XI
Era la primera vez que Al Japp se dirigía a los garajes enclavados en el barrio donde transcurrió su infancia y su adolescencia, donde se hizo hombre y fue vilmente calumniado.
Conducía su coche a través de las calles llenas de sol. Estaba más moreno y en su rostro se plasmaba una suave sonrisa de plenitud, la sonrisa del hombre que lo posee todo y agradece al Todopoderoso el hacerle donativo de tanta dicha.
El «Cadillac», de un negro acharolado, se deslizaba por una calle poco transitada, y Al vio una figura de mujer caminar lenta y pausadamente por la acera, pegada a los edificios, como si pretendiera protegerse del sol. Frunció el ceño, ¿Valerie? Sí, era Valerie, que poseía una espléndida juventud, y, no obstante, parecía una vieja.
Con brusca decisión, detuvo el auto a su altura.
—Valerie —llamó.
La muchacha giró en redondo y contempló absorta al hombre que, ante el volante del lujoso automóvil, la miraba.
Al pronto no lo reconoció, pero de súbito susurró:
—¡Al!
Y corrió a su lado. Al abrió la portezuela e invitó:
—Sube…
—Al, sería mejor que siguieras tu camino. Por lo visto creciste mucho, y yo me mengüé más. Tenías tú razón, Al. Nunca debí ser tan cobarde para elegir esta vida.
—Sube.
—No debo, Al —se agitó—. Mancho cuanto toco.
—He dicho que subas, Val.
Ella aún titubeó, pero subió y se acomodó junto a él.
—Al, cuántas veces me acordé de ti… La última vez que te vi…
—Tenía mucha hambre y estaba mojado —cortó él.
—Lo sé, Val. Pero me he casado. Tengo una esposa maravillosa, un hijo y un hogar. Nunca tuve un hogar hasta que conocí a Ellis.
Como ella no contestara, la miró fijamente, puso el auto en marcha y añadió:
—Me gustaría que me dijeras que te cansaste de esa vida. Te envilece, Valerie, y yo lo sabía, y no obstante, acudí a ti en momentos críticos de mi existencia y me ayudaste.
—No te ayudé, Al. Yo… no puedo ayudar a nadie.
—Te equivocas, Val. Me ayudaste mucho. Tal vez no te lo creas, pero me ayudaste. Y quiero ayudarte a ti. Hoy puedo hacerlo. Quisiera, Val, que volvieras a ser aquella chiquita estudiante que confiaba en su amigo.
—No me… —rompió a llorar—. No me hables así, Al. Me emocionas, y… y yo… creí que ya no existía en la vida nada capaz de emocionarme. ¿Qué puedo hacer después de estar tan… —su voz se quebró— tan sucia?
—Te lavarás, Val. Dios se apiada de las criaturas como tú y las ayuda. Tal vez me haya puesto a mí en tu camino para ayudarte. Siempre lamenté tu caída y jamás me aproveché de ella, porque me dolía demasiado tu envilecimiento. Me comprendes, ¿verdad?
—Sí.
—Trabajarás.
—¡Trabajar! —susurró, con voz quebrada—. ¿Crees posible que una mujer como yo pueda trabajar honradamente?
—Trabajarás en unos garajes. Serás la secretaria del director. Y los hombres, Val, serán para ti máquinas de escribir. —Con una sola mano sujetó el volante y con la otra extrajo una cartera del bolsillo—. Toma, ve a verme mañana.
—Al, ¿merezco que me ayudes?
—Lo mereces.
—¿Crees en mí, Al? —preguntó, con voz temblorosa.
—Creo en ti —dijo él, con acento enronquecido— como tú creíste en mí cuando todos me hundieron. No sé si has dicho que creías, Val, pero yo sé que creíste en mi inocencia.
—Me dolería, Al, que me ayudaras y yo no supiera mantenerme en mi lugar —murmuró entrecortadamente.
—No me equivocaré. Sé que sabrás responder a la confianza que pongo en ti. Y por favor, Val, olvídate de lo que has sido hasta ahora. Piensa que aún vamos los dos a la Universidad y que tu madre te espera a la salida y te cubre con un chal para protegerte del frío.
Dentro del auto, Valerie lloraba silenciosamente y no supo hacer ni decir más que tomar la mano de Al entre las suyas y llevarla temblorosa a los labios.
—Vamos, Valerie, vamos.
Apartó rápidamente su mano y la empujó blandamente. Él, tan duro, tan frío, creyéndose aún endurecido por el dolor de haber sufrido una condena inmerecida, sintió en aquel instante que un nudo le atravesaba la garganta y que algo húmedo afluía a sus ojos.
—Mañana, Valerie —susurró—. Recuerda. Te espero en mi oficina. No pierdas la tarjeta.
