II

Helen parecía malhumorada. Cliff fumaba nerviosamente.

—Eso es una canallada, Cliff. Tú no eres hombre que cometa esas bajezas.

Cliff aplastó el cigarillo en el cenicero de bronce y encendió otro con la misma precipitación. Por supuesto que él no se parecía a Doug. Pero, ¿qué podía hacer? Tenia negocios con él, pero no era un socio absoluto. El tenía sus propios negocios. No tenía nada que ver con la fábrica de automóviles.

—Cliff.

—No me digas nada, Helen. He sabido lo ocurrido por un compañero. Lo extraño es que Doug haya hecho eso. Es la primera vez que se fija en una persona inferior a él. Me refiero en categoría económica, pues personalmente creo que ese muchacho vale mucho —expelió el humo y aspiró otra vez—. Helen, ¿por qué no vas a ver a tu hermana? En verdad te digo que hemos hecho muy mal. Debimos ir a su boda, debimos estar a su lado en esos momentos tan trascendentales en la vida de una muchacha. Sé que Weld es una gran persona. Estudió a fuerza de sacrificios, ganando beca tras beca, y como ingeniero tengo entendido que vale mucho. Tal vez yo pudiera ayudarle.

—¿Crees que ahora Lyn lo permitirá? No la conoces.

—Lo suficiente para saber que está en apuros y una mujer en apuros olvida fácilmente sus rencores. Algo más, Helen. Yo estaba dispuesto a emplear a Weld en mi empresa. No creo que Doug pueda meter las narices en mis asuntos.

Helen agitó la mano. Se hallaban ambos en la salita particular. Eran las once de la noche. No habían salido. La noticia que Cliff llevó a casa consternó a Helen. Cierto que nunca tuvieron mucha intimidad ella y su hermana, pero eran hermanas y la sangre decía algo, aunque no quisieran. El hecho de que Doug hubiera humillado al esposo de Lyn les molestaba a ambos en grado extremo.

—Cliff, ¿por qué crees que Doug hizo eso?

—Porque es zorro como una rata venenosa. Presiento que requirió a Lyn, y ella lo despreció. No es hombre que perdone. Además, ten en cuenta que a Weld lo han despedido ya tres veces consecutivas, lo que indica que Doug está relacionado con esos despidos. Es hombre poderoso. No existe en Nueva York empresa industrial que no le deba un favor. Suponte que esto no queda aquí. Que Weld sigue colocándose y siguen despidiéndole sin piedad. Llegará un momento en que no habrá quien lo admita ni siquiera como un empleado vulgar.

—Eso es monstruoso.

—Doug no se detiene en consideraciones, querida —rezongó malhumorado—. En cierta ocasión uno de sus socios le falló no sé por qué. Disparidad de opiniones quizá. Lo cierto es que el tal socio se arruinó totalmente y hubo de salir de Estados Unidos, porque aquí llegó a pasar hambre.

—Tal vez si tú ayudas a Weld, intente arruinarte a ti.

Cliff esbozó una cáustica sonrisa.

—Yo soy tan zorro como él, Helen, pero con menos veneno. No, conmigo no se atreverá jamás. Además, nuestras fortunas van a la par. No, conmigo, no —hizo una rápida transición y añadió—: ¿Por qué no vas mañana a ver a tu hermana? Discúlpate por nuestra conducta inadecuada. Puedes incluso decirle que nos fue de todo punto imposible asistir a su boda. No lo creerá tal vez, pero lo admitirá como disculpa.

Helen suspiró. Se sentía mal desde hacía algún tiempo. Quizá eso influyera para sentir aquel ansia de ternura familiar. Aún no había dicho nada a Cliff, pero lo cierto es que a veces lo pasaba muy mal.

El esposo se inclinó hacia ella. Era un hombre alto y delgado, de distinguido porte. No sobrepasaría los treinta y cinco años, pese a las hebras de plata que salpicaban su cabello negro. Tenía los ojos de un azul verdoso y una boca sensual, en aquel instante curvada en una mueca indefinible.

—Iré mañana —dijo Helen, suspirando—. Le diré que tú estás dispuesto a colocar a Weld en una de tus empresas.

—Diles que vengan a comer mañana por la noche.

—¿Es que no vamos a salir?

Inesperadamente, Cliff puso los dedos sobre una de las manos de su esposa.

