V

Los dos chiquillos corrieron hacia su tía al verla llegar. Lyn se inclinó y abarcó a ambos con sus brazos a la vez.

—¡Tía Lyn! ¡Tía Lyn! —gritó Mary felicísima—. Mamá está con nosotros.

Dick era más cobarde. Sólo supo asir el brazo de su tía y tirar de ella hacia su madre. Helen, desde el sofá en el que se hallaba sentada, contemplaba el cuadro formado por sus hijos y su hermana, con infinita ternura. Pensaba que jamás había sentido tal paz. Lyn y sus hijos. ¿Cómo pudo olvidarse de los goces que suponían aquellos cariños para buscar la frivolidad lejos del hogar?

—Helen —susurró Lyn, desvaneciendo los pensamientos de su hermana—, ¿cómo te encuentras? Cliff me dijo ayer que estabas un poco indispuesta.

La besaba. Helen, impulsiva, tiró de ella y la besó apretadamente una y otra vez, como nunca la había besado, pensó Lyn, impresionada.

—Querida, querida —susurró—, estás de una sensibilidad subida.

—¿Verdad que sí, Lyn? Te aseguro que no sé lo que me pasa.

—Amor de hogar, amor de hijos, de familia... Nunca has disfrutado mucho de todos esos dones que Dios te dio, Helen. Es ahora, gracias a Dios, cuando empiezas a darte cuenta.

—Sí —admitió Helen, reflexiva—. Sí, Lyn. Debí estar loca para olvidar todo esto —puso las manos en la cabeza de Mary, que se arrimaba a ella mimosa—. Mi querida hijita... Figúrate que incluso ignoraba si aún seguía tomando el biberón. ¿Sabes, Lyn? Alguna madre debia tomar ejemplo de mí. Todas esas que forman la vida social y no se preocupan de lo que ocurre en sus hogares. No sabía que Dick tuvo la escarlatina el año pasado. Ni que Mary sintió horribles dolores cuando le salieron las muelas.

—Calla, Helen, no te atormentes. Has llegado a tiempo —consoló sin convicción, pero haciendo ver lo contrario—. Eso es lo esencial.

—¿Y a ti, Lyn? ¿Podrás perdonarme el abandono en que te tuve?

—Calla, calla.

—Toca el timbre, Lyn. Quiero que se lleven un rato a los niños. Tengo algo que decirte.

Lyn obedeció. Los niños protestaban arrebujándose contra las piernas de su madre. Esta los acarició.

—Os prometo que pronto volveréis a mi lado, cariños.

—No quiero marchar —sollozó Mary—, No quiero.

La nurse acudió a la llamada.

—Lléveselos un rato —ordenó Helen, besando a sus hijos.

Cuando la puerta se cerró y se oyeron lejanos los gritos de protesta de los niños, ambas se miraron de hito en hito. Las dos sentían recelo por distintas causas. Lyn, porque temía que Helen le hablara de su enfermedad. Esta, porque no sabía cómo abordar el tema tan íntimo para Lyn.

—¿No fumas? —preguntó Helen.

—Apenas si fumo ahora. No tengo tiempo para dedicarlo a mis placeres personales. Soy ama de casa y tengo muchas ocupaciones.

—¿Dónde está Fal?

—Pues.., Bueno, vas a saberlo. Será mejor que te lo diga. Fal se ha ido.

—¿Ido? ¿Dónde?

—Me abandonó. Las cosas entre él y yo no iban bien. Fue una equivocación de los dos. Tú me advertiste, aduciendo causas que yo no admití. Sigo pensando que no debía admitirlas. El hecho de que Fal fuera un hombre pobre no era óbice para que yo no le amara.

—Lyn...

Le extrañó aquel tono raro de su hermana para pronunciar su nombre. Tenía la cabeza un poco inclinada sobre el pecho y la alzó para mirarla. Los ojos de Helen estaban fijos en ella, con una fijeza que la estremeció,

—¿Qué pasa, Helen?

—Fal estuvo aquí.

—¿Aquí? ¿Cómo? ¿Qué dices?

—Sí. Vino a decirme que Cliff estaba en tu casa.

—Claro —mojó los labios con la lengua. No sabía lo que Helen quería decirle con sus breves frases y aquel fijo mirar de sus ojos—, ya te lo dije antes. Fue ayer.

—Estaba borracho.

Aspiró hondo.

—Sí. Cuando volvió a casa aún se tambaleaba. Pero hoy, cuando me escribió una nota despidiéndose, seguro que no lo estaba.

—Vino a decirme que mi marido era el hombre de tu vida.

