VII
No se mostró como un vulgar galanteador. El instinto le advirtió que Ellis Adams no era mujer que se conquistara con frases y halagos. En aquel instante se limitó a bailar en silencio, llevando a Ellis pegada a sí con una súbita intensidad que ella no rechazó.
Albert hacía cinco años que no bailaba, pero había sido un gran bailarín, por lo que la joven no notaba la falta de entrenamiento de su compañero. Al la sentía frágil y ligera en sus brazos, de tal modo que por un instante temió quebrarle la cintura. Podía decirle muchas cosas en aquel momento, pero era lo bastante inteligente para saber respetar su silencio. La oprimió más y más contra sí y ni ella lo rechazó ni pareció enojada. En un instante en que la apartó un poco para mirarla a los ojos, descubrió en estos una extraña emoción, y si hasta entonces había dudado que ella lo amaba, a partir de aquel momento ya no le cupo duda alguna.
—Tal vez —dijo él de pronto con suave acento— no debí invitarla a bailar. Perdone usted si lo hice.
Ellis humedeció los labios antes de responder y de súbito Al sintió un ardiente deseo de besarla en la boca. Fue algo fugaz que pasó por su mente como un relámpago y se alejó con la misma rapidez.
—No… no tenía por qué no hacerlo.
—No debí aproximarme a ustedes.
—¿Y… por qué no?
—Dada mi situación…
—¡Oh, no! —saltó impulsiva—. Si se refiere a su trabajo, no. Acostumbro a tasar a los hombres por lo que son, no por lo que parecen.
—Es usted… muy generosa.
—En modo alguno, míster Japp. No soy generosa. A veces pienso que soy muy egoísta.
—¿Por qué se considera egoísta?
—Porque busco tan solo mis propias satisfacciones, sin pensar en las de los demás.
—Eso es muy humano.
—Pero no siempre el ser humano beneficia al prójimo.
—Es usted demasiado joven para dedicarse al prójimo —dijo él galante.
Se miraron. Ella apartó los ojos con presteza. Eran muy verdes y brillaban de modo intenso. Al pensó que sería grato mirarse en ellos. Sí, muy grato.
—Miss Adams —observó de pronto—. De repente me siento tímido.
—¿Nunca lo fue?
—Jamás.
—Se lo creo. Tiene usted aspecto de haber triunfado en la vida.
—¿Triunfado? ¿Siempre?
Ella se aturdió bajo el brillo cegador de las pupilas de Al. Parpadeante, indecisa, exclamó:
—No se puede tasar el fracaso de un hombre en el desliz de un día.
Albert se creció. ¿Es que ella conocía su pasado? Imposible, pues de conocerlo jamás le hubiera entregado su confianza ni le hubiera dado el puesto de jefe administrativo en su empresa.
—¿Es… —preguntó, bajo— que conoce usted un desliz referente a mí?
—No, no…
—Se refiere usted —atajó frío— al día en que me conoció.
—Pues… —se agitó— tal vez… —Y tras un titubeo añadió—: Pero no por eso lo considero menos.
—¿Me… considera algo?
—Mucho…
—Gracias, miss Adams.
Y como la orquesta hacía un alto, silencioso la condujo a la mesa. Eran la diez de la noche y los amigos esperaban para marchar.
—Creíamos —dijo una joven rubia— que os quedabais en la pista. Ya marchamos, Ellis.
Esta se volvió hacia Al.
—Míster Japp, lo llevo en mi cocho.
—Gracias. Acepto su ofrecimiento.
Salieron todos juntos. Él la ayudó a ponerse el visón. Estaba ante el espejo y los ojos se encontraron Se mantuvieron fijos unos en otros de tal modo, que ella sintió que un vértigo intenso la sacudía. Al no apartó los suyos, pero su mano firme y segura la tomó del brazo y dijo inclinándose ante ella:
—Vamos, Ellis…
Era la primera vez que la llamaba así, y la joven se estremeció. Ella conocía la forma de dirigir un negocio. Se la enseñó su padre desde que ella tuvo uso de razón. Pero en cambio, desconocía a los hombres cuando estos se ponían en plan de conquistas silenciosas. Tenía muchos pretendientes, y estos se lo decían. Al era un hombre diferente… tan diferente, que por primera vez se temía a sí misma.
Los amigos se despidieron. Subieron a sus respectivos coches. Y ellos dos subieron al «Cadillac» color azul pastel, uno por cada portezuela.
