VI

Durante aquellos terribles días que siguieron a la muerte de Helen, Lyn no se movió del lado de los niños. Fue Cliff, absolutamente dueño de sí, dominando aquel gran dolor que sentía, quien recibió a todos los que pasaron por la casa a testimoniar su pesar. Aquella muerte prematura de Helen fue como un acontecimiento social impresionante. Cliff era muy conocido, no como financiero destacado, vinculado a muchos negocios, sino como hombre distinguido, adicto a una sociedad que siempre le mimó y halagó.

Con su pétreo semblante, mudo y casi hosco, recibió a sus amigos y a los amigos de éstos. Recibió los testimonios de condolencia sin demostrar su desgarramiento interior. Se diría que de súbito se había convertido en una figura de mármol.

Pero a veces, cuando entraba en el salón y se encontraba con su cuñada, todo el parapeto de su valentía se venia abajo. Era Lyn, entristecida de dolor, quien trataba de consolarle. Cliff era un hombre sensible. De aquel su tremendo egoísmo apenas si quedaba nada.

Una noche, dos semanas después de la muerte de Helen, Lyn decidió abordar el tema que tanto la preocupaba y que sabía había preocupado a Helen antes de morir: los niños.

Cliff, más sereno, se sentó frente a ella, encendió un cigarrillo y fumó aprisa. Como si en su pitillo desahogara su gran dolor de esposo maltratado por el destino.

Alzó la cabeza. La miró como ausente.

—Perdona —dijo—, me había olvidado de tu presencia.

Lyn se limitó a sonreír. Era su sonrisa tan pálida como su semblante.

—Deseaba hablarte, Cliff.

—Sí, lo supongo. Tienes tu hogar, tu vida... Querrás volver a tu casa.

—Pues..., sí. Pero los niños...

Parecían cortados los dos. ¡Los niños! Todos los días al acostarse y levantarse y. aun durante el día, preguntaban por su madre, la llamaban a gritos. Nunca tuvieron madre, y, de pronto, cuando la sintieron a su lado aquellos pocos meses, la adoraron, y faltarles ahora era como una crueldad que no resistían.

—Mis hijos... —susurró Cliff como si hablara para sí mismo, dando vueltas y vueltas al cigarrillo entre sus dedos nerviosamente—. ¡Mis hijos! ¿Qué puedo hacer yo con dos niños? Los amo. Son los hijos de Helen, y tú sabes, Lyn, lo mucho que yo amé a tu hermana.

Súbitamente se puso en pie. Paseó el salón de parte a parte, como si no pudiera detenerse.

Lyn le seguía inquieta con la mirada, sin saber qué decir. Ella estaba allí dispuesta a hacer lo que Cliff le pidiera, no por Cliff precisamente, sino por Helen, por el ruego que le hiciera, por los niños, a quienes aprendió a querer como si fueran algo muy suyo.

De pronto, Cliff se detuvo.

—No tienes marido, Lyn —dijo con cierta brusquedad desusada en él—. No esperes que Pal regrese. Ese tipo de hombres, cobardes para afrontar ¡os problemas graves de la vida, no suelen volver jamás al lugar de sus fallos. Tienes que trabajar para vivir, ¿no es eso?

Lyn asintió con un breve movimiento de cabeza.

—Eres muy joven. Te lo dije el otro día. No puedo presionarte ni pedirte que te ocupes de mis hijos, porque tienes pendiente tu propia vida. Pero, ¿qué vas a hacer tú de esa vida tuya tan joven, tan desvalida? Yo, Lyn, me consideraba un hombre fuerte, invulnerable; invencible —sonrió desdeñoso—. No lo soy. Ni siquiera supe mantenerme sereno cuando vi desaparecer el féretro de Helen en su nicho. No soy tan fuerte como imaginé. Ni tan invulnerable como me consideraron los demás. No soy más que un hombre. ¿Y qué puedo hacer yo, pobre de mí, desorientado y solo con dos chiquillos a quienes no comprendo? Tengo mis negocios abandonados. Soy hombre activo. No estoy dispuesto a dejarme vencer por el dolor. Siempre hubo muertos y siempre hubo vivos. Los muertos se lloran, se echan de menos, pero los vivos... siguen viviendo. Eso es lo que tengo que hacer. Volveré a ocuparme de mis negocios. Tengo muchas cosas pendientes que pienso hacer... —guardó silencio. No se movió. Miró a Lyn fijamente—. Aquí necesito una mujer de confianza. ¿Quién mejor que la hermana de mi mujer? Dirás que sigo siendo un egoísta, pero no, por favor, no me juzgues así. Yo te ofrezco nuestro cariño, mi apoyo moral y material. Ellos, mis hijos y yo, compensaremos tu soledad.