—Sé que no te sientes bien, Helen. Sé que prefieres quedarte en casa. Dime, ¿qué es lo que sientes?

Helen se sobresaltó. No se encontraba bien, en efecto. Hacía algún tiempo que se sentía muy deprimida, cansada, como si de súbito envejeciera precipitadamente.

Sonrió.

—Te aseguro que me encuentro perfectamente.

—No trates de engañarme.

—Cliff.

—Mañana te llevaré al médico, ¿te parece? Luego te dejaré junto a casa de cu hermana. Yo iré al club y te esperaré hasta tu regreso.

—Pero, Cilff, si no tengo nada.

—Nos lo confirmará el médico. Peter no nos engañará. Si no tienes nada, tanto mejor para los dos.

No respondió. Ambos se sentían menos egoístas aquella noche. Incluso, Helen experimentaba un ansia desconocida de estar con sus hijos, cosa que nunca le había ocurrido. Claro que esto no se lo participó a Cliff.

Terminada la velada en el salón, los dos se dirigieron a su alcoba. Al pasar junto al cuarto de sus hijos, Helen se detuvo.

—Voy a entrar —susurró—. Quizá ya están dormidos.

Cliff se recostó en la puerta. Un tanto impresionado, vio cómo Helen se inclinaba hacia una camita y luego hacia la otra. ¿Qué le pasaba a Helen? ¿Era simplemente que su hipersensibilidad se había agudizado?

*  *  *

Peter Spiegel puso una mano en el hombro de su amigo y dijo bajísimo:

—Llévala a casa y vuelve.

Cliff se estremeció. Evocó otro momento de su vida tan crítico como aquél. Su madre. También en cierta ocasión acompañó a su madre al médico. Y el médico empleó unos términos parecidos. Cuando volvió a verle, supo que su madre viviría escasamente dos meses. Falleció a las seis semanas justas.

Muy pálido, intentó acercarse más a Peter, pero éste mudamente, señaló la sala contigua donde Helen se vestía. Terminante susurró:

—Vuelve cuanto antes.

Cliff quedó rígido. Tenía un pitillo entre los dedos y no acertaba a llevárselo a la boca. El podía parecer un egoísta en ocasiones, pero en el fondo era un sentimental. Amar ba a su mujer. Se casó con ella por amor. Helen apenas si tenía fortuna. A él le iba bien en los negocios. Después de casarse con ella, su fortuna creció.

Le debía muchos momentos gratos de su vida. El no era hombre que buscara amantes, que tuviera amigas, que regalara abrigos de visón a sus secretarias. El tenía una esposa y jamás pensó en traicionarla.

Helen apareció abrochándose el abrigo.

—¿Qué tengo, Peter?

—Nervios —dijo éste como si tuviera preparada de antemano la respuesta—. Tendrás que hacer grandes esfuerzos para doblegarlos. ¿Por qué seréis tan nerviosas las mujeres?

Helen emitió una sonrisa radiante.

—Si no es más que eso —susurró— ya se me pasarán.

—Te daré unas inyecciones para calmarlos. Que se las ponga vuestro practicante, Cliff.

—Gracias —dijo éste brevemente, ocultando la receta en el bolsillo de la americana.

Se despidieron dé Peter y momentos después ambos estaban en la calle.

—Te llevaré a casa de Lyn —dijo Cliff, aparentemente normal—. Yo te esperaré en el club.

—De acuerdo —asió el brazo de su marido con sus dos manos—. ¿Sabes, Cliff? Por un momento, al verme en aquel cuarto de Peter, tan blanco, y ver a Peter tan serio, temí padecer una grave enfermedad.

—¿Qué cosas piensas, querida?

—Es que... no te he dicho nada, ¿sabes? Pero por las noches... siento unos ahogos... Además, yo nunca me cansé y ahora subo una escalera y tengo que detenerme tres veces antes de llegar al vestíbulo superior. Serán los nervios, como dice Peter. Los nervios suelen ser muy pesados.

—Te cuidarás. Haremos menos vida de sociedad.

—No quiero que te sacrifiques por mí, Cliff.

Por toda respuesta, Cliff le pasó un brazo por los hombros y la atrajo hacia sí.

Momentos después el auto se detuvo ante el edificio donde, en la quinta planta, vivía Lyn con su marido.

