IX
«Enterado por el periódico de su boda con Albert Japp, me pregunto si conoce usted el pasado de su esposo. Pregúntele y tal vez le diga el motivo por el cual estuvo cinco años en una prisión. Será interesante escuchar sus excusas».
Leyó por seis veces el anónimo. Arrugó la frente. ¿Al con pasado? Sí, tal vez lo tenía, pero no pensaba hurgar en él. Se casó con Al porque lo amaba y no por haber estado cinco años preso pensaba dejar de amarlo. No podía hacerlo aunque quisiera.
Lanzó el papel a la papelera después de hacerlo mil pedazos. No dijo nada. Firmó cartas y consultó documentos, y al mediodía Al entró en el despacho.
—Cariño, tendrás que dejar este despacho —dijo, abrazándola por la espalda y hundiendo su boca en el cuello femenino—. Acaba de decirme el doctor que esperas un hijo.
Ellis alzó los brazos y apretó la cabeza de Al contra la suya.
—Le pedí que no te lo dijera.
—Pero me lo dijo.
—¿Y por qué?
—Porque necesitas reposo. Y yo soy responsable de tu vida.
—¿Te interesa esa vida, Al?
—¡Cristo! ¿Después de tres meses de ser tuyo plenamente, de ser tu mía, de haber vivido intensamente… me preguntas eso?
—Nunca me halagas.
La soltó y dio la vuelta a la mesa. Inclinóse sobre el tablero y tomó el rostro femenino entre sus dedos.
—Ellis, si tú me faltaras me consideraría como un desesperado —exclamó, sordamente—. No soy de los hombres que dicen halagos a cada instante. Me considero más hombre que todo eso. Pero te necesito en mi vida. Tú no sabes de la forma que te necesito. Cada día más, cada minuto más.
Y era cierto. Ya no podía vivir sin ella, sin su dulzura, sin sus besos, sin sus caricias, sin sus mimos. Era Ellis una mujer que acaparaba la vida de un hombre. De esas mujeres que hay tan pocas y dan amor, exigiendo en la entrega otro tanto.
—No me digas nada más —susurró ella, apasionadamente—. Ya sé, ya sé.
—Verás, cariño. Es hora de volver a casa.
Ya en el auto, él conducía. Ella a su lado, recostada la cabeza en su hombro y con sus manos apretando el brazo de Al.
Este dijo de pronto:
—¿No te ha dicho míster Murdoch lo que pienso hacer?
—No. ¿Pues qué piensas hacer?
Una inversión interesante.
—No te comprendo.
—Ya hablaremos de ello con calma. Creí que Murdoch te había dicho.
—No le he visto desde hace tres días.
—Estuvo muy ocupado con el consejo. Como primera consejero de la Compañía lo estimo mucho. Creo que es un hombre de conciencia.
—Era íntimo amigo de mi padre. No dudo de su honradez. Y te estima a ti. Fue él quien me aconsejé que te sentara en el sillón de la presidencia. Y respondes bien, Al. Me siento orgullosa de ti. Tanto es así que desde hoy no volveré a los Astilleros. Entiéndete tú con esos negocios.
—Gracias, Ellis.
—¿Qué piensas hacer?
—¿Con respecto a qué?
—A todo. Las inversiones en esta época no son buenas. Ten en cuenta que tal como vamos, los dividendos son envidiables.
—En ese sentido no haré innovaciones, pero voy a invertir dinero en un garaje.
—¿Garaje? —se extrañó—. Nunca trabajamos en esa clase de negocios.
—Podemos empezar ahora —dijo, cauteloso—. Antes de conocerte a ti, yo era empleado de una gasolinera y llevaba la administración de un garaje.
Cambió de conversación, pero no cejó en su empeño. Estaba seguro de que lograría su deseo. Tenía que arruinar a Nigel y a su tía, y no sería Ellis ni su amor capaz de evitarlo.
* * *
—¿Cómo andamos, Ellis? Ya sé por tu esposo que esperas un hijo. Lástima que tu padre haya fallecido tan pronto.
—Siéntese, Murdoch. Cuando Mame me dijo que me esperaba usted en el salón; no lo creí posible. No estoy habituada a sus visitas. Tome asiento, por favor.
Se sentaron ambos frente a frente. Murdoch era un caballero altísimo, de cabellos blancos y ojos inteligentes y bondadosos. Tendría sesenta años y Ellis recordaba haberlo visto junto a su padre desde que ella empezó a distinguir los rostros de las personas. Cuando falleció su padre, fue él, Murdoch, quien la adiestró en la dirección de los Astilleros y la amparó y aconsejó. Era, junto con ella, el mayor accionista de la Compañía, y Ellis tenía fe absoluta en cuanto Murdoch le aconsejaba. Ya cuando decidió casarse con Al le habló a él, y Murdoch aprobó el casamiento. Estudiado Al, consideró que era un marido apropiado para la hija de su amigo. Lo consideró inteligente, honrado y trabajador, y Bryan, a la hora de su muerte, le había dicho: «Que mi hija se case por amor con un hombre que la merezca. No necesita dinero, sino cariño, honradez y lealtad». Él consideró que Al poseía aquellas cualidades.
