III
Valerie acudió a la puerta y la abrió.
—Al…
Este no respondió. Empujó la puerta con el pie, entró y se derrumbó sobre el camastro.
—Al…
—Deja ya de pronunciar mi nombre. Valerie. ¿Qué encanto diabólico le encuentras para que lo pronuncies incesantemente? No he dormido —añadió—. Supongo que podré hacerlo.
—Desde luego, Al, pero…
—Tienes una sola cama —rezongó—. Duerme en una silla, Val. No quiero verte a mi lado.
—Oye, Al, tú me desprecias mucho. Siempre me despreciaste. Pero acudes a mí en tu soledad.
—Sé que eres una sentimental —rio Al como si meditara— y te apiadas del amigo. —De pronto se echó en la cama y miró a Valerie fijamente—. ¿Crees en mi culpabilidad?
—Yo…
—¿Crees o no crees?
—Al…
—Te pregunto si crees o no crees —gritó, exasperado.
—No lo sé.
Albert curvó los labios en una sarcástica sonrisa y se dejó caer hacia atrás. Suspirando, exclamó:
—Todos igual. Mi tía, tú, ellos. Todos… Bien, tal vez de ahora en adelante me dedique a desplumar a la gente. Todo depende de lo que sueñe esta noche.
Valerie no respondió. Ella tenía que salir a hacer la ronda de todas las noches. A veces regresaba al apartamiento con un hombre. Aquella noche no podría hacerlo. Conocía a Al lo suficiente para saber que no se movería de allí hasta que le diera la gana.
—Recuerdo cuando te conocí, Val —dijo él, de pronto—. ¿Ves tú lo idealista que soy? ¿Por qué he de recordar ahora esas necedades?
La mujer no respondió. Se arreglaba ante el espejo. A través de este veía a Al tendido en la cama, con los ojos cerrados y las manos tras la nuca. Tenía en los labios un cigarrillo que se consumía solo y la espiral ascendía hacia el techo formando un aro de acre olor.
—Cuando te conocí, no tenías arrugas —dijo él, bajo, como si reflexionara en voz alta—. Ni cansancio en los ojos. ¿Por qué te has perdido, Val? Eras una buena chica.
—Cállate, Al.
—¿Por qué? De pronto, recuerdo cosas que no recordé jamás. Es absurdo.
—Te ruego que descanses. Yo… voy a salir.
—¿Salir? ¿Sigues siempre igual, Val? ¿Y por qué? ¿Por qué te has perdido así? ¿Haces como yo?
—¡Oh, Albert!
—Bueno, eras una chica excelente, Valerie. Lo recuerdo bien. —Se sentó de pronto en la cama y clavó los quietos ojos en el rostro angustiado de la joven—. Val, íbamos juntos a la escuela primaria. ¿Recuerdas? Tenías un padre estupendo. Y una madre encantadora. Fíjate si sería impresionable, que a los quince años yo amaba a tu madre.
—Al, por lo que más quieras…
—Duele, ¿eh? Mejor. Algún día te dolerá más. ¿No sabes, Valerie? Yo voy a ser un perdido como tú. Voy a resbalar hasta hundirme en el cieno. Seré… un ser de los muchos que gozan en Boston de una libertad espiritual ilimitada. ¿Espiritual? Bueno —rio desagradablemente—, algún nombre habrá que darle. Pues sí, tu madre te llevaba de la mano a la parada del autobús. Todos los chicos admirábamos a aquella señora rubia, de grandes ojos color castaño. Tenía empaque y era una dama. ¿Por qué si ella era una dama y tu padre un caballero, tú caíste tan bajo?
Valerie lloraba con la cabeza apoyada en el cristal azogado. Albert no se apiadó de ella. Con voz ronca, amarga, siguió diciendo:
—Eras una chica mimada, Valerie. Y tu padre estaba orgulloso de ti. ¿Recuerdas el final de curso de aquel año? Te pusieron una banda por aplicación y buena conducta —soltó la carcajada. Una carcajada que parecía un grito—. Buena conducta. ¿Te das cuenta, Val?
La mujer se incorporó y desesperada, se apoyó en la pared. Gruesas lágrimas corrían por sus ajadas mejillas.
—Ya no eres aquella niña buena, Val —siguió él, implacable—. Ya tienes las huellas del vicio marcadas en tu cara. ¿Ves, Valerie? ¿Ves cómo todo sale a relucir en el rostro?
