V
Germán lo supo un mes después. No por su amigo, por el administrador de la oficina, que conocía a Daniel Noguera aún más que él.
—¿No sabe usted, don Germán? El que fue socío de don Alvaro ha huido al extranjero y los acreedores se han echado sobre la casa de sus hermanas.
Germán no respondió en seguida. Se hallaban en la oficina admínistrativa, donde Paula, no muy lejos de Germán, disponía los archivos. Los dos se miraron un segundo. El administratador, que acudía a la oficina tres veces por semana, lanzó una breve mirada sobre los archivos que la joven le mostraba, y añadió:
—Un desastre, porque el novio de la hermana mayor, ante el tremendo escándalo, se marchó a Portugal sin dar explicaciones a su prometida. Es de suponer que huye de la quema.
Tampoco esta vez respondieron los dos jóvenes.
El señor Tréllez continuó:
—No hay otra cosa de que hablar en la ciudad. Hay que suponer que esas pobres mujeres se quedan en la ruina, y, lo que es peor aún, en la calle, sin hogar y sin amigos. No sé qué tiene el vil metal, que llama a todo el mundo. Sin él... —hizo un gesto significativo— nadie quiere saber nada. La vida, sí la analizamos a fondo, es una miseria —como su labor había finalizado, miró de nuevo a los dos jóvenes y cerró la carpeta—. Todo está en regla. ¿Puedo ver a don Alvaro?
—Lo encontrará usted en la oficina —dijo Paula con un hilo de voz.
—Gracias. Buenas tardes, amigos míos.
Salió y cerró la puerta tras sí. Hubo un largo silencio en el despacho. Se miraron consternados.
—La catástrofe ya surge —murmuró Germán—. Era de esperar.
—No me negará usted que Daniel Noguera merece la horca.
—Es indudable que Alvaro lo conocía bien. Sabía hasta la más míníma reacción, y apuesto a que a estas horas está restregándose las manos satisfecho, diciéndose que salió todo como lo esperaba. Julio Quirós era el novio de María... Un hombre Influyente sin duda... Rico, de buena familia. Paula —añadió desalentado—, ¿por qué han de ser tan bajos los seres humanos?
—Porque somos así, Germán. Es algo que no podemos remediar unos pocos.
—Ya.
—¿Qué va a hacer usted?
—¿Puedo hacer algo? ¿Cree que Alvaro me permitirá siquiera abordar el tema?
Días después el administrador, que siempre lo sabía todo, les llevó otra noticia:
—¿Ya saben ustedes lo que ocurre?
Paula y Germán cambiaron una mirada.
—Si no nos dice a qué se refiere...
—A su jefe. Al parecer se apiadó de las tres hermanas. Las alojó en un piso del centro. Dicen que acompaña a la mayor.
Paula, espantada, miró a Germán. Este se menguó.
Al rato, cuando el administrador se hubo ído con la carpeta bajo el brazo, llena de papeles, ambos amigos se acercaron uno a otro instintivamente.
—No puedo permitirlo, Germán. No hay caridad en su amigo.
—¿Y si hubiera aún amor?
Paula se quedó como paralizada.
—Sí —admitió—. Posiblemente.
Germán, pese a haberlo dicho, lo dudaba.
* * *
Vivía con Alvaro en el piso de éste. Comía en un restaurante, pero dormía en el piso de Alvaro. Casi nunca se encontraban, porque Alvaro regresaba muy tarde. No tenían los mismos amigos. Todo era muy distinto de cuando eran simples empleados de la compañía de seguros.
“Algún día —pensaba Germán muchas veces—, cuando haya reunido un poco de dinero, dejaré este empleo y me iré a otro lugar de la ciudad, montaré un pequeño negocio, me casaré y viviré feliz, sin estas ataduras”. Pero nunca lo hacía. Ya tenía el dinero suficiente para establecerse por su cuenta. Dicen que el dinero llama al dinero. Alvaro empezó con nada. Luchó durante mucho tiempo como un miserable. Tan pronto pudo comprar un camión, el negocio floreció a velocidad de vértigo. Era hombre que sabía lo que quería. Nunca lo hubiese supuesto, cuando ambos eran dos jóvenes sin ambiciones, enraizados en el barrío miserable. Este hombre era muy distinto de aquel otro. Ya no sólo tenía el negocio de transportes. Era también contratista en sociedad con un arquitecto y construían casas baratas que producían a su venta un cien por cien.
