IX

Mediaba noviembre. Aquella mañana apareció todo nevado. Hacía un frío insoportable. Alvaro hubo de realizar algunas visitas y sólo estuvo un momento en el despacho de su novia. La miró largamente y le pellizcó la nariz, ademán en él característico cuando tenía prisa, y, guiñándole un ojo, dijo que no podría volver a la oficina hasta el anochecer.

Observó en el semblante femenino como una leve orispación. Para entonces ya sabía que Paula era exclusivista, celosa, acaparadora de modo definitivo.

No empleaba política alguna para decirlo, pero en su semblante, harto expresivo, claro lo demostraba siempre.

En aquel instante, él se inclinó hacia ella. Nunca la había besado. Era algo que deseaba y temía a la vez. Lo deseaba porque era hombre viril, fogoso y ardiente. Y lo temía porque se conocía a sí mismo y sabía que sus besos ni siquiera para Paula hubieran sido piadosos.

—¿Qué te pasa? ¿Qué piensas, di? —preguntó bajísimo.

Paula entornó los párpados. Movió la sensitiva boca. Hubo como un destello súbito en aquel abatimiento.

—Paula..., ¿qué piensas?

Aspiró hondo. Necesitaba decírselo. O había confianza entre ellos o se destruía todo. Era suyo. O iba a serlo. Que mirara, mimara o halagara a otras mujeres, retorcía cuanto de sensible había en su ser, y Paula Velasco era toda sensibilidad.

Se inclinó más hacia ella, buscando los ojos femeninos.

—Si serás tonta —reprochó quedamente—. ¿Qué te pasa? Paula no se los hurtó.

—No sé adónde vas —saltó en un súbito arranque acaparador.

El rió. Con una risa suave, íntima, tal vez provocadora.

Se sentó en el borde de la mesa y asió los dedos femeninos, que buscaba cerca de él un papel imaginario. Los apretó con fuerza entre los suyos.

—Paula.

—Me... me haces daño.

—¿Qué te pasa?

—No sé.

—Lo sabes.

Apretó los labios. Un arranque incontenible salió de sus labios en una frase única:

—No puedo soportar...

—¿Qué? Dime. ¿Qué?

Estaba muy cerca de ella. La quemaba con su alíento. Era la primera vez, desde que se hicieron novios, que la intimidad, el acercamiento, se hacía irresistible.

—Qué, Paula. Dilo.

Sus labios casi se rozaban. Paula abatió de nuevo los párpados. Fue algo como una llamarada. Alvaro le asió el mentón con sus dos manos, se inclinó hacia ella y rozó sus labios. Fue como si en su boca ardiera una llama. Se dio cuenta de que no podría marcharse sin besarla. Sin besarla hasta desmayarla o perder él el sentido, Lo hizo. Fue de un modo natural pero llevó en sí todo el deseo recopilado y doblegado hasta entonces. Aplastó su boca en la de ella. Paula lanzó un ahogado grito. Sus labios se estremecieron, hubo un loco palpitar en su pecho. Alvaro quedó enajenado. No la soltó. La levantó despacio, la atrajo hacia sí, sintió todo el cuerpo de Paula, suave, túrgido, perdido en su propio cuerpo. No hubo resistencia. Hubo una dádiva irresistible, de esas que no se pueden contener, que se desbordan, que se necesitan espiritual y materialmente.

Fue un momento extraño y a la vez enervante para los dos. No la separó, no dejó de besarla. Se diría que no podía contener aquel su loco anhelo de beber en la boca sensitiva el mismo anhelo y la misma necesidad que él sentía.

—Alya..., Alvaro —susurró ella.

—¿Qué te pasa? —preguntó él bajísimo.

¿Qué le pasaba? ¿Lo sabía acaso ella? Era algo que hormigueaba por todo su cuerpo, se detenía en sus sienes, en sus pulsos, en sus labios temblorosos, entregados en una loca ansiedad.

—Paula...

—Vete....

—Tú no lo deseas.

—Pero...

