X

Lo presintió. Dobló el periódico donde acababa de leer la noticia indiferentemente insertada en la sección de sucesos, y salió del despacho.

“Aparece una mujer muerta, en un portal.”

María. ¿Por qué tuvo aquella certidumbre?

“Se ruega a quien pueda identificarla, se presente inmediatamente en el depósito de cadáveres. Viste traje de mañana, gris, zapatos altos. Llevaba una cadena al cuello. Es rubía y de ojos azules, de unos treinta años de edad.”

Era ella. Estaba seguro.

Atravesó el pasillo y asomó el rostro por la puerta entreabierta del despacho de Paula.

—Salgo un momento, querida.

La joven, que escribía a máquina, alzó el rostro. Sonrió tibiamente.

—¿Tardarás mucho?

—Una hora aproximadamente.

—Hasta luego, pues.

Le envió un beso con la punta de los dedos.

—Iremos juntos a tomar el vermut.

Rió ella, con aquella su risa cautivadora que lo tenía encarcelado.

Se casaban quince días después. Todo estaba preparado. No podía esperar un minuto más de aquellos quince días señalados.

Dos días antes escribió a Germán. No podía casarse con Paula sin participárselo. Era un deber, más que nada de conciencia. Porque él, ahora tenía conciencia.

Pensó en aquellos versos de Montaigne: “El mérito del alma no consiste en remontarse muy alto, sino en el orden de sus actos; su grandeza no se ejercita en las obras excelsas, sino en las ordinarias”.

Suspiró. “El amor —pensó a la vez—, me hace literato y poeta.”

Empuñó el volante. Germán contestaría un día cualquíera, enviaría un regalo espléndido y se excusaría. O quizá no se excusara y acudiera a celebrar con ellos la boda. Germán era un hombre sin rencor. Un hombre virtuoso. Un gran hombre, merecedor de todas las dichas, pero quizá, dado su modo de ser, no alcanzaría ni la mínima parte de lo que merecía.

Conducía con sumo cuidado. Había dejado de nevar, pero la escarcha sobre aquella nieve, convertía el pavimento en una pista de patinaje. Llegó ante el depósito de cadáveres con cierta ansiedad. Esperaba hallar allí a María. No sabía por qué extraño fenómeno síquico, lo esperaba.

—¿Qué desea?

—Saber si han identificado a la mujer hallada muerta en un portal esta noche.

—No. ¿Quiere verla usted?

—Si es posible...

Pasó. Sí. Era María. Tuvo como un leve retroceso, pero luego quedó allí clavado delante de ella, sin poderlo remediar. ¡María! La mujer que torció su destino. La mujer que endureció su corazón. ¡El destino de las criaturas! ¡Cómo cambia la vida y cómo cambian los seres! Pocos años antes, María era una espléndida mujer llena de vida, de soberbia, de ilusiones... Y ahora era un pobre cadáver abandonado. Y él, en cambio, que era en aquel entonces un muchacho con los zapatos rotos, un pobre clavel en el ojal, unas locas y absurdas ilusiones en el corazón y un gran orgullo indoblegable, era a lá sazón un hombre que esperaba anhelante la felicidad. Un hombre completo, sin necesidades, opulento más bien, rebosante de salud y de ansiedades que iba a satisfacer en su unión con una muchacha buena, como creyó que era María en aquel tiempo ya ido.

Mil recuerdos acudieron a su mente. Mil renuncias y anhelos insatisfechos, y aquel deambular de un lado a otro de la ciudad, cayendo sobre él una lluvia incesante que no sentía, porque ardía su corazón y sus sienes y su orgullo humillado.

Allí estaba aquella pobre muchacha soberbia, espléndidamente bella, a quien sus padres no supieron educar, porque equivocadamente, creyeron que cumplían con su deber, comprándole joyas, vestidos y zapatos. Ocupándose tan sólo de sus necesidades materiales. Olvidándose de algo tan importante como es la formación espiritual de un ser humano. Nadie era culpable de nada. María había sido víctima de sus propias obras. Lo peor era que había vivido comb una reina y moría como una miserable criatura abandonada.