Aquella noche, cuando a las once abrió la puerta del piso, vio luz en el pequeño salón. Avanzó resueltamente. Por lo visto, Alvaro se había retirado ya.
Recortó su figura en el quicio y vio a su amigo repantigado en el diván, con las piernas extendidas en el brazo del mismo, fumando un largo cigarro habano.
—¡Hombre! —exclamó al verlo—. Ya estás aquí.
—Buenas noches.
—Pasa, pasa y siéntate.
Germán lo hizo así, no sin antes mirar a un lado y a otro, como sí temiera ver aparecer por allí a María.
—¿Qué buscas? —preguntó Alvaro con indiferencia—. Estoy solo. No acostumbro a traer a mis amigas a casa.
—Creo que sales con María Noguera —dijo Germán desplomándose en una butaca, frente a él.
Alvaro arqueó una ceja.
—¡Ah! —exclamó tan sólo.
—¿Es cierto?
—Pues... —hizo un gesto vago—. Donde hubo fuego.
Germán se agitó.
—No eres tú hombre de los que guardan incólume el recuerdo de un amor... como ése.
—¡Qué sabes tú de mí!
—Alvaro...
Este se puso en pie con cierta precipitación.
—No me digas nada —cortó con violencia—. Me gusta. Está más guapa que antes.
—¿Sabe quién eres?
—Naturalmente.
—No es cierto. No creo que sea tan lista y te haya recordado tanto como para asociarte a aquel jovenzuelo tímido y mal vestido.
—En efecto —rió flemático—, no me asocia a aquel joven plantado una hora en mitad del vestíbulo. Por supuesto que no. Pero sí me asocia á un hombre rico que puede salvarla de la ruina —y como si Germán no lo estuviera oyendo, continuó como para sí—: El mundo es muy grande, no cesa de dar vueltas y a la sazón nos encontramos en el mismo lugar, sí bien en condiciones muy distintas. Antes ella tenía dinero. Su padre, al parecer, era un negociante con suerte. Pero gastó demasiado y, a la hora de su muerte, dejó tutor al mayor de sus hijos, el tarambana que ya conocemos, quien no supo cuidar de lo que se le confió. Ocurre así muchas veces...
—Alvaro...
Lo miró como si lo viera en aquel instante.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me miras así?
—Porque me das frío.
—¡Oh, no seas sensiblero!
—Algún día necesitarás amor, ternura, la verdad del cariño y del amor, que, aunque no queramos reconocerlo, existen. ¿Y qué ocurrirá después? Te sentirás solo y sin amor.
—¿Qué dices? ¿Cuándo has conocido tú un hombre como yo, que necesite el amor para vivir?
Germán se puso en pie. Con desaliento dijo bajo:
—Es lo que no concibo. Que un muchacho como tú, tímido, confiado, sencillo, lleno de ternura, se haya convertido en la piedra que eres ahora.
Alvaro le golpeó el hombro con la mano.
—Amigo mío, eres, demasiado sentimental —y, sin transición, añadió—: Te esperaba. Voy a salir. Estaré de viaje dos semanas. Por favor, ocúpate de todo. Di a Paula que se comunique conmigo en Barcelona. Que estaré allí seis días. Después, puede llamarme a Madrid. Ya sabe mi número de teléfono en ambas capitales.
—¿Marchas solo?
—Por supuesto.
—¿Y... María?
Alvaro se alzó de hombros al tiempo de emitir una sonrisa indefinible.
—Olvídate dé ese asunto.
* * *
María estaba allí, sentada a medias en el borde de una butaca, mirándolo con expresión anhelante.
Ocupaba un piso en una calle comercial. Dicho piso pertenecía a Alvaro. ¿Cómo se encontraron? Fue fácil para Alvaro, puesto que estaba al acecho. ¿Cómo ocurrió lo demás? María nunca sabría decirlo. Estaba allí, eran las doce de la noche, y Alvaro, frente a ella, la miraba sin dejar de fumar.