Era como una criatura. Jamás había tenido en sus brazos algo tan verdadero, tan puro e inefable. Las mujeres que le besaron, sabían hacerlo. Buscaban la postura más provocadora. El ardor más artificial para encarcelarlo. Paula no. Paula era la inocencia misma. Temblaba de verdad, sentía de verdad, no necesitaba echar mano de subterfugios para entontecer y encarcelar. Se dio cuenta de que jamás podría pasar sin ella. Era como una necesidad del cuerpo y del alma, que producía en su ser una excitación incontenible.

Sus manos, aferradas a la cintura tan breve, tuvieron una leve convulsión. Las hubiera perdido en aquel cuerpo, le hubiera acariciado. Pero no pudo hacerlo, porque se sintió como embrujado en aquella suavidad femenina que era la sensibilidad misma.

La soltó. La miró desde su altura. Paula tenía los labios aún entreabiertos y la mirada brillante, pero había en toda ella un rubor delator de su desconcierto.

—Paula...

—Yo...

No quería inquietarla ni perturbarla más. Sonrió, como si no le diera mucha importancia a lo ocurrido entre los dos.

—Volveré pronto, Paula.

Ella bajó los ojos. Se sentía muy tímida y avergonzada.

—Acabo de descubrir —susurró él yendo hacia la puerta— que no existe mujer para mí como tú. No sabes besar —rió enternecido más qus apasionado—. Pero te enseñaré.

Paula parecía presa de súbita excitación. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho oscilante y las retorcía nerviosamente. El volvió a reír. Era su risa como una caricia.

—No existe, no, otra mujer como tú, Paula. Lo sabes, ¿verdad?

Sí. Iba aprendiendo a saberlo.

—Vete —susurró. Y en un arranque de aquellos tan suyos, que enajenaba, pidió ahogadamente—: Ven..., ven pronto.

* * *

Nevaba copiosamente. Eran las seis de la tarde. El cielo estaba encapotado y parecía noche cerrada. Las luces de la calle se encendían en aquel instante.

Alvaro frenó el auto al otro extremo, pues ante el portal se amontonaba la nieve. Saltó al suelo. Nunca sintió aquella ansiedad por ver a una mujer determinada. Ni siquiera cuando existía en su corazón el juvenil anhelo por María. Esto era diferente.

—Tenemos mal tiempo, don Alvaro.

Miró al portero y sonrió.

Y se perdió en el suntuoso portal.

Pensó en algo que había leído no hacía mucho tiempo:

“Confieso que es preciso ser virtuoso para ser feliz, pero también sostengo que es menester ser feliz para ser virtuoso.”

En verdad que era así. El nunca se sintió feliz como en aquel instante y a la vez tan virtuoso. Indudablemente Lemesle definía con precisión la evolución de un ser humano. Los sentimientos eran como los caramelos: Han de gustar para ser saboreados.

Llegó al entresuelo y salió al pasillo. Lo atravesó de parte a parte. Todas las luces estaban encendidas. Los empleados trabajaban afanosamente.

Pensó:

“Tengo un negocio en marcha. Un buen negocio. Tengo el alma limpia de pecado y siento la necesidad de formar un hogar, de tener hijos...”

Empujó la puerta y entró.

—Paula...

La vio allí, de píe junto al ventanal. Se volvió hacia él.

—Paula...

Avanzó rápidamente hacía ella. Paula tenía los ojos hú medos. Sin duda no era la misma muchacha que él dejó allí horas antes. No. Paula le miraba sin fijeza, como si no le viera, como si su pensamiento se hallara muy lejos. Alarmado, corrió hacia ella, la sujetó por los hombros.

—¿Qué te pasa?

Pudo decirle: “Estuvo aquí María. He conocido a María. Ha venido... a verme a mí, a decirme que era una mujer destruida, aniquilada”. Pero no lo dijo.

Había en ella como una extraña frialdad nacida de lo más hondo. Fue entonces cuando Alvaro se dio cuenta de lo mucho que la necesitaba. Del ansia loca que tenía de ella.

—¿Qué te pasa? —se agitó—. Tú... tienes algo.

—No.