Volvió a guardar silencio. Esta vez no se quedó de pie. Se sentó frente a ella y la miró de nuevo con súbita ansiedad.

—Lyn..., ¿qué dices?

—Hoy no lo soy, pero mañana puedo convertirme en un estorbo para vosotros, para ti y tus hijos. Tú eres joven, volverás a casarte.

Cliff esbozó una sonrisa ahogaba, desdeñosa.

—Tendría que hallar algo excepcional, Lyn. Y eso no es posible después de haber conocido* a tu hermana. Pero, aun así, suponiendo que algún día me case, mis hijos seguirán necesitándote, te necesitarán mucho más que si yo continuara viudo. Por favor, piénsalo. Claro que no puedo presionarte. Eres demasiado joven y tienes derecho a la felicidad. No la has conocido, Lyn, Porque Fal no fue tu hombre. Fue algo que llegó a tu vida de modo accidental. ¿No es así? ¡Oh, no, querida! La felicidad es algo muy distinto.

—No vamos a hablar ahora de mí —dijo la joven reconcentrándose—ni de la felicidad que conocí. Ni de ¡a forma accidental en que Fal llegó a mi vida. Se trata de tus hijos, a quienes no debo ni puedo abandonar. Además, le he prometido a Helen ocuparme de ellos. No vayas a pensar —añadió sombríamente—que Helen ignoraba su próxima muerte. Fue muy valiente. Creo que lo supo desde el primer momento, porque cuando me pidió que jamás abandonara a sus hijos, lo hizo serenamente, conformada con su muerte.

Cliff ocultó el rostro entre las manos y permaneció así largo rato.

—Levantaré mi casa, Clifí —dijo, ella al rato—. Viviré con vosotros...

—Gracias, Lyn —susurró él en voz baja, sin quitar las manos de su rostro.

*  *  *

Doug Dickinsor irrumpió en |a antesala de la oficina de Cliff como una catapulta. La secretaria lo miró asombrada y lo contuvo con estas palabras:

—¿Adonde va usted, míster Dickinsor?

La miró como si pretendiera fulminarla.

—Voy a ver a su jefe. Deténgame si puede.

—Por supuesto que pienso detenerlo. Míster Laug no puede recibir ahora.

Por toda respuesta, Doug dio un empellón a la puerta y se coló en el despacho de su amigo.

—¡Doug! —gritó éste asombrado—, ¿Qué haces?

El sádico sensualista avanzó con fiereza. Cliff, que se hallaba tras la gran mesa tie su despacho, apenas si movió los ojos. Doug ya conocía aquella mirada inconmovible. Hacía más de seis meses que luchaba en silencio con él. pero las cosas llegaban a un extremo que, o estallaban, o se perdían. Por esc estaba allí.

—Toma asiento —dijo Cliff sin perder su sangre fría—. Sé breve, pues no tengo mucho tiempo disponible para ti.

Doug se dejó caer en un sillón frente a la mesa y aspiró hondo, como si la vida fuera a faltarle. Hacía muchos años, desde que ocupó el puesto de su padre muerto, que se hallaba al frente de sus negocios. Jamás le faltó carga para sus barcos ni combustible para navegar. Y de pronto, desde la muerte de Helen Hart, no sólo le faltaba flete, sino que sus barcos, atracados a los muelles, se pasaban semanas enteras esperando combustible.

—Oye, Cliff. No creo que tú y yo vayamos a convertirnos en enemigos por rencillas familiares. Cierto que conseguí despedir a Pal de cuantas empresas lo admitieron, pero ten presente que yo amaba y amo a tu cufiada. Ya sé que ésta vive en tu casa, que es una madre para tus hijos; pero, demonio, debemos tener en cuenta que los negocios son los negocios.

—Tendrás que ponerles motor a tus buques, amigo Doug.

—¿Qué dices?

Cliff encendió un cigarrillo y fumó despacio. Su gran personalidad parecía anular al pelele que suponía Doug en aquel instante. Lo miró y esbozó una sonrisa que más parecía una mueca. No mencionó para nada a su cuñada. No quiso hacer hincapié en ello, aun desoyendo la indicación de Doug. Se diría que pretendía hacer de aquel asunto algo puramente ocasional.

