IV
Paula seleccionó algunas cartas de todas las que había amontonadas sobre la mesa y las dejó a un lado. En aquel instante entró Germán en el despacho.
—¿Seleccionó las cartas, Paula?
—Aquí las tiene.
—Veamos.
¿Quién hubiera reconocido en este hombre desenvuelto, sonriente, seguro de sí mismo, al paleto de un año antes? Ni la misma Paula que le recibió entonces.
Bien vestido, fresco, oliendo a loción buena, sonríente, varonil.
—¿Aún no ha bajado Alvaro?
—Supongo que sí.
—Hum... —gruñó. Buscó entre las cartas y debió encontrar lo que buscaba, porque apartó dos.
—Hay que contestarlas rápidamente, Paula. Se las voy a díctar.
—Le escucho, Germán.
—“Muy señor mío: Al recibo de la suya, fecha cinco del actual...”
Se oyeron pasos e inmediatamente la alta figura de Alvaro se recostó en el quicio de la puerta.
—Ven un momento, Germán. Deja eso. Paula sabe lo que poner en esa carta —como la joven lo mirara interrogante, añadió—: Uso la lógica. ¿Aceptamos?
—Sí, señor.
—Vamos, Germán.
Este siguió a su amigo. Al llegar al despacho, Alvaro empujó a Germán, entró tras él y cerró la puerta.
—¡Vengo del Banco! —exclamó—. Me conceden el préstamo. Puedo despedir a Daniel Noguera esta misma tarde puesto que él no parece dispuesto a dejarlo.
—¿No será demasiada carga para ti todo esto?
—¡Oh, no! —se hundió en el sillón giratorio y encendió un habano—. Tengo la plena certidumbre de que saldré adelante como hasta ahora. Fíjate bien; en un año cancelaré el préstamo, que a decir verdad no es cuantioso. No quiero socios en mi empresa. Te voy a decir que Noguera formó sociedad conmigo con trescientas mil pesetas y hoy he de despacharle con un millón. ¿Te parece eso correcto? Se ha pasado la vida, durante estos años, de cafetín en cafetín, de cabaret en cabaret, con mujerzuelas, convertido en un pelele. Le he entregado semestralmente un diez por ciento. ¿Consideras normal que yo me pase la vida trabajando para un holgazán? No, amigo. Ya estuvo bien. Lo tengo citado aquí. Se cumplen los cuatro años. A decir verdad, ya se han cumplido hace tiempo, pero yo no podía hacer uso de mi cuenta corriente ni vender un camión para liquidar a éste asno.
—Le tienes citado aquí.
—Aquí, para las diez de la mañana, y son menos cinco. Si a la hora convenida no viene, llamo a mi abogado y asunto concluído.
Germán se le quedó mirando con admiración. Ya se explicaba por qué había triunfado. Era activo y no dejaba escapar una oportunidad.
—¿No piensas casarte? —preguntó de pronto Germán.
—¿Casarme? ¿Crees que estoy loco? Eso era antes, amigo mío, cuando trabajábamos en la casa de seguros y sólo tenía un traje y pasaba hambre de todo. Ahora no. Sería del género tonto que me buscara una preocupación más —inclinado hacia delante, miró a su amigo sonriente—. Germán —añadió con acento ampuloso—, hay mujeres, miles de mujeres a las que se compra por la mínima expresión de dinero. E incluso hay más aún de las que no se compran y se dan, esperando cazar al hombre. No. No soy ya de los cándidos cadetes que se casan.
—Pero... tú antes no eras así.
—No —sacudió la cabeza arrogante—. Por supuesto que no. Antes pensaba con el corazón. Ahora aprendí a pensar con el cerebro. Tengo un negocio floreciente. Con mano dura lograré dominar toda la red de transportes antes de cinco años. Es lo que pretendo. ¿Mujeres? Las más honestas aparentemente te pertenecen cuando te lo propongas. No me he dedioado sólo a trabajar, amigo mío. También he vivido. Mantener una vida alegre cuesta caro; en cambio, mantener una amante te cuesta poco.
—Tienes... una amante —dijo sín preguntas.
—Sí, pero no esperes que te la presente.
—¿Es joven?
Alvaro rió cínicamente.
—Yo no aguanto a mujeres viejas.
—¿Guapa?