—Sí —enérgico—. Sí empezamos nuestras relaciones ocultándonos nuestros sentimientos y nuestros pesares, nunca llegaremos a nada positivo.

—Me haces daño en el hombro.

Parecía airada. La soltó.

—¿Qué ocurre? ¿Quién estuvo aquí? —y, de pronto, alarmado—. ¿María?

En el intimo sobresalto de ella, reflejado en sus glaucos ojos, comprendió que había acertado. Se alteró. Alzó el puño, lo agitó en el aire como si fuera a encontrar el rostro de María.

—La maldita... —y, furioso, no sabía contra quién—: ¿Qué culpa tengo yo? No la amo. ¿Debo casarme con ella? ¿Eres tú la que me lo indica?

Paula aspiró hondo.

—Alvaro..., ella estuvo aquí, sí —dijo bajísimo—. He sentido...

El hombre le dio la espalda. Con ronco acento dijo:

—Sí, ya sé. Has sentido piedad. También yo la sentí. Pero no fuí yo quien la destruyó, Paula —se volvió hacía la joven—. Fue ella misma. Cuando la encontré en mi camino, ya estaba destruida.

Paula miraba al frente como hipnotizada. Pensaba en la breve conversación sostenida con María.

—“Es usted la mujer con la que va a casarse”.

No respondió. Desgreñada, pálida, mojada... Parecía la estampa viva de la miseria. No era posible que aquel despojo humano llamara nunca, la atención de Alvaro.

Y, sin embargo, ella sabía que sí la había llamado.

—“Soy María”.

Sí, no hacía falta que se lo dijera. Lo presumió desde el primer momento.

—“Estoy sola y enferma. Me siento..., me siento morir. Ya sé que no puedo aspirar a ser su mujer, pero... —se retorció las manos, locamente excitada— le amo. He conocido a muchos hombres, sí. Ya sé lo que está usted pensando. Todos pasaron por mi vida sin dejar huella. El, Alvaro, no. Fue para mí como una maldición. Yo era feliz en mi pecado. Julio... ya sabía que nunca se casaría conmigo. Mi hermano lo creía... ¡Pobre, iluso Daniel! Y cuando Alvaro... —sollozaba—. Fue como si el destino se volviera contra mí”.

—“Cálmese” —susurró ella temblorosa, sin poder contener la piedad que sentía ante aquel pobre despojo humano.

—“Es usted... la mujer...”

Asintió.

Una amarga sonrisa curvó los labios pálidos de María.

—“Y conoce usted mi historía”.

—Sí”.

Era aquella afirmación como una agonía, como una renuncia insoportable.

María ocultó el rostro entre las manos.

—“Así era yo —susurró sacudida por los sollozos— cuando él me conoció. Aún no había aprendido a mentir. Puede que no lo crea, pero aquel muchacho humilde, tímido, llegó a mí corazón. Sí, no me mire de ese modo. Sé que no me cree. Tal vez no me crea nada ya, pero... ¡qué más dal Aquel día lo invité sin pensar en que luego me burlaría de él... Lo hice porque de todos aquellos muchachos que empezaba a conocer entonces, él era el más completo. Yo —sonrió amargamente— aún sabía diferenciar en aquella época. Pero él llegó a la fiesta. Su traje era viejo, su sonrisa tímida, su regalo impropio. Sentí dolor y a la vez una íntima, y profunda vergüenza. No podía tolerar que mis amigos, mis opulentos amigos, se mofaran dé mí. Lo dejé en la puerta una hora —descubrió el rostro bañado en llanto y añadió al rato, tras un hondo suspiro—: No me cree, ¿verdad? Una mujer como yo... nunca dice verdad. Pues es cierto. Sentí vergüenza y dolor a la vez, y no pude remediar hacer aquello. Era como un escape a mi terrible humillación”.

—“No se esfuerce, María”.

—“No —dijo ahogadamente—. No, ya me voy”.

—“¿Adónde?”

—“No sé”:

Tambaleante se alejó hacia la puerta. Quiso ir tras ella, pero María se perdía ya pasillo adelante.

—Paula —gritó Alvaro muy cerca de ella—, ¿en qué, piensas?

