IX

—Señor, miss Maya le llama por teléfono.

Cliff que había regresado aquella mañana de Londres, y aún no había revisado sus asuntos, se quedó un tanto suspenso ante el dictáfono. ¿Maya? ¿Quién era Maya? ¡Ah, sí, la secretaria del consejo!.

Asió el auricular.

—Dígame.

—Míster Laug, tengo necesidad de verle. ¿Podría pasar un momento por su oficina? Ya sé que acaba de llegar usted de viaje. Disculpe que le moleste, señor. Es algo urgente.

—¿Dónde se encuentra usted?

—En mi casa. He tratado de localizarlo durante toda la semana. He llamado a su casa y me han dicho que se hallama ausente.

—Iré a su casa ahora mismo, si usted no tiene inconveniente en recibirme, miss Maya. No la cito aquí, porque acabo de llegar y no pensaba quedarme en la oficina. Tengo a la familia en la finca.

—¿Sabe usted algo de miss Lyn?

—¿Mi cuñada?

—Eso es.

—Vive conmigo, miss Maya. Creí que lo sabía.

—No, señor —al otro lado la voz parecía asombrada—. No se me ocurrió preguntar en su casa por ella. La he buscado en su piso y hay otros inquilinos. Si es usted tan amable, señor, le ruego que venga inmediatamente. Es algo muy urgente.

—Deme la dirección.

Se la dio y ambos colgaron. Cliff quedó pensativo. ¿Qué podía tener Maya que decirle en relación con Lyn? Era muy extraño. Además, ¿de qué conocía Maya a Lyn?

Alcanzó el sombrero y se dirigió rápidamente a la puerta. Media hora después llamaba en el piso de Maya.

Esta, tan decidida y correcta como siempre, apareció en la puerta. Con un saludó cortés le hizo pasar.

—Supongo —dijo— que estará usted muy intrigado.

—Imagínese.

—Se trata de Falkner Weld, señor. Ha llegado a mi casa la semana pasada.

Cliff hubo de hacer un gran esfuerzo para mantenerse sereno.

—¿A su casa? ¿Por qué?

—Fue a la suya. Al no encontrar a su mujer vino a la mía. Hemos sido compañeros de estudios. Pase aquí, señor. Luego le verá. Bueno —sonrió con tristeza—, verá usted lo que queda de él, que es muy poco.

—Quiere decir usted...

—Sí, ha llegado gravemente enfermo. Durante toda la semana le ha visitado mí médico. Está durmiendo. No creo que lo reconozca. Hace dos días que permanece en la más absoluta inconsciencia. Pude enviarle al hospital, pero pensé en la amistad que nos unió en otro tiempo y le retuve aquí.

—Llamaré inmediatamente a Lyn. ¿Puedo usar su teléfono?

—Por supuesto.

Se oyó un gemido llegado de la alcoba y Maya dejó a Cliff ante el teléfono, excusándose con una sonrisa.

Febrilmente, Cliff marcó un número. En aquel instante no sabía a ciencia cierta si sentía piedad o rabia. Lo que sí era cierto era que Lyn tenía que saber lo que ocurría.

—Diga —contestó una voz suave al otro lado.

¡Lyn! Sólo Lyn podía tener aquel timbre de voz cálido y vibrante.

—Soy yo, Lyn.

—¿Tú? ¿Dónde estás? Hace dos días que te esperamos. Ya temíamos que te ocurriera algo.

—Pasa algo desagradable, Lyn. Estoy en Nueva York desde esta mañana. Pensaba trasladarme ahí inmediatamente, pero me han llamado por teléfono. Estoy en casa de Maya Corbett. No, no, tú no la conoces. Se trata de la secretaria general del consejo. Era amiga de Fal. Compañera de estudios.

—¿Y... bien?

—Fal está aquí. Hace una semana que nos buscan para participamos la noticia. Es preciso que vengas. Fal está muriendo.

—Cliff.

—No te asustes, Lyn. Ven inmediatamente. Hay que hacerse. cargo de este hombre.

—¡Oh, Cliff! Estoy..., estoy...

—Ya sé cómo estás —susurró con ternura—. Ven, querida —le dio la dirección—. Toma el auto y ven directamente aquí. Yo te esperaré.

—Hasta luego, Cliff.