—Naturalmente. Pero no me consideres un fanfarrón. Todos los hombres tenemos necesidades sexuales.
En aquel instante, alguien llamó a la puerta, y Alvaro, deponiendo su expresión cínica, ordenó secamente:
—Pasen.
Un hombre elegante, de alta talla, aún joven, pues no pasaría de los treinta y cinco años, de semblante cansado y ojos inyectados en sangre, quizá de haber pasado la noche en vela, entró y se quedó plantado mirando a su socio.
—Pasa, Daniel, y toma asiento, ¿Conoces a mí gerente general? Germán Sierra. Germán, este es Daniel Noguera.
Se estrecharon la mano. Con gesto cansino el calavera se sentó, cruzó una pierna sobre otra y encendió un cigarrillo.
Hubo un silencío. Lo rompió Noguera para decir:
—Bueno, tú dirás, Alvaro.
—El contrato que firmamos ante notario ha finalizado.
—¿Sí? ¿Tan pronto? Supongo que no tendras inconveniente en firmar otro.
—Lo tengo.
Daníel se agitó en la butaca. Miró a un lado y a otro con expresión sofocada.
—No lo dirás en serio, ¿verdad?
—Totalmente en serio. Nadíe me obliga a firmar otro. No hay nada previsto para el caso. Firmamos un contrato por cuatro años. Ya ha pasado cerca de otro.
—Estuviste pagándome igual.
—Por, generosidad.
Germán sabía que no había sido por generosidad, sino por falta de fondos para liquidarle. Era una postura normal en Alvaro. Sabía lo que se llevaba entre manos.
—No puedes dejarme así —gruñó Daniel exaltado—. Si he de serte sincero, el dinero que te entregué era la dote de mi hermana.
—Bien, ahora podrás devolvérsela.
—Imposible.
—Tengo que entregarte un millón de pesetas para liquidarte, Daníel. ¿Te das cuenta? Ni en hipoteca te hubiera producido mayor interés.
—Oye, oye, un momento. Creo que debemos tratar esto con calma. Tengo tantos acreedores que ese millón no me alcanzaría ni para pagar la mitad.
—Yo no tengo la culpa —dijo Alvaro implacable— de que gastaras cuanto yo te entregaba. Cada semestre te entregué el diez por ciento de la cantidad correspondiente.
—Escucha, Alvaro, escucha. No me aniquiles así.
Alvaro encendió otro habano y se repantigó en la butaca. Germán se asombró una vez más. Alvaro, tan blando antes, era ahora duro como un peñasco. Esperó.
Daniel casi lloraba. Estaba demudado y sus facciones parecían alteradas. Le temblaba la boca. Escupió la punta del cigarrillo y encendió otro. Los dedos que sostenían el encendedor temblaban ostensiblemente.
* * *
—Escucha, muchaoho. Mi padre, al morir, me dejó al cuidado de mis hermanas. Tengo tres. La mayor no se ha casado aún. Está prometida. Se casará con un hombre rico. Tú debes conocerlo. Se llama Julio Quirós. Tiene fábrica de hilaturas.
Germán observó que Alvaro escuchaba en silencio, sin mover un solo músculo de su pétreo semblante.
Daniel tomó aliento.
Añadió desesperadamente.
—Las otras dos las tengo aún en el colegio. No me atrevo a sacarlas... Les he gastado la dote. Tenía trescientas mil pesetas para cada una. María piensa que aún siguen en el Banco. El día que se entere... —se pasó los dedos por la frente—. Ese míllón de pesetas que dices vas a entregarme, lo debo. Los acreedores aguantan, porque saben que soy tu socio. El día que se enteren... que hemos roto nuestras relaciones... comerciales, me matan o tengo que pagarles. Si les pago...
—No te esfuerces —cortó Alvaro sin piedad—. Esto ha terminado. La culpa no la tengo yo. En esta sociedad el dinero te aumentó. Te dio un interés doble del que te hubiera dado en el Banco. Lo siento, amigo. Aquí no se hace más el primo.
—¡Si no es por mí —gritó Daniel desesperado— nunca hubieras tenido todo esto!
—Esto lo sudé yo. Cuando me puse en sociedad contigo, un camión costaba ochenta mil pesetas, y yo ya tenía tres. ¿Recuerdas?
Daniel bajó la cabeza abrumado.