—En María —susurró bajísimo—. En su miseria, en su abandono. En su destrucción.

—Vamos a casa, Paula. Es tarde. Tu madre estará preocupada.

—¿Y María? —preguntó ansiosamente—, ¿Qué va a ser de María?

—Debió conocerte bien para llegar de ese modo a tu corazón.

Paula se agitó.

—Me pareció... una pobre mujer abandonada por todos.

—Es su destino.

—¿Y si te amase de verdad?

—¿Me dices tú eso? —gritó enojado—. Tú, que también me quieres. Yo la he querido a ella. Te lo dije, Paula —se apaciguó, pasándole un brazo por los hombros—. Te lo dije. Nunca te mentí. La quise y ella se mofó de mí.

La empujaba hacia la puerta. Le puso el abrigo sin que opusiera resistencia. Después la sujetó contra sí y se inclinó sobre su garganta. La besó largamente.

—Paula —susurró—, Paula, siento por ti un ansia más loca aún de la que sentí por María cuando tenía veinticuatro años. ¿Comprendes? Ella, me destruyó, se destruyó a si misma. Es estúpido que tú y yo perdamos el tiempo pensando en algo de lo que no somos responsables. El mismo hecho de venir aquí a pertubar tu paz, te demuestra quién es esa mujer

Sí, ya lo sabia. Pero no podía olvidar que, de cualquier forma que fuera, María era un ser humano desvalido.

—Le daré dinero —dijo él de súbito, empujando a su novia a lo largo del pasillo—. Le pasaré una pensión si tú me lo pides.

—¡Una pensión! —repitió bajísimo—. Eso no es suficiente para tranquilizar a María.

—¿Quieres que me case con ella?

Hubo un hondo estremecimiento en el cuerpo de Paula. Asió los dedos que apretaban su brazo. Los oprimió con intensidad.

Con voz ahogada susurró:

—¿Y yo? ¿Puedo renunciar a ti?

—Querida...

La atrajo hacia sí y salieron a la calle. Seguía nevando.

* * *

Se olvidaron los dos de María. Sara tenía preparada la cena. Cenaron los tres juntos. Hacía más de una semana que la vida en aquel hogar se deslizaba maravillosamente.

Alvaro casi todos los días cenaba con ellas. Se iba a las doce. Sara cosía en sus labores; ellos, al otro extremo de la salita, hablaban en voz baja.

Aquella noche ambos parecían un poco lejos el uno del otro. La sombra de María, sin duda, se interponía entre los dos. Pero no era culpa de ninguno de ellos, sino de María. De aquella mujer que había perdido la dignidad y no parecía dispuesta a renunciar a lo último que la vida le ofrecía y le quitaba a la vez.

A las doce, Alvaro consultó el reloj. Se levantó para marcharse.

—Es hora —dijo.

Paula se puso en pie a su vez.

Sara los miraba desde el otro extremo con expresión preocupada.

¿Qué les pasaba? Otros días reían y hablaban mucho. Aquella noche, ambos parecían serios y mudos. No obstante haber olvidado a María en apariencia, en la mente de los dos estaba aquella mujer. En la de ella porque sentía una honda piedad, y a la vez se preguntaba si era el obstáculo que los separaba. En la de Alvaro, porque María era la inoportuna que rompía el maravilloso sortilegio que existía en Paula.

—Te acompaño hasta la puerta —dijo ella.

—Hasta mañana, Sara.

—Ten cuidado, hijo. Hay mucha nieve. El auto puede patinar.

—Estoy habituado. Buenas noches.

Echó a andar hacía el pasillo. Paula le siguió en silencio. Era más baja que él. Pero su fragilidad resultaba conmovedora, de una sensibilidad extremada.

—Adiós —dijo Alvaro sin moverse.

Paula se sintió menguada, muy sola. Su manita temblorosa cayó suavemente sobre la manga de Alvaro. El se volvió despacio.

—Alvaro...

—¿Qué te pasa? —preguntó quedo, inclinado hacía ella.

