IV

Era una mujer morena, de pelo muy negro, corto, peinado hacia atrás, con sencillez. Tenía los ojos de un verde intenso, si bien no por ello era hermosa. Las facciones de su rostro, exceptuando los ojos, eran menudas. La nariz chata, las cejas arqueadas, dándole aire de japonesa. La boca demasiado grande y la frente un poco abombada.

—Siento haberlo manchado —dijo, con suave acento.

—No es nada —replicó Albert, alzándose de hombros—. Puede continuar.

El elegante automóvil siguió estacionado en la orilla de la acera. Albert se fijó en las manos femeninas que descansaban en el volante. Eran largas, delgadas, personales. Lucía en el dedo medio de la mano derecha un gran solitario con un brillante de muchos quilates, calculó Albert, pensando que con el producto de su venta hubiera tenido él para solucionar su vida. No era un ladrón. No quería serlo. Había sufrido cinco años de condena por un robo que jamás había cometido y no estaba dispuesto a cometerlo en realidad. ¡Oh, no!

La conductora del lujoso «Cadillac» debió observar en él desconcierto o indecisión, porque preguntó con la misma suavidad:

—¿Puedo… ayudarle en algo?

—Ne —replicó, secamente—. No.

Y echó a andar calzada adelante.

La muchacha, que tendría unos veintitrés años, y por lo visto una extremada bondad, frunció el ceño y siguió con los ojos la alta silueta, pobremente vestida, de noble rostro, que, tambaleante, se perdía en la oscuridad de la noche. Puso el auto en marcha, y pensativa se dirigió a su casa.

Atravesó varias calles suntuosas y fue a detenerse ante un palacio de moderna estructura. Se abrieron las altas verjas y el «Cadillac» color azul pastel entró majestuosamente en el parque, yendo a detenerse ante la escalinata principal. Un lacayo uniformado abrió presuroso la brillante portezuela.

—Buenas noches, miss Ellis.

—Hola, Jim.

Descendió y cruzando el visón sobre el pecho, ascendió presurosa por las escalinatas, perdiéndose en el lujoso vestíbulo.

Era alta y muy delgada, tan excesivamente delgada, que las formas de mujer apenas si se apreciaban. Era, no obstante, de una elegancia y distinción extremadas, si bien, dada su delgadez, no era la mujer que gustaba a los hombres.

Entró en su alcoba. La doncella tenía preparada la ropa de noche.

—Hoy no salgo, Mitri. Puedes guardar todo eso.

Bajó al comedor. Estaba sola en la larga y suntuosa mesa. Un lacayo uniformado se hallaba rígido en la puerta. El mayordomo se inclinó ante ella y una doncella vestida de negro con cofia blanca rodeando su cabeza, la servía.

Cuando pasó al salón, pulsó un timbre. Acudió otra doncella.

—Laura, dile a Mame que venga un instante.

Casi inmediatamente de desaparecer la doncella, se abrió de nuevo la puerta del salón. Entró una mujer de baja estatura, gordita, de pelo blanco, vestida de oscuro y con un llavero con muchas llaves colgando a la cintura.

—¿Me llamabas. Ellis?

—Pasa, Mame.

Quería a Mame como si fuera algo suyo. Recordaba haber visto a Mame a su lado desde que tuvo uso de razón. Mame fue para ella, madre, amiga y compañera, y hasta padre muchas veces, pues este, metido de lleno en los negocios, apenas si disponía de tiempo para atender a su única hija. No conoció más madre que Mame y a ella se confiaba. Mame la adoraba. Mujer soltera, de cincuenta y cinco años, siempre al servicio de la gran casa Adams, concentró todo su cariño en la pequeña Ellis. Y cuando falleció dos años antes míster Adams, aún se concentró más en aquel cariño.

—Pasa, Mame. Siéntate junto a mí. ¿Estabas muy ocupada?

—Daba órdenes a la cocinera para mañana.

—Que espere. Ven, siéntate junto a mí.

Mame así lo hizo.

—¿No sales hoy?

—No. Estoy… apática.

—Ellis, es que estás muy mal así. Debes casarte. Hay muchos hombres en Boston que darían algo por llevarte al altar. Además, estás muy sola…

—No me hables de eso, Mame —rio, despreocupada—. ¿Cuántas veces me dices lo mismo al cabo del día?

—Es que me duele, Ellis, que te pases la vida en los astilleros, o bien en las fiestas que ofrecen tus amigos y siempre sola, como una desheredada de la fortuna, cuando en realidad eres una de las más ricas herederas de Boston.

Ellis alzó una mano y la dejó caer suave y tiernamente sobre los rugosos dedos de Mame.