Lyn fue poniéndose en pie poco a poco, pero Helen en silenció, la asió por un brazo y la obligó de nuevo a sentarse.

—Lyn...

—Dijo... —se le trabó la lengua—que Cliff y yo...

—Sí, Lyn. Dijo que sin duda Cliff era el hombre que hubo en tu vida íntima, antes que él.

Lyn se puso en pie vivamente. Con brusco ademán giró en redondo y quedó de espaldas a Helen.

—Lyn...

—Yo... —susurró ésta—. Yo... no sabía que Fal... —dio la vuelta y quedó erguida ante su hermana. Pálida y temblorosa, se diría que iba a caer desvanecida—. Yo nunca pensé que Fal fuera tan poco hombre.

—Siéntate, Lyn... Por favor, cálmate.

—Estoy —hizo un gesto vago, como si le faltara la vida—, estoy... deshecha.

—Ven, Lyn. Yo ya sé que Cliff no.,., ¡no!

—Dios mío, ¿es que lo has pensado alguna vez? Helen..., ¿es que tan ruin me consideras? —ocultó el rostro entre las manos al tiempo de dejarse caer de nuevo a su lado—. Dios mío, Helen, qué mezquina me veo. Qué poca cosa, qué sola, que... dolorida, qué humillada.

—Lyn querida Lyn..., yo estoy a tu lado. Te comprendo. Tú no has sido responsable. Fuimos nosotros. Cliff y yo, por haberte abandonado a tu suerte. ¡Eras tan niña!

Le puso una mano en el hombro. Lyn sollozaba. Eran sus sollozos como gemidos inhumanos.

—Lyn, Lyn... Cállate. Dime cómo fue. Necesito saberlo.

La joven no podía contener los sollozos. El hecho de que Fal, el hombre a quien ella estaba dispuesta a amar hasta la muerte, a quien deseaba indescriptiblemente aprender a querer, a quien le sería fiel por encima de todo, pregonara con tanta facilidad su error juvenil, la enloquecía. Pero no de indignación, sino de pena, de horror.

*  *  *

—Estamos solas, Lyn. ¿Quieres hablarme de ese breve pasado tuyo que tanto significa en tu presente?

—¿Para qué? —susurró más calmada—. Todo fue inesperado. Yo no sabía aún lo que un hombre significaba para una mujer —hablaba como si su voz naciera de lo más hondo, como si reflexionara en alta voz y se diera una razón a sí misma—. Interna en un colegio, apenas si conocía la vida. Vine aquí. Eras mi hermana, y en una carta, bastante amable, me ofrecías tu hogar... Hal y Elia eran muy buenos, pero no eran suficiente para mí. Además, la aldea me ahogaba. Yo había soñado... con horizontes más espléndidos, Allí, en la aldea, conocí a Falkner Weld. Era un muchacho a quien todo el pueblo admiraba por su gran labor estudiantil. Era hijo del herrero. Recuerdo que lo conocí cuando fui a la herrería a herrar mi caballo. Hablamos. Surgió entre los dos una corriente de simpatía, de compenetración cultural. Pero no pasó de ahí. Antes de recibir tu carta, él me declaró su amor. ¡Dios mío, yo era tan joven...! No podía limitarme a aquella mediocridad. No me refiero a lo material, Helen, puedes creerme. El hecho de que Fal fuera hijo de un herrero y yo hija de un diplomático, me tenia muy sin cuidado. Soñaba con ver mundo, conocer seres diferentes. Hal decía que tú tenías una casa preciosa, un marido muy arrogante y mucho dinero... Pensé que aquí sería feliz. No porque tú te hubieses casado con un hombre rico, Helen, comprende —la hermana asintió sin interrumpirla—, sino porque yo me sentía muy sola y sentía en mi ser hambre de ternura. Esa hambre maternal que no se sacia jamás aunque uno llegue a viejo —suspiró. Miró al frente y, tras un silencio, continuó—: Vine al fin. Fal quedó allí. Con su amor, con su arrogancia, con sus valores... Encontré un gran vacío. Np había amor maternal en ti. No podía exigírtelo, porque ni siquiera lo tenías para tus hijos...

Calló como avergonzada Helen susurró:

—Sigue, querida. No me has ofendido. Es la pura verdad.

—Me ahogaba tu casa, el protocolo que en ella existía, las fiestas que dabas, los amigos que pasaban las veladas en el salón... Cuántas noches lloré allí, perdida en mi lecho, pensando que al día siguiente volvería a la aldea, junto al tosco cariño de Elia y el basto cuidado de Hal. Pero no lo hacía. No me sentía con fuerzas. Decidí trabajar. Os lo dije. Nadie pareció tomar en cuenta mi decisión. Empecé a leer anuncios en los periódicos. Acudía al despacho de...