—Ellis, vengo a verte para tratar contigo de un asunto que me tiene preocupado. Se trata de Al.
—¿No se porta bien?
—No es eso. Se porta como siempre. Es excelente. Sobre el particular, no tengo objeción que oponer. Es inteligente, culto y tiene una vista admirable para conocer el punto crucial de una buena opción. Pero hay algo que no acabo de comprender. Nosotros somos contratistas de buques de gran tonelaje, pero no garajistas.
—¿Sigue pensando en eso?
Él arqueó una ceja.
—¿Es que lo sabes?
—Me lo dijo Al hace un mes. Le dije que sería descender y no habló más de ello. Creí que había desistido.
—Pues no desistió. Y lo peor de todo es que piensa invertir unos cuantos millones de dólares. No es un negocio malo, pero… no es nuestro negocio. Yo no puedo oponerme. No se trata de mi dinero, sino del tuyo.
—¿Qué debo hacer? —preguntó con un hilo de voz.
—Eso es lo malo. Con un hombre tan susceptible como tu esposo… no es fácil luchar con la cara descubierta. Y tampoco me parece correcto hacerlo de otra modo.
—Entonces…
—Vengo a ti para que trates de pedirle una explicación. Me invitó a visitar los terrenos que piensa adquirir y fui.
—¿Solo?
—Con mi secretario. Al se negó elegantemente a acompañarme. Dijo que no le interesaba que nadie conociera al comprador de los terrenos. Esto me pareció extraño.
—¿Y bien?
—Fui. Me interesa tu marido. Es un hombre que vale y sé que te quiere mucho.
—Siga. ¿Por qué se detiene?
—Es que… en fin, te diré que los terrenos que él piensa comprar están casi pegados a otro garaje.
—Eso es absurdo. ¿Cómo Al puede invertir dinero tan a lo tonto?
—Es lo que yo me pregunto. Y hay algo más, Ellis. Ese garaje lleva el nombre de Japp-Howard.
—¿Japp?
—Eso es.
—¿No… hizo averiguaciones? —preguntó con un hilo de voz.
—Las hice.
—¿Y…?
—Temo que te haga mucho daño, Ellis. Eres casi como una hija para mí.
—Por eso mismo. No me oculte nada.
—Parece ser que Al estuvo preso cinco años.
—¡Preso! —susurró—. ¡Preso!
Murdoch se inclinó hacía ella y le tomó las manos entre las suyas. Se las oprimió suave y tiernamente.
—Ellis, ¿no dices más que eso?
Ella hizo un gesto de impotencia.
—No sé lo que puedo decir, amigo mío —musitó—. ¿Qué puedo decir? Dígame, ¿qué puedo decir? Con usted puedo hablar sinceramente. Desde que conocí a Al, consideré que existía algo raro en su vida, si bien nunca creí que se tratara de eso. ¡Oh, no! Eso no lo pensé.
—¿No piensas conocer las causas? No me limité a conocer la voz de la calle. Visité a mi abogado, le pedí que hurgase en aquel sumario… Las pruebas que esgrimieron contra Al fueron contundentes. Se le juzgó y culpó por robo.
—Murdoch…
—Por robo en la empresa, un garaje precisamente, donde trabajaba de encargado.
—Yo… —Tenía los ojos llenos de lágrimas—. No es posible. No me diga eso, Murdoch —susurró, acuitando el rostro entre las manos—. Dios mío, no lo creo de Al. —Alzó de pronto el rostro y clavó los ojos con ansia incontenible en el rostro de su interlocutor—. Usted… lo cree. ¿Lo cree, Murdoch? Dígame. ¿Cree eso de Al?
—Tal vez sea porque aprecio de veras a tu esposo, Ellis —dijo serenamente—, pero lo cierto es que no lo creo. Tendré que hablar seriamente con mi abogado para que hurgue en el sumario. Pero mientras tanto… tienes que hablar tú con Al.
—¿De eso? —se angustió.
—Sí, de eso. A eso he venido, Ellis. A pedirte que le sables. La dueña de ese negocio, es decir, de ese garaje Japp-Howard, es una tía de Al, y el socio fue, según parece, quien más luchó contra tu marido. ¿Comprendes ahora el motivo por el cual Al pretende arruinarles, montando en las cercanías un garaje infinitamente mejor?
