CAPITULO PRIMERO
Se abrió la puerta. Eran ya las siete y cinco. El joyero, que se hallaba tras el mostrador, miró al visitante por encima de los lentes, colocados éstos en el mismo pico de la nariz.
Conocía la posibilidad económica de sus clientes nada más verlos. Aquel joven de aspecto tímido, que miraba receloso a un lado y a otro, no era un potentado, por supuesto, ni siquiera un modesto comprador. Pero Damián Pineda era un hombre humano, y esperó con la sonrisa en los labios.
—¿En qué puedo servirle, joven?
Alvaro se envalentonó un tanto. Llevaba una mano hundida en el bolsillo del pantalón, apretando ansiosamente los dos billetes de que disponía para comprar el regalo. Uno de cien pesetas y otro de cincuenta. Una gran cantidad para él, casi una fortuna.
—Pues... —titubeó—. Yo... Verá usted... El caso es...
Don Damián se encontraba con frecuencia con casos como aquél. Un hombre joven, tímido, humilde, que no sabía qué iba a comprar. Trató de animarle.
—¿Un regalo para la madre?
—No, no —con timidez añadió—: No tengo madre.
—¿Para... la novia?
Se ruborizó como un colegial. Era joven, no aparentaba más de veinticuatro años. Moreno, ojos negros, brillantes, frente despejada....
—No es eso precisamente.
—Bueno —sonrió indulgente el joyero—, apuesto a que pronto lo será. ¿No es así?
De nuevo se ruborizó Alvaro Olivares. Dio una cabezadita.
—Vamos, vamos, yo me hago cargo. ¿Su santo?
—Su..., su cumpleaños.
—¿Cuánto está dispuesto a gastar?
—Ciento cincuenta pesetas —saltó rápidamente, como si aquella cantidad fuera una fortuna.
Don Damián suspiró. Alguna vez le ocurría casos semejantes. No exteriorizó su contrariedad. Ya hemos dicho que don Damián era muy humano. Pero se dedicó a pensar qué podía darle por aquel dinero.
—Verá usted —se apresuró a decir Alvaro, más animado—. Pienso casarme con ella... No sé cuándo. Ya sabe usted, esas cosas las mujeres las piensan mucho. Sobre todo, si disfrutan de buena posición y uno es un vulgar oficinista.
Don Damián caló los lentes y contempló al joven con expresión desolada. De buena posición y pensaba regalarle un objeto de bisutería. Pensó que la ingenuidad de algunos hombres era conmovedora. ¿O estaría él equivocado? ¿Sabría la joven en cuestión valorar el regalo de aquel hombre? ¿El valor espiritual del objeto? O él era un memo, o aquel muchacho moreno y tímido vivía con treinta años de retraso.
Sin decir nada, sin hacer objeción alguna, se inclinó hacia el fondo del mostrador y empezó a sacar mantas de terciopelo, todas llenas de objetos brillantes.
—¿Una medalla?
—Pues..., no. Prefiero algo más vistoso.
—¿Con cadena?
El joven dudó.
—Prefiero algo... —hizo un gesto elocuente—, algo que le brille en el pecho.
Don Damián guardó aquella manta, la enrolló con mucha calma y abrió otra. Un montón de prendedores de cristal brillante, aparecieron ante los ojos de Alvaro.
—¿Algo de esto?
El muchacho se inclinó hacia delante.
—Sí, sí. Yo creo que algo de esto será muy correcto.
Don Damián lo miró conmiserativamente, pero pausado, tranquilo, con aquel don especial que le caracterizaba, le mostró algunos.
—Esto, ¿no le parece muy bonito?
—Ciertamente, es el más bello de todos.
Alvaro, ilusionado, lo puso en su propio pecho.
—¿Qué te parece? ¿Verdad que luce mucho?
Don Damián pensó decirle que aquello era una basura para una joven que, como él decía, gozaba de buena posición. Pero se lo calló. Después de todo, quizá aquella joven supiera valorar debidamente el regalo. Carraspeó, asió el prendedor, le dio varias vueltas entre los dedos y dijo al fin:
—Me parece lo mejor.