—Sí, Lyn. Ya sé quién fue.

—¿Lo... sabía Fal?

Helen puso los dedos en el hombro de su hermana.

—Ya te dije que Fal creía a Cliff autor de tu gran error juvenil.

—¡Qué necio! —y suavemente continuó—: Me admitieron en el primer instante. Empecé a tratar a Doug. Un día me invitó a comer. Yo falté por la noche, tú no me reprochaste al día siguiente —Helen bajó la cabeza—, Nadie notó mi falta. Doug me habló de modo deslumbrador. Era arrogante, viril, atractivo, y sabía conquistar a las chicas. Pienso que ése y no otro es su verdadero oficio. AI día siguiente me invitó a almorzar. Me llevó a su piso, aduciendo que hacia mucho frío y que tenía cartas pendientes de respuesta en su hogar.

—¡Canalla!

—Me habló de boda... Durante muchos días me habló de casarse. Decoraba el nuevo hogar con la imaginación Yo me quedaba extasiada mirándole. Tú no tenías dote y te habías casado con un hombre rico, joven y arrogante. ¿Por qué no podía yo casarme a mi vez con Doug? Todo ocurrió del modo más inesperado. Te juro, Helen, que no sé cómo fue. Cuando me di cuenta me odiaba, odiaba a Doug, odiaba al mundo entero. Fue entonces cuando un día vi entrar a Cliff en la oficina. El me miró asombrado. Yo le miré de igual modo. Supe entonces que eran socios en algún negocio. Me di cuenta de que Doug era un embustero y decidí dejarlo. Se lo dije. No me retuvo. Vine a casa. Tú me reñiste pero no trataste con empeño de averiguar nada más.

—Perdóname.

—Sí, Helen, sí —susurró con un hilo de voz—. Aquello ya pasó. Ahora sólo pretendo justificar mi actitud. Lo demás creo que ya lo sabes.

—¿No has vuelto a verle?

—No. Nunca quisiera volverle a ver.

—Lyn, puesto que Fal se ha marchado, lo mejor que puedes hacer es venir de nuevo a vivir con nosotros.

—¡Oh, no! Tengo mi hogar. Quiero sentir la sensación de que aún hay alguien que me ayuda a vivir, y en cuyo hombro puedo apoyar mi desventura.

—Pero es que no lo tienes, Lyn. Fal no volverá. No es fácil después de lo que ha ocurrido. Me siento enferma —bajó la voz. Una gran palidez cubría su semblante—. No le digas nada a Cliff, pero lo cierto es que me siento mucho más enferma de lo que él supone. No puedo dejar a mis hijos en poder de la nurse. Ya no. Necesitan un cariño verdadero. Sólo tú puedes dárselo.

—No me pidas eso ahora. Más adelante, quizá. Tú..., tú... te pondrás pronto bien.

*  *  *

Días y días en aquella soledad. Sólo el consuelo de estar junto a Helen cada tarde. Comía con ellos. Acompañaba a los niños, más tarde a Cliff. ¡Cliff! Qué poco conoció a este hombre mientras vivió a su lado. A la sazón ya sabía que él era el mejor hombre del mundo, sin egoísmos (tantos como había tenido), desolado, enamorado de su mujer.

Muchas veces ella, para consolarlo, le decía:

—Cliff, tal vez el médico se haya equivocado.

El esposo de Helen le miraba largamente.

—No hay equivocación, Lyn. Tú sabes que la han visto los mejores especialistas. No sólo padece esa terrible enfermedad, sino que no hay nada que hacer.

A medianoche, Cliff la acompañaba a casa en su auto. Era entonces cuando podían hablar de Helen los dos. Lo hacían a media voz, como si el dolor los desgarrara. Alguna vez, él se olvidaba de su mujer para preguntarle:

—¿Sabes algo de Fal?

—No.

—Puede que no se sepa jamás. Lo mejor que puedes hacer es divorciarte, Si quieres, yo me ocupo de eso.

—¿Para qué? Soy católica. No podría volverme a casar.

—Eso es cierto.

—No tengo bienes de fortuna que él pueda heredar en caso de muerte. No me pesa el lazo que tengo contraído con él.

—Pero eres joven —decía Cliff alarmado—. Muy joven, Lyn. No puedes limitarte a vivir así. Tienes derecho a la felicidad.

Muchas veces se preguntaba si Cliff sabía lo ocurrido entre ella y Doug. No. Helen seguro que nada le había dicho. No era fácil adivinarlo.

