VI
Se sentía muy cansado. Tumbado en un diván, fumaba sin cesar, con las cejas casi juntas. El humo del habano ascendía y difuminaba sus facciones. María lo miraba pensativa.
—¿Qué te pasa?
La miró un segundo. Creyó que estaba solo. ¿Le ocurría algo en realidad? Sí, sin duda le pasaba algo. Pero ¿qué era ello? Cansancio espiritual. María no llenaba todos los rincones de su vida. María era algo caduco en ella.
“Nunca debí quererla —pensó—. No me produjo ninguna satisfacción verla ante mí dispuesta a todo. No. Esto ya ha concluido.”
—Alvaro...
—¿Qué?
—Te he preguntado qué pensabas.
—¿Pensar? No sé. Creo que no píenso en nada. Nunca tuve la mente tan vacía como en este instante —y de pronto—: ¿Sabes una cosa, María?
—¿Qué cosa?
—Yo te conocí hace mucho tiempo. ¿Cuánto? Años —cerró los ojos—. Muchos años. Quizá seis o más. Sé que yo tenía veintitrés o veinticuatro.
Maria se inclinó hacia él.
—¿Qué me has conocido? ¿Dónde? ¿Cómo?
—En una boite.
Ella se echó a reír.
—Bueno, qué cosas. A cuántos chicos no habré conocido yo en las boites. Iba mucho a los bailes. Mis padres nunca se preocuparon mucho de mí.
—Ya.
—¿Me hacías el amor?
Alvaro cerró de nuevo los ojos. Fumó despacio. El humo difundió de nuevo sus duras facciones.
—Sí. Con sinceridad.
—¿Con sinceridad, qué?
—El amor que te hacía. Todo en mí era verdad —se echó a reír con desenfado—. Fue muy divertido y a la par muy doloroso.
—Bueno, no recuerdes ahora las cosas dolorosas de la vida.
—Hay que recordarlas cuando esas cosas hacen la vida misma.
María frunció el ceño.
—¿Qué te pasa? ¿Te has cansado de mí?
La miró un segundo. Hubo de volver un poco la cabeza para hacerlo. Se incorporó y cruzó una rodilla sobre otra.
—¿Sigue lloviendo?
—Sí, creo que sí. Dime..., ¿te has cansado de mí?
La miró vagamente. En realidad nunca le satisfizo su posesión. Pensó decirlo, pero se lo calló al fin, por un sentido de consideración incomprensible en él, que estaba dispuesto siempre a dañarla. No. Ya no tenía objeto seguir dañándola. ¿Para qué? Su ansia de venganza ya no existía. No existía nada en él, para ella. Nada en absoluto.
—Bueno—consultó el reloj—, creo que debo marchar.
—Me estabas hablando de cuando me conociste.
La miró un segundo, de modo indefinible.
—Si tú no me recuerdas... ¡Hubo tantos hombres en tu vida!
—¿Es una ofensa?
—¡Oh, no! Repito tus palabras.
María se inclinó hacia adelante.
—Nunca te conoceré bien. Nunca sé cuándo estás contento o disgustado. ¿No tienes nervios?
—Pocos.
—Eres desconcertante.
—Puede que sí —se puso en pie. Aplastó la punta del habano en el cenicero—. Tengo una cita de negocios.
—Oye, una pregunta. ¿Por qué has ido a mí cuando estaba caída?
—No lo sabía.
—¿No? ¿Estás seguro?
—María, por favor, admite las cosas como son, no busques subterfugios.
—Es que vivo aquí agobíada, sin saber cómo va a presentarse mi futuro.
—¿Tu futuro? —rió flemático—. Tú no tienes por qué temer al futuro, María. Siempre habrá un hombre dispuesto a sacarte de apuros.
—¡Me ofendes!—gritó ella airada—. ¿O es que no sabes lo que dices?
—Vamos, vamos, no te alteres. Se me hace tarde.