—Entonces me lo llevo. ¿Cuánto cuesta?
—Ciento veinticinco pesetas. Con el descuento, ciento quince.
Alvaro aún dudó. Aquel dinero se lo quitaba a su abuela. Seguro que aquel mes no podrían pasar el recibo de la luz. Claro que... Bueno, le pediría a Germán, su amigo, ciento cincuenta pesetas a mediados de mes. Y luego se las iría pagando con el producto del tabaco, que no fumaría aquel mes. Sí, eso haría.
—De acuerdo —depositó el dinero, todo arrugado, sobre el mostrador—. Envuélvalo de forma que luzca bonito.
—No faltaba más.
Lo metió en una caja de plástico blanca, lo envolvió en un papel de seda y lo ató con una cinta verde.
—Aquí está. ¿Qué le parece?
Alvaro se removió inquieto.
—¿Qué..., qué le parece si ahora lo envolvemos en otro papel? De esa forma no se sobará la cintita.
—Muy bien. Es una gran idea —lo hizo así y se lo entregó—: Ahora está perfecto. Cuando llegue a su casa, quítele usted el papel superior.
—¡Oh, sí, claro! Es mañana, ¿sabe usted? Mañana por la tarde, La fiesta es en su casa. Me ha invitado el primero.
—Tiene usted suerte.
—Es tan bonita...
Don Damián dio una cabezadita.
—Tenga usted. Aquí está el dinero.
Cobró, le entregó la vuelta y lo vio alejarse feliz, en dirección a la calle. El joyero suspiró.
—Pobre muchacho —murmuró entre dientes.
Y como entrara otro cliente, se olvidó del joven.
* * *
—La vas a deslumbrar —dijo Germán sin malicia, sin mala intención.
—¿Tú crees?
—Supongo que sí.
Alvaro se restregó las manos.
—No puedo enseñártelo, porque si lo desenvuelvo, no sería capaz de envolverlo otra vez.
—No es preciso. Tú me has dicho cómo es.
—Son de esos que se prenden en el pecho. Estoy seguro de que será el que más le guste de todos los regalos —y, preocupado, añadió—: ¿Crees que tendrá muchos?
—No creo.
—Me dijo que era el primer amigo que invitaba. Germán —susurró—, hoy me declaro.
—Andate con cuidado. Ella es fina y tiene dinero. Su padre es un negociante.
—Pero me quiere.
—¿Te lo dijo?
—¿Crees que soy tonto? —y riendo a lo experimentado—. He conocido muchas mujeres.
Germán se echó a reír. Los dos habían conocido mujeres. Pero ¿qué clase de mujeres? Bueno, lo de siempre; esas mujeres con las que no se aprende nada bueno.
—Me gustaría ser algún día muy rico —dijo Germán de pronto—. ¿Sabes lo que haría?
—Yo me casaría y tendría una casa estupenda.
—Yo no —rió Germán a lo bruto—. Yo tendría dos o tres amantes.
—¡Qué animal eres!
—Tú no sabes lo que es la vida.
Alvaro apretó el objeto que llevaba en el bolsillo. Cierto que tenía ciento quince pesetas menos, pero... tendría la gran satisfacción de hacerle un regalo a María. ¡María! Soñaba con ella todas las noches, y por la mañana, cuando despertaba, extendía los brazos y se hacía la ilusión de que la apresaba en ellos. Era maravilloso estar enamorado. ¿Dónde la conoció? Sí, en un baile. En una “boite”, un domingo por la tarde. De eso hacía por lo menos tres meses. Desde entonces, la acompañaba dos veces por semana, y los domingos, cuando la veía en la “boite”, la sacaba, a bailar y le preguntaba si podía quedarse a su lado. Ella siempre accedía.
Rubia, con los ojos azules... Esbelta como un junco. Femenina cien por cien... Coqueteaba un poco, pero eso, lejos de restarle encanto, se lo aumentaba.
—Alvaro —rió Germán tocándole en el brazo—, ten cuidado. Acaba de aparecer la luz roja y tú ibas a pasar la calle.