—¿La conoce?

—No —dijo con firmeza—. Pero si no hay nadie que pueda identificarla, cuando decidan darle sepultura, llámeme. Tenga mi tarjeta.

—¿Qué piensa hacer?

—Si me lo permiten, reclamar el cadáver e impedir que vaya a la fosa común.

—No creo que se lo permitan.

Le entregó un billete y la tarjeta.

—Confío en que usted me avise.

—¿Por altruismo?

—Recuerdo a otra persona.

—Sentimentalismo —sonrió el encargado del depósito, lanzando una mirada sobre el elegante personaje—. No me asombra, señor. Ocurre con frecuencia —añadió tras mirar el nombre en la tarjeta—. Estas mujeres hermosas que mueren estúpidamente en cualquier rincón, suelen ser reclamadas por caballeros como usted.

Se alejó sin responder. Le importaban un pito los comentarios acerbos de aquel hombre. Se sentía impresionado. A su pesar, muy impresionado. No ya por la muerte de María, que era, al fin y al cabo, lo mejor que podía ocurrirle, sino todos los hechos acaecidos, que sin duda le afectaban muy de cerca, y le emocionaban a su pesar.

* * *

Se hallaba con Paula en el despacho, cuando le llamaron por teléfono.

Colgó el receptor y miró a la joven. Esta se ponía el abrigo. Era la hora de salida. Hacía mucho frío y ante el espejo se colocó el casquete.

Alvaro se acercó por detrás, la apretó contra sí y, muy despacio, según su costumbre, la besó en la garganta.

—Loco.

—Sí. Bien lo sabes.

Mimosa, sin moverse, echaba la cabeza hacia atrás, de forma que él la besaba en la boca largamente, y ella, con su manita enguantada, acariciaba su frente.

—Paula..., a veces pienso que no tenemos derecho a ser tan felices.

—Lo tenemos —rió con ternura. Y con aquel impulso tan suyo, tan ingenuo y subyugador, que él iba conociendo y admirando en ellas, se empinó sobre la punta de los pies, se volvió en sus brazos y lo besó en los ojos.

—Muchacha...

—Vamos, vamos...

—Espera.

—No, Alvaro.

—Me enciendes y después huyes.

Reían los dos.

Pero, de súbito, Alvaro depuso su sonrísa. Su rostro adquirió una súbita seriedad.

—Paula, tengo que decirte algo.

La joven lo contempló interrogante.

—¿Tan grave es lo que tienes que decirme para que pongas esa cara de circunstancías? ¿Qué es ello? ¿Que ya no me amas?

Le oprimió el brazo intensamente.

—No digas eso.

—¿Qué es?

—Quererte, Paula —dijo con unción—, te quiero más que a mi vida. Nunca pensé que llegaría a quererte tanto.

—Yo lo sabía.

—¿Que tú...?

—Sí —sonrió deliciosamente—. Yo, sí. Sabía que, pese a tu experiencia con las mujeres, sería muy capaz, pero mucho, de hacerte feliz. En el fondo, Alvaro, eres como un niño grande, ansioso de ternura. Nunca has sentido junto a ti un verdadero cariño. Ese amor o placer, como quieras llamarlo, que comprabas con tu dinero, ese, nunca llega a ser verdad. Yo te quería de otra manera. Sí fueras un pobre hombre sin un céntimo, sentiría por ti, por ti precisamente, por ser tú, porque llegas a mi corazón y a mis sentidos y a todo mi ser, el mismo amor que siento ahora.

—Zalamera.

—Pero te agrada oírme.

—Me agrada, sí —susurró atrayéndola contra sí—. Porque es tu voz como una verdad que nunca sentí junto a mí, tienes razón —hizo una rápida transición. Su rostro se ensombreció—. Tengo que decirte algo, Paula. Algo que te va a doler.