—Me siento feliz así, querida Mame. No creo en los amores de los hombres. Desde que me siento sola creo aún menos, pues soy, dicho vulgarmente, un buen bocado para cualquier cazadotes.

—¿Dónde has estado hoy? —preguntó Mame, de pronto.

—En una sala de fiestas con un grupo de amigas. Por cierto que, al regresar, por nada atropello a un hombre que, detenido en mitad de la calzada, parecía un suicida. —Pensativa, añadió—: Me sorprendió aquel hombre, Mame. Me impresionó también. Vestía pobremente y en su semblante parecía asomarse una tormenta. Lo salpiqué de barro, me detuve y me disculpé. No creo que me haya oído. Estaba muy lejos de allí. Vine pensando en ello —añadió, reflexiva—. No es frecuente encontrar un hombre así, de esa talla y madurez en medio de la calle, dejando que el agua lo empape y mirando a lo alto como si interrogara a las estrellas.

—Desconoces las miserias humanas, Ellis. Existen tantas lejos de este palacio…

—Sí, posiblemente. —Y tras rápida transición, añadió—: Te desafío a un partida de ajedrez, Mame.

* * *

Valerie Finch abrió la puerta. La imperiosa llamada no la impresionó. Sabía quién podía llamar de aquel modo.

—Buenas noches, Al.

Él entró sin responder.

—Vienes… empapado.

Al siguió adelante y se derrumbó en una silla. Quedó allí, rígido como una momia. Le brillaban los ojos y se notaba en él desconcierto, desesperación y hambre. Valerie lo conocía. Sabía lo mucho que estaba sufriendo, pero no fue hacia él. Sabía también lo mucho que Albert la despreciaba. Esto no la sorprendía, puesto que ella se despreciaba a sí misma tanto como Albert podía despreciarla.

—Te prepararé algo para comer.

—¡No!

—Al…

—¡No!

—¿Tienes hambre?

—Sí, pero no comeré de tu pecado —exclamó, quedamente—. No soy yo hombre que viva a costa del pecado de una mujer.

—Al, ya sé que me desprecias mucho, pero me necesitas.

Él echó la cabeza hacía atrás y cerró los ojos. Roncamente, dijo:

—Te desprecio, sí Te desprecio mucho, pero también me das lástima. Tanta como me doy yo a mí mismo, que ya es decir.

—Los dos estamos muy solos, Al. Yo peco, ya lo sé. ¿Qué puedo hacer, Albert? No me enseñaron a enfrentarme con la vida. Busqué en esta el camino más fácil, sin comprender que ara lo peor. Ahora ya no tiene remedio.

—Puedes acostarte —cortó él, fríamente—. Yo dormiré aquí. Mañana continuaré mi peregrinación. Solo me falta recurrir a un hombre. Fue amigo de mis padres. Tal vez no lo recuerde ya. Tiene demasiado dinero. Mi padre entonces también lo tenía. Pero lo perdió pronto. Si él no me ayuda… —abrió los ojos y miró a Valerie fijamente—, si no me ayuda, Valerie…, robaré. Y entonces me llevarán a la cárcel por algo.

—Al, no debes hablar así.

Albert Japp soltó una ronca carcajada.

—Por lo visto, piensas moralizar a estas alturas, cuando estás cubierta por el fango —dijo mordaz.

—¡Oh, Al!

—Perdona. En realidad no tengo derecho a insultarte. Como tú, yo también soy un desheredado, un pobre ser, un perdido, porque si bien no robé jamás, fui juzgado y condenado por ello, y odio a todo el mundo, y esto también es pecado. Odio a todos, Valerie. A ti, a Nigel, a mi tía, a…

—A ella, no.

—A ella también. Porque Annie tenía que confiar en mí y no confió. No fue a verme a la prisión ni una sola vez. Estoy endurecido, Valerie. Sería capaz de matar, de destruir a todos esos que me niegan ayuda. Sería capaz de todo, ¿me entiendes?, por salir de esta situación.

La joven no contestó. Fue a la cocina, tomó un plato con carne y entró con ello en el dormitorio y se aproximó a Albert.

—Toma. Come algo.

Al pronto, él miró aquella comida con ansiedad. El hambre le roía el estómago como un cuchillo hurgando en una herida. Pero, no. Aún le quedaba un poco de dignidad. Muy poco, pero lo suficiente para detestar a Valerie y su alimento.

—Toma, Al.

Este alzó la mano y de un manotazo derrumbó carne y plato. Luego se puso en pie y a grandes zancadas se encaminó a la puerta.

—¡Al! —gritó ella, suplicante.

Él se volvió desde el umbral. La miró de modo extraño.

