razonador y pensador. No creo que me hayas llamado para preguntarme si no fumo, ni para apaciguar mis nervios. ¿Qué es lo que tienes que decirme?
—Algo muy doloroso, Rod —murmuró Arthur, como si la vida fuera a faltarle—. Algo que te va a doler más que si te arrancaran la vida a pequeños trozos.
Rod se puso en pie de un salto.
—¿Qué dices? Pero ¿qué necedad estás diciendo? Nada puede arrancarme la vida a trozos, excepto Martha. La falta de Martha. Debo ser tan egoísta, que ni siquiera la falta de mi madre me afectaría así. La quiero mucho, pero por encima de todo, ¡de todo!, está Martha. La he dejado en casa hace apenas tres horas. La dejé en el portal, después de besarla mucho. Era, pues, un ser tangible, y estaba viva. Se fue a 1a cama rápidamente, porque comimos algo por ahí. No creo que en la cama la haya sorprendido un terremoto.
—Celebro tu humorismo, Rod —observó Arthur roncamente—. Créeme que lo celebro, pero aun así, dada la amistad que nos une, tengo el deber de destrozarte la vida, porque quizá te quede hoy un poco de esa vida incólume, y mañana ya no podría quedarte ni siquiera ese trozo.
Rod se inclinó hacia él.
—¿Qué es lo que tienes que decirme? ¿Vas a herirme mucho, Arthur? ¿Vas a herirla a ella? Podrás destruirme a mi, pero por Dios… no toques a Martha Adams.
Arthur Bery no fue capaz de sostener aquella intensa mirada de su amigo.
—Arthur…, ¿es de ella?
Era como un silbido su voz. Algo que salía de lo más hondo de su ser y se convertía en la superficie en un gemido.
Arthur sólo movió la cabeza afirmando.
Hubo un silencio.
Se diría que las palpitaciones del reloj que colgaba en la pared, era el único signo de vida en aquella estancia.
Pero ellos dos estaban allí. Uno de espaldas a otro. Rod dio un paso al frente como si los pies no fueran suyos.
Se detuvo.
—Tú no eres un mal amigo, Arthur. Nunca lo has sido. Hemos compartido penas y alegrías infinidad de veces. Nos hemos dicho lo que esperábamos de la vida y muchas veces la esperamos juntos y la vivimos, y de igual modo nos sentimos asqueados ambos. Los dos somos hombres de verdad, y esa verdad la buscamos con afán, con intensidad, con anhelo. El anhelo de dos hombres, que, para buscar la felicidad, casi parecían dos niños imberbes. ¿No es cierto, Arthur?
Este volvió a asentir con un sólo y breve movimiento de cabeza.
—Si es así… tú no quieres herirme ahora. ¿Verdad, Arthur? Tú no quieres destruirme. Y, sin embargo…, me vas a destruir, pero yo no voy a creer lo que me digas. ¿Te das cuenta? —gritó roncamente—. ¿No te la has dado aún? Yo la amo. Por encima de todo y de todos, yo la amo. Y no soy tan fuerte, ni tan héroe como para olvidarla. No voy a poder.
Arthur giró.
Tenía en los ojos la expresión de un agonizante. Sabía cómo iba a herirle, pero le hería infinitamente más, si se callaba.
—Me la presentaste esta tarde, Rod. ¿No te has dado cuenta? No has visto en mí que aquella muchacha me era familiar?
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Escucha, Rod, y no me rompas la cara en tu afán de romper tu alma. Escucha, por favor. Yo pensé… al ver su indiferencia hacia mi persona, que no era… la misma.
—¿La misma? ¿A quién te refieres, Arthur?
Lo asió por las solapas. Pero Arthur, sin violencia, se las quitó.
—Te pido un poco de serenidad. Sólo un poco. ¿Qué pensarías de nuestra amistad, si te lo dijera más tarde otra persona?
—¿Pero qué es lo que alguien puede decirme de Martha Adams?
—Si me lo dejas decir, querido Rod…
—No me llames querido para destruirme así —exclamó Rod, apretando las sienes con ambas manos.
—No he parado desde que os dejé. No he tenido sosiego. He vagado por la ciudad como un desquiciado. He pensado y pensado. y llegué a la conclusión de que mi lealtad tenía que decírtelo. He venido a casa y revolví todos los cajones. Sin esa prueba, jamás podría decirte una palabra. Y tú, después, algún día, me escupirías a la cara mi silencio.
—Me vas a volver loco, Arthur —gritó como un alucinado.
—Cállate, por favor. Mátame si quieres, pero tengo que decírtelo. Martha Adams es… es…
—¡No! Por Dios, no…
—¡Rod!
—No me digas de ella algo que pueda rebajarla ante mis ojos. Te lo pido por lo que más quieras.
Arthur metió la mano en el bolsillo y sacó una cartulina.
—Mira, Rod. Te pido que mires y razones. Esa mujer no es como tú piensas. Es una cínica. Una…
¡Paff, paff!
Las dos bofetadas dieron de lleno en el rostro de Arthur. Pero éste las esperaba. Todos los hombres reaccionaban así en casos análogos. El amaba a su amigo. Fue siempre su único y verdadero amigo. No podía permitir que una mujer de la calle, una furcia vulgar, pasara para Rod como una muchacha pura y sincera.