—Comprendo.
—Estimo que ningún hombre se atrevería a eso si sufriera cinco años de cárcel por haber robado realmente a sus patronos. No es Al hombre que hurgue en el pasado si ese pasado fuera para él tenebroso. —Se puso en pie, y poniendo una mano en el hombro femenino, añadió—: Ellis, ya sabes lo que espero de ti. Eres muy joven, pero posees una aguda psicología para conocer al prójimo. Háblale a Al, indaga, escúchale, y una vez enterada de todo, llámame. Si Al fue injustamente condenado, yo seré el mayor accionista de su garaje.
* * *
Lo esperó con ansiedad. Llegó a las diez de la noche. Venía eufórico, sonriente, feliz. La abrazó estrechamente, la apretó en sus brazos, la besó en la boca largamente y después; mirándola a los ojos, dijo:
—Te quiero, Ellis. Te quiero como jamás quise a mujer alguna.
Era la primera vez que se lo decía espontáneamente, y Ellis lo creyó. Era sincero. De pronto, sentía que aquella apasionada muchacha suponía todo en la vida para él. Perder a Ellis hubiera sido como perder la vida y Al amaba la vida intensamente.
—¿Cómo te encuentras? Dime, cariño.
—Muy bien.
—¿No sientes los trastornos propios del embarazo?
—Apenas.
—Te tengo demasiado tiempo sola. ¿No has salido?
La apretaba contra sí al hablar. La besaba en el cuello, y Ellis, con los ojos cerrados, pensaba que jamás, por ninguna causa, podía perder aquella ternura de Al. Si era un ladrón… Fuera lo que fuera. Ella para el amor no tenía dignidad. Era sinceramente una mujer enamorada. ¿Hacerle reproches a Al con respecto a aquel pasado que desconoció hasta aquella tarde? Sería de todo punto imposible. Lo amaba demasiado, lo necesitaba demasiado. No podía vivir sin él, aunque todo Boston lo despreciara.
—No salgo nunca si no es contigo.
Le pasó un brazo por los hombros y la llevó junto a sí al comedor.
—Ellis —dijo él, de pronto—, nunca tuve un hogar. Es la primera vez que puedo decir que voy a mi casa.
—Nunca me hablaste de ti, de tu infancia, de tu adolescencia… ¿No tienes familia?
—Una tía…
—¿Una tía? ¿Y por qué no me la has presentado?
—¡Bah! Siéntate, Ellis —pidió cambiando el rumbo de la conversación—. Vamos a comer. Tengo apetito. ¿Sabes que hoy firmamos un contrato para construir tres barcos de gran tonelaje? Ha sido una operación extraordinaria.
—¿Te asesoraste por Murdoch?
—No lo he visto en todo el día.
—Estuvo aquí.
Albert alzó la cabeza con brusquedad.
—¿Aquí? ¿Te visita con frecuencia?
—No. Apenas pasa por aquí. Hoy vino a hablarnos de ti.
—¡Ah!
—¿No me preguntas qué me dijo?
No contestó en seguida. Cortó un trozo de carne y se lo sirvió. De súbito, sin mirarla, dijo:
—No. No me interesa. Sé que me amas lo bastante para no escuchar acusaciones inmerecidas.
—No sé lo que quieres decir.
—Ellis, yo nunca robé un solo centavo —exclamó, sin mirarla.
Fue tan brusca la voz masculina y tan frío su acento, que Ellis no supo qué decir. Le creyó.
—Al…
—Espero que me creas, Ellis.
La miró. Eran sus ojos quietos, distante su mirada. Ella la sostuvo sin parpadear. Podía hacer muchas preguntas, pero no hizo ninguna. Extendió la mano por encima de la mesa y sus dedos cayeron sobre los de Albert.
—¿Sigues pensando en el negocio del garaje? —preguntó.
—Tengo que arruinar a los que durante cinco años arruinaron mi vida.
Se puso en pie. De espaldas a ella, mirando hacia el ventanal, parecía una estatua.
—Al…
Se volvió. La interrogó con la mirada.
—Creo en ti, Al. Creeré siempre.
Él avanzó hacia ella y tomó el rostro femenino en sus dos manos. La acercó a sí y susurró:
—Gracias, Ellis.
Podía haber hurgado insistentemente en aquel pasado de Al. Pero no preguntó nada. Se sentaron ambos a la mesa y comieron con la misma satisfacción de siempre. Y cuando al día siguiente Murdoch llamó a Ellis por teléfono y le preguntó qué había averiguado de todo ello, Ellis respondió con sencillez:
—Me gustaría que ayudara a Al, amigo mío.
—¿Crees conveniente que sea su accionista en la empresa del garaje?
—Lo considero necesario.