—Todo el resto de mi vida te bendeciré, Al. Tú no sabes… No, no puedes saber el bien que me has hecho.
Al puso el auto en marcha. Se sentía hondamente emocionado.
* * *
Deseaba ver al jefe de los talleres. Estaba confundido, menguado. Él, siempre tan arrogante, tan dueño de sí, se sentía aquel día como una máquina sin sentido, ni olfato, ni voz.
Hacía más de seis meses que el último coche salió de su garaje para no volver. Seis meses que no había ni un solo obrero que le ayudara, pues aparte de no haber trabajo apenas, excepto unas motos o unas bicicletas, los obreros se iban al garaje próximo, donde se trabajaba sin descanso. Se hundía cada día más. El dinero invertido poco tiempo antes de empezar la construcción del garaje vecino, no dio ni un céntimo de producto. Y lo peor de todo es que no se arruinaba solo. Hundía a miss Sally, y él, de pronto, sentía que despertaba su conciencia. Jamás la había tenido, pero de pronto…
Sí, tendría que meterse un tiro en la sien un día cualquiera. Pero no lo haría aún. Necesitaba purgar sus culpas, y tenía muchas.
—¿Qué desea usted? —le preguntó un joven bien vestido que salía de la oficina con la carpeta de piel bajo el brazo.
—Necesito ver al jefe.
—Por ahí. Tuerza a la izquierda y encontrará el despacho.
Nigel hizo un gesto de impotencia. Por allí llevaba pasando seis meses, y siempre, al llegar a aquel despacho, le saludaba un hombre entrado en años, afable y cortés, que decía invariablemente:
—No puedo ayudarle, míster Howard. Los dueños no pasan por aquí.
—Deme sus señas.
—Pero si ni siquiera sé quiénes son. Hay varias firmas interesadas en este negocio.
—Deme una de ellas.
—No lo sé.
Pensando en el encuentro, Nigel atravesó la nave principal y torció hacia la izquierda. Suponía que aquel día le dirían lo mismo que siempre. No podía resistir aquella situación.
Llamó con los nudillos en la puerta. Y una voz le invitó a pasar.
—¡Ah! ¡Es usted, míster Howard! —exclamó el encargado de los talleres—. Entre, hoy ha tenido usted suerte Es día de inspección y hay un jefe en la oficina. Siéntese. Le diré que espera usted verle.
Nigel ni siquiera tuvo ánimos para responder. ¿Qué podía decir? ¿A qué iba allí, en realidad? Pero necesitaba ver a aquel jefe y decirle… Decirle que se estaba arruinando, que tuviera piedad de él y le diera unas acciones y una ocupación en los modernos garajes. Sí, eso diría, y tal vez le ayudaran. Él era un hombre de prestigio en el barrio. Llevaba muchos años trabajando, nunca nadie dudó de su honradez…
—Pase por aquí —dijo el encargado, reapareciendo—. Sea breve. El jefe tiene mucho trabajo y poco tiempo. Sígame.
Se perdieron por la nave y subieron al elevador. Al llegar al tercer piso, el encargado abrió la puerta del elevador y dijo:
—Yo tengo que hacer abajo. Siga por ese pasillo. En aquella puerta de enfrente, llame. El jefe le recibirá en seguida.
Hizo lo que le mandaban, pero no le recibieron al instante. Esperó en la antesala. Había otros seis hombres y hubo de esperar que entraran y salieran uno por uno. Cuando quedó solo, apareció una mujer joven y bien parecida con un bloc en la mano. Nigel dio un salto.
—¡Valerie! —susurró.
—Hola, Nigel.
—¿Qué haces tú aquí?
—Trabajo.
—¿Tú?
—Cielos, yo, sí.
—Hacía mucho tiempo que no te veía. Creí…
—Ya sé lo que creíste. Me ayudó, Nigel. Pasa. El jefe te espera.
—Oye, Val.
—Dime.
—¿Qué clase de hombre es? —se agitó—. ¿Crees que me escuchará?
—Sin duda.
Y una gentil sonrisa curvó los labios de aquella mujer que empezaba a tomarle gusto a la vida honrada.
—¿Es el jefe mayor?
—Casi puedes considerarlo dueño absoluto. Al menos es el mayor accionista y en él confían todos los demás.
—¿No puedes… influir por mí?
—No, Nigel. Ahí —y señaló la puerta de roble— vas a encontrar lo que mereces. Dicen que el que siembra recoge. Y es bien cierto.
Se alejó, dejando a Nigel desconcertado, sin haber comprendido el significado de sus palabras.
