III
A la salida de la oficina, por la tarde, Germán le salló al encuentro. Como Alvaro parecía huirle, le llamó a gritos:
—¡Eh, tú, espera, hombre!
Se detuvo en seco. Como un poste, sin volver la cabeza; se quedó esperándole.
Germán llegó Jadeante a su lado. Lo asió del brazo y exclamó:
—¿Qué diablos te pasa? Fui a buscarte por la mañana y Pacho me dijo que ya te habías ido. Al mediodía traté de localizarte y también te habías marchado. ¿Puede saberse qué te pasa?
Alvaro reanudó su paso. Sin responder encendió un cigarrillo, hundió la mano en el bolsillo de la zamarra y caminó aprisa, como sí le siguiera alguien.
Tenía que hablar. Tenía que compartir con el amigo su amargura. Germán era su mejor amigo, sí, su único amigo. La única persona que podría comprender y aquilatar su dolor, su rabia, la herida de su corazón y de su orgullo.
Ambos eran dos muchachos humildes, pero tenían su orgullo. Ambos eran ingenuos, pero no tontos, y tenían su dignidad.
—Alvaro.
Este se detuvo. Bruscamente asió el brazo de su amigo y dijo sordamente:
—Se han reído de mí.
Un rojo vivo cubrió el rostro de Germán. Un rostro rubicundo, de facciones abultadas, rudo sí se quiere, pero allí, en el fondo de sus pupilas, se apreciaba la gran honradez.
—¿Qué dices?
—Ven, vamos a sentarnos aquí, en un banco de esta plaza. Bajo aquella rosaleda. Nadie se fijará en nosotros, que es —añadió roncamente— lo que yo deseo. Te lo contaré todo y después... te diré lo que pienso hacer.
Tiraba de él. Germán, como sugestionado, se dejó llevar. Cuando ambos estuvieron acomodados, guardaron un rato de silencio. Alvaro aún fumaba el cigarrillo. Germán encendió un rubio que le había quedado del día anterior. Con súbito ademán, Alvaro se lo quitó de los dedos, lo tiró al suelo, lo pisoteó una y otra vez, hasta que el rubio tabaco se confundió con el lodo. Germán lo miraba un tanto sorprendido. Entonces Alvaro empezó a hablar.
Lo refirió todo. Desdé el momento que llegó hasta que se vio solo en la húmeda noche, caminando a trompicones. No había dolor en su acento, sino una rabia indescriptible, triste, contagiosa, pues Germán apretó los puños y gritó exasperado:
—¡Perra! ¡Es una perra! ¿Quíeres que me una a ti para hacerle daño? Entre los dos podremos destrozarla.
—No.
—¿No? ¿Piensas quedarte asi?
Alvaro movió la cabeza de un lado a otro.
—No voy a permitir que me metan en la cárcel por su culpa. Sí un dia voy a la cárcel, será por algo más provechoso —y seguidamente añadió—: No debía estar muy ena morado de ella. No siento haberla perdido. No, es otra cosa. Es la terrible humillación que me agita, es... como si me arrancaran de cuajo, la dignidad, y ellos siguieran pisoteándola. Tengo que hacer algo, sí, pero no matarla ni destrozarla.
—¿Y qué es lo que piensas hacer?
—Dinero.
Germán quedóse con la boca abierta, como un tonto. Después lanzó un prolongado silbido.
—¿Rico? ¿He oído bien, amigo mío? ¿Te das cuenta de lo que dices? No se hace uno rico sólo porque lo desee, Alvaro. Es algo que todos deseamos, pero que sólo toca a unos pocos.
—Seré rico.
Ante aquel acento de voz cortante, seguro. Germán dejó de bromear. Llevóse la mano al cabello y hundió los dedos en él.
—¡Rico! —rezongó—. Quién pudiera llegar a serlo.
—Tú y yo.
Germán quedóse paralizado.
—¿Los dos? ¿No te conformas con enriquecerte tú sólo?
—He dicho los dos.
—Hum... ¿Cómo? ¿Robando?
—Sí es preciso, sí, pero espero no verme precisado a llegar a eso. Voy a lanzarme a una aventura. Por tanto, dejaré la oficina.
Germán se echó a temblar. Conocía a Alvaro. Cuando decía una cosa, la hacía, aunque resultase destrozado en la lucha. Lo miró un tanto asombrado.