Doug aflojóse el nudo de la corbata. Estaba perdido, totalmente perdido si Cliff se empeñaba en arruinarle. Las acciones del petróleo habían bajado de tai modo, sin duda presionado el mercado por Cliff, que si pretendía fiarse de aquella riqueza, pronto iría a la bancarrota. Para buscar los fletes para sus buques, había tenido que vender acciones, y éstas a un precio mísero, no importaron ni la mitad de su coste básico. De seguir así, dentro de un año estaría en la ruina.

—Has fletado ayer seis barcos —dijo Doug, desesperado—. Ninguno de mi compañía. Has acaparado el mercado de tal modo que, si no abres un poco la mano, bien sabes lo que ocurrirá.

—Lo siento, Doug. No puedo hacer nada por ti. Supongo que mis abogados ya te pondrían al corriente de las nuevas normas. No debes contar conmigo para nada. He vendido las acciones que tenia de tu compañía. Las vendí perdiendo un sesenta por ciento. Nuestros negocios en común... ya no existen.

—Pero... —se agitó cual si le golpearan—, eso es canallesco.

—¿Tú crees?

—Cliff —gritó exasperado, más suplicante que amenazador—, no cabe en mi cabeza que un hombre como tú se deje llevar por asuntos personales. Con rencillas vulgares. ¿Cómo es posible que hayas descendido tanto en tu personalidad?

—No se trata de rencillas familiares —adujo Cliff sin inmutarse—. Se trata, única y exclusivamente, de negocios. No me gustas para socio. No pienso apoyarte, porque perdería mi propia flota. Tendrás que vender tus barcos, Doug, pues no creo que aun habilitándolos para motor, te sirvan para nada.

—Quieres decir que no me proporcionarás flete jamás.

—Algo parecido.

—¿Y pretendes hacerme creer que no se trata de una venganza? Tú me odias.

—¿Y por qué provocaste esa venganza y ese odio? —dijo Cliff, sin alterarse, acusador como un juez—, ¿Es que ignorabas que aquella menor era mi cuñada?

—¡Qué cuñada ni qué narices! —gritó Doug a su vez, dominado por la desesperación—. ¿Acaso le prohibiste tú trabajar conmigo? ¿Te preocupaste? ¿Os preocupasteis tú y tu mujer? ¿Cuándo te diste cuenta de que tenías una cuñada? Cuando murió tu mujer y viste abandonados a tus hijos.

Cliff se puso en pie como impelido por un resorte y señaló la puerta.

—Sal, sal, maldito canalla, vas a pagar caras todas las que hiciste. Ni a mi cuñada tan sólo sino también las que hiciste a todas las mujeres que te salieron al paso. Busca quien flete tus barcos o véndelos. Tuviste siempre demasiada suerte. Suerte de tener un padre inteligente, suerte de tener a tu lado gente competente que te ayudaba, Ahora estás muy solo, amigo mío, y no sabes desenvolverte. Un pequeño contratiempo y te derrumbas. ¿De qué presumías? ¿De hombría? ¿De virilidad? Todos somos hombres viriles, pero no malgastamos nuestras fuerzas con cochinadas sexuales. ¡Largo de aquí! Se acabaron las contemplaciones.

*  *  *

No estaba satisfecho de sí mismo, pero aun así no se detenía. Tenía bien presionado a todo aquel que podía ayudar a Doug. No era fácil que éste saliera del hoyo en que, poco a poco, lo estaba metiendo. No era Doug lo bastante inteligente para salir airoso de aquella difícil empresa. El hubiese salido. Era muy fácil enviar los buques en lastre a otros puertos y pedir flete para el extranjero. Doug no tendría jamás ese alcance, porque nunca fue en su oficina más que una figura decorativa.

Regresó a casa sombrío. El no era un ser vengativo, pero sentía odio. Cada día aquel odio se acumulaba doblemente en su corazón y en su cerebro. Era como un veneno progresivo, que pudriría todo cuanto de sano existía en su persona.

¿Las causas? Tal vez su soledad, quizá la muerte de Helen, o tal vez tan sólo la personalidad de Lyn, a quien iba conociendo poco a poco en el seno íntimo de su hogar, y aquilataba en su justo valor. Una gran muchacha. Una muchacha excepcional, sin duda, aquella criatura maltratada.

Lyn ya había acostado a los niños. Para, él era grata, íntima, aquella hora de la noche, cuando regresaba a casa y encontraba a Lyn suave, llena de ternura y comprensión. Helen fue para él una mujer magnífica, pero nunca se preocupó mucho de sus negocios. Jamás le hacía una pregunta al respecto, y si le hablaba, le escuchaba con aspecto cansado. Lyn, no, Lyn le preguntaba. Quería saberlo todo. Hablaban mucho. Sonreía con aquella su sonrisa cautivadora. A veces, cuando se retiraba a su aposento, se sentaba en el borde del lecho y miraba al sitio vacío de Helen.