Lo asió por la manga. Era hermosa y arrogante. Su posesión podía suponer algo interesante. Para él, no. Ya no.
La miró un segundo y se echó a reír de aquel modo en él peculiar, mezcla de desdén y superioridad.
—Otro día, cuando tenga más tiempo, te diré cuándo y cómo nos conocimos. Tal vez me recuerdes.
—Quédate esta noche.
Le señaló el reloj.
—Tengo una cita de negocios.
* * *
No tenía cita alguna. Estaba cansado, hastiado de todo. ¿Dinero? Sí, ya lo tenía. Poseía una fortuna. ¿Le servía de algo? Si, satisfacciones momentáneas. Pero él deseaba algo perdurable.
“Quizá soy —pensó— un poco inconformista.”
Sonrió desdeñoso y abrió la puerta de su piso. En el salón había luz. Seguro que Germán estaba allí, ante el televisor. ¡Germán! Un hombre feliz, porque nunca perdió sus hábitos humildes y se conformaba con poca cosa. Germán no era feliz a través del dinero que ahorraba con su trabajo. No. Germán era feliz porque no pedía grandes cosas a la vida.
Recostó su figura en el quicio. Se quitó el gabán y el sombrero.
—¡Caramba! —exclamó Germán—. Muy pronto vuelves hoy.
—Llueve.
Era una excusa estúpida. Pero no la amplió. Avanzó hacia el bar, se sirvió una copa y, con ella en la mano, fue a sentarse junto a Germán, frente al televisor.
—¿Qué tal tús relaciones con María? —preguntó Germán sin rodeos.
—¡Bah!
—Otra más, ¿no?
—Puede. Para ella, yo también pasaré a ser uno más en la lista. No me mires así. No destruí la honra de una mujer. Continué la obra que otros iniciaron.
—No me dirás...
—Ya sé. Sigues pensando que soy un desalmado. No voy a disculparme, Germán. ¿De qué me sirviría? Tú vistes mejor, fumas mejores cigarros, hueles a loción cara, pero, en el fondo, tu espíritu no sufrió transformación alguna. Eres el mismo muchacho tímido e inocente del barrio. Yo no.
—Lo sé.
—Pero no en el mal sentido. Repito que no trato de disculparme. Unicamente trato de Justificarme ante mí mismo, que ya es algo. María no supone para mí una satisfacción. Un día dejaré de ir por allí... —se alzó de hombros— y no volveré nunca —hablaba bajo, mirando ante sí, como sí se diera una explicación a sí mismo—. Mi estado de ánimo me hace recordar al hijo de Pacho. ¿Te acuerdas? Estaba todo el año esperando que los Reyes Magos le trajeran un balón. Todos los años igual. Se ponía insoportable con su exigencia aquella criatura llena de mocos y baba. El día de Reyes por la mañana se volvía loco con el balón, y a la tarde lloraba por el coche del vecino.
Guardó silencio. Dio dos vueltas a la copa vacía, entre sus dedos, y emitió una risita sardónica.
—Ahora me siento yo tan absurdo como el mocoso de Pacho —miró a su amigo—. He conseguido el balón... Ya no me interesa. No hubo amor en mí, Germán. Y aunque te parezca extraño, hubiera deseado que existiera ese amor. Hubiera deseado que María fuese una mujer honrada, que sus principios mereciesen la pena de ser considerados. Nada. No hay verdad en nada. Todo es basura.
Se puso en pie sin que Germán respondiera, se dirigió al mueble bar y se sirvió otra copa. La bebió de un trago y chasqueó la lengua dejando la copa vacía sobre el cristal. Se volvió hacia su amigo.
—Uno se envenena un día y otro día. Señala un objetivo o dos en la vida y va hacía ellos ciego, absoluto. No es comprensible, ¿verdad? Todos los humanos tenemos un montón de metas. Yo sólo tuve dos —se alzó de hombros—: Hacerme rico y vengarme. Lo he conseguido. ¿Y qué? No he logrado satisfacción alguna, sólo un horrible vacío en todo mi ser, una rabia insufrible hacia todo y hacia todos. Una incredulidad dolorosa. En fin... Habrá que volver a empezar.