—Después te aguanté por caridad. Cuando me prestaste las trescientas mil pesetas, yo estaba pasando un mal momento, es cierto. Había invertido todas las ganancias y me veía en blanco. Pero de igual modo hubiera salido adelante, porque me habría sido fácil hipotecar un camión, cosa que no hice porque me gusta jugar limpio, y consideré que tu dinero aumentaría mi poder. Como el contrato ha terminado, vete a ver a mi notario. El te liquidará.
—Oye, no puedes hacer eso conmigo. Julio plantará a mi hermana cuando sepa que me he arruinado.
—Es que su cariño no era muy firme.
—Oye, muchacho, ten un poco de compasión.
Germán se asombró del semblante duro de su amigo. Inflexible, dijo al tiempo de ponerse en pie:
—Este asunto está concluido. No llores ni te desesperes. Al menos ante mí. No soy un sensiblero. Soy un hombre de negocios y bien sabe Dios, y tú también, que he jugado limpio contigo.
—Me hundes, me hundes —sollozaba Daniel con el rostro entre las manos—. Tú no sabes lo que va a ocurrirme. Se arrojarán sobre mí como buitres. Me dejarán sin la dote de mis hermanas. Yo no sé hacer nada. ¿No te das cuenta?
—¿A mí qué me cuentas? Allá tú con tus problemas. Has tenido tiempo, en estos cinco años, de ganar para ellas. ¡Cielos, sí yo a tu edad hubiera tenido un millón de pesetas...! ¿Sabes cómo empecé? Vendiendo chatarra. Uniendo una peseta a otra peseta. Comiendo bocadillos en las tabernas, con un vaso de vino malo. Pasando sin cenar, sin beber, sin dormir. ¿Sabes lo que es eso? No, qué va. Tú te pasaste la vida entre mujerzuelas, cafetines y cabarets. Yo no tengo la culpa de que en lugar de cerebro hayas tenido un fósil. Y como tengo mucho que hacer —añadió, dando por terminada la conversación—, haz el favor de salir.
Daniel, tambaleante, se dirigió a la puerta. Germán, que tenía un corazón como una manzana de casas, dio un paso hacia él, pero la mirada de Alvaro lo detuvo.
—Déjalo marchar —ordenó—. No lo detengas.
Germán quedó envarado. Antes, Alvaro era un hombre amable. Jamás hubiera imaginado tanta dureza en sus palabras y en su semblante.
Cuando la puerta se cerró tras Daníel, ambos amigos se miraron. Germán creyó que Alvaro diría algo con respecto a lo ocurrido, pero no fue así. Abrió el dictáfono y preguntó a Paula:
—¿Hay alguna novedad, Paula?
—Sí, señor. Tenemos carga para Valencía.
—Magnífico. Eso era lo que nos faltaba. Pasaré ahora mismo por el almacén.
Soltó la palanca.
—¿Qué esperas, Germán? Tenemos carga para Valencía. Es un asunto ímportante.
—Oye...
—¿Decías?
—Yo creo que... ese hombre va a... matarse.
Alvaro revolvió en unos papeles, indiferentemente. Al rato, sin levantar la cabeza, dijo riendo:
—Es demasiado cobarde y le gusta la vida.
—Sus hermanas...
—María..., ¿no la recuerdas?
Germán quedó paralizado.
—¿María...? ¿María...?
—Sí. La chica aquella...
Y fumando se puso en píe.
Germán dio un paso hacía delante. Muy pálido trató de asir a su amigo por el brazo, pero Alvaro ya estaba en la puerta.
—Oye, oye —gruñó Germán—. Oye...
—No olvides que tenemos una carga para Valencía. Hace muchos días que espero eso. Tendré que salir en mi coche para allá, ahora mismo, una vez revise la carga.
—Alvaro, un momento. Tienes que decirme...
—¿Decirte? —y alzó una ceja.
—Sí, sí —se sofocó—. Ese hombre... Tú sabías que era hermano de ella. Esperabas este instante...
—Yo nunca muevo un dedo sin saber por qué lo muevo. ¿Vamos?
* * *
—¿Qué le pasa, Germán? Está usted todo el día como abrumado por una pena. ¿Le ocurrió algo con don Alvaro?
—Sí y no.
—Me parece que necesita usted hablar.