—Te dejo aquí, querida mía. Si lo prefieres, vuelvo a buscarte dentro de media hora.

—Será mejor que yo tome un taxi para encontrarte en el club.

—Entonces aquí estaré dentro de media hora.

La esposa descendió. Se despidió de él con una sonrisa y se perdió en el ancho portal.

Eran las seis de una triste y lluviosa larde de invierno.

*  *  *

—Pasa.

—¿Qué ocurre?

—Toma asiento, Cliff. Estás muy excitado. ¿Dónde has dejado a Helen?

—La llevé a casa de Lyn.

—Ya sé que se ha casado.

Cliff se impacientó.

—No he venido aquí a hablar de mi cuñada, Peter. No trates de alargar lo que tengas que decirme. Creo que no soy tan fuerte como pensé. Me siento débil y absurdo. Ridiculamente afectado.

—Siéntate, Cliff. Fuma. ¿Quieres una copa de licor? Quizá te calme?

—Me excitará más. Ten presente que dentro de media hora he de estar frente al hogar de mi cuñada, esperando a Helen. ¿Puedes decirme de una vez qué ocurre?

Peter lo empujó hacia el sofá y él se sentó enfrente. Fumó despacio. Tenía la frente fruncida y una mueca en los labios. Una mueca dolorosa sin duda. Cliff y él fueron compañeros de estudios. Más tarde, Cliff decidió seguir la carrera de arquitecto y él la de medicina. Pero aun así se vieron con frecuencia. Amaron juntos por primera vez, y en más de una ocasión, cuando vivían una aventura, ambos solteros, compartían la novia o la amiga.

—Cliff, lo que tengo que decirte es muy duro. Extremadamente duro.

El cuñado de Lyn tensó el busto. Una contracción extraña puso rígido su semblante.

—¿Qué pasa?

—Helen padece una grave enfermedad. Muy grave, ¿sabes? Mortal. Todos los días leemos en los periódicos crónicas tratando de ciertas enfermedades que se consideran incurables y para las cuales se encuentran remedios. Remedios que, desgraciadamente, jamás son eficaces. Miles de ratones mueren diariamente en los laboratorios. Para que se salven un par de ellos, perecen por centenares, y luego los científicos se agarran a esos dos ratones vivos y escriben grandes cosas, que nunca suelen pasar de ser crónicas literarias.

—Quieres decir...

—Sí —atajó sombríamente—. Eso quise decir. Te lo confirmaré mañana, pero, desgraciadamente, los análisis que pienso hacer son puro formulismo. Estoy plenamente seguro de que tu esposa sufre cáncer de la sangre.

—¡No!

Se había plantado ante él, rígido y violento, Como si en aquel instante lo atacara una exaltada locura.

—Peter..., no me digas..., ¿eso es cierto? ¿No comprendes? Es mi mujer...

Sí. Peter ya conocía las reacciones de los maridos, de los hijos, de los padres, de los amigos... Asió a Cliff por un brazo y le obligó a sentarse.

—Escucha, Cliff, amigo mío. Escúchame con un poco de calma. Tú eres un hombre valiente. ¿Recuerdas cuando perdistes a tu madre? ¿Y cuando yo perdí a la mía? Estuviste a mi lado, creo que me decías, lo mismo que yo te digo ahora. Eres valiente, tienes que afrontar la situación sin desfallecer, por supuesto, sin que tu mujer se entere de la enfermedad que irá poco a poco aniquilándola. No creo que sea muy larga, Cliff. Perdona que sea tan crudo. Esos casos suelen ser muy rápidos y debo advertirte que Helen... ha dejado avanzar la enfermedad demasiado.

—Por eso estaba tan pálida.

—Y las manchas que cubren sus brazos.

—¡Dios mío!

—Cliff..., un poco de sentido común. Eres un hombre no un muñeco.

—¡Un hombre! —gritó Cliff, desesperadamente—, ¿Un hombre? En este instante soy una criatura desvalida. ¿No te das cuenta? Es mi mujer, la madre de mis hijos, y es joven. Maravillosamente joven.

—Cálmate, Cliff.

Por toda respuesta, Cliff se dejó caer nuevamente frente a él y ocultó el rostro entre las manos. Un ronco sollozo estranguló su garganta. Peter le dejó desahogar su dolor. Le puso una mano en el hombro y permaneció silencioso a su lado.