—Pero ahora tienes dinero.
—Sí. Es cierto.
Se derrumbó en una butaca y cerró los ojos.
Germán se inclinó hacia él.
—¿Sabes. Alvaro? Pienso casarme pronto.
Alvaro no se movió. Sin abrir los ojos, sonrió diciendo.
—Me lo imaginaba. Tú tienes madera de marido. Yo, no. ¿Quién es la afortunada?
—Paula.
Al pronto, y de hecho. Alvaro quedó como estaba. Después fue levantándose poco a poco hasta quedar correctamente sentado. Mojó los labios con la lengua. No dijo nada. Esperó.
Germán añadió feliz:
—Es una muchacha encantadora. Una joven como hay muy pocas, llena de pudor y ternura.
Alvaro volvió a mojar los labios con la lengua.
—Quizá un poco joven para mí. Pero la haré feliz.
—¿Se..., se lo has dicho?
—No.
—¡Ah!
—¿Por qué me lo preguntas?
—No sé. Te lo pregunto.
—Se lo diré uno de estos días. Cada vez que intento decirle algo... se me traba la lengua. Yo no estoy adiestrado en la vida frívola. Nunca he pedido relaciones a una mujer. Tengo que armarme de valor, y quizá... mañana... —se sofocó—. Me da apuro, ¿sabes? Es ridículo que a mis años... Pero es terrible. Debo amarla demasiado.
Alvaro consultó el reloj.
—Se me hace tarde. Mañana he de madrugar. Que todo te salga bien, Germán.
—Gracias.
—¿Te quedas?
—Me gusta ver la última emisión.
* * *
Las mañanas Germán las pasaba en los almacenes, vigilando la carga y descarga de camiones. Alvaro, en la oficina, llevaba el control cuando se hallaba en la ciudad.
Casi siempre reclamaba a Paula para ayudarle.
Aquella mañana no lo hizo. Se personó él en el despacho de la joven.
—Buenos días, Paula.
—Buenos días, señor —replicó la joven poniéndose en pie.
—Siéntese, siéntese. No sé qué le pasa al dictáfono, Está estropeado.
Paula, nerviosamente, movió la palanca. En efecto, el aparato estaba estropeado.
—Llamaré al técnico.
—Después. Ahora vamos a despachar unas cartas —y sin transición añadió—: Sigue lloviendo. No hay peor cosa que el invierno en esta ciudad —se sentó frente a ella—. Veamos qué novedades tenemos por aquí —hizo como que buscaba algo y de pronto preguntó—: ¿Cuándo es la boda?
Paula lo miró un segundo. Tenía unos ojos color miel, grandes, rasgados. Alvaro los contempló a su sabor.
“No soy muy escrupuloso —pensó—. Voy a tener que reconocer que soy un maldito sádico.”
—¿Qué boda?
—La suya con Germán.
—¿Con... Germán?
—Sí, eso he dicho.
La vio ponerse pálida y luego roja. No se apiadó del apuro que estaba pasando. Sin duda alguna, él era una mala persona. Además, Germán era su amigo. ¿Qué esperaba el de aquella muchacha? Era pura. No se parecía a María ni a otras como ella. El no pensaba casarse. ¿Porqué, pues, se inmiscuía en la vida de su amigo y de aquella joven? Se hizo las preguntas, pero, despiado, no se dio respuestas.”
Estaba allí, no sabía exactamente por qué, movido quizá por un sentimiento indefinido, en el que no pretendía escudriñar. Desentrañar sus propios pensamientos era empresa harto difícil. Un día le destruyeron y seguía destruido y destruía a su vez, sin un átomo de escrúpulos de conciencia.
—No me voy a casar con su amigo, señor —dijo Paula firmemente.
