XII

Sales tan poco de casa, querida Ellis, que no queda otro remedio que, o no verte, o visitarte. Y aquí me tienes.

—Usted no viene a visitarme por verme tan solo, Murdoch. ¿Qué ocurre?

El caballero juntó las manos y se quedó mirando a Ellis suavemente.

—Se trata de Al.

—¿Qué?

—Mi abogado y el suyo, me refiero al de Al, están desempolvando papeles. ¿No te habló Al de ello?

—Al nunca me habla de eso —susurró con admiración—. Jamás me dijo que luchaba por rehabilitarse. Junto a mí, me quiere únicamente.

—Es una buena cosa, Ellis —exclamó seguidamente—. Permíteme que te diga que cuando te casaste con él tuve un poco de miedo.

—¿Y…?

—Es el mejor hombre que puede exigir una mujer inteligente. Tú siempre lo has sido. Lo has demostrado, querida.

—Me gustaría conocer a la tía de Al —dijo ella, de pronto.

—¡Oh, no es nada fácil!

—¿Por qué?

—Al no la perdonó. Tal vez no la perdone nunca.

—Usted mismo me dijo que era una dama excelente.

—Y sigue siéndolo.

—¿La conoce?

—Por referencias. Cuando algo nos interesa, lo conocemos en seguida.

—Voy a ir a visitarla.

Murdoch se agitó.

—Sin permiso de Al, no, Ellis. Tu esposo no es un hombre corriente. Puede parecerle bien o no, y es lo que tú tienes que averiguar.

—¿Qué cree usted que ocurrirá con todo esto?

—Ya ocurrió.

—¡Cómo!

—Nigel se ha pegado un tiro.

Ellis palideció de tal modo, que Murdoch creyó que iba a desmayarse. Quedó tan silenciosa, que él la tocó en el brazo.

—Ellis…

—Sí, diga. Le escucho. Dado el modo de ser de Al, llevará siempre en su conciencia la responsabilidad de esa muerte.

—Puede que sí, pero… ¿Puedo explicarte lo ocurrido?

—Se lo agradeceré.

—Ayer mañana mi abogado visitó, junto con el juez, al señor Howard.

—Nigel.

—Eso es. Le obligaron a firmar una declaración, por medio de la cual se hacía responsable de lo ocurrido hace ocho años.

—¿Le obligaron o…?

—Lo hizo espontáneamente. Claro que no le quedaba otra alternativa. O confesar o arruinar a su hermana y su esposa; e incluso a la tía de Al, pues el dinero de ambos estaba invertido en el negocio.

—Demostró no tener conciencia. ¿Es que le despertó de pronto?

—Puede que no lo creas. Pero así fue. Una vez firmada la declaración, por medio de la cual confesaba haber depositado en poder de Al el dinero marcado, olvidando que Al…

—¿Por qué se detiene?

—Porque… Verás, Ellis… Tú eres una mujer inteligente.

—Me está diciendo eso desde que llegó. ¿Por qué, Murdoch?

—Cito tu inteligencia porque a estas horas no vas a sentir celos.

—¿Celos?

—Al amaba a la hermana de Nigel. Esta poseía una saneada fortuna que Nigel ambicionaba para sus maquinaciones. Casada con Al, Nigel no podía manejar a su hermana y decidió quitarlo de en medio.

—Al… ¿Amó a otra mujer?

—¿Lo ves?

Ellis se agitó.

—Seré inteligente, Murdoch, seré una gran camarada para un hombre de negocios como usted. Pero ante todo soy mujer y creí que… yo era la única mujer en la vida de mi marido.

—Y lo eres.

—Hubo otra.

—Que pasó como pasan por la vida de los hombres tantas mujeres.

—Continúe.

—Te ruego, Ellis, que no pienses en eso.

—Siga.

—Poco tengo que añadir. Nigel se pegó un tiro aquella misma noche, y hace un instante yo regresé de su entierro.

—¿Y Al?

—No fue. A eso vengo. Búscalo donde esté. Y háblale. Solo una esposa como tú puede hacerlo.