—Voy a buscar un empleo, Alvaro. No puedo estar así toda la vida.
—¿Y para qué quieres un empleo? Tus hermanas han vuelto al pensionado.
—Los gastos...
—No te preocupes por eso.
—Pero no puedo deberte tanto.
No le debía nada. Lo había cobrado todo en ella y en la satisfacción que sentía verla tan miserable como él se vio aquella noche en el salón de su casa. Aquellos amigos ya no existían. Se fueron de su lado con el escándalo. No había esperanzas de que Julio volviera. A decir verdad, sus relaciones siempre fueron un tanto dudosas. El conoció a Julio aquella tarde fatídica. Claro que a éste nunca pudo arruinarlo. Era inteligente y buscaba en María lo que él había encontrado aquellos días.
—Te llevaré conmigo de viaje —decidió Alvaro.
María se estremeció.
—No puede ser.
—¿Por qué? —preguntó con cierta ironía que pasó inadvertida para ella—. ¿Qué temes?
—Mi... reputación.
Alvaro se dejó caer en el borde de una butaca frente a ella y la miró unos segundos con indefinible expresión.
—Bueno, no me dirás que entre tú y Julio...
—¡Cállate!
—Yo soy más definitivo —añadió Imperturbable—. No te oculto. No trato de disimular las relacíones que nos unen.
—Alvaro..., no me ofendas.
—Bueno, perdona. ¿Preparas tu equipaje? Salgo esta misma noche. Tengo que viajar hasta el amanecer. Mañana he de entrevistarme con unos amigos. El asunto que me lleva a Barcelona es de suma importancia.
María titubeó. ¿Temor a perder lo que ya había perdido? ¡Sus hermanas! Claro que Alvaro fue en su vida, en aquel instante crucial de su triste vida solitaria, como la tabla para un náufrago. De cómo se precipitaron después los hechos... era mejor no acordarse. Cierto que Alvaro jamás le dijo que la amaba. ¡Pero estaba tan sola!... Era tanta su ambición, tanto su odio al hermano, a la miseria... Alvaro era un hombre rico. Algún día se casaría con ella.
Decidió saber qué pensaba sobre el particular.
—Supongo que algún día nos casaremos.
—¡Oh, sí! —sonrió Alvaro suavemente, con mansedumbre—. Supongo que sí, aunque yo no soy hombre que renuncie fácilmente a la libertad.
—Pero...
Le pasó una mano por el pelo. ¿La amaba? Ella creyó que sí. Alvaro ignoraba la verdad de sus sentimientos.
—Vamos, querida. Olvídate ahora del futuro. Salgamos para Barcelona ahora mismo. Será, como una luna de...
—No lo digas.
—Bueno, como un viaje de placer —rió cachazudo.
—¿Me amas?
—¿Qué dices?
—Si me amas.
Casi lloraba. Alvaro no sintió piedad. Hacía años, muchos, que rio sentía piedad por nada ni por nadie.
La asió de la mano, se la oprimió de modo indefinible y, echándose a reír, dijo:
—Eres demasiado presuntuosa. Vamos, querida, vamos. Se me hace tarde.
* * *
Entró en el despacho sin hacer ruido. Se desplomó en una butaca y encendió un habano. Casi inmediatamente abrió la palanca del dictáfono.
—Diga...
—Acabo de llegar, Paula. ¿Puede venir un momento?
—Ahora mismo, señor.
—¿Germán está por ahí?
—Ha ido al almacén.
—Está bien. Venga usted.
Al rato Paula, preciosa, juvenil, con aquella su femineidad encantadora, pedía permiso para entrar.
Alvaro lo dio y lanzó sobre ella una mirada indolente.
—Cada día —dijo sin poderlo remediar— está usted más bella, Paula.
La joven se ruborizó. Tenía un pelo castaño abundante, peinado con sencillez hacia atrás y unos ojos como la miel, de expresión suave y soñadora. Alvaro pensó que sería grato perderse en aquella mirada y buscar en su boca la dulzura de un beso. Sacudió la cabeza con irritación. Alguna vez, cuando veía a Paula, le asaltababan tales pensamientos. Era absurdo que un hombre como él pensara en tales mojigaterías.