Ni siquiera pasó los dedos por la mejilla dolorida.
Mantenía en ellos la cartulina, y si bien temblaba ésta un poco entre ellos, la sujetaba firme y obstinado.
—Rod…
Sí. Rod estaba allí. Mirando como alucinado la mano que golpeó a su amigo.
Parecía una cosa…
Ni siquiera un hombre, ni siquiera una estatua. Sólo algo informe, apretado contra la pared, los ojos fijos, absortos, en los dedos crispados, y las piernas abiertas, la cabeza caída sobre el pecho…
—Rod…
—Te he pegado, a ti —dijo, como si de pronto su voz saliera de un pozo sin fondo— A ti, que eres mi mejor amigo.
—Mira, Rod. Sólo te pido eso. Creo que después de ver esto… no voy a tener que darte muchas explicaciones. Fue este verano. Hace apenas unos meses… Una noche, aquí en un cabaret. Fue en el Kinglike. Tú lo conoces. Hemos ido juntos alguna vez. Lo peor y más cuidado de la ciudad, acude allí por las noches… Lo mejor y lo peor de cada casa… ¿No es así, Rod?
No contestó.
Poco a poco había ido cayendo en el sillón, y parecía una momia, incrustado allí.
—Pasé la noche junto a esta mujer… Una mujer depravada. Una vulgar mujerzuela. Aquí la tienes, Rod. Me parte el alma decirte esto, pero peor, mil veces peor, sería mi silencio. Aquí la tienes, descocada, bailando conmigo… casi desnuda… Mírala, Rod. Y después, si quieres, lloremos juntos. Pero, déjame decirte que al día siguiente volví, y al otro y muchos más. No fue una mujer de un día. Fue una mujer de una semana, hasta que me asqueó. Es lo peor que un hombre pueda imaginar. Lo más bajo, lo más vulgar. Lo más mezquino. Y yo no podía decirte que Martha Adams era esa mujer, hasta no hallar esta fotografía. Mírala.
—No quiero verla —dijo, como si la fuerza se escapara toda por su boca—. No me ofendas más.
Y como si de pronto enloqueciera, se puso en pie y empezó a pasear de un lado a otro.
—No puedo. No puedo creerte —gritaba como un histérico, él, tan ecuánime, tan dueño de sí, tan lleno de experiencia—. No soy capaz. Y no lo creeré mientras ella, ella misma, no me lo confirme —de súbito le arrancó la cartulina de la mano. La miró como un alucinado—. Es ella —gritó como en un alarido—. ¡Dios de los cielos, si es ella! —de repente tiró la cartulina al suelo y la pisó una y cien veces—. No puede ser, ¿me oyes? No puede ser y no será. La mujer que yo conozco, la que tomo en mis brazos, la que beso, la que adoro, no puede ser jamás una depravada. Pero si tiembla cuando la beso. Si gime cuando la dejo. Si se ruboriza cuando la miro. Si jamás pude tocarla, como un hombre toca a una mujer. Si no me deja… Si… si… ¡Oh, no, no, Arthur! No me digas que estoy equivocado.
¿Había lágrimas en los ojos de Rod Ball?
¿Lágrimas en aquellos ojos que jamás se humedecieron?
Arthur fue hacia él. Le tocó en el hombro.
—Pregúntaselo a ella, Rod. Es… lo mejor.
—¿Ofenderla… así… así?
—No puede haber dos personas tan iguales, Rod. ¿No comprendes? Mírala bien —recogió la fotografía del suelo—. Fija en ella tus ojos, querido Rod. Mira su pelo, su sonrisa, sus ojos, su boca… Mírala, Rod. Una mujer de la vida, cuando desea cazar a un hombre rico, hace filigranas. Ella sabe. Yo te digo que sabe. Lo sé. Es una retorcida mujer de recursos. No se da fácil. Es cara y nada vulgar. Sus abusos lo son, pero ella no. Ella sabe lo que quiere.
—Martha, no —gritó exasperado, a punto de enloquecer—. Martha no sabe nada de nada. Aprendió a besar en mis labios. ¿Me oyes? No soy un chiquillo. Soy un hombre y sé bien cómo es una mujer. No me engañan las mujeres y desde que tengo uso de razón, amo el matrimonio y deseo casarme, y sólo al encontrarla a ella decidí mi boda. Si fuera como tú dices, accedería a casarse cuanto antes. Vengo luchando con ella para adelantar la boda… y se niega.
—He cumplido con mi deber, Rod. Lo demás… ya no puedo hacerlo yo. Sé que vas a reflexionar. Pídele incluso consejo a tu madre. Ve a verla a ella. Enséñale eso, eso… y que te diga que no es ella.
—No la he visto nerviosa cuando te vio esta tarde.
—En efecto —admitió Arthur—. No noté en ella ni asombro, ni estupor. Pero ten presente una cosa. Esas mujeres ven hombres diferentes todos los días. Sería absurdo que se acordara de un hombre determinado en un momento determinado.
Rod iba ya hacia la puerta.
Llevaba la cartulina apretada entre los dedos y los ojos como extraviados, fijos ante sí.
—Rod…, ¿adónde vas?
No contestó.
Se lanzó a la escalera y bajó corriendo, como si fuera totalmente extraño a la voz que lo llamaba desde el rellano.