Colgó y al dar la vuelta se encontró con Maya.

—¿Ha recobrado el conocimiento?

—No —dijo Maya, sombríamente—. Acaba de morir.

—¡Dios!

Quedó ensimismado, como clavado enel suelo.

Maya estornudó y con precipitación limpió algo qué afluía a sus ojos.

—Fue un gran compañero —dijo bajo, pensativamente—. Tantos años de sacrificio, tanto como luchó para conseguir el título, y ya ve usted en qué terminó.

Cliff no dijo nada. Encendió un cigarrillo y fumó aprisa, como si con el humo pretendiera desvanecer su pesar.

—¿Quiere usted verle?

—NO.

—Entonces, permítame que vaya a amortajarle.

Cliff hizo una mueca. Sintió un frío extraño recorrerle el cuerpo.

—La ayudaré —dijo roncamente—. Es la primera vez en mi vida que visto a un muerto. Ni siquiera cuando murió mi mujer pude hacerlo.

*  *  *

Maya miró a Lyn una vez más. La dio una palmada en el hombro.

—Miss Lyn —dijo—, tengo que dejarles. A las cinco tengo que hallarme en la sala del consejo.

—Gracias, gracias, miss Maya. Siempre tendré presente lo que hizo usted por Fal.

—Era mi mejor amigo, miss Lyn. No hice más que lo que debía hacer.

Se despidió. Subió a su coche y bajó la pendiente que la conducía a la ciudad. Lyn miró a Cliff. Los dos, mudos, contemplaron las dos tumbas. La de Helen y la de Fal, las dos una junto a otra.

—Vamos, Lyn —susurró Cliff, asiéndola del brazo—. Esto ya terminó.

Subieron al auto en silencio. Lyn, acurrucada en una esquina, miraba ante sí con hipnotismo. Cliff conducía el auto sin abrir los labios.

Al llegar a la ciudad, él dijo:

—Supongo que querrás volver a la finca.

—Sí.

—Lyn, espero que tomes las cosas con la mayor naturalidad. Esto tenía que acabar así. Siempre hay una víctima en cada tragedia. En la tuya fue Fal.

La joven asintió con un breve movimiento de cabeza.

—En la mía fue Helen. Ellos dos han muerto. Sin duda el destino lo tenia decidido así. Lo que no cabe duda alguna es de que si Helen viviera, yo seguiría amándola. Y si Pal, no faltara a sus deberes, tú serías feliz a su lado.

Puso el auto en marcha, en dirección a la aldea.

—Quisiera poderte decir miles de cosas consoladoras, Lyn. Pero no aciérto a pronunciar ninguna.

—Guarda silencio —susurró ella—. Creo que es mejor para los dos y para los muertos.

Al llegar a Sa finca, los dos niños corrieron hacia ellos. Ambos se olvidaron un poco de lo ocurrido durante aquellos dos dias. Dick se colgó del cuello de Lyn y Mary trepó por las piernas de su padre. Con los niños en brazos caminaron hacia la casa. Dick hablaba por los codos. Mary se limitaba a besar a su padre y a comentar cuánto había tardado.

Al anochecer de aquel día, cuando Lyn bajó de acostar a los niños, ambos se encontraron en el salón. Se miraron frente a frente, con valentía.

—Bueno —dijo Cliff—, supongo que ahora pensaremos en nosotros dos.

—No —dijo Lyn suavemente—; ahora es cuando menos podemos pensar en nosotros. Dejaremos pasar unos cuantos meses, Cliff. Es nuestro deber.

Cliff se puso en pie y miró a Lyn de modo raro.

—¿Meses? ¿Pretendes que espere meses, después de la agonía que supuse para mí estos años? Hace dos años que murió Helen —añadió roncamente—. Desde un principio y, aunque te parezca extraño, sentí por ti esa atracción especial. Los hombres, Lyn, somos así. Desagradecidos y crueles, fríos para los recuerdos. No me pidas que espere un mes más porque no podría hacerlo. Necesito rehacer mi hogar. Sentirte cerca de mi de verdad. Tú no amabas a Fal. Nunca lo has amado.

—Pero le debo respeto.

—¿Acaso él lo mereció?