Sacudió la ceniza del habano en el cenícero y se repantigó en la butaca.
—Veamos —murmuró—. ¿Qué novedades tenemos?
—Varias, señor. Hemos cargado para Santander, Gijón y Oviedo. Para el sur, dos camiones. En este instante no tenemos libre más que el de provincias.
—Magnífico. ¿Qué hace Germán?
—Vigila todo de cerca.
—Un gran muchacho Germán. ¿No te parece, Paula?
Ella, que no estaba habituada a la conversación con Alvaro, asintió un poco avergonzada.
—No me dirá que se aman —manifestó de pronto.
Paula bajó la cabeza.
—Somos... buenos amigos, pero nada más.
¿Por qué sintió él un alivio extraño recorrerle el cuerpo en una oleada de calor?
Sacudió la cabeza.
—¿No tiene novio?
—No.
—¿Ni acompañantes?
—Tengo demasiado en qué pensar, señor.
—Siempre ha de quedar un rinconcito para el amor —rió campanudo.
Paula consideró conveniente no responder.
El no era un sádico. No engañó jamás a una mujer. ¿María? Era su amiga de turno. ¿Por venganza? Ya ni eso. Porque cuadró así. María hubiera sido amiga de cualquiera. Claro que él nunca pensó en su conciencia. Al menos desde aquella noche, no. Seguía sintiendo el mismo odio, la misma rabia, la misma pena humillante que hundió para siempre sus sentimientos honrados de hombre, pero no la buscó por necesidad espiritual ni material. La buscó porque era la ocasión de encontrarla y suponía una gran satisfacción personal haberla conseguido. Claro que antes la había conseguido Julio. Lo que significaba que no había hecho ninguna heroicidad.
Había saciado únicamente, en parte, sus ansias de devolver el daño recibido. Pero. ¿en realidad, suponía para María una renuncia a la felicidad haberse hecho su amiga íntima? No. María fue criada en un ambiente absurdo, sin principios morales. Estaba seguro de que su madre engañó a su padre y su padre a su madre. Los hijos, pues, que crecen en ese ambiente, no temen engañarse a sí mismos, cuanto más a los demás. María era, en el fondo, una mujer sin moral y sin freno. De esas mujeres elegantes, que viste bien, que tienen buenas relaciones, pero que se venden por no demasiado dinero.
No había, pues, conseguido nada. Nada que en realidad pudiera satisfacerle. Se sentía muy cansado. Eso sí, demasiado cansado. Pensó, mirando a Paula, tan pura, tan juvenil, que sería grato perderse en su pecho y quedarse allí besando sus labios eternamente.
Se sobresaltó porque aquellos pensamientos lo ensimismaban.
—¿Cuántos años tiene usted, Paula? —preguntó de pronto—. Está usted aún en la edad en que se le pueden preguntar los años sin molestarla.
—Veinte.
—Hermosa edad.
Germán entró en aquel instante. Al ver allí a Paula se acercó a ella.
—He ido a su despacho y no estaba usted. Pensé que estaría aquí —miró a su amigo—. Hola, Alvaro. No esperaba que regresaras tan pronto.
—Puede retirarse, Paula. Le daré instrucciones luego. Toma asiento, Germán. Ya sé que todo fue muy bien.
* * *
Frenó el auto a su altura.
Paula dio un salto. Al sentir la voz masculina, se sobrer saltó más aún.
—Suba, Paula.
Alvaro asomaba la cabeza por la ventanilla, con una sonrisa. Paula titubeó. Llovía y el autobús se retrasaba. Subió con timidez. El interior del auto olía a loción cara, a aquellos habanos de superior calidad que fumaba su jefe.
Alvaro puso el auto en marcha.
—Por esta época —dijo— los autobuses andan atestados. Por eso se retrasan.
—Sí.
