IV
Lyn, que aún no había salido de aquel dolor infinito en que la sumiera la noticia dada por su cuñado, sintió el llavin en la cerradura y se puso en pie como impelida por un resorte. Puede parecer extraño, pero lo cierto era que en aquel instante necesitaba el consuelo de su marido. Era él. Nadie tenía la llave de su casa, excepto Pal, porque era su propio hogar.
Corrió hacia la puerta de la salita, pero no tuvo necesidad de traspasarla. Fal estaba allí, en el umbral, asido al marco, un poco ladeada la cabeza, mirando a Lyn con expresión indefinible. Igual podía ser rabia lo que afluía a sus ojos que un vulgar desprecio.
—Fal has llegado —suspiró ella.
El hombre no respondió. Quiso dar un paso hacia adelante, pero la intensidad de la luz debió deslumbrarlo o avivar el efecto causado por el alcohol ingerido porque se detuvo, entrecerró los ojos y quedó medio apoyado en el quicio de la puerta.
Lyn, asustada, olvidada incluso de lo que ocurría a su pobre hermana, comprendió que Fal estaba beodo. Fue hacia él, intentó decir algo, pero Fal la contuvo con una carcajada espasmódica.
—Fal..., ¿que te pasa? ¿Dónde has estado?
Cualquier otro hombre más comprensivo que Fal hubiera desvanecido su ira ante aquel patetismo femenino. El no conocía a su mujer. Y no la conocía porque nunca se preocupó en conocerla. Sintió veneno en la sangre desde un principio, pese a lo mucho que hizo por razonar ante sí mismo, e incluso ante ella. En aquel instante, aun viéndola, sintió aquel odio mortal, aquella rabia infinita, aquella humillación que le roía las entrañas y destruía incluso su razonamiento.
Hizo una mueca. La risa murió en sus labios, pero no se desvaneció la mirada intensa de sus ojos, que denotaban franco desprecio.
Lyn se estremeció. Su inquietud ante lo que Cliff le dijo horas antes, su pena, aquel dolor roedor que la menguaba, pensaba consolarlo allí, en los brazos de Pal. Cierto que no le profesaba un gran amor, pero estaba segura de que llegara a amarlo. Necesitaba apoyar en su hombro firme su desventura, Pero se daba cuenta, de súbito, de que el hombro de Fal, inesperadamente, se hacía demasiado débil.
—Bueno —estalló él despiadado— ya sé que te ha visitado hoy.
—Fal...,¿qué dices?
La voz se le estrangulaba en la garganta. Pero Fal no se percató de ello. Fal no estaba aquella noche para comprender a su mujer. No quería comprenderla.
—Ji —rió él, espasmódico—. No te reprocho ni te mato —se alzó de hombros—. Allá tú y tus pecados, Tus malditos pecados que pago yo sin razón.
—Fal..., ¿te das cuenta de lo que dices?
El avanzó tambaleante. La asió por un brazo y la agitó cual si fuera una muñeca.
—¿Piensas que vas a engañarme toda la vida? ¿Cuándo has creído que yo era un muñeco absurdo?
—No te comprendo, Fal.
Lloraba, Fal no se conmovió. No creía en ella ni en su llanto. Ya no volvería a creer en nadie más.
—Deja de llorar y siéntate —dicho lo cual la empujó brutalmente hacia el sillón,
Lyn cayó en él medio desfallecida. Se tapó el rostro entre las manos y un ronco sollozo estranguló su garganta.
—¡Llora! —gritó Fal descompuesto—, ¡Llora! Casi todas las mujeres lloráis después de cometer vuestros malditos pecados. Pero esta vez tanto me da que llores. ¿Te enteras, Lyn? Me voy. Te abandono. No quiero inmiscuirse más entre tú y tus vicios pasionales. Voy a rehacer mi vida lejos de aquí y por Cristo que pienso conseguirlo. Cásate de nuevo con otro hombre, un hombre que sea digno de ti. Yo no te sirvo. Soy demasiado honrado.
—Fal...
Este desoyó el grito agónico de su mujer y caminó presuroso hacia la puerta. Lyn dio un salto y fue tras él. Fal penetró en la alcoba común. Abrió el armario de un manotazo y sacó la maleta.
—Fal, no tienes derecho...
—¿A qué? ¿Crees que soy un pelele que puedo consentir tus goces pecadores con otros hombres?
Lyn, lindísima, estremecida de dolor, menguada hasta lo infinito, llevóse las manos al pecho y las oprimió sobre el corazón.
—Fal —susurró—, tú lo sabías. Yo te lo insinué.
—Creí que eran amores. Simples amores que tienen todas las mujeres antes de casarse. Nunca imaginé... Nunca —se volvió hacia ella enloquecido—. ¿Me oyes? Nunca.
—Fal..., yo era feliz a tu lado. Yo creí que tú me ayudarías. Era menor, Pal... No supe lo que hacía. Ahora soy una mujer consciente. Confiaba en ti, en tu ayuda moral, en tu comprensión.