—¡Oh!
—¿Lo sabe tu abuela?
—¿Qué?
—Lo de María.
—No. Sabe que acompaño de vez en cuando a una chica, pero no adivina que va en serio.
—¿Le... dijiste lo del regalo?
—No, no —se agitó—. Tengo que quitarle el dinero de mi paga. A propósito de eso, Germán, ¿podrás prestarme ciento quince pesetas?
Germán se detuvo en seco.
—¿Qué?
—Verás... yo... no voy a fumar este mes. Te las devolveré a razón de cincuenta pesetas todas las semanas. Mi abuela me da cincuenta pesetas todos los domingos. Llevaré a María al parque...
—¿Crees que ella aceptará el plan?
—¿Por qué no? Se hará cargo de la situación. Las mujeres, cuando aman a un hombre, comprenden en seguida. Paseando por el parque no gastaré dinero...
—¿No te bastará con que dejes de fumar?
—No, claro. Hay otros gastos...
—Está bien. Te las daré cuando cobre los puntos. Dentro de una semana. ¿Te parece bien?
—Sí. Hasta el quince no presentan al cobro el recibo de la luz.
Se perdieron ambos en una calle estrecha, salieron a un barrio y Germán se despidió en el cruce.
—Ya me dirás el lunes qué tal fueron las cosas.
Alvaro se restregó las manos.
—Te lo contaré todo. Adiós, amigo, y gracias.
Canturreando se perdió en el angosto portal.
* * *
—¿Eres tú, Alvaro?
—Sí, abuela.
Pasó, cerró tras de sí, y cruzando el estrecho pasillo, llegó a la diminuta cocina. Olía a coles cocidas y a humedad. Pero Alvaro no se percató de nada. Estaba habituado. Para él, aquella vida era normal. Criado a base de sacrificios por su abuela, nunca pensó que le pertenecía una vida mejor. Pero ahora sí. Iba a casarse con una chica de familia acomodada. Quizá el padre de ella, que negociaba en muchas cosas, lo necesitara en el negocio. Claro que él no amaba a María por ser hija de una familia acomodada. En modo alguno. El era lo bastante honrado para amar con sinceridad.
—¿Has cobrago, hijo?
Titubeó.
—Sí, abuela.
—Menos mal. Todo el mundo quiere cobrar a principios de mes. Nadie perdona nada —hablaba sin dejar de manipular en el fogón. A Alvaro le gustaban mucho las coles cocidas, rociadas con un poco de aceite y vinagre. Las preparaba en aquel instante—. Debido al invierno y a la poca luz que hay en el piso, tendremos este mes más gasto de luz —se volvió hacia él con la fuente preparada—. También tengo que poner suelas nuevas a mis zapatos. De ir todos los días a la plaza por esos caminos, todos llenos de lodo, los acabé demasiado aprisa.
Alvaro no respondió. De pronto se sentía oprimido. Pensó en el regalo que ocultaba en el bolsillo. Bueno, algún día podría resarcir a su abuela de tantos trabajos abrumadores. Cuando él se casara con María, la llevaría a vivir con ellos.
Sandra se sentó frente a él.
—Sírvete, hijo. ¿Te lo han pagado todo?
—Pues...
—¿También las horas extras?
—Pues... verás, abuela. Yo creo que me han dejado algo. Lo cobraré el día quince.
La mujer, que ya no cumpliría los sesenta y cinco, puso expresión desolada. Pero al rato, extendiendo los dedos por encima de la mesa, acarició la mano de su nieto.
—La luz hay que pagarla. De modo que pasaré sin las suelas de mis zapatos.
—Te harán agua...
—No. Les pondré unos cartones.