—¿La oficina? —preguntó como alelado—. ¿Sabes lo que eso significa? Perder el sueldo seguro, la mediocridad sí quieres, pero también la seguridad de sobrevivir. ¿Vas a meterte a torero? ¿Maletilla de profesión?
—No, no soy tan absurdo. No voy a pretender más que lo que puedo alcanzar.
—Que me aspen sí te entiendo.
—Hace sólo un año, Manuel Terray era un simple oficinista como nosotros. Un día dejó la oficina y se dedicó a negocios. Hoy tiene coohe.
Germán suspiró aliviado.
—Bueno —exclamó riendo—, chatarrero.
—Anoche fui a ver a Manuel.
Germán volvió a mirarlo con creciente interés.
—¿Va en serio?
—Por supuesto. Sí quieres seguirme...
—¿Dejando de trabajar? ¡Oh, no! Si no entrego el sueldo en casa, mi madre me echa por la escalera.
—Mejor para ti.
—Eh, eh, Alvaro, un momento. Una cosa es estar dolido, resentido y airado, y otra perder el calor de la familia. ¿Es que vas a abandonar a tu abuela?
—No sé. Pero al menos no le ocasionaré gasto. No comeré ni almorzaré, en casa. Me arreglaré como pueda por ahí. Le daré lo menos que pueda para, comer ella —se puso en pie—. Lo comprenderá.
—Hum. Las mujeres casi nunca comprenden las ambiciones de los hombres.
—Tendrá que comprenderlo —y con firmeza añadió—: Manuel me da la oportunidad de vender un cargamento de chatarra. No es mucho. Hoy día hay que luchar con denuedo para sacar un dividendo aceptable. Voy a lanzarme mañana mismo. Estoy seguro de que lo venderé, y habré conseguido un treinta por ciento. Eso fue lo que me ofreció Manuel, y sí no me lo da, lo mato. Una vez haya vendido ese cargamento, venderé otro y otro, y cuando tenga suficiente, compraré un camión y luego otro camión y otro, hasta tener la agencia de transporte más importante de España.
—La lechera —rió Germán a su pesar.
Alvaro no contestó. Caminaba a paso largo por la angosta calle, con las manos hundidas en los bolsillos de la zamarra, y la vista fija en el suelo.
—No dejes la oficina sí no quieres —indicó al rato—. Yo ya lo hice.
—¿Qué? ¿Lo has hecho? ¿Te has vuelto loco? ¿Crees que hoy día es fácil vender un cargamento de chatarra?
—Engañaré.
—Pero...
—Seré un cínico. Te digo que voy a ser rico.
Germán, impresionado, no supo qué contestar.
* * *
Sandrá Olivares contempló una vez más el plato intacto. Lanzó una breve mirada al reloj. Las dos de la madrugada. Hacía más de una semana que Alvaro apenas sí pasaba por casa. ¿Qué le ocurriría a aquel muchacho, siempre discreto, obediente y de buenas costumbres?
Sintió frío. ¿Se habría metido en la mala vida? Alvaro siempre fue un muchacho dócil, sin ambiciones. ¿Qué le pasaba de un tiempo a aquella parte?
Se arrebujó en la toquilla. “Voy para vieja —pensó—. Debo de serlo ya mucho, porque siempre tengo frío. Y ese muchacho...”
El muchacho en cuestión entró en aquel instante.
Con la zamarra mojada, el cabello empapado, sucio, pálido, demacrado.
—¡Alvaro! —gritó la anciana yendo a su lado.
—¿Por qué estás levantada, abuela? —preguntó malhumorado—. Ya te dije el otro día que yo no tengo hora para llegar.
—Antes...
—Antes... —gruñó—. Olvídate de antes. Ahora es distinto.
—No te comprendo, hijo mío.
—Qué más da —metió la mano en el bolsillo—. Toma, ahí tienes mi sueldo. En adelante, no cuentes conmígo para comer. Te daré la mitad.
—¿Ya... no trabajas en la oficina?
—No.
—¡Oh, Alvaro!
—Tengo sueño. He de levantarme dentro de cuatro horas.
—Pero...
—Por favor, abuela —se exasperó. Antes nunca se impacientaba por nada—. Estoy cansado.