* * *

Llevaba recorrido medio Boston, cuando decidió ir a las oficinas de los garajes enclavados en el barrio donde nació Al. Aparcó el auto junto a la gasolinera, pidió que le llenaran de gasolina el depósito y se adentró en la gran nave.

No preguntó a nadie. Por lo que Murdoch le había dicho, conocía la situación de la oficina de Al. Tomó el elevador y se apeó en el tercer piso. Fue directamente hacia la puerta de roble. Una mujer joven y bien parecida le salió al paso.

—Por favor, ¿qué busca? —le preguntó, quedamente.

—A Albert Japp.

—En este instante no puede recibirla.

Ellis miró a la mujer con curiosidad. No era fea, pero estaba ajada y la expresión de sus ojos era triste.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—La secretaria del encargado de los talleres, pero hoy estoy aquí porque creo que Al me necesita.

¿Que la necesitaba Al? ¿Quién era aquella mujer? ¿La hermana de Nigel?

—Soy la esposa de Al —dijo fríamente—. ¿Me cede usted el paso?

Valerie dio un paso atrás y exclamó, ahogadamente:

—Debí figurármelo, mistress Japp. ¿Quiere escucharme un instante? Necesito que sepa usted quién soy.

—La hermana de Nigel.

—¡Oh, no! Venga, siéntese a mi lado. Se lo ruego por Al. Está desesperado. En este instante, si entra usted… será peor. Tiene que escucharme, y después… entre.

Cedió de mala gana. Al principio oyó la voz de Valerie como llegada de muy lejos. De pronto, empezó a prestar atención, y cuando Valerie terminó, alargó la mano y se la oprimió nerviosamente.

—Gracias, Valerie.

—Le referí mi vida, porque… lo consideré necesario. Yo haría por Al y por usted… lo que fuera. Me comprende, ¿verdad?

—Sí. ¡Oh, sí! Pero ahora váyase. Yo consolaré a Al. Y él no sabrá que le estoy consolando.

—¿Va usted a hablarle de Nigel?

—No.

—Gracias. Se cree responsable de su muerte. Yo nunca vi tan desesperado a un hombre.

—Conozco a Al, Valerie. —Y con súbita ternura—: Si algún día se siente sola y quiere ir a merendar conmigo…

—Yo no puedo alternar con una mujer como usted.

—Recuerde que seré su amiga. Nunca me interesó el pasado de mis amigos, sino su presente y su futuro.

—Gracias. Mil gracias, mistress Japp.

* * *

Entró y cerró la puerta tras de sí.

Al estaba derrumbado en un diván junto al ventanal y fumaba nerviosamente.

—Cariño… —susurró ella, aproximándosele.

Al dio un salto y se puso en pie.

—¿Por qué has venido?

—¿Y me preguntas tú eso? —Se acercó mimosa, le puso los brazos al cuello—. ¿No sabes que no puedo estar lejos de ti? Como no viniste a casa en todo el día…

—No sabes lo que pasó.

Lo besó en la boca.

—Lo sé, cariño, amor mío. Me ha dicho Murdoch —mintió con aplomo— que pensaban hacer socios de tu empresa a Sally Japp y Cynthia Howard. Es cierto, ¿no?

—¿Cómo? ¿Y piensa Murdoch que eso es una solución?

—Cada uno paga los pecados de esta vida o bien aquí o en la otra. Me parece que Nigel los pagará en ambas partes.

Ellis hablaba con naturalidad, como si no diera importancia a lo que decía, y Al sentía que poco a poco iba tranquilizándose.

—¿Quién te habló a ti de todo eso?

—¡Bah! ¿No fuiste tú?

—¿Yo?

—Creo que sí.

Al no lo recordaba, pero se sentía aun más tranquilo.

—Vamos, cariño. Supongo que no seguirás amando a Annie Howard.

—¿Eh? ¿También te hablé yo de eso?

—Supongo. ¿La quisiste mucho, Al, mi vida?

No era momento para hablar sobre ellos y Ellis lo sabía, si bien sabía asimismo, que hablando de eso, Al se olvidaría de lo otro y era lo que ella pretendía.