—Sí, creo que me hará bien —se pasó los dedos por la frente y lanzó un suspiró—. No comprendo las cosas que pasan, Paula. He nacido en un ambiente tan distinto... Claro que Alvaro también nació allí. ¿No le refirió nunca su vida?
Paula movió los labios, curvándolos en una sutil sonrisa triste.
—Nunca hace relación de nada que se refiera a sí mísmo, Germán. No es como usted.
—Ya. Yo tengo demasiado corazón. Nunca podría triunfar en los negocios.
Paula no respondió. Evocaba, cuando empezó a trabajar allí. Dos años y medio antes leyó el anuncio en el periódico. Necesitaba ayudar a su madre. Muerto su padre poco tiempo antes, síendo ella aún una estudiante, no tuvo más remedio que dejar los estudios y dedicarse a algo más provechoso. Acudió al reclamo del anuncio. Vio allí tantas mujeres aspirando a lo que ella aspiraba, que decidió marchar. Pero no se dirigió a casa. Visitó a un amigo que había sido de su padre, pidiéndole una recomendación para entrar en aquella compañía de transporte. El amigò no conocía a Alvaro, pero sí a un director de Banco muy amigo del transportista. Con una tarjeta de éste entró como secretaria... Fue como sí su destino se detuviera allí. ¿De qué le servía? Alvaro era un hombre duro, despiadado. Tasaba hasta el céntimo. No se apíadaba jamás de nada ni de nadie. Se diría que un día se había propuesto endurecerse y lo conseguía por medio de la voluntad, que, a no dudar, era tan poderosa como, su inteligencia.
Así empezó ella a conocer un poco al hombre de negocios. Al hombre en sí no era fácil conocerle. Pero le quiso. Fue algo estúpido, sin sentido. Lo dominaba en su interior, como un sentimiento pecador. Nadie sabría jamás que ella amaba a aquel hombre. Y el hombre mismo menos aún.
—Alvaro y yo fuimos grandes amigos en nuestra infancia, y luego inseparables en nuestra adolescencía. Crecimos en el mismo barrio, fuimos a la misma escuela... Nos colocamos en la misma oficina... Tuvimos novias, acompañamos, chicas... —alzó la cabeza—. ¿Por qué no come hoy conmigo, Paula? Me síento muy solo... Mis hermanos se han casado. Viven en un ambiente distinto. Mi madre murió... Qué sé yo. ¡Cómo cambia la vida en poco tiempo!
—Lo sé.
—¿No tiene usted familia?
—Madre.
—¿Hermanos?
—No. Soy sola. Mi padre era aparejador. Vivimos bien. Yo me eduqué en un buen colegío. Cuando él murió, hube de ponerme a trabajar.
—Comprendo. ¿Acepta el comer conmigo?
—Desde luego.
Admiraba a aquella joven como jamás admiró a mujer alguna. Un día le diría..., le diría... Pero no, nunca tendría valor suficiente para declararle su amor.
Alvaro había ido a Valencia y ambos dejaron la oficina a la una y media. Ya no quedaba nadíe en los departamentos.
El portero los saludó, al pasar, con una afable sonrisa. Germán le dio un cigarro habano que Alvaro le había dado a él aquella misma mañana. Nunca fumaba habanos. Sabía que al portero le gustaban. A veces le sorprendía en la garita, envuelto en una nube de humo aromático. Sonreía. Los inquilinos de aquella casa eran todos ricos. Quizá los ofendiera que el portero fumara habanos siempre que tenía ocasión. El fomentaba aquel vicio pensando en sí mismo, en las fatigas y necesidades que había pasado cuando era joven y carecía de todo. Y ahora que lo tenía todo, echaba de menos aquellas tertulias en el bar de Pacho, aquellas charlas interminables sobre fútbol en la farmacia, los paseos al anochecer por la colina, con las chicas del barrio. ¡Qué lejos quedaba todo! Alvaro, en cambio, se había hecho de tal modo a aquella vida, que jamás, estaba seguro, echaba de menos la otra. Tenía amigos en todas partes. Amigos, influyentes, gentes de elevada posición social. Asistía a fiestas siempre que quería. Era un rico más. Tal como se había propuesto. Pero él nunca pensó que fuera a vengarse de aquel modo...
* * *
A los postres, ella insistió nuevamente:
—¿Qué le ocurrió con don Alvaro?