* * *
Cómo tuvo lugar aquello, Ellis no lo supo jamás, y Al casi tampoco. Lo cierto es que la besó en la boca y ella sintió que todo daba vueltas en torno. Aquellas palpitaciones que agitaban su pecho casi la paralizaron. Fue un momento de extraña intimidad. No conocía los besos de los hombres. En realidad, tenía solo veintitrés años, y si bien dirigía un negocio de los más potentes en Boston, no por ello era una mujer de experiencia sentimental. El primer beso se lo dio Al, y una mujer como Ellis no olvida fácilmente el primer besó.
Hicieron el viaje en silencio. A mitad de camino ella preguntó con un hilo de voz:
—¿Dónde lo dejo?
—Dos manzanas más allá. Ya la advertiré cuando estemos frente a mi casa.
El auto siguió rodando. De pronto él indicó:
—Aquí.
El «Cadillac» se detuvo. La calle estaba solitaria. Empezaba a lloviznar. Era aquel un invierno frío y húmedo. Ellis cruzó las manos sobre el volante y lo miró. A través de la oscuridad los ojos grises, cegadores de Al, no se apartaban de los suyos. Era una llamada, y Ellis la entendió, si bien apartó los suyos roja hasta la raíz del cabello.
—Buenas noches —dijo con un hilo de voz.
—Hasta mañana —respondió él.
Y descendió. Dio la vuelta al auto y se apoyó en la ventanilla de ella.
—Ha sido un velada muy agradable, miss Adams…
No respondió. Lo miraba aún. Entonces Al alargó la mano y alzó la barbilla femenina. Ella parpadeó.
—Buenas… noches —volvió a decir quedamente.
Al no respondió. Se inclinó sobre el rostro ruborizado y de súbito encontró su boca. Primero la besó con suavidad, casi sin rozarla, después apretó los labios abiertos sobre la boca inexperta.
Lo hizo con tal habilidad que logró lo que deseaba. Desconcertar a Ellis, hacerla desear lo que él hacía. No fue un beso fugaz. Diríase que no terminaba nunca. Ella estremecida aceptó aquel beso. Y vivió en él por espacio de minutos interminables. No fue ella quien se apartó. Fue él primero quien la soltó el rostro, y quien muy suavemente dijo:
—Perdóneme, Ellis… Fue… algo que no pude evitar.
Se quedó erguido en la acera. El auto se alejaba a gran velocidad. Al llevó la mano a la boca y pasó los dedos por los labios. Había besado a muchas mujeres, pero era la primera vez que una boca femenina dejaba en la suya aquel sabor. Un sabor suave, delicioso. Un sabor a súbito deseo.
No por eso durmió mal ni soñó con ella. Esperó pasivamente, sereno y trabajando, la reacción de Ellis cuando al día siguiente se vieron en la oficina.
Era el mediodía. Él tuvo qué subir a la dirección con las bajas que ella tuvo que firmar. Al entrar y verse ante Ellis, esta se ruborizó de nuevo. A Al le agradaba aquel rubor, si bien no le emocionaba. Al no era un hombre sin experiencia amorosa. Al conocía a las mujeres y sabía cómo manejarlas y jamás en su vida sentimental tuvo un fracaso. Por eso no pensaba tenerlo entonces. Sembraba el terreno y recogerla su fruto. No era él hombre que se lanzara a la ventura. Conocía el objetivo fácil, y Ellis era en su vida aquel objetivo.
—Buenos días, miss Adams —saludó con naturalidad como si jamás entre ellos hubiera un contacto íntimo.
—Pase…
—Traigo aquí…
—Siéntese, míster Japp.
Lo hizo y la miró. Se dio cuenta en aquel instante que ella iba a abordar lo ocurrido entre los dos la noche anterior. Vio cómo ponía la fina mano sobre los papeles que él colocó en la mesa dando a entender con ello que por un instante dichos documentos carecían de importancia.
—Al —exclamó ella de pronto—. No soy mujer que se bese con los hombres todos los días y a cualquier hora.
—¡Ah!
—Por tanto…
Se miraron. Ella no parpadeaba aquella vez. Al contrario, estaba quieta y sus pupilas inmóviles tenían un extraño brillo cegador.
—Ellis…
—¿Por qué, Al?
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué me ha besado? No estamos ni usted ni yo en situación de hacer comedias. Usted debe saber ya el sentimiento que me inspira.
—Ellis.
—Lo sabe, ¿no es cierto? No consiento que nadie abuse de mi debilidad. Y no soy débil, pero soy mujer y en lides amatorias soy una pobre inexperta.