—Al, por lo que más quieras, cállate ya.
—Un día fui al entierro de tu padre —añadió él, echándose de nuevo sobre la cama—. Un accidente en plena calle. ¿Y tú qué? No encontraste mejor afición que echarte al arroyo. Yo haré igual, Valerie. Nada nos vamos a tener que echar en cara uno al otro. Los dos iguales.
Valerie apretó las sienes con las manos y se dejó caer en una deshilachada butaca. Aquella noche no salió. Sentada allí con la cabeza entre las manos, velando el angustioso sueño de un amigo de la infancia.
* * *
Albert estaba frente a la ventana del ático con las piernas abiertas y un cigarrillo entre los labios. Tras él, aún hundida en el mismo sillón, estaba Valerie.
—Al —dijo de pronto—, nunca hagas lo que yo.
Él se volvió. La miró fijamente.
—¿Por qué lo hiciste tú?
—No lo sé.
—¡No lo sabes! Tienes que saberlo.
—Estaba sola.
—Esa no es una razón. No fue eso lo que aprendiste. Esto no lo aprendiste de tus padres.
—No.
—¿Por qué, pues?
—Ya te dije que estaba sola y sin dinero. Conocí a un hombre.
—Y fuiste tan ilusa que lo amaste.
Inclinó la cabeza sobre el pecho.
—Sí —dijo con un hilo de voz.
—Y después de ese, amaste a muchos más, a todos. ¿No es así, Val?
La muchacha alzóse de hombros.
—No te preocupes, Val. A mí no me amarás. A mí ya no me amará nadie. Tampoco pienso molestarte en el futuro. Cuando volví de la prisión pensé en mis amigos, en todos aquellos que podían prestarme ayuda. Y en mi imaginación solo surgiste tú. Eres muy mala, Valerie. Muy mala para ti, pero buena para los demás. Demasiado buena.
Se dirigió a la puerta.
—¿A dónde vas? —preguntó ella.
—No lo sé.
—Espera, Al. ¿No puedo ayudarte en algo?
Él soltó una risita sardónica. Con aspereza, dijo:
—¿Y quién te ayuda a ti? —Desdeñoso, añadió—: Pude haber robado una fortuna. Pero no viviré jamás a costa de los galanteos de una mujer con otros hombres. Adiós, Valerie.
—Al…
—¿Qué quieres?
—Espera.
Estaba frente a él. Albert la midió con la mirada. Ya no era la muchacha bonita que él conoció en la Universidad. Era una mujer envejecida sin años, arrugada, flaca, con las huellas del vicio impresas en el rostro que en otros tiempos había sido bello.
—Al…
—Di lo que sea.
—No quisiera encontrarte un día como tú me encontraste a mí.
—Me hundieron, Val —dijo, sarcástico—. ¿Qué importa lo que ocurra en adelante?
—Amabas a una mujer.
Al dio un paso al frente y con bronco acento exclamó, al tiempo de oprimir la muñeca femenina y apretarla sin piedad:
—Eso, no. No digas eso.
—Es que ella está con su hermano.
—Cállate, Valerie —gritó—. Cállate.
—La amas aún.
—He dicho que te calles.
—Al…
—¿Me oyes? —soltó la muñeca y giró en redondo—. Cállate o muérdete la lengua.
La muchacha calló. Al abrió la puerta.
—No volveré por aquí. Creo que no volveré. No será nada fácil ahora abrirse paso en la vida a un expresidario como yo. —Se echó a reír y dijo entre dientes—: Tal vez ataque al primer señor con dinero que encuentre en mi camino.
—Yo he caído, Al, y daría media vida o tal vez toda por poder levantarme. No caigas tú. No caigas, Al.
—He caído ya.
—Has cumplido. Empieza de nuevo.
Él la miró, y, de pronto, se echó a reír como si gimiera.
—No es fácil levantarse, cuando como yo, no he caído, me tiraron.
—Tu tía…
—Ella no tiene por qué pagar mis errores. Adiós, Val.
—Espera.
—¿Qué quieres?
—No hagas lo que yo, Al. Por el amor de Dios.
Albert volvió a reír. Sarcástico, dijo:
—¿Pero tienes tú un Dios?
—Merezco eso. Lo merezco, sí, pero… bastante tengo que sufrir sin necesidad de que tú me desprecies tanto.
—Perdona —dijo de pronto—. Perdona, sí. Si es que puedes perdonarme todos los insultos que te hice.