* * *
El amplio y lujoso despacho estaba rodeado de ventanales, de tal modo que la claridad era deslumbradora. El hombre que se hallaba sentado tras la gran mesa alzó los ojos y miró a Nigel. Este, que avanzaba hacia él, se detuvo en seco y exclamó sordamente:
—Albert Japp.
—Hola, Nigel.
—No… No es posible.
Al esbozó una sonrisa. No se puso en pie. No se alteró. Diríase que esperaba aquella visita y que estaba preparado para ella.
—Al —susurró Nigel, con voz ahogada—. Tú aquí…
—Ya lo ves. Estoy sentado tras una mesa, pero esta vez no es… el banquillo de los acusados.
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —Y con voz velada, juntando las manos en ademán de súplica—. Apiádate de mí, Al, de tu tía, de… todos nosotros.
Albert cruzó las manos sobre el tablero de la mesa y esbozó una tibia sonrisa.
—Esas mismas frases las pronuncié yo hace algún tiempo —apuntó calladamente—. ¿Recuerdas, Nigel? Yo no quería que mi tía se asociara a ti. Conocía tu ambición. Y esta no te detuvo cuando yo te estorbé. Lo recuerdas, ¿no? Yo lo recuerdo todo. Recuerdo también que amé a una muchacha. La amaba honradamente, Nigel, y tú lo sabías, pero tu ambición pudo más que el cariño que sentías por tu hermana. Todo eso pasó. Para mí no tiene importancia. Estoy casado y amo a mi esposa. La amo mucho, Nigel. Claro que tú sabes poco de eso, pues jamás amaste a nadie, excepto a ti mismo.
—Escucha, Al…
—No terminé, Nigel.
—Por el amor de Dios, tú nunca has sido un malvado. Tienes que apiadarte de mí, Al, de tu tía. ¿Qué culpa tiene ella, después de todo?
—Me crio, me conocía. Sabía que era incapaz de robar un cigarrillo, y no obstante, creyó en ti y dejó que me condenaran. —Se echó a reír, desdeñoso—. Y luego, cuando cumplí mi condena y le pedí ayuda, se limitó a ofrecerme su casa y su dinero, pero no trabajo, aquí donde me humillaste tú.
—¡Eso, no!
—Me humillaste tú. Sabías que yo no había robado jamás. Te estorbaba para tus manipulaciones.
—Al, escúchame…
—No te concedo ni opción, a eso, Nigel Howard. No te concedo ningún derecho en ningún sentido. ¿Te arruinas? ¡Oh, ya lo sé! —rio—. Precisamente por eso invertí aquí el dinero de mi esposa e insté a los amigos de esta a seguirme. No estoy aquí por casualidad, Nigel. He venido porque necesitaba que tú te sentaras donde yo me senté. Necesito que te miren con desprecio como me miraron a mí. Necesito que te nieguen ayuda, como me la negaron a mí. Necesito… —se inclinó un poco hacia adelanto— rehabilitar mi nombre, y eres tú el único que puede decir de dónde salió aquel dinero que apareció en mis bolsillos.
Frío sudor bañaba la frente de Nigel Howard. En un instante pareció envejecer diez años. Las arrugas de su rostro parecían surcos, y en sus ojos se retrató el espanto.
—Has de sufrir lo que yo he sufrido, Nigel —siguió Al, despiadado—. Y entonces comprenderás… Sí, sí, comprenderás por qué yo te pedí llorando ayuda para mi deshonor. ¿Lo recuerdas? Pero te faltó poco para que me escupieras en la cara.
—Escucha…
—No te ayudaré, Nigel. Ni te daré oportunidad de hablar. Puedes marchar. Mi abogado te visitará y tendrás que darle cuenta de tus actos de hace unos años. Tendrás que decirle muchas cosas, y el juez aún recordará lo mucho que me hundiste entonces. Aún hasta aquel instante, creí que me ayudarías. Me conocías desde niño. Sabías mejor que nadie que era un hombre honrado, y que antes pasaría hambre, que robar un centavo de la mujer que me crio y me ayudó a ser como era. Sal de aquí, Nigel. Yo… ya no tengo nada más que decirte.
Nigel no se movió. Y entonces Al se puso en pie, fue hacia la puerta y la abrió.
—Por aquí, Nigel —ordenó fríamente.
Nigel lo miró con desesperación.
—Apiádate de mí —pidió ahogadamente.
—Como tú de mí, Nigel. La ley de Talión: Ojo por ojo y diente por diente. Y bien sabe Dios lo que me cuesta tener que ser tan duro como tú lo fuiste.
Le tocó en el hombro, Nigel parecía una momia. Le hizo girar en redondo, le empujó y cerró la puerta tras él.
Apretó los labios. Él no quería ser así. Pero tenía que serlo.