—¿Qué… puedo decirla, Ellis? Dada su posición y la mía…
—Eso no.
—¿No?
—No. Pero no es momento para hablar de esto aquí.
—Perfectamente —admitió Al gravemente—. ¿Puedo visitarla en su casa esta tarde?
—Le espero a las ocho.
—De acuerdo. Por favor, firme esos documentos.
Los firmó, él los metió en la cartera de piel y tras inclinarse ante ella salió.
Ella quedó desconcertada. Jamás comprendería bien a aquel hombre.
* * *
Tomó el subterráneo unas calles más allá de la suya. Vestía impecablemente, y más se parecía al antiguo jefe de la gasolinera que al actual jefe administrativo de los Astilleros Adams. Era elegante, y las arrugas que se formaron en tomo a sus ojos durante los cinco años de cautiverio, se atenuaban con la buena vida. Ya no era un hombre materialmente sojuzgado, pera espiritualmente se consideraba más sojuzgado que nunca, porque vivía pendiente de una venganza y para esta no tendría piedad.
Subió al subterráneo y se quedó junto a la puerta.
—Al —dijo una tenue voz tras él.
Se volvió como si lo pincharan.
—Al —dijo Annie bajísimo.
Albert se repuso al pronto. Mil recuerdos acudieron a su mente, pero los desechó al instante. No volver a aquel pasado con los demás, sino vivir únicamente del presente, y su presente no era Annie, por mucho que la hubiera querido.
—Al… Te has quedado mudo. ¿Es que… no me conoces?
Reaccionó. Una indefinible sonrisa curvó sus labios.
—Naturalmente, Annie. Perdona. No esperaba encontrarte aquí. Posees un coche tan bonito… ¿Cómo es que viajas entre los vulgares seres sin dinero?
—¡Oh, Al! Antes no eras irónico.
—Por supuesto, querida Annie. Antes era un hombre normal.
—Has cumplido tu condena… No tienes por qué no serlo.
—Prefiero no recordar mi pasado —cortó secamente.
—Discúlpame.
No respondió.
—Al…, ¿dónde trabajas y vives que no te veo por el barrio?
—Tal vez vaya un día cualquiera. —Y con burla que ofendió a Annie—. Todavía no di un abrazo a Nigel. Un día de estos iré.
—Siempre te empeñaste en que él tuvo la culpa, Al…, y no es cierto.
—Lo que tú digas, amiga Annie. Si bien prefiero no recordar cosas pasadas.
—Yo… —titubeó ella— también formo parte de esas cosas pasadas.
La miró de frente. Por un instante se mantuvo silencioso, pensando en que ella formaba parte de aquel pasado. Sintió una súbita satisfacción. No amaba a Annie. Ya no volvería a amarla, y esto era grato.
—En efecto, Annie. Formas parte de ese pasado que no deseo recordar.
—Al… —susurró con voz temblorosa—. Ya no me amas.
—No, ya no te amo, Annie. Es… extraordinariamente agradable no amarte.
—¡Al!
—Lo siento, querida. Cuando aquel día me juzgaron y me llevaron a la cárcel, enterré aquel amor. Fue… lo único bueno que hice en mi vida.
—Lo dices… con una frialdad que espanta.
—Estaba muy fría aquella prisión, querida. Uno… se habitúa.
El subterráneo se detuvo. Bajaron los dos. Al miró a Annie analítico. Estaba más bella, era más mujer… Pero ya no le interesaba en ningún sentido. El descubrimiento le satisfizo. Él podía casarse con Ellis sin amarla, si bien jamás lo haría amando a otra. No era fácil que él amara de nuevo. Había puesto demasiada sinceridad en aquel amor cuando conoció a Annie, y desde entonces ocurrieron muchas cosas, todas ellas contribuyeron para curarlo, haciendo de él lo que era en realidad. Un ente frío e indiferente que solo luchaba por un objetivo. El de rehabilitarse y vengar todo el daño recibido. Si su tía entraba en la venganza, no pensaba apiadarse de ella. ¿Quién se había apiadado de él? Le ofrecieron vivir sin trabajar… Él no era hombre que pudiera vivir del dinero de una anciana. Él necesitaba trabajar, demostrar que seguía siendo el mismo hombre, al monos en apariencia seguía siéndolo.
—Al…
—Adiós, Annie.
—¿No volveremos a vernos? —preguntó con voz temblorosa.
—Tal vez si…
Se alejaba a paso largo. Aquel día pensaba decidir su vida. Y quedaba Annie Howard tan lejos de ella…