—¿Doler?

—María ha muerto.

La Joven abrió mucho los ojos, los cerró y volvió a abrirlos.

—Sí, sola, en la calle, en la vía pública, en un portal para ser más exacto. Quizá se dejó morir allí. Lo leí ayer en el periódico. Pedían se presentase a quien pudiera identificarla. Lo presentí... ¿Oyer, Paula?

—Sí, sí, Alvaro, sí.

—Fui.

—Y la identificaste.

Asintió con un breve movimiento de cabeza.

—¿No..., no te has hecho cargo del cadáver? —le temblaba la voz.

Se lo explicó.

—Aoaban de llamarnos. Puedo hacerme cargo del cadáver y darle cristiana sepultura.

—Vamos.

La miró agradecido.

—¿Tú... conmigo?

—¡Oh, sí! Tengo que rezar por ella y darle un beso. El único beso piadoso que seguramente recibió.

—Eres buena, Paula.

—No, amor mió. No soy buena. Es que te quiero y debo pasar contigo este trago cruel. Debo estar a tu lado cuando sientas que has contribuido a esa caída.

—Eso, no.

—Eso sí, Alvaro. Sé sincero contigo mismo. Puede que hayas sido uno más, pero en su vida fuiste el definitivo. Ella te quería. A su manera, como la enseñaron a querer. Cuando aquella noche te presentaste en su casa, si ella hubiera estado sola, si no la dañara el orgullo y la vanidad, te hubiera recibido ilusionada, no hubiera tirado el prendedor de bisutería, lo hubiese préndido en el pecho y se habría sentido muy feliz. No somos nosotros mismos los que obramos a veces con desdén, Alvaro. Por desgracia es nuestra inconmesurable vanidad. Eso es lo lamentable. Que nos dejemos dominar por ella, y el resultado es casi siempre catastrófico, como le ocurrió a María. Vamos, sí, vamos juntos. Recemos por ella y que Dios perdone todos sus pecados. Pensemos que nosotros también somos pecadores, y que no sabemos lo que hubiésemos hecho en su lugar. No vale ser bueno, cuando no nos tientan, Alvaro. Lo grande es escapar indemnes de las tentaciones. Vamos, querido. No me mires así. No soy una virtuosa. Soy una mujer con sentimientos, ni más ni menos puros que los de los demás. Lo que ocurre es que me educaron para vivir mejor.

* * *

Regresaron a casa silenciosos, impresionados aún por aquel mudo y triste entierro de María. Sara los recibió con una sonrisa, muy ajena a la tragedia íntima que los dos habían vivido aquella tarde.

—Hay una carta para vosotros.

—¿De quién? —preguntó Alvaro, despojándose del abrigo y colgándolo en el perchero.

—De Germán.

¡Otro! Otro que también era víctima del destino de los cuatro. Pero ellos no eran culpables. Era el destino mismo que los tenía señalados para cumplir cada cual con su cometido.

Paula recogió la carta. Se dirigió al salonclto seguida de Alvaro.

—¿Cenaréis luego? —preguntó Sara—. En el comedor tenéis varios regalos. Toda la tarde estuve abriendo y cerrando la puerta.

—Los miraremos luego —dijo Paula.

Sara se dirigió a la cocina. Ellos, silenciosamente, se sentaron en el sofá, cara a la estufa.

—Es de Germán —dijo ella a lo simple, rompiendo la mema.

—Sí —admitió Alvaro, no menos simplemente.

Del sobre abierto saltó un pliego. Lo leyeron los dos a la vez, sin abrir los labios.