Germán sonrió. Al principio, también le llamaban a él don Germán. Se lo prohibió terminantemente. Alvaro, en cambio, jamás tuvo, con ella más palabras que las necesarias relacionadas con el negocio.
Alvaro sabía ser rico y señor. El nunca pasaría de ser un muchacho bien colocado, con un sueldo casi fabuloso, que con el pensamiento, vivía aún en el barrio lleno de lodo.
—Ya le dije que Alvaro y yo fuimos siempre inseparables amigos. Un día Alvaro se enamoró. Conoció a una chica en una boite. Al parecer ella era rica... —refirió todo lo ocurrido sin omitir detalle. La rabia y el dolor de su amigo. La muerte de la abuela y aquella laguna de cinco años en que no supo nada de su amigo. El encuentro otra vez—. Yo nunca pensé —concluyó— que se endureciera de ese modo.
—Fue un rudo golpe.
—Aun así. La persona que se asoció con él...
—La conozco.
—Me lo imagino. Se llama Daniel Noguera. Es hermano de María.
Paula se agitó.
—¿De... aquella joven?
—Así es.
—Dios mío.
—¿Sabe usted si mi amigo necesitaba realmente un socio?
—No se lo puedo decir. Entonces, yo no trabajaba para él. Pero, dado como yo vi el negocio, creo que nunca necesitó socio. Cualquier Banco le hubiera, hecho un préstamo. Además, yo entré en la oficina gracias a la tarjeta del director dé un Banco. Sí tenía amigos poderosos e influyentes ya entonces, es de suponer que también los tendría antes. Además, voy a decirle que las reservas del negocio, y per done que le ponga tan a lo vivo el secreto de la oficina, son elevadas. Estoy segura de que don Alvaro hubiera podido hacer frente a cualquier eventualidad, sin necesidad de un préstamo.
—Me lo imagino.
—¿Qué piensa usted hacer?
—¿Yo? Nada. Lo que pude hacer, ya lo intenté. Es como esto —y golpeó la mesa con intensidad—. No atiende a razones. Aún está herido.
Paula susurró con un hilo de voz:
—¿Por... amor?
—Oh, no —rotundo—. No es Alvaro de los que son fieles a un recuerdo por sentimentalismo. Antes, sí. Tal cual yo le veo ahora, no.
Se hacía tarde. Había que volver a la oficina.
—Apuesto —dijo Germán penetrando de nuevo en el despacho, momentos más tarde— que ese Daniel lo va pasar muy mal.
—Supongo que sí. ¿Por qué no intenta hablarle de nuevo a su amigo?
—¿Yo? Ya le he dicho...
—Inténtelo. Fueron ustedes grandes amigos. Lo son aún.
—Ahora, no. Todo es muy distinto —adujo bajo, con tristeza—. Alvaro es un hombre poderoso. Yo soy su empleado de confianza.
—Por eso mísmo.
Se alzó de hombros.
—Lo intentaré.
Lo intentó cuando Alvaro regresó de Valencía.
Nada más abordar el tema, Alvaro alzó la mano.
—Eso no. Son asuntos míos. He concluido ya.
—Pero, hombre... Esas hermanas...
—No seas sensiblero, Germán —gruñó—. Ese hombre no hizo nada por mantener incólume el pabellón de su casa. Arruinó a sus hermanas, porque no sabe hacer nada mejor. Y se morirá lleno de misería, porque no vale para nada. ¿Qué culpa tengo yo?
—Tú le buscaste.
Lo miró furioso.
—Igual hubieses hecho tú de haberte visto en mi lugar.
—No —saltó con súbita energía—. Lo buscaste porque sabías cómo era. Sabías que por mucho que le dieras, se lo gastaría todo. Y esperaste verlo entrampado para soltarlo. ¿No es así? Confiésalo.
—Asunto concluido —cortó yendo hacía la puerta—. No te metas en mis asuntos. ¿Me oyes? —Y cruelmente añadió—: No te he sacado de la mediocrídad para que me censures. Sé muy bien el terreno que piso. Creo que lo he demostrado claramente —abrió la puerta y añadió sin rencor, con mansedumbre—: No volveré hasta mañana. Tengo una cena con unos amigos.
Salló sin esperar respuesta. Germán abatió los párpados. Se sintió muy triste.