En efecto, Al la apretó contra sí, y dijo sobre su boca:

—Jamás he querido a nadie como te quiero a ti. Jamás, Ellis, mi amor.

—Te creo, cariño. ¿Vamos a visitar a tu tía?

—¿Mi tía?

—Claro. A Sally. ¿No se llama así tu tía?

—Ellis, todos me creen culpable.

—¿De qué? ¿De que un hombre a la hora de su muerte haya confesado haber hundido a otro?

—No pude olvidar.

—Se pueden olvidar muchas cosas en la vida. Pero eso, no. Vamos, Al, cariño mío. Olvidemos ahora. Y empezaremos una nueva vida. Ayudando a Cynthia y a Annie y a tu tía… Verás como ellas te lo agradecen.

—No querrán verme.

—Vamos los dos.

Lo llevaba cogido de la mano, y Valerie, que los vio salir, juntó las manos y susurró:

—Gracias, Dios mío.

* * *

Las tres estaban juntas, en casa de los Howard. Ellis, más segura de sí misma, entró la primera y miró a las tres mujeres.

—Al… —musitó tía Sally—. Al, hijo mío…

—Esta es mi esposa, tía Sally.

Las tres mujeres, puestas en pie, los miraban sin rencor. Cynthia jamás había admirado a su marido. Nunca supo la verdad, pero siempre la sospechó y no podía, por tanto, llorar a Nigel como si este hubiera sido un esposo amante, fiel y leal.

—Nos alegramos de conocerte, querida —dijo tía Sally, besando a Ellis.

—Se llama Ellis, tía Sally. —Miró a Cynthia y luego a Annie—: Cynthia, Annie —dijo—. Es…

—Sí, Al —susurró Cynthia—. Agradezco que hayas venido.

—Yo, Cynthia…

—No, Al. Tú has sido muy lastimado. Tal vez haya sido mejor así. Si Nigel no tiene la cobardía de matarse, yo no podría resistir verlo en el banquillo donde tanto dolor me causó verte a ti.

—Annie, quisiera decirte muchas cosas —dijo Ellis, aproximándose a la joven.

—No me digas nada. Te pido únicamente que seamos amigas en el futuro.

—Lo seremos.

—Tía Sally, no temas por tus intereses, ni tú, Cynthia, ni tú, Annie —dijo Al, suavemente—. Yo os ayudaré.

—No hablemos de eso. Pasemos al salón —invitó Cynthia—. Vamos a tomar el té.

Cuando horas después, Al y Ellis se alejaban en su coche, Cynthia rompió a llorar.

—Cynthia…

—Déjame, Annie. Ha sido tan duro… tan duro perder a Nigel, y perderle, además, sabiendo… lo que sé.

—Vamos a razonar, Cynthia —susurró tía Sally—. En la tierra hemos perdido a Nigel. En el cielo también lo perdimos. Y nosotros hemos ganado otra vez la estima de Al. Hemos sido todos muy injustos con él. Y tú, Annie, supongo que ya le habrás olvidado.

—Amo a otro hombre y pienso casarme con él. Y me satisface que Al sea tan feliz con Ellis.

—Solo Nigel… pagó su deuda.

—Es que solo él la tenía contraída, Cynthia.

—Sí, Annie, ya lo sé. Pero duele. Tú no sabes cómo duele.

Lo sabía. Ocho años antes, ella lo supo también.

En el interior del auto de Al. Ellis suspiró Apretó con sus dos manos el brazo de su esposo, y susurró:

—Al, mi amor, la vida es bella y nosotros estamos en ella para gozarla.

—Es bella, Ellis, cuando no hay seres malos en ella. Cuando hay dos seres que se aman como nosotros. Cuando la vida es grata, uno se olvida de todos los sufrimientos pasados.

—Y tú los has olvidado.

—Teniéndote a ti… hay que pensar en ti tan solo.

Ellis se incorporó y puso sus labios en la mejilla de su esposo.

—Al, te amo.

—Te amo, Ellis, como jamás amé a mujer alguna.

F I N