Era lo que deseaba saber.
Dijo tan sólo:
—¡Ah!
—No creo —se alteró un tanto la bella joven sensitiva— que su amigo le dijera lo contrario.
El la miró burlón.
—Pues le aseguro que no lo soñé. Nunca Sueño. Hago muy buenas digestiones.
¿Se mofaba de ella?
Mordióse los labios y se concentró en el trabajo sin responder. Al rato, él recogió los papeles y se dispuso a salir.
—Espero —dijo desde el umbral— que no la haya molestado, Paula.
—Por supuesto que no —dijo ella secamente.
Al mediodía, cuando llegó a casa, doña Sara, su madre, notó su inquietud.
—¿Qué te pasa?
Se lo refirió.
—¿Y no es cierto?
—Claro que no, mamá.
—Por lo que me cuentas de él, es un hombre que conviene a cualquier mujer.
Paula ya lo sabía. Pero los sentimientos... ¿Es que no contaban para su madre? Como si ésta adivinara sus pensamientos, susurró:
—No pienso inmiscuirme jamás en tus problemas sentimentales, siempre que sepas razonar, y lo sabrás, porque te eduqué para eso. Pero piensa que un hombre bueno en la vida de una mujer es como la lotería en una familia necesitada.
—Los sentimientos, mamá...
—Sí, hija, sí —y mirándola de soslayo, añadió—: Procura pensar que le amas. Llegarás a amarle.
Alarmada exclamó:
—¿Y dices que no piensas inmiscuirte en mis planes amorosos? No le amó, mamá. No le amaré nunca. Es un gran hombre, es bueno, trabajador, cabal... Pero —se agitó— eso no basta. ¿Me entiendes, mamá? No basta.
—No grites. Yo me doy cuenta. Pero el otro...
—Mamá.
—El otro no es de los que se casan.
—Mamá...
—Eres demasiado niña, hija mía. Me di cuenta hace mucho tiempo. Ten cuidado. Estos hombres habituados a conseguirlo todo, creen tener derecho a la pureza de una mujer como tú. Nunca te olvides de los principios que te inculcamos. Sería muy doloroso para mí saber que los olvidas.
Paula bajó la cabeza.
—Vamos a comer, Paula. Olvida el incidente. Te digo también que no es buen amigo. Si lo fuera... nunca, jamás, te diría lo que te dijo esta mañana. Tenía el deber de esperar a que Germán hablara.
Sí, lo reconocía, pero... ¿qué podía ella hacer? Hacía algún tiempo que Alvaro se fijaba en ella. Lo notaba. A la sazón, parecía aún más interesado. ¿Por qué? ¿Acaso la consideraba un plan como María? Le había dicho que la consideraba la mejor de las mujeres, la más pura. Frases de los hombres. Frases hechas que se repiten al salir de casa y las repetían durante todo el día.
—Paula...
—Sí, mamá.
—Despierta. Deja de pensar y reflexiona antes de rechazar a Germán, cuando éste te pida en matrimonio.
—¡Mamá!
—Te lo ruego...
* * *
Lo presintió aquella tarde.
Germán entró enfundado en un traje azul marino. No era guapo ni elegante, ni siquiera llevaba la ropa con soltura. Pero era un hombre interesante, fuerte, viril... Alvaro no era tampoco un Adonis. Pero tenía algo, una personalidad, que cuando él entraba tomaba todo el despacho, dejando anulados a los demás. Ya su forma de mirar era suficiente para expresar su gran personalidad.
—¿Ha terminado, Paula?
—Sí.
—Sí me lo permite la acompaño.
“Si supiera que ya sé lo que va a decirme. Lo estimo mucho. Es un gran hombre, sí. Mi mejor amigo quizá, pero no es suficiente para consagrarle mi vida.”
—Hace frío —comentó a lo simple.
—La llevaré en mi coche.
—No se moleste.
—¿Qué le pasa, Paula? Otros días la llevo y usted no dice nada. No pone excusas.