“Helen —decía como si ella le estuviera oyendo—, has sido mi mujer, te he querido mucho, pero, debo reconocerlo, Helen, y perdona de nuevo mi egoísmo, no te echo de menos tanto como pensé que te echaría. Lyn llena la casa. Ama a mis hijos, me hace compañía, me comprende... Lyn es una muchacha excepcional.”

Después se avergonzaba, ocultaba el rostro entre las manos y permanecía inmóvil y absorto muchas horas.

Aquella noche penetró en el salón. Lyn estaba allí, sentada junto a la chimenea, al calorcillo de los leños restallantes.

—Pasa, Cliff. ¿No te has retrasado hoy un poco más?

—He tenido una visita a última hora —y sin transición—: Hace un frío endiablado en la calle. Da gusto entrar aquí. Todo huele bien, el ambiente es cá, lido —se dejó caer pesadamente frente a ella—. ¿Sabes, Lyn? Cuando llega cierta hora de la tarde estoy deseando volver a casa.

Ella sonrió. Era muy linda. Tenia unos ojos polor de miel, grandes, rasgados, orlados por espesas pestañas negras. Un cutis terso. ¡Dios de los cielos! ¡Cómo no, si sólo tenía veintitrés años! Vestía siempre modelos sencillos, pero de un gusto depurado. A veces, secretamente, ilógicamente, lo admitía, hacía comparaciones y se asustaba. ¿Qué Se pasaba? Sí, ¿qué le pasaba si hacía tan sólo siete meses que había muerto su esposa? ¿Es que el hombre es tan voluble, tan condenado, tan sexual?

—Te ocurre algo —dijo ella bajo, con aquella su voz acariciante.

No. No se daba cuenta de lo seductora que era. No podía darse cuenta, asimismo del gran atractivo que emanaba de ella, de lo encantadora que resultaba, del efecto que hacia en él aquella suavidad suya, tan sensible, tan estremecedoramente pasional.

—Nada, no me pasa nada.

Ella sonrió otra vez.

Se inclinó un poco más hacia delante.

—No me engañes. Te conozco.

—¿Tanto me conoces?

—Mucho.

—¿Hasta dónde?

Era un téte-á-téte turbador. Pero ni uno ni otro se daban cuenta.

—Todo. Sé leer bajo tu mueca. Nunca sonríes abiertamente, Cliff. Haces muecas muy significativas.

Se puso en pie.

—¿A dónde vas, Lyn? ¿No has acostado ya a los niños?

—Por supuesto.

—Entonces.... siéntate. Hablemos. De cosas... Simples cosas que no tienen mucha importancia.

—Voy a servirte una copa.

Hasta para eso era exquisita. ¡Una copa! Y luego le ponía allí las zapatillas. Y después, cuando llamaban a comer, le sonreía diciendo bajo: “Cliff, si quieres te sirvo la comida aquí”.

El contestaba turbado: “Me mimas demasiado”.

No. No se daba cuenta de que estaba haciéndose indispensable en su vida. Ni uno ni otro comprendían que Helen estaba muerta, que su recuerdo era grato, que volaba en torno a ellos, pero que ya no hacía daño.

No, no se daban cuenta de eso, porque lós dos eran demasiado jóvenes y seguían viviendo. Era una ley de vida, tan vieja como la vida misma. Aquella convivencia, aquella intimidad, aquella necesidad de estar uno junto a otro, y hablar, hablar sin tener mucho en cuenta lo que se decía.

Le sirvió la copa.

—Eres una madrecita, Lyn.

—No quiero que eches nada de menos.

—¿Por deber?

—Innato en mi.

—Bendita tú, que eres así.

*  *  *

El día del primer aniversario de la muerte de Helen, Cliff se levantó muy temprano. Encontró a Lyn en el vestíbulo, dispuesta para salir. Ambos se miraron un tanto suspensos.

—¿A dónde vas, Lyn? —preguntó Cliff, acercándose a ella.

—A misa. Ayer te oí dar orden por teléfono para los funerales.

—Cierto. Creí —dijo un tanto perplejo—que iría solo. No tengo por qué imponer a los demás estas normas fúnebres.

—Si me lo permites te acompaño.

Silenciosos ambos, se dirigieron al auto.