“Queridos amigos: Acabo de recir la noticia de vuestra boda. La esperaba. Todos los días al tirarme de la cama, me decía: «Hoy recibiré carta de Paula o de Alvaro. Me dirán que se casan...» Me alegro. Podéis creerme, Paula. Tú hallarás en Alvaro al hombre que sabrá protegerte y ampararte. El hombre en cuyo hombro descansarás tu cabeza sin pesares. Y tú, Alvaro, hallarás en ella las virtudes que a ti le faltan y comprenderás los grandes errores cometidos en la vida y la gran paz que encontrarás en tu unión con ella. Sed muy felices. No puedo asistir a vuestra boda, debido al trabalo que tengo aquí. Os diré, eso sí, que yo también me caso. Esta vez, y perdona, Paula, sin ironías, mi secretaria no me ha rechazado. Claro que ella no amaba a otro. Se llama Dora, es rubia y tiene unos grandes ojos azules como turquesas. Nos queremos mucho. Espero que vosotros, que podéis, vengáis a mi boda y seáis los padrinos. Un abrazo y muchos deseos de ventura para el futuro. Vuestro fiel amigo.

“Germán.”

Hubo un silencio.

—Bien —lo rompió Alvaro—, todo ha sido mejor así. Iremos de padrinos.

—Sí.

Sara asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué dice Germán?

—Que se casa, mamá.

—Vaya —penetró en la salita, limpiándose las manos en el delantal—. Eso es bueno. ¿Cuándo?

—No indica fecha —explicó Alvaro—, pero... como iremos cuando nos casemos, nos lo dirá. Es un hombre feliz.

—Se lo merece —y sin transición—: ¿Pasáis al comedor?

—En seguida.

Sara salió de nuevo. Los dos se pusieron en pie. Alvaro quedó tras Paula. De súbito le puso las manos en la cintura. La acarició suavemente.

—Paula —susurró—, estás triste.

—No, tonto. ¿Por qué había de estarlo?

—Por tantas cosas como ocurrieron en estos días.

—Estás tú a mi lado —musitó oprimiéndose contra él—. Tú, que eres un hombre distinto de como creyó la pobre María, de como creyó y, cree aún, Germán... Yo te conozco.

—Y sabes...

—Sé.

—¿Qué sabes?

—Que te amo, que me amas, que seremos felíces. Intensamente felices.

La perdió en su pecho. Era túrgido y suave a la vez el cuerpo de Paula, Suave y palpitante. Buscó su boca. La encontró muy cerca. Se miraron a los ojos largamente. Ella abatió los párpados, y, a la vez, mimosa, incapaz de controlar sus anhelos, se oprimió de nuevo contra él y dijo:

—Bésame...

* * *

El auto corría. Lejos quedaba la ciudad, sus problemas, Sara, María, todo se perdía en la bruma aquella que dejaban lejos.

—Alvaro...

—No me toques.

Ella rió bajísimo. Era su risa como una caricia contenida.

—No te rías así, Paula.

—Pero... si serás tonto.

—Si me tocas, si te ríes, si hablas..., detengo el auto y me quedo aquí toda la noche.

—Nuestra noche de bodas.

El la miró breve. De súbito le pasó un brazo por los hombros.

—Paula..., pequeña, acabamos de casarnos. Dejamos a tu madre con todo el tinglado de los invitados.... ¿Te das cuenta? Somos uno del otro sin reservas. Podemos manifestarnos todos estos días. ¿Comprendes?

—Sí.

—Te tiembla la voz.

—Es que...

—¿Tienes frío?

—No.

—La emoción.

—Si, puede que sí.

—Puede, no. Paula. Sí, sí, afírmalo.

—Lo..., lo afirmaré.

Era un diálogo disparado que salía como un susurro de la boca de ambos. Aquellas bocas que se besaron allí, en la oscuridad del pasillo, hasta hacerse daño. El deleite era indescríptible. La evidencia de que nadíe podría separarlos, de que se querían y se necesitaban... era estremecedora.

—Nos vamos a estrellar.

—Eso, no, mi vida.

—Me gusta que me llames mí vida.

—¡Mi vida! —parecía besar las sílabas—. Vida mía.