—¿Qué haces? ¿Qué haces por esos mundos a estas horas?
—Trabajo —dijo yendo hacía la alcoba.
—Alvarito, antes eras más..., más...
Alvaro, furioso consigo mismo, porque la voz de la anciana le conmovía, y él no estaba para sensiblerías, se encerró en la alcoba y apretó el puño en el aire, sacudiéndolo con fíereza.
Durante varios meses vivió así. Perdido en sí mismo, luchando, día y noche para vender aquella chatarra. Con embustes, con cinismo, con trampas, logró vender tres cargamentos. Manuel estaba encantado. Germán buscaba a Alvaro siempre que podía, pero nunca sabía dónde encontrarle y, aunque lo encontraba, no sabía nada de él en concreto.
A finales de aquel año, la abuela enfermó. Alguna vecina se ofreció a cuidarla. Alvaro se detuvo en casa un poco más. Dos meses después, su abuela moría silenciosamente, sin hacer ruido, sin una agonía dolorosa, como un pajarillo, dulcemente.
También aquella muerte se la atribuyó a María Noguera y a sus amigos. Como un poste, mudo y sombrío, siguió al cadáver hasta el cementerio. Lloró allí, sin que nadie lo viera. Quizá fue la última vez que Alvaro Olivares dejó correr las lágrimas por su rostro. De regreso a casa no quiso entrar en ella. Dejaría aquel barrio. Huiría de todo aquello que un día le hizo feliz.
German, a su lado, insistía en que se quedara en su casa.
—Mi madre dijo que te daría de comer por poco dinero. Dormirás en mi cuarto.
Miró a Germán como sí éste fuera un ser de otro mundo. Airado exclamó:
—Pero, ¿es que tú crees que yo tengo apego a esto? ¿Por qué piensas que estaba aquí? Por ella. Por mi abuela. Pero ahora que ella no existe, me iré lejos. No de la ciudad, pues me juré a mí mismo enriquecerme aquí, sino de este maldito barrio, de todo esto, que fue mi vida. De todo lo que un día me hizo feliz.
—Ayer me dijeron que tenías algún dinero.
—Sí. Pero aún he de vender centenares de cargamentos de chatarra antes de poseer lo que ambiciono: Sólo puedo decirte que he descubierto una cosa: Cuando se trabaja, cuando se lucha, cuando uno se empeña, hace dinero. Y yo estoy empeñado en ello. ¿Que me múero? Será lo mejor que me pueda ocurrir, de no enriquecerme. Ahora, adiós, Germán, porque tardaremos mucho en vernos.
Seis años tardaron en verse de nuevo.
* * *
Fue en el mismo barrio. En el bar de Pacho. Era muy temprano. Tal vez las ocho menos cuarto de la mañana. Germán fumaba un cigarrillo recostado en el mostrador, mientras leía el periódico. Pacho encendía la cafetera eléctrica.
Un auto se detuvo ante la puerta y un hombre saltó al suelo. Cerró la portezuela del auto con un golpe seco, al ruido del cual el tabernero y Germán dieron la vuelta. No le reconocieron en seguida. El hombre que avanzaba con paso elástico, bien vestido, con alguna cana en la cabeza, sonreía.
De súbito, Germán dip un salto.
—¡Alvaro...! —gritó—. ¡Pero sí es Alvaro...!
Este amplió su sonrisa.
—Buenos días, amigos. Pasé por aquí y te vi desde la calle. ¿Cómo estás, Pacho? ¿Y tú, Germán?
Ni abrazos ni efusiones. Como si los hubiera visto el día anterior. Los dos hombres le miraban boquiabiertos. Después miraron el auto aparcado en la calle.
—Oye... —susurró Germán señalando el auto—. ¿Es..., es tuyo?
—Sí...
—Pero..., ¿te has enriquecido?
—Tanto como eso... Hoy en día un auto lo tiene cualquiera.
—Ven, cuéntanos.
Era muy distinto este hombre, seguro de sí mismo, con una cáustica sonrisa en la boca, una impasible mirada en sus vivos ojos negros, de aquel muchacho hundido, desesperado, hambriento y mal vestido. Hasta su forma de expresarse era diferente, Germán y Pacho le miraban y luego se miraron a sí mismos y, más tarde, al auto rojo que esperaba en la calle.