Alvaro apretó los labios. Si él pudiera... Pero no podía. Allí, en el sobre azul, estaba su paga entera, excepto... los treinta duros. Le diría a Germán que se los prestara antes del quince. Germán daba casi todo lo que ganaba a su madre, pero había otros hermanos en la casa, que ayudaban a mantener el hogar. A decir verdad, los dos eran buenos administradores. Cuando iban al baile se compraban cigarrillos rubios, seis en total cada uno, los metían en la cajetilla que reservaban para tales ocasiones y en el baile tomaban una coca-cola. Eran económicos, porque al día siguiente, lunes, nunca fumaban. Es decir, que lo que fumaban el domingo de más, lo ahorraban el lunes.
Así iban trampeando la vida.
De aquellos pensamientos lo sacó de nuevo la voz de su abuela:
—¿Irás mañana a la fiesta de María?
La abuela hablaba de María como si la conociera. Nunca decía “esa chica”, sino María, como si ya fuera la prometida de su nieto.
Era tan ingenua como él, y creía que a Alvaro, por ser él, no podía despreciarlo nadie.
—Pienso hacerlo.
—Te lo pregunto porque tendré que plancharte el traje.
—Puedes hacerlo, abuela.
—¿Y los zapatos? ¿No estarán un poco viejos?
—Los llevaré yo mismo al limpiabotas. Total, por tres pesetas me los dejará como nuevos. Quedan tan brillantes que disimularán las grietas.
—Será mejor que los limpie yo —dijo la abuela convencida—. Te los dejaré mejor.
—Eres muy buena, abuela.
—Sé lo que es la juventud. Además, tienes que parecer muy bien. No olvides que María vive en otro ambiente.
—Es verdad.
—Iré al mercado muy temprano y compraré una flor para que la lleves en el ojal. Eso hace muy fino. ¿A qué hora es la fiesta?
—A las seis de la tarde.
—Sé puntual. Hace muy feo llegar tarde a una casa así.
—Sí, abuela.
—Hala, ahora que ya has comido, vete a la cama. Tienes que estar descansado para mañana. ¿Te vas a declarar?
—Sí —susurró emocionado—. Mañana le diré que quiero casarme con ella.
—¿No será muy precipitado?
—La quiero tanto...
—Me lo imagino. Tienes veinticuatro años y nunca te oí decir eso con respecto a una chica. Es indudable que la amas.
—Mucho, abuela. Ya verás, el lunes te la traeré aquí. Verás qué ojos, y qué cuerpo, y qué finura.
—Me lo imagino, me lo imagino —recogía la fuente vacía—. Hala, ahora vete a la cama.
Alvaro la besó con ternura. Era lo único que tenía en el mundo. Su padres murieron muy jóvenes, él no los recordaba. Su padre había sido un simple obrero y, sin embargo, Sandra trabajó de lavandera en todas las casas que pudo, para darle a él una educación distinta. Estudió el bachillerato elemental. No más, porque cuando finalizó la reválida de cuarto, su abuela enfermó. Entonces fue preciso trabajar. Tenía dieciséis años y se colocó de botones en una casa de seguros. Más tarde su abuela, ya repuesta, quiso sacarlo de allí y que siguiera estudiando. No. Era demasiada carga. Se opuso terminantemente. El era el hombre, de la casa, y allí, en aquella oficina, ascendería pronto. En efecto, al año siguiente, ya entraba en ella. Claro que mucho le ayudó Germán. Germán le llevaba tres años y ya en aquella época era auxiliar de oficina. El mismo habló con el jefe y éste accedió a examinar a su amigo. Salió bien y ascendió.
Se puso en pie, dejando de pensar.
—Hasta mañana, abuela. No tardes en acostarte.
—Ve tranquilo. Voy a cepillarte el traje.
Tenía uno solo. Se lo ponía los domingos y los días festivos solamente, Para los días de labor, tenía una chaqueta deportiva, ya un poco gastada, y un pantalón que algún día fue de franela. Lo compró cuatro años antes con el importe de un trabajo, extra. Ya había que ir pensando en reponerlo, pero... tenía tiempo. Ahora debía pensar en María, en la fiesta del día siguiente...
* * *
Ya estaba listo. El traje era azul marino, un poco pasado de moda. La chaqueta era algo más corta que la moda actual. Camisa blanca, corbata roja y los zapatos negros muy brillantes.