—No me insultaste, Al. Son reproches que merezco.
Él salió sin responder.
* * *
—Hola, Albert. Es algo difícil, ya lo sabes, ¿no?
—Míster Marsh, dígame sí o no.
Míster Marsh se agitó tras la gran mesa de despacho. Se le inflamó el rostro. En otro tiempo, Albert Japp era una buena adquisición. Ahora era un error admitirlo entre su personal.
—Mira, muchacho. Si tengo algo adecuado para ti te llamaré. Dime dónde vives. ¿Con tu tía?
—Vivo en la calle y necesito la ayuda de un amigo —dijo desesperadamente—. En más de una ocasión le hice un favor.
—Sí, sí, no lo olvido. Pero tú comprenderás que… Bueno, ¿a dónde puedo avisarte?
Al giró en redondo. No tenía hogar ni dinero para pagar una posada. Tampoco míster Marsh le ayudaría.
—Espera, Al…
—¿Me da usted un empleo, sí o no?
El industrial se llevó los dedos a la frente.
—Siempre fuimos amigos, Al. Pero…
—Pero soy un expresidario.
—No quería decir eso, diantre, no.
Se marchó sin responder. ¿Para qué? Míster Marsh suspiró tranquilo. No podía ayudarle, No tenía ningún deseo de ayudarle.
* * *
—Mire usted, Albert…
—No andemos con rodeos, míster Ross. Necesito una colocación. No pedir dinero prestado, ni trabajo por favor.
—Lo comprendo, lo comprendo…
—¿Me ayuda usted?
—Lo siento.
—Bueno, al menos usted es más franco que los otros —rio Al, fríamente.
—Lo siento, créame usted.
Salió rápidamente. En la calle miró a lo alto. Tenía hambre. Pero eso tenía poca importancia. La había tenido muchas veces durante cinco años.
* * *
Albert Japp miró su zapatos. Le dolían los pies de bajar y subir escaleras. La suela de sus zapatos estaba, rota y la piel rozaba el húmedo suelo. Llovía y tenía el traje empapado. El agua le chorreaba por el rostro. Llevaba bajo la lluvia un día entero. Pronto cerrarían todas las oficinas.
Entró en el elevador y apretó el botón. Décimo piso, piso.
—¿Qué desea usted?
—Quiero hablar con míster Vidburn.
La secretaria lo miró de arriba abajo. Al no se inmutó. La secretaria desapareció, regresando minutos después.
—Pase usted.
Ya estaba ante Edward. Habían sido buenos amigos. No esperaba ayuda de él, pero deseaba saber hasta qué punto le ayudaban… los amigos.
—¡Al!
—Hola, Edward.
—No sabía que habías dejado…
—La prisión —atajó—. Sí, cumplí mi condena. Necesito trabajar, Edward.
Lo vio serio. Otro que no le ayudaría. Solo le quedaba de sus conocidos, Bryan Adams, dueño absoluto de los mejores astilleros de Boston. Era un hombre ya de edad avanzada, que él conocía mucho de haber arreglado sus coches cuando trabajaba para su tía.
—Al, no puedo ayudarte —dijo Edward—. Me comprendes, ¿no?
—Sí, hombre. Te comprendo.
—No lo digo con ironía.
—Escucha…
—¿Para qué?
—Yo quisiera ayudarte, pero…
—Pero soy un expresidario, Edward. Bien, no te molestes más. Seguramente nos volveremos a encontrar o tal vez no.
Al llegar a la calle, Albert miró de nuevo a lo alto. Esta vez había en sus ojos una honda tristeza. Por primera vez, los ojos de Albert Japp no demostraron rebeldía. Era dolor, hondo, frío, lo que se mostraba en las duras facciones de aquel hombre.
Hacía veinticuatro horas que no había comido. Le arañaba el estómago un hambre infernal. Podía robar o matar, Pero, no. Aún quedaba un hombre en Boston que podía ayudarle. Y si aquel hombre, como los demás, se negaba a ello, entonces… entonces…
Estaba detenido en medio de la calzada y un auto pasó rozándolo, salpicándole de lodo. Al sonrió sarcástico, contemplando absorto el lamentable estado de su traje. Y fue entonces cuando oyó aquella queda voz tras él.
—¿Le hice daño?
Dio la vuelta. Una mujer joven lo miraba apoyada en la ventanilla de un lujoso coche color azul pastel.