—Cliff —dijo ardientemente—, ten presente que Fal ha muerto, que no puede defenderse. Ni tú ni yo somos nadie para juzgarlo. En su lugar, no sabemos lo que tú harías.

—No, por mil demonios. No pretendo juzgarlo. Lo único que pretendo es casarme contigo. No se trata de un deseo pasajero, Lyn. Ni me caso contigo por mis hijos. Debo ser muy egoísta, porque ni siquiera pienso en mi hogar. Pienso en ti. En lo que tú supones para mí.

—De todos modos he decidido esperar tres meses.

Cliff se inclinó hacia ella. La miró cegador.

—¿Tres meses? —repitió deletreando—. ¿Cómo?

—Aquí. Tú en Nueva York. No vendrás en todo el verano. Cliff. Hazte a la idea de que estás... de vacaciones en las Bermudas o en el Congo.

—Estás loca, Lyn, si crees que voy a someterme a esa maldita prueba.

—No se trata de una prueba, Cliff —dijo Lyn con súbita firmeza—. Se trata solamente de un respeto que hemos de guardar a los muertos, esos seres que han desaparecido y a los que en cierto modo hemos de estar agradecidos.

—Eso es absurdo.

—Si te parece, mañana podemos seguir hablando de ello. Es domingo. Supongo que no irás a Nueva York.

—No pienso ir en quince días. Pienso casarme aquí sin pompa ni ruido, y vivir estos quince días como un bendito muchacho ingenuo junto a su mujer.

Lyn se ruborizó.

—Bastante sacrificio me has impuesto ya —dijo Cliff, furioso— con tenerme apartado de ti todo este tiempo. Ahora, se acabó, Lyn. O me admites o me rechazas.

—¿Y qué vas a hacer si te rechazo? —preguntó Lyn entre burlona y abrumada.

Cliff se acercó a ella y la miró muy de cerca. Tanto que los iris de Lyn le parecieron dorados.

—No serás capaz de rechazarme, Lyn. Aún no me conoces lo suficiente.

*  *  *

Lyn sintió aquel cuerpo junto al suyo y creyó que el mundo concluía allí. Habían sido muchos meses de tensión, luchando por huir de aquel instante. Cerró los ojos. Trató de huir una vez más, pero los brazos de Cliff la aprisionaron.

—Cliff —susurró bajísimo—, Cliff, ¿qué haces? Pero, ¿qué haces?

El no hacia nada. Sólo apretarla contra sí, transmitirle su calor y su pasión y a la vez buscar sus labios con los suyos. Lyn no pudo esquivar aquella ardiente ansiedad que la buscaba, porque la sentía en sí con el mismo ardor. Cuando los labios de Cliff cayeron sobre los suyos, quedó como paralizada. Comprendió por qué Cliff no podía esperar tres meses para hacerla suya. Lo comprendió en sí misma y se estremeció en sus brazos, presa de loca intensidad.

—Lo ves...

Era una voz ahogada, perdida en sus labios.. Abrió los suyos. Lo recibió con la misma pasión con que él la buscaba. Se olvidó de Pal, de Helen, de los niños, dé los meses de tensión, de los años de espera. ¿Para qué? Debía ser egoísta como éí, porque en aquel instante sólo supo dar y tomar. Dar con la misma intensidad que a ella le era dado. Besos y besos que parecían llamas. Caricias que ardían en su cuerpo, que jamás conoció hasta aquel instante, porque nadie le hizo sentir aquella pasión y aquella ternura mezcla de deseo y de goce intensísimo.

—Estás temblando.

—¿Y quién..., quién no tiembla a tu lado? —susurró desfallecida.

—¿Lo ves? ¿A qué esperar? ¿Lo quieres?

¿Podía? ¿Podía esperar después de conocer a Cliff en toda su potencia pasional?

—Cliff —suspiró—, Cliff.

—¿Qué te pasa? Di, ¿qué te pasa?

—No me lo preguntes porque no lo sé.

Se perdía en sus brazos. Sentía la caricia de la boca de Cliff en su boca, en su garganta, en sus ojos, de nuevo en la boca, con una necesidad de la que ya no podrían prescindir.

Minutos u horas. De súbito él la alejó de sí. Parecía muy pálido.

—Cliff.

—Vete, vete ahora. Mañana...

—Cliff.

La miró largamente. En medio de su pasión curvó los labios en una sonrisa burlona.