*  *  *

En aquel instante, mientras Cliff se sentía morir en casa de su amigo, en el suntuoso despacho dé Doug Dickinsor sonó el dictáfono.

Abrió la palanca.

—Diga...

—Míster Dickinsor, míster Baer quiere hablarle.

—Que suba inmediatamente.

Cerró la palanca y miró ante sí. Se sentía feliz. Había algo que le roía como un arañazo insistente, pero no era hombre que se dejara dominar por sentimentalismos.

Se abrió la puerta y entró míster Baer, socio californiano y a la vez encargado de ciertos asuntos muy personales.

—Pase, James.

El llamado James pasó. Era un hombre de baja estatura. Redondo. Tenía las piernas un poco abiertas y una sonrisa inexpresiva en sus delgados labios. Contaría a la sazón unos cincuenta años y su pelo era totalmente blanco.

—Fumaré un cigarrillo —dijo, abriendo la caja de laca que Doug tenía sobre la mesa—. No sé cómo se las arregla usted, Doug, pero lo cierto es que siempre tiene unos cigarrillos muy aromáticos.

—¿Qué ocurre?

—Ese hombre trató de entrar en la fábrica de Sellers. Le han contratado ayer, y justamente, cuando yo hablé esa tarde, lo han despedido.

—No creo que le sea fácil hallar un empleo en Nueva York, salvo si se dedica a pequeñas empresas sin porvenir.

—Magnífico.

Baer se inclinó hacia adelante.

—Dígame, Doug. ¿Qué le va en eso? ¿Faldas?

El millonario entrecerró los ojos. Era Baer muy vulgar para participarle sus pensamientos y mucho menos hacerle partícipe de sus sentimientos.

—Asunto personal.

—¿Sin faldas?

—Sin faldas —dijo rotundo.

Baer se puso en pie.

—Tengo aquí para un mes. ¿Desea usted que siga ocupándome de este asunto?

—Lo tendré muy en cuenta si lo hace.

—Con mucho gusto. Dígame, una sola pregunta. ¿Considera inteligente a míster Weld?

—Mucho.

—¿Digno?

—Como un caballero del rey Arturo.

—Y no obstante...

Doug aplastó la mano sobre la mesa. Nunca había suplicado a una mujer jamás ninguno lo dejó por su gusto. Lyn Hart, sí. Bien, pagaría las consecuencias. El era mal enemigo. Lyn debió suponerlo.

—No obstante —cortó con aspereza—, ya sabe lo que deseo de usted. Eso a cambio... de las acciones que desea.

—Me coacciona usted.

Una cáustica sonrisa entreabrió los labios de Doug.

—No hay nada que se consiga sin esfuerzo. Buenas tardes, Baer.

*  *  *

Weld ya tenia un empleo. Tal vez éste perdurara.

Sentada en la salita, acurrucada más bien en el rincón del sofá, fumaba y pensaba en su marido. No en su vida común con él. ¿Para qué? Weld era muy bueno, la amaba, pero... ¿puede amar una mujer por estas razones? Por supuesto que no. Ella trataba por todos los medios de amarlo. Quizá llegara a conseguirlo. ¿Por qué no? Era su marido. Sufriría con él. Indirectamente le estaba haciendo daño, porque ella sabía que si Weld había perdido aquellos tres empleos en seis meses, se lo debía a Doug Dickinsor. Un día se lo diría todo. Pero..., ¿qué ocurriría? ¿Podría Falkner comprender las razones? ¿Serviría de algo que ella le dijera: “Era muy joven, Fal. No sé cómo ocurrió. El me engañó. Me dijo... «Yo le amo». ¡Era tan joven!”?

No. Eso no sería una razón para Fal.

Sonó el timbre de la puerta, interrumpiendo sus pensamientos. ¿Quién sería? Nunca la visitaba nadie. El chico de la tienda iba por la mañana y el lechero dejaba las botellas en la puerta, recogía las vacías, y ni siquiera llamaba. Cuando ella se levantaba, bien temprano, abría la puerta, recogía las botellas y se dirigía a la cocina con el fin de preparar el desayuno de Fal ¡Falkner! Había empezado a trabajar aquella mañana en la fábrica de míster Sellers, dedicada a productos químicos, Fal parecía contento. Le habían ofrecido un sueldo espléndido y un porvenir brillante.

El timbre sonó otra vez.