Pero Cliff lo sabía. Lo sospechó al principio y lo confirmó después con lo que le dijo su mujer. Sería villano por su parte perturbar a Lyn, haciéndole saber que no lo ignoraba.

Una noche, cuando Lyn se quitaba la ropa para acostarse, sonó el timbre del teléfono. En seguida pensó en Helen. Hacía una semana que no se levantaba. Quizá había empeorado.

Corrió hacia el teléfono.

—Diga, diga —pidió acelerada.

—Buenas noches —dijo una voz inconfundible.

Lyn se estremeció de pies a cabeza. ¿Doug? ¿Qué quería de ell£? ¿Acaso la consideraba una presa fácil? ¡Oh, no! Antes la muerte que volver a ser cándida junto a él. Antes, mil veces antes, la muerte.

Tomó aliento, como si el aire escapara de sus pulmones y luchara por apresarlo.

—¿Qué desea usted de mí? —gritó exasperada.

—Vaya, vaya, no te alteres. No merece la pena. Sé que tu marido te abandonó. Trato únicamente de consolar tu soledad.

Colgó el aparato como si mil demonios la impulsaran a ello. Como si su mano se complaciera en golpear a Doug y fuera el aparato telefónico su cabeza. Quedó jadeante junto al teléfono, mirando ante sí como hipnotizada.

No, nunca podría perdonar a Pal aquel abandono. Ella necesitaba al hombre, no su pasión, ni siquiera su amor, sino su comprensión, su compañía, su ayuda moral. Desfallecida se dejó caer en un diván y ocultó el rostro entre las manos. Hacía frío allí, o hacía calor. No lo sabia. Sentía que su sangre se alborotaba y se rebelaba contra su propio destino. Era cruel ser víctima una vez más de su verdugo.

Echó la cabeza hacia atrás y entrecerró los ojos. De súbito sentía una gran paz. La luz portátil despedía un débil reflejo que iba a dar a sus pies. Se oían los ruidos característicos de una noche neoyorquina. El trolebús, la gente que salía del subterráneo, los coches... Lentamente se puso en pie y fue hacia la ventana. Apoyó la frente en el cristal. Miró hacia afuera. Las luces de neón parpadeaban en la noche. Las gentes iban presurosas de un lado a otro, como si huyeran del frío. Los taxistas, en la parada próxima, se acurrucaban dentro de sus vehículos con la gorra calada hasta los ojos, y los labios apretados sobre un pitillo que se consumía solo.

Sintió su soledad como si le produjera un dolor físico. Pensó en Helen; en sus hijos, en Cliff. ¿De qué se dolía ella? Dolor lo sentía Helen, dolor mortal de dejar a sus hijos y a su esposo y abandonar ella este mundo. Tantas pompas, tantos placeres, tanta felicidad... ¿Qué tenía ella? ¿Qué había tenido jamás?

Desalentada fue hacia su alcoba, se dejó caer pesadamente en la cama y cerró los ojos. Una gran paz la invadía. Tenía sueño, mucho sueño.

*  *  *

Helen empeoró de repente. Pensaba marcharse, después de darles de comer a los niños, cuando Cliff irrumpió en el comedor.

Ella, que se hallaba sentada junto a Dick, se puso en pie de un salto, palideciendo intensamente.

—Lyn —exclamó el marido de su hermana—, Lyn... ven...

—Atienda a los niños —dijo a la nurse. Y echó a correr tras su cuñado.

—Lyn —jadeó éste en mitad del pasillo, asiéndose las sienes con ambas manos—, Lyn... Ella, Helen, está peor. Hablaba con ella tranquilamente cuando de pronto se desvaneció. He llamado al médico. Ven, por favor. Lyn, Lyn —susurró apoyándose contra la pared y haciendo un gran esfuerzo para contener su desesperación—. Soy hombre enérgico. No he llorado jamás. No quiero llorar. Siento mi hombría como algo inherente a mi persona. Algo indispensable, y sin embargo..., siento que el corazón se me desgarra. Es mi mujer. La madre de mis hijos y yo la amo. ¿Comprendes? La amo.

—Tranquilízate, Cliff. No entres ahora en su cuarto. Vete a tu despacho, toma algo. Estás deshecho. Yo... —se le trabó la lengua—. Yo iré a su lado.

Cliff la asió del brazo y se lo oprimió desesperadamente.

—No le digas..., ¡por Dios, Lyn!, no le digas que va a morirse. Consuélala, bésala. Dile que yo... que yo., la adoro.

—¡Oh, Cliff, no me hagas llorar!

El hombre se alejó tambaleante. Tan alto, tan arrogante, con aquella su personalidad admirable, se había convertido en nada. En un pobre ser dolorido, desvalido, endeble.