—Y pensar que has sido mi amiga de la infancia —dijo—. Y pensar que ibas con tu madre al rosario. Y pensar que soñabas y vivías decentemente. —Giró en redondo y apartó el pestillo de la puerta—. No te pongas delante, Valerie. ¡Te odio tanto!

—Espera, Al —gritó ella desgarradoramente—. Está lloviendo.

—Ojalá que la lluvia me ahogue —dijo, abriendo la puerta—. Y mate este odio que llevo en mí como una penitencia, como un pecado, como un estigma. —La miró de nuevo. Esta vez sus ojos brillaron intensamente—. Valerie, juro desde hoy, y pongo por testigo al cielo, que no pasaré más hambre. La primera oportunidad que se presente en mi vida la aprovecharé sea de la índole que sea. Mentiré, robaré, difamaré… para conseguir mi bienestar. Fui honrado y me condenaron. Fui noble y aprovecharon mi nobleza. Fui digno y me consideraron un canalla… Lo seré, lo seré, sí, de ahora en adelante. Ya te digo que pongo al cielo por testigo. Lo juro, Valerie, y yo nunca juro en vano.

Abrió la puerta y se lanzó a la escalera. Valerie, lívida, temblorosa, corrió hacia el ventanal. Miró hacia la calle. Llovía con más fuerza. La figura masculina, tambaleante, se perdía calle abajo.

* * *

No cesó de llover en toda la noche, y Albert Japp se refugió bajo un puente. Estuvo allí, sentado en una piedra, viendo cómo el agua caía como una riada. Estaba absorto. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho y los ojos entrecerrados. El agua hada ruido en el puente y caía después, goteando por todas partes. Hacía mucho frío. Al pensó que a partir de aquella fatídica noche, no pasaría más frío ni más hambre ni más renuncias. Tenía que desterrar de sí el poco escrúpulo que le quedaba. Y ya le quedaba muy poco.

Pensó en su tía. El único ser allegado que le quedaba. Indudablemente si recurría a ella le ayudaría. Pero no pensaba recurrir. Había ido a pedirle de nuevo trabajo. Pero no lejos del garaje o la gasolinera. Allí tenía que recuperarse, puesto que allí le habían hundido. No le dieron esa oportunidad. Tanto peor para ellos. Algún día él podría vengarse. Y no tendría piedad ni de su tía ni de Nigel.

¡Nigel! Este nombre producía en él odio y desprecio. Algún día pagaría Nigel sus mentiras. Él nunca había robado. Él fue siempre un hombre honrado. Y aquel dinero aparecido en su chaqueta… Indudablemente, Nigel conocía la procedencia de aquel dinero, pero no era nada fácil probarlo. Algún día él tendría que hacerlo. Lucharía como un loco para conseguirlo. Él no había robado jamás, y Nigel tenía que saberlo. Pero ¿por qué a todos les fue tan fácil creer en su deshonor? Bueno, Nigel era el poderoso. Algún día dejaría de serio.

Amanecía. Albert Japp nunca había visto un amanecer. Era grato conocer aquella grandiosidad. El cielo nebuloso parecía abrirse salpicado por negras nubes. El nuevo día que alejaba la noche se deslizaba por una esquina del cielo y se extendía e iluminaba los prados y los objetos de la tierra. Una espesa neblina se alzaba del suelo y se extendía también como en el cielo. Olía a tierra y a agua fangosa. Albert se puso en pie. Le temblaban las piernas, tenía hambre, mucha hambre, y no poseía ni un solo centavo. Alzóse de hombros. No importaba. Nada importaba ya.

Echó a andar hundiendo sus pies en el fango. Le chorreaban los raídos zapatos y el borde del pantalón. No se preocupó en levantarlo. ¿Para qué? De igual modo se inundaría, pues si bien había dejado de llover, el agua que cayó durante la noche formaba charcos bajo el puente y sus alrededores.

Parecía un mendigo. Su situación no era nada airosa. Tendría que luchar mucho para volver a ser lo que había sido, y lucharía. La vida era larga y. Al confiaba en que se presentara en ella una oportunidad. No la desaprovecharía. Muy al contrario, la buscaría con ansiedad y tendría que encontrarla.

—Espero que será hoy mi último día de vagabundo —dijo en voz alta, como si se diera una razón a sí mismo—. Voy a casa de Valerie a adecentarme, y luego visitaré a míster Bryan Adams. Si él no me ayuda, esta noche robaré. Me haré un delincuente y viviré. Tengo que vivir de algún modo. Y he de vivir.

Pisó firme y cruzó las calles, húmedas y heladas. Hacía dos días que no comía, y, tambaleando cruzó un coche. Se apartó con fiereza.

—Hoy comeré —dijo en voz alta—. Hoy sí, hoy como quiera que sea comeré, y no volveré a pasar hambre.