—Ya voy, ya voy —dijo impaciente.

Atravesó el pasillo y abrió. Quedóse al pronto un tanta suspensa. Después inquirió roncamente:

—¿Qué quieres, Helen?

—¿No puedo... pasar?

—No creo que hayas perdido nada aquí.

—Te lo suplico, Lyn.

Esta se apaciguó. Notó algo raro en Helen. ¿No estaba muy pálida? ¿No había una luz diferente en sus ojos? Hacía casi un año que no la veía.

—Pasa —dijo de mala gana—. No quisiera que Fal te encontrara aquí.

Helen pasó sin responder. Apretábase el abrigo sobre el pecho, como si tuviera frío. Lyn le ofreció asiento en la salita.

—Ya sé lo que le pasa a tu marido —dijo Helen bajo, con amargura—. He venido a pedirte perdón, Lyn. Tanto Cliff como yo nos hemos convencido de que para formar un hogar y ser feliz no hacen falta millones ni pompas.

—¿Cuándo os habéis dado cuenta de eso? Porque cuando me separé de vosotros pensabais los dos de modo muy distinto.

—No nos reproches. He venido a disculpar mi actitud.

Lyn se crispó. No deseaba la compañía de Helen ni su comprensión. A decir verdad no creía en ella. Además estaba Fal. Este no quería hablar de ellos. No quería deberles nada.

—Agradezco tu buena intención, Helen, pero ya no te necesitamos.

—Siempre nos necesitamos unos a otros.

—Puede que en términos generales sea así, mas nosotros preferimos debérnoslo todo a nosotros mismos. Te ruego que te vayas, Helen. Fal puede llegar de un momento a otro y yo con quien tengo que vivir es con él.

Helen, muy pálida, curvada la boca en una mueca que parecía un sollozo, titubeó. En el fondo, Lyn se conmovió, pero no demostró lo que sentía.

—Soy tu hermana, y quiero ayudarte.

—No quiero tu ayuda.

En aquel momento entró Fal. Muy pálido, casi lívido, miró primero a una y después a otra.

—Fal —susurró Lyn, poniéndose en pie y yendo hacia él—, ésta es... mi hermana. Mi hermana Helen.

Por toda respuesta, Pal se dirigió de nuevo a la puerta y la abrió.

—¡Salga de aquí! —gritó exasperado.

—Fal.

Miró furioso a su mujer.

—¿A qué vienen? ¿A llorar contigo tu desventura?

—Fal, no digas eso. Yo no soy desventurada.

—¡Oigame! —gritó Fal, sin escuchar a su esposa, mirando fijamente a Helen, que parecía próxima a desvanecerse—. No quiero verles por aquí. He sido despedido otra vez del trabajo. Me pregunto quién es el que tan duramente me castiga. También me gustaría saber por qué. Pero no quiero ayuda de ésos. Ni de tu hermana ni de su marido. ¡Fuera de aquí! Esta es mi casa y no permitiré que vengan a consolarte tus familiares.

—Fal —susurró Helen quedamente—, ni Cliff ni yo tenemos la culpa de lo que te ocurre. Lo mejor es que espere aquí a mi marido. El te explicará. Cierto que no asistimos a vuestra boda. No pienso disculparme por eso, porque sé que falté. Que faltamos los dos, pero eso no es motivo para condenar a una familia toda la vida. Ahora nos damos cuenta de que hicimos mal. Cliff tiene negocios. Muchos, Fal...

—Que se los coma.

—Fal —susurró Lyn—, oye un momento a mi hermana. No ya por ti, sino por ella misma. Todo el mundo tiene derecho a disculparse.

Estaba negro. El no era un tirano. Pero aquella tarde había comprendido que jamás podría hacer nada digno en Nueva York, a menos que se lanzara a saltear los caminos y eso no iba con él, con su temperamento, con su dignidad, con su hombría.

—No deseo oír disculpas —dijo cortante—. Salga usted.

Helen, tambaleante pasó ante él. Lyn fue a correr tras ella, pero Fal la contuvo.

—Tú te quedas. Si das un paso más... te irás para siempre con ella.

Lyn, con los ojos llenos de lágrimas, quedó envarada junto a su marido. Helen llegó a la puerta, se apoyó en el quicio y salió al fin. Fal fue nacia aquella puerta y la cerró de golpe.