El pasillo estaba oscuro. La luz de la salita se filtraba por el suelo y daba en sus pies, pero no iluminaba sus rostros, ocultos ambos en la penumbra.

—No sé. Parece que..., que... —parpadeó aturdida—, que algo se ha roto entre nosotros.

Era así como él deseaba verla. Así, sumisa, suave, temblorosa, toda sensibílidad. Muy despacio la asió por la cintura y en silencio la apretó contra sí. Los dos quedaron pegados a la pared. Ella, palpitante. El, ardiente.

—Pequeña.

—Yo...

—Sé lo que sientes.

—¿Lo... sabes?

—Sí, mi vida. No te preocupes por eso. Mira hacia el frente. Mira hacia el futuro. Nos casaremos en seguida.

Ella se estremeció perceptiblemente. Alvaro, fascinado, la apretó más contra sí, con una turbadora lentitud que la enajenó.

—Paula, ¡oh, Paula!

Y con aquel gemido apenas perceptible, buscaba su boca.

—Se besa así, Paula, pequeña.

Y abría la boca perdiéndola en los labios de Paula, y sus manos, que aquella mañana no se atrevieron a moverse en el cuerpo femenino, lo buscaron, lo acariciaron haciendo que Paula, la tímída chiquita inexperta, perdiera un poco el sentido.

—Si estás temblando.—susurró él.

—Eres tú.

—¿El que tiembla?

—El que me hace temblar.

—Muchacha, muchacha...

Sofocado, excitado, la oprimió contra sí, perdidos los dos en la penumbra.

Sara, en la salita, debió presentir lo que estaba ocurriendo, porque mansamente llamó desde ella:

—Paula, que tienes que levantarte mañana temprano.

Su voz a través del pasillo, filtrándose por la puerta, parecía muy lejana. Paula no respondió.

—Te llama —susurró Alvaro sobre su boca.

Ella le pasó los brazos por el cuello.

—Estando junto a ti..., nunca tengo prisa.

—Muchacha...

—Paula —volvió a repetir la mansa voz materna—, se hace tarde.

Ellos no se separaron. Las manos de Alvaro buscaban aquel cuerpo que se le entregaba con ternura indescriptible. Era una necesidad tenerlo así, sentirlo así.

—Mamá me llama.

Era un hilo de voz que se perdía en la boca de Alvaro.

—Sí.

—Suéltame.

—Es... que no puedo.

—Paula, Paula —gruñó una voz que ya no era mansa.

—Un día, cuando estemos casados, no podrá llamarnos —dijo él roncamente.

Paula rió sobre su boca. El se la besó larga, inacabablemente.

Después, la joven se desprendió. No había luz. El no podía ver el rubor que cubría su semblante.

—Voy..., voy enajenado, Paula.

—A cuántas habrás dicho así.

—No me digas eso. De verdad, sintiéndolo como una llama en mí, sólo a ti. Sólo contigo voy a casarme. Y pronto, Paula. Empieza ya a hacer tu equipo, porque de otro modo... ocurrirá algo grave.

—Loco.

—Paula —susurró estremecido—, no me llames loco con esa voz.

Crujió el sillón donde Sara estaba sentada. Se separaron rápidamente. Paula abrió la puerta. Alvaro echó a correr escalera abajo. Pero aún allí abajo, se volvió para mirarla. Le envió un beso. Ella, descarada, deliciosamente descarada, le guiñó un ojo. Alvaro estuvo a punto de echar a correr de nuevo escalera arriba. Pero la puerta se cerró. Iba ebrio. Loco de emoción y excitación. Tenía que casarse pronto. Tenía que hacerla suya con todos los derechos. ¿Cómo pudo pensar que podía pasar por la vida de Paula sin adorarla?

En el piso, Sara se removía en el sillón.

—Tenéis que casaros —dijo—. En seguida.

—Sí..., mamá.

—¿Te lo dijo él?

Asintió.

—Menos mal. No me fío de vosotros. Sois demasiado impetuosos los dos.

Si su madre supiera de la forma que se querían y se lo demostraban mutuamente... Bueno, quizá lo adivinaba. Había sida joven... Había querido...