Vestía una simple gabardina clara, zapatos bajos, y llevaba un pañuelo a la cabeza. Alvaro, a su pesar, evocó su adolescencia. También las chicas del barrio vestían así, con aquella sencillez. El nunca se detuvo a cortejarlas. Pensaba constantemente en María... Añoró aquellos días, cuando compraba dos cigarrillos rubios para deslumhrar a las chicas en las boites. Desde entonces, jamás llevó a sus labios un cigarrillo de aquéllos. Hasta el olor le daba asco.
—¿Nunca va a los bailes? —preguntó de pronto.
—No, señor.
—En un tiempo, a mí me ilusionaba ir al baile — confesó bajo, como si hablara para sí—. Recuerdo que me acicalaba... con sumo cuidado. ¡Cuántas veces al bajar las escaleras de mi casa sacaba y metía el pañuelo en el bolsillo hasta dejarlo correcto! A veces, al portal, me miraba de soslayo en el cristal de la puerta —movió la cabeza—. ¡Qué tiempos aquellos!
—Se diría que los añora.
—A veces... sí —insistió—, a veces. ¿Nunca le habló Germán de nosotros dos?
¿Qué decir? Titubeó. El respondió por ella.
—Sí, alguna vez lo haría. Germán es un muchacho sencillo. Siempre añoró el barrio, Su casa, su vida mediocre —la miró un segundo—, porque no vaya a pensar que siempre disfrutamos de una posición económica estable.
De súbito se echó a reír y añadió:
—Bueno, soy absurdo. No sé por qué le digo todo esto. No suelo añorar el pasado, ni en voz alta ni ante mí mismo, la verdad. Pero la vi ahi, en la parada, y de súbito sentí el imperioso deseo de compartir con alguien mis pensamientos —hizo un gesto vago—. Tal vez la canse.
—No.
La miró un segundo. Tenia unos ojos negros, profundos, de insondable expresión. Lo conoció hacía años; jamás tuvo con él una conversación, pero a través de su trabajo en común, muchas veces juntos en el despacho, jamás vio en su semblante satisfacción o tristeza. No era fácil ahondar, en los sentimientos verdaderos de aquel hombre.
No pudo sostener su mirada. Tímidamente retiró la suya y entonces él murmuró:
—Adónde la llevo?
—Puede..., puede dejarme aquí. Iré a pie.
—En modo alguno. Sigue lloviendo —y de súbito—: ¿Merendaría usted conmigo? —como observara el sobresalto de ella, añadió presuroso—: No soy un sádico, Paula. Ni un aprovechado. Sé muy bien el terreno que piso. Sepa usted que de todas las jóvenes que conozco, es usted la única que merece todas mis consideraciones.
—Gracias.
—¿Le molesta charlar conmigo?
—En modo alguno.
Parecía aturdida. ¿Qué le pasaba? ¿Acaso tenía novio, pese a negarlo?
—A veces —dijo Alvaro tras unos minutos de silencio— uno necesita hablar y que le escuchen.
—¿No tiene usted quien le escuche?
¿Sabía? ¿Acaso conocía su desorden espiritual?
Frunció el ceño. Murmuró al fin:
—No.
—Puede hablar conmigo. Le escucho.
—No es así —movió la cabeza de un lado a otro— como se habla. Las palabras tienen que salir por sí solas. No vale sacarlas ni empujarlas.
Ella no respondió.
—Sí he de decirle la verdad, no sé adónde voy. Cuando pasé frente a la parada, me sentía totalmente desconcertado.
¿No tenía a María? Germán aseguraba que costeaba los lujos de María, los gastos de sus hermanas. Era su amante. Estuvo tentada de hacer alusión a ella, pero se contuvo.
—Vivo al final de la calle.
—¿No merienda conmigo?
—Otro día, señor.
—¿Mañana? La espero a la salida de la oficina. Por ejemplo, junto a la parada del autobús.
No. No podía permitirlo. Su vida desordenada la conocía todo el mundo en la ciudad. También a ella. Aquello no era una gran capital. Tarde o temprano la vida de cada uno se conocía.
—Tengo a mi madre sola, señor —dijo bajo—. Me gusta regresar a casa cuando salgo de la oficina.
—Ya. Perdone.
Detuvo el auto y ella saltó de él.