—Cliff.

—Vete a su lado —susurró Cliff bajísimo, apoyándose en la puerta de su despacho—. No trates de consolarme a mí, Lyn. Yo no tengo consuelo. Yo... me siento un pobre hombre. Yo, que he creído tenerlo todo. ¿Te das cuenta? Todo. Y siento ahora que no tengo nada.

No supo qué responder. De súbito echó a correr hacia el cuarto de Helen.

—Lyn —llamó ésta bajísimo—, Lyn, ven, querida. Que no venga Cliff. Me siento mal, ¿sabes? Debí desvanecerme. Cliff se asustó. Fue a buscarte. ¿Dónde... lo has dejado?

Lyn ya estaba a su lado. Le acariciaba las sienes. Le limpiaba el sudor. Helen miraba unte sí con obstinación. Cliff era muy bueno. Le hablaba del viaje que pensaba emprender. Le decía con voz dulce, aquella voz tan suya que parecía una caricia: “Helen..., Lyn se quedará con los niños, ya verás. Tú y yo, cuando te pongas bien, haremos un largo viaje. Ya verás, Helen, ya verás”.

Pobre Cliff. Ella sabía que eso no podría ocurrir jamás. Ella sabía... muchas cosas de sí misma pero nadie sabría jamás que ella las sabía.

—Helen..., estoy junto a ti.

—Cliff me hablaba, ¿sabes? —dijo como si se mofara de sí misma—. Me decía cosas muy bonitas. Y de pronto debí emocionarme tanto que... me desvanecí. Cliff se asustó. Me miraba con ojos espantados. Sí, yo le veía a través de mi desvanecimiento. El teme por mí, pero yo me pondré pronto bien. ¿Sabes lo que haré cuando me ponga bien, Lyn? Iremos a la finca. Sí, a la finca. Nunca pasé allí una semana.

Lyn le limpiaba la frente diciendo a todo que sí.

El médico entró en aquel instante, seguido de Cliff. Un Cliff aparentemente sereno, arrogante, como si jamás le hubiese vencido la desesperación.

Peter consultó a Helen y le gastó una broma.

—¡Esto va mejor, querida Helen! —anunció después.

La enferma sonrió. ¿Mejor? ¿Qué se había creído Peter? ¿Que ella era tonta? No. Peter no la creía tonta, la creía enferma, y los enfermos casi nunca saben en realidad, lo muy graves que se encuentran.,

Peter dijo algunas cosas. Le puso él mismo una inyección y añadió:

—Dormirás toda la noche.

Helen pensó que quizá no despertara jamás. Pero nada en su rostro denotaba el gran dolor que le partía el pecho.

Peter se despidió y Cliff lo acompañó hasta la salida.

—Lyn —pidió Helen—, siéntate junto a mí. Quiero hablarte.

—No te fatigues.

—Lyn... Si a mí me ocurriera algo...

—¿Qué dices? —se estremeció Lyn—. ¿Cómo se te ocurren esas cosas?

—Escucha, Lyn. Todo puede ocurrir, ¿no? Otras personas estuvieron enfermas y se han muerto sin más ni más.

—Tú..., tú... no estás en ese caso.

—Suponte que lo estuviera, Lyn.

—¿Quieres callarte?

—No —dijo Helen con súbita ensrgía—. No me callaré. Todo puede ocurrir. Cierto que no... —entrecerró los ojos. Hubo una gran vacilación. Algo brillaba en su mirada que Lyn no pudo ver, porque tenia la cabeza ligeramente vueíta hacia el otro lado—. No espero morir, Lyn. Aún no. Ya te he dicho que pienso ir a la finca a pasar una temporada. Tú me acompañarás, ¿verdad? Lyn, debemos vivir muy unidas, Todo lo unidas que no estuvimos antes, Lyn. Si a mi me ocurriera algo...

—Cállate, Helen. Duerme, querida.

—Después.

—Te ruego...

—Si a mí me ocurriera algo, prométeme que te ocuparás de mis hijos, que nunca los abandonarás, Lyn... prométemelo.

—Te lo prometo, pero no digas eso.

—Prométemelo —insistió Helen bajísimo, con los ojos medio cerrados—. Si un día yo les faltase, déjame pensar en el consuelo de que les queda otra madre. Lyn, Lyn...

La joven se inclinó anhelante hacia ella.

—¡Helen! —gritó—. ¡Helen...! ¿Qué te pasa?

—Nada..., no te... asustes...

Cerró los ojos. Cuando Cliff volvió, la encontró de nuevo desvanecida.

En la madrugada de aquel mismo día Helen falleció sin recobrar el conocimiento.