—No se notan las grietas —comentó la abuela analizándolo—. Vas muy bien, hijo mío. Apuesto a que no hay otro tan elegante como tú.
Alvaro se miró. Habituado a la mediocridad, no pensó que iba regular nada más. Se contempló un momento en el espejo.
—Puedo pasar —dijo satisfecho.
—Toma el clavel.
Lo puso en el ojal.
—Hace bonito.
—Precioso.
—Adiós, abuela.
Alvaro no se atrevió a decir que llevaba en el bolsillo el regalo. Si lo hiciera tendría que decirle cuánto le costó. Era demasiado dinero. Lo llamaría despilfarrador.
—Pues...
—Toma quince pesetas. Cómprale una caja de bombones. A una fiesta así no puede irse con las manos vacías.
Sintió engañarla. Jamás había engañado a su abuela. Con las quince pesetas se compraría una cajetilla, o al menos algún cigarrillo para convidar a las chicas que hubiese en la fiesta.
Las recogió con dedos temblorosos. Era la primera vez que mentía.
—Que sean de licor —recomendó la anciana—. Mañana no comeremos pan al mediodía —añadió con naturalidad—. Pero eso no importa. ¿No te parece, hijo? Lo primero es que quedes ante María como un caballero.
—Sí, abuela.
—Hala, vete. Que todo salga bien.
Lo acompañó hasta la puerta. Llovía. Alvaro no tenía gabardina. Para los días de labor tenía una zamarra de cuero, que un día le regalaron a su abuela en una casa para la que lavaba. Se la arregló y él la usaba sin ningún reparo. Ni él ni su abuela conocían otra vida mejor. Toda aquella miseria les parecía natural. Sí un día les tocaban veinte duros a la lotería del ciego, lo celebraban con una fiesta. Y la fiesta para ellos era beberse una botella de vino y comerse una chuleta.
En la puerta, Alvaro dio dos vueltas sobre sí mismo.
—¿Voy bien, abuela?
La mujer, orgullosa, feliz, susurró emocionada:
—No habrá otro como tú, Alvaro, hijo mío, estoy segura.
—Gracias, abuela.
—No te olvides de comprar los bombones. Que sean de licor. Son más ricos.
—Sí, sí.
—Y bésale la mano.
—Sí, sí.
—Dicen que eso es muy elegante.
—Cuando yo me case, abuela —dijo reverencioso—, te quitaré de esta vida. No lavarás más.
—Por mí, no te preocupes, hijo. Lo esencial es que seas tú feliz.
Le envió un beso con la punta de los dedos y echó a correr escaleras abajo.
En el angosto portal, dos chicas lo miraron.
—Qué guapo vas, Alvaro.
El se esponjó.
—¿Vas a un guateque?
—Sí.
—Mira cómo las gasta el señorito.
—No seáis malas.
—No quieres saber nada del barrio, ¿eh?
—Os aseguro que no es eso.
—El otro día te vimos en la “boite”. ¿Quién era aquella chica tan bien vestida?
Alvaro volvió a esponjarse.
—Es mi novia.
—¿Cómo? ¿Qué?
—Os lo aseguro.
—Lo que yo le digo a ésta —“ésta” era su amiga, una muchacha pelirroja de semblante agradable—. Los hombres se crían en el barrio y cuando les llega la hora de casarse, se van sin remordimientos. ¿Y nosotras, qué?
Alvaro le hizo una carantoña y echó a correr. Eran las seis menos cuarto. Suponiendo que el autobús estuviera en la parada, llegaría a tiempo, Si no estaba, tendría que esperar diez minutos.
Pasó por un kiosko y compró doce cigarrillos, con las quince pesetas que su abuela le dio para los bombones. Los metió en la cajetilla vacía, alisó el pantalón, se miró a sí mismo y echó a andar a paso ligero hacia la parada del autobús. En efecto, salía en aquel instante y no pudo alcanzarlo. Consultó el reloj. Las seis menos cinco. Llegaría con algunos minutos de retraso. María vivía en la calle más céntrica de la ciudad.