—¿Dónde vives? ¿Qué haces? ¿Te has casado?
Las preguntas salían de la boca de Germán a borbotones, pero esto no parecía inquietar en lo más mínimo a Alvaro. Avanzó, se sentó en una alta banqueta y pidió una copa de coñac.
—Antes no bebías tan temprano.
—¡Antes! ¿Quién se acuerda de antes? —encendió un cigarrillo y fumó despacío. Pacho sirvió la copa—. Servios otra para vosotros.
—No bebemos tan temprano —dijo Germán embobado—. Oye... ¿Has logrado tu deseo?
—A medias.
—¿Solo?
—Estoy asociado con un tipo muy rico —y, riendo con cierto cinismo, añadió—: Debió ver en mí un buen ejemplar para el negocio, porque me buscó para formar una sociedad de transportes.
—¿Quieres decir que tienes camiones?
—Siete.
—¡¡¡Ohhh!!!
—Sí lo deseas, puedes trabajar conmigo. Necesito personal nuevo. Espero que mi socio me deje libre dentro de poco.
—¿Y... —Germán mojó los labios con la lengua— los carmiones?
—Me quedaré con ellos, naturalmente.
—¡Atiza!
Pacho miró a Germán y luego a Alvaro.
—¡Muchacho, quién iba a decirlo!
—Yo y éste, ¿no es cierto, Germán? Sí me hubieras hecho caso, hoy serías mi socio.
—Oye —Intervino Pacho—, ¿no habrás robado?
Alvaro no se inmutó.
—No tuve ocasión, pero de haberla tenido lo hubíese hecho.
Se tiró de la banqueta, pagó la copa y asió a Germán por el brazo.
—Te llevo en mi auto hasta la oficina.
Salieron juntos. Pacho quedóse moviendo la cabeza dubitativo.
Los dos amigos subieron al auto y Alvaro lo puso en marcha.
—Es nuevecito —observó Germán, aún perplejo.
—Lo compré hace dos meses. Sólo tíene cíncuenta mil kilómetros. Viajo mucho. Este es el tercero de mis coches.
—Oye..., ¿has engañado a alguien?
—No. He trabajado —juntó las cejas—. Trabajé hasta rendirme, hasta maldecirme, hasta casi reventar. Pasé hambre y anduve sucío, y dormí sobre el asiento de mí primer camión, no una vez, sino cientos de ellas. Ahora estoy reuniendo lo suficiente para despachar a mi socio. Tenemos un contrato firmado por cuatro años. Vence dentro de unos días.
—¿Lo vas a despachar?
—Sí. Tengo el dinero suficiente, y si el Banco me da el crédito que le pedí, por supuesto que me deshago de él. A él no le interesa ya el negocio. Hizo bastante dinero y, además, ya lo tenía desde que nació. Es un señorito de esos ricos que heredan de sus mayores, que nunca dieron golpe, y que no entienden nada de negocios.
—Y tú entiendes.
—Sí —rotundo—. ¿Por qué no vas esta tarde por mi oficína? La tengo en la calle Central, en un edificio nuevo que pienso comprar dentro de cuatro años.
—Me asombras.
—No puedo detenerme más. Marcho a Avila. Pero espero estar de vuelta a las siete de la tarde. Tengo el piso inmediato a mis oficinas. Estas en el entresuelo, yo en el primero.
—¿Solo?
—Estoy soltero. Mi amante de turno la tengo en otro lugar.
—¡Alvaro!
—No me mires así. Ya te he dicho que cambié mucho. Más de lo que yo hubiera querido.
Frenó el auto ante la casa de seguros. Miró hacia ella con súbita ironía.
—¿Lo ves? Si me cruzo de brazos, aún estaría ahí, con los codos repasados, ganando un sueldo ridículo y comprando unos cuantos cigarrillos rubios todos los domingos. No. Antes de volver a vivir como viví, prefiero pegarme un tiro —lo miró de pronto y sonrió—. No me juzgues mal. Mientras uno es feliz, aunque pase hambre, todo parece normal. Lo peor es cuando llega el día en que consideras que vives mal y deseas vivir mejor —añadió sin transición—. No me fío ni de mí mismo a veces. Te pagaría el doble de lo que ganas.
—¿Y si te arruinas?