—La vida, Lyn, no es tan fácil como muchos creen —comentó él, poniendo el auto en marcha—. Y, por desgracia, la muerte se olvida con harta facilidad.

Lyn no respondió. Acurrucada en el rincón del auto miraba ante sí con expresión ausente.

—¿En qué piensas? —preguntó él.

Por toda respuesta, Lyn metió la mano en el bolso y extrajo un pliego de papel.

—¿Qué es eso?

—Léelo. Creo que debes hacerlo. Lo he recibido ayer noche. No quise decirte nada entonces porque sabía que estabas cansado.

—¿Cómo te las arreglas para saber siempre cómo me siento?

—Vivo a tu lado.

—No es fácil vivir y saber a la vez, Lyn. Tú tienes una gran virtud. La de no ser jamás inoportuna.

—Aprendí quizá en mis soledades.

Hubo un silencio.

—¿Te importa que lo deje para luego? Puede que el contenido de este pliego de papel, me conturbe, Prefiero hacerlo cuando salga de 5a iglesia. Por otra parte, no creo que sea muy importante.

—Lo es. Fal desea volver a Estados Unidos. Dice que me... perdona.

Esperaba que Cliff le preguntase qué tenía que perdonarle Fal, pero no fue así. Cliff dijo algo muy distinto:

—¿Y tú? ¿Estás dispuesta a recibirle?

—NO.

—¿Tan... rotunda?

—Puede que me haya vuelto egoísta, o simplemente que me haya acostumbrado a tus hijos. No. No quiero volver a vivir con Fal. Si no se hubiese ido... puede que a estas horas ambos nos sintiéramos felices. No admito la cobardía de un hombre. La condeno terminantemente.

El auto se detuvo ante la iglesia, sin que Cliff respondiera. Bajaron uno por cada portezuela. Cliff introdujo el pliego en el bolsillo y asió a Lyn por un brazo. Era bastante más alto que ella. Delgado y distinguido, ella fina y delicada, parecían una pareja de novios o recién casados.

Sin decir nada penetraron en el templo. Estaba solitario. Tan sólo dos sacerdotes católicos cantaban en torno a un catafalco.

Cliff no quiso participar a sus amistades aquella honra fúnebre dedicada a su mujer muerta. Ni él mismo se daba cuenta de que la muerte de Helen era ya algo muy remoto.. Algo que había ocurrido y que recordaba con dolor, pero con resignación a la vez. Una resignación que no tenía nada que ver con la desesperación.

Arrodillados uno junto a otro, rezando silenciosamente, transcurrió todo el funeral. Cuando se vieron de nuevo en el exterior, Cliff supo, lo presintió, que jamás volvería a ofrecerle una honra fúnebre a Helen.

Subieron al auto y antes de ponerlo en marcha, Cliff extrajo la carta del bolsillo, la leyó en silencio y después se la tendió a Lyn.

Puso el auto en marcha, sin hacer comentarios.

—¿Quieres desayunar en alguna parte, Lyn?

—No. Los niños seguramente se han despertado.

—No puedes —dijo él de pronto—, ni por mis hijos ni por mí, renunciar a algo tan tuyo, tan verdadero como es el matrimonio.

Ella lo miró. Lo miró de un modo extraño. Cliff sostuvo aquella mirada. Los dos permanecieron silenciosos. Al cabo de un rato, ella encendió un cigarrillo y fumó aprisa.

—No es por eso —dijo al fin.

—¿No?

—No —movió la cabeza una y otra vez.

Su perfume tan personal enervó por un instante a Cliff. Se preguntó calladamente cómo era posible que Doug, después de conocerla, no la amara con locura. Pensó asimismo cómo era posible que Fai, después de poseerla, la abandonara. No era Lyn mujer fácil de ser olvidada. Entraba en uno, hurgaba y se posesionaba de las voluntades y las pasiones. Tenía una femineidad extremada. Era exquisita, subyugadora. ¿Cómo era posible? ¿O sería quizá que aquellos dos hombres no la conocieron bien?

Vivía a su lado y él se sentía turbado a su pesar. Turbado, porque era hermana de su mujer muerta, y apenas si lo recordaba. Cuando la tenía ante él, era sólo una mujer. Una mujer excepcional.

—¿Hay otras causas, Lyn? —preguntó bajo.

Ella fumaba con fruición. Se diría que de súbito se sentía tan turbada como él.

—Las hay.

—Como por ejemplo...

—Son demasiado íntimas —susurró—. No..., no me las preguntes ahora. No es momento ni lugar adecuado para una respuesta sincera.