Recostó la cabeza en su hombro.

—Paula.

—Sí.

—Debimos quedarnos en mi piso como yo dije.

—No.

—Pero..., ¿por qué no?

—Porque... me da vergüenza, Porque mañana, cuando lleguen los empleados, sabrán que estamos allí, y...

—Tonta.

Eran las diez de la noche. La calefacción en el auto funcionaba, pero aun así se sentía frío. Las luces del automóvil iluminaron un parador.

—Aquí.

—Pero...

—¿No te gusta?

—Qué cosas tienes. Claro que me gusta.

El auto avanzó por la grava. Se detuvo ante la escalinata.

Un portero acudió rápidamente a recibirlos. Enfundado en un zamarrón oscuro, más que un portero parecía un guarda.

—Buenas noches, señores. El frío es condenado.

—Hum...

Descendieron los dos a la vez.

—¿El equipaje?

—Sólo este maletín —dijo Alvaro entregándoselo—. Por favor, metan el auto en el garaje y quítenle el agua del depósito. Aquí hace un frío condenado.

—Lo peor de todo, señor, es que no tenemos calefacción.

Tanto Alvaro como Paula se echaron a reír.

—Bueno —decidió Alvaro guiñándole un ojo a su mujer—, qué se le va a hacer. De todos modos, nos quedamos.

—¿Van a comer los señores?

—¡Oh, no! Sólo una cama.

—Pasen.

Aquel parador perdido entre montañas heladas, ofrecía un aspecto desolador. Pero ni Paula ni su marido se fijaron mucho en ello. Estaban cansados de vivir entre gente. Necesitaban soledad. ¿Frío? Sí, hacía un poco. Pero se habían casado aquel día y 1 frío en aquel instante era algo secundarlo.

Precedidos por el portero subieron la escalera de madera barnizada.

—Aquí es —dijo el portero.

Abrió la puerta, les dio paso y depositó el maletín a los pies de la cama.

—Si quieren que les traiga una estufa de butano...

—No, no es preciso.

—Dichosos ustedes que son jóvenes.

Alvaro estuvo a punto de gritar:

“—No es eso, hombre, no es eso. Quizá pasemos por aquí dentro de un año y le pidamos dos estufas, o seis. Pero hoy nos hemos casado. Aún no estuvimos solos desde ese instante y lo estamos deseando.”

El portero recogió la propina, espléndida en verdad, y se fue bufando. La puerta se cerró. Paula y Alvaro se miraron.

—Al fin —susurró él yendo hacia su esposa—. Al fin.

La perdió en sus brazos. Paula se ocultó en su pecho.

—Paula...

—Sí, te oigo.

—Y me siente junto a ti.

Rió. Era su risa como una invitación. El, loco de pasión, le quitó el abrigo, la cerró contra sí y, sobre su boca, dijo como si gimiera:

—Paula, Paula, me enajenas y tú lo sabes.

Ella no decía nada. Lo miraba con aquellos sus grandes, ojos, inmensos, de color de miel, y le pasaba los brazos por el cuello, como un dogal.

—Como tú a mí —susurró con un hilo de voz—. Como tú a mí.

¿Quién había dicho que hacía frío en aquella estancia? ¡Oh, no! Ellos no lo sentían. Estaban allí, se perdían en la gran tiniebla de su pasión, de aquellos besos que lastimaban y enajenaban a la vez, de aquellas caricías que se confundían como llamas.

Abajo, decía el portero al conserje:

—Se han casado hoy. Eso es evidente. A mí no se me escapa ni uno. Les conozco tan pronto les pongo el ojo encima. ¿Qué dice usted?

—Condenado frío.

—Pero, hombre...

—Cállese usted de una vez, Juan. Yo hace mucho que me casé.

Pero con nostalgia miró a lo alto. ¡Oh, juventud! Qué pronto llegas y qué rápidamente te vas.

FIN