Era cierto.
Se mordió los labios. Se puso el abrigo ayudada por él y salieron juntos. Todas las ventanillas estaban cerradas. Ella siempre salía la última, porque cerraba las puertas, para abrirlas al día siguiente antes de que los empleados llegasen.
Al cruzar ante el despacho de Alvaro, éste salía. Vestía un traje a cuadros príncipe de Gales, gris y negro. Camisa blanca, corbata oscura. Calzaba fuertes zapatos de ante de doble suela. Poderoso en verdad. Sólo su presencia parecía llenarlo todo. Y la mirada oscura de sus ojos tenía como un destello irritante.
—Que se diviertan, amigos —les deseó pasando junto a ellos.
Germán sólo dijo:
—Gracias.
Ella no respondió. Pero íntimamente se sintió humillada.
Subieron al auto en silencio. Germán soltó los frenos y, casi inmediatamente, como armándose de valor, manifestó:
—Tengo que decirle algo, Paula.
Ella no contestó.
—¿Me oye, Paula?
—Sí.
—¿No desea saber qué le tengo que decir?
Se aturdió. Miró al frente, luego a él y después al frente otra vez.
—Sí —susurró titubeante—. Sí, me interesa...
—No oreo que sea fácil de decir. He reflexionado mucho antes de decidirme. Tal vez usted... —se aturdió a su vez—. Paula —añadió seguidamente, haciéndose el fuerte—, yo... Usted... Bueno, tal vez ignore que soy un tímido.
—Lo sé.
—¡Ah, lo sabe! ¿Sabe también de qué voy a hablarle?
Sintió pena. Pena de no poder aceptarlo, de no poder ser felíz a su lado. Pero no podía. Era lo bastante honrada consigo misma, para huir de aquella seguridad que él iba a ofrecerle.
—Paula...
—Sí, Germán. Diga.
—La amo.
Así. Rápidamente. No podía hacer un preámbulo de algo tan verdadero.
Ella apretó los labios. Quedó como muda.
—No sé hallar frases más expresivas, Paula. ¿Quiere usted casarse conmigo?
No. No quería casarse con él. La sola idea de hacerlo la horrorizaba. Pero no supo o no quiso hacerle daño. Titubeó. Sentía los ojos de él en su rostro. Huyó de aquella mirada anhelante.
—Paula..., ¿no quiere?
—No..., no lo sé... Así, de pronto... Me ha... me ha cogido usted de sorpresa.
—Debió suponerlo.
—Es... difícil suponer cosas así. Yo...
—No me ama.
—Pues...
—Sea sincera. Yo no soy un vísionario.
—Germán..., no quíero hacerle daño.
—¿Ama a otro?
En su nerviosismo notó que era así. Sintió como sí le apalearan.
De pronto, roncamente dijo:
—No hablemos más de esto. Piense que nada le he dicho.
—¡Oh, no! Yo... quisíera...
—No vale querer, Paula —adujo tristemente—. Hay que sentír, hay que desear.
Ella no respondió. El auto se detenía ante su casa. Lo miró.
—Germán...
El esbozó una tibía sonrísa, muy triste, muy amarga.
—Baje, Paula. Olvide esto.
—Se rinde usted muy pronto.
—Es mi deber. Hay enemigos con los cuales no se puede luchar. Pero, por favor, tenga cuidado. Mucho cuidado.
—Germán, yo quisiera...
—Sí, ya sé. Baje por favor, y olvide esto. Por caridad, por compasión, por amistad, no, nada.
—Yo...
—Hásta mañana, Paula.
—Sí le parece podemos continuar mañana esta conversación.
—¡Oh, no! La hemos terminado aquí, Paula. Pero permítame seguir siendo su amigo.
Sintió ganas de llorar. Aquella su bondad, aquel su modo de ser, de darlo todo sin esperar nada... Huyó como si la persiguieran. En el interior del ascensor ahogó un sollozo.