—¡Quita!
—Fal.
—Quita. No te acerques. No me toques.
—Hace muchos meses que nos hemos casado, Fal —suplicó ella intensamente, juntando las manos—. Parecías comprender y disculpar. ¿Por qué ahora? Ahora, cuando más te necesito.
—Que te consuele tu amante.
Lyn, palidísima, quedó tambaleante ante él.
—No tienes derecho a insultarme así, Pal, por favor, comprende. Aún podemos ser felices.
—¿Qué quieres? —gritó excitado—, ¿Que sea feliz a tu lado tolerando las visitas de tu amante?
—¿Qué dices?
—Quita, aparta de mí —hablaba a gritos y echaba la ropa dentro de la maleta, cual si azotara el rostro de la joven—. No habrá nadie que pueda contenerme. Me voy. Quedas libre de hacer lo que te acomode, Pero ten presente —cerró la maleta, la asió, y con ella en la mano se detuvo ante la temblorosa muchacha—, ten presente —repitió— que tu hermana ya lo sabe. ¿Me entiendes bien? Fui yo a decírselo. No, no me mires así. Sabes fingir muy bien. O no sabes, porque nunca has conseguido que yo creyera en tu amor.
—Nunca te dije que lo sintiera, Fal —sollozó Lyn—, Empezaba a sentirlo. Esperaba que tú lo despertaras en mí.
La apartó de un manotazo. Lyn se repuso y fue tras él hacia la puerta.
—Fal, necesito que me aclares esto. ¿Qué tiene que ver mi hermana en todo esto?
—Su marido. Has sido muy lista y él muy ladino. Pero a mí no se me engaña mucho tiempo.
Lyn quedó ante él con los ojos desmesuradamente abiertos. ¿Cliff? ¿Es que Pal creía que Cliff...? Lanzó un grito agudo, quiso asir el brazo de su marido, explicarle, decirle... Pero Fal la apartó de sí, de un empellón y, como si huyera de sí mismo, alcanzó la puerta del piso.
—¡Fal! —gritó ella desesperadamente—, Fal... escucha. Deja que te explique.
Fal no la oía. Corría escaleras abajo sin volver la cabeza, como si lo persiguiera el mismo demonio.
Lyn quedó en el rellano, inclinada sobre la balaustrada de la escalera, sollozando y gritando a la vez:
—Fal, Fal..., no me abandones así. No pienses... No me condenes sin oírme.
En aquel instante, Falkner Weld tomaba el subterráneo en dirección a un lugar cualquiera de la ciudad, muy lejos de su domicilio. Al día siguiente tomaría el primer avión, que lo llevara lejos de aquel mundo de Nueva York, donde quedaba su mujer y su amargura.
* * *
—Cliff...
—Querida mía, estás muy agitada.
Helen necesitaba el consuelo de su marido. Se sentía mal. Mucho más de lo que decía. Se oprimió contra Cliff. Necesitaba su gran ternura de hombre, su constelo de esposo, su amor de amante, su personalidad inconmensurable que siempre en todo momento, la defendió y en la cual ella se apoyó para ser feliz.
—Estás muy agitada —susurró él, tomando asiento a su lado y atrayéndola hacia sí.
—Cliff..., Fal estuvo aquí.
El esposo la apartó un poco para mirarla.
—¿Qué dices? ¿Que estuvo aquí? ¿Fue él quien te conturbó? ¿Por qué? ¿Qué deseaba de ti?
—Estaba borracho.
Cliff se puso en pie como impelido por un resorte. Ni Helen merecía ser turbada por un borracho ni Lyn merecía un marido desconsiderado.
—No te alteres, Cliff. Toma asiento. Tengo que decirte algo muy grave. Fal ha venido a decirme que tu coche estaba ante la casa donde ellos viven.
Cliff miró al frente. Tenia la frente arrugada y una extraña expresión en los ojos. No pensaba decirle a Helen que había ido a casa de Lyn a participarle lo que le ocurría, porque ella no creía aún que le ocurriera nada extraordi nario.
—Cliff... ¿Has estado allí?
—Sí.
—¿Sí?
—Helen, ¿qué piensas? ¿Por qué me miras así?
La joven, sensitiva en extremo, debido quizá a su enfermedad, le asió por un brazo y le oprimió contra sí.
—No pienso nada, Cliff. Nunca creeré nada malo de ti.
Cliff se puso de un salto en pie.
—¿Qué dices? —preguntó excitado—, ¿Qué es lo que te dijo ese borracho?
—Que..., que... —apretó los labios. Miró a su marido suplicante. Cliff se inclinó hacia ella y ¡ó miró largamente—. Cliff...
—¿Qué te ha dicho? ¿Qué desatino te ha hecho creer?
—¡Oh, no! No lo he creído Nunca creeré nada malo de ti, Cliff. Siéntate, por favor. No me mires así.
—Es que no acabo de comprender, Helen. No sé qué locura te habrá dicho ese hombre. Estuve en su casa, Helen es cierto. Fui