—¡Oh, no! Se arruina un hombre que recibe una herencia y se tiende al sol a comérsela. Se arruina un artista que ganó mucho y le costó poco. Pero un tipo como yo, que sudó cada duro, no se arruina nunca. Puede arruinar a los que le rodean, pero él siempre sale indemne. Te espero esta tarde a las siete en mi oficína. Toma —extrajo una tarjeta del bolsillo—, ve a verme esta tarde y piensa en la proposición que te hice.
—De acuerdo.
—Adiós, amígo.
Germán saltó y se quedó mirando a Alvaro al volante de su coche, hasta que ambos desaparecieron. ¡Quién iba a decirlo!
* * *
Tímidamente ascendió por las anchas escalinatas, de mármol negro. El portero le detuvo a medío camino.
—¿Adónde va usted?
Germán, que Jamás se había visto en un lugar parecido, titubeó, y con cara de paleto en día de fiesta, murmuró:
—Voy a las oficinas de Alvaro Olivares.
El portero lo miró de arriba abajo, con superioridad.
—Don Alvaro —recalcó— ha salido de viaje esta mañana y aún no ha vuelto.
—El me dijo...
—Quédese aquí sentado en el portal. Arriba sólo está la secretaria.
—¿No... podría hablar con ella?
El portero alzó los hombros.
—Si don Alvaro le citó a usted, no veo la necesidad de hablar con la secretaria. Pero suba si quiere. Es en el primer piso.
—Voy a las oficinas.
—En el entresuelo.
Titubeó cortado.
—¿... encontraré ahí a la secretaria?
—Naturalmente.
Echó a andar. Iba como sobrecogido. O sea, que Alvaro no lo había engañado. Pero, ¿cómo se las había arreglado aquel hombre para hacer tanto dinero en poco más de cinco años, vivir en aquel edificio, tener allí sus oficinas e incluso secretaria?
La puerta de la oficina estaba cerrada. En una placa dorada se leía: “Transportes Olivares, S. A.”
Germán tragó saliva. Alzó la mano y la mantuvo en el aire un rato antes de decidirse a llamar.
Por fin lo hizo. Casi inmediatamente la puerta emitió un chasquido y se abrió sola. Se vio en una antesala llena de ventanillas y al fondo una puerta solitaría, en la que en letras blancas decía: “Dirección”. Hacía allí se encaminó Germán con paso vacilante, Nunca pensó que su amígo Alvaro llegara a triunfar y, por lo visto, pese a cuanto él predijera, había triunfado totalmente.
Llegó ante la puerta y llamó. Una voz femenina, muy dulce, dijo:
—Pase.
Germán titubeó otra vez, pero al fin pasó.
—¿A quién busca? —preguntó la joven que se hallaba al otro lado de la mesa.
—A... don Alvaro.
—No ha llegado aún, pero si le citó aquí, pase y cierre la puerta, por favor, que hace mucho frío y aún no nos encendieron la calefacción.
¡Calefacción y todo! Y aquella monada de muchacha...
Paula miró a Germán de refilón. Tenía aspecto de paleto. Su traje era humilde, de mala calidad y peor confección. Claro que los hombres que acudían a la oficina, no siempre eran potentados.
Se enfrascó en su trabajo. Al rato sonó el teléfono y la joven asió el auricular:
—Diga.
—...
—De acuerdo, sí, señor.
—...
—Perfectamente.
Colgó el teléfono y miró a Germán, al tiempo de ponerse en pie.
—Don Alvaro acababa de llamar. Dice que tuvo un pinchazo y se retrasará medía hora. Yo le dejo aquí. Es mi hora.
Germán se puso también en pie, un poco precipitadamente.
—¿Dice usted que yo me quedo aquí?
—Sí, Don Alvaro me preguntó si había llegado usted. ¿No se llama Germán?
—Sí, sí..., sí, señorita.
—Pues, quédese. No tardará en llegar.
Era esbelta y muy joven. Una preciosidad. Germán tragó saliva otra vez. Vio cómo se ponía el abrigo y el casquete.
—Adiós, señor. Buenas tardes.
Germán sólo pudo balbucir unas palabras casi ininteligibles.
Media hora después de quedarse solo, llegó Alvaro bufando. Se pusieron de acuerdo y Germán firmó un contrato con su amigo, comprometiéndose a trabajar a su lado durante cuatro años.