—Lyn —dijo roncamente—, ¿no comprendes? Yo no soy un ser pasivo. Siento la pasión en mi ser como una llama. Y tú... tú eres la inspiradora de las grandes pasiones y las grandes ternuras. ¿No te das cuenta, Lyn? Vete, mi vida. Vete y piensa que ni tú ni yo somos pecadores. Somos dos seres que sentimos el amor y lo vivimos, porque como te dije en una ocasión ni somos héroes ni santos.

La empujaba blandamente hacia la puerta. Ella, silenciosamente, sin dejar de mirarlo, caminaba hacia atrás. Al llegar a la puerta y tropezar con ella, Cliff se inclinó.

—Lyn..., mañana muy temprano, sin volverte a ver, iré a Nueva York. Sólo vendrá para casarme contigo dentro de una semana. Y no me mires así. No me hagas perder de nuevo la cabeza.

—Tengo miedo a este amor que nos une, Cliff.

—Si serás tonta.

—¿Y si no sé hacerte feliz?

—¿Tú? ¿No hacerme feliz tú? ¿No lo ves? ¿No has comprendido que tú lo tienes todo para hacer feliz a un hombre como yo?

—Puede que no sea como tú crees, Cliff.

—Tonta, más que tonta —susurró atrayéndola hacia sí y besándola largamente en la garganta. Lyn cerró los ojos—. Somos iguales, Lyn. Lo extraño es que no nos hayamos conocido anteá. Mucho antes.

*  *  *

Se conocieron de verdad aquel día. Los niños habían dormido ya. Hal y Elia se retiraron a la hora de costumbre. Nada parecía haber cambiado. Y sin embargo, todo era muy distinto. La boda en la intimidad, allí mismo, en la finca, había tenido lugar a media tarde. Ni los mismos niños se dieron cuenta de lo que ocurría. Ni siquiera uno de los tantos amigos de Nueva York supieron lo ocurrido. El sacerdote, el abogado de Cliff, los guardianes de la finca y ellos. Finalizada la ceremonia, el abogado se despidió con un apretón de manos y el sacerdote les dio de nuevo la bendición, Elia se dedicó a la comida y Hal volvió a sus trabajos en el jardín.

Cliff trató de llevar a su mujer al salón, pero ella, a aquella hora, siempre jugaba un poco con los niños en el jardín, antes de darles la comida.

—Luego, Cliff.

—Pero...

—Los niños nos esperan.

Jugaron los dos con Dick y Mary. Se miraban. Se sentían con los ojos, porque era igual que si se besaran.

Cliff se retiró al salón, mientras ella le daba la comida a los niños. Los acostó y luego bajó al comedor. Cliff ya la esperaba.

Allí estaban los dos, después de comer, en la intimidad del salón, olvidados de que un mundo palpitaba tras aquellas puertas, que unos seres vivían y morían lejos de aque11a casa.

La vida se detenía en aquel instante para ellos. Cliff la tomó en sus brazos y sin decir una palabra la llevó a su aposento.

—Cliff.

—Dime, querida.

—No sé qué decirte.

El reía. Reía cálidamente, íntimamente sobre su boca. Perdida en sus brazos se preguntó si aquello era posible, si ella tenía derecho a ser la continuación de Helen para Cliff. Pero Cliff, mudamente, apasionadamente, le demostró que ella no era la continuación de nada. Era ella únicamente. Perdidos en la pasión de sus sentimientos, besándose con ardor y con ternura, apaciguadas sus pasiones y sus deseos, surgía en la quietud de la alcoba como un halo cálido, distinto. Como si tras la guerra llegara la paz y ambos la saborearan.

—Quisiera eternizar este instante —susurró Lyn, bajísimo.

—¿Para qué? —preguntó él en el mismo tono, hundiendo su boca en los perfumados cabellos—. ¿Para qué, tontita? Siempre habrá para ti y para mí, un momento. Este momento.

Ella pensó en Helen. No pudo olvidarla en aquel instante. Y sintió algo extraño dentro de sí, algo distinto como, si Helen los mirara y les sonriera. Helen no podía llorar aquella unión. Helen no podía condenarla. Ella estaba muerta y ellos vivían. Se necesitaban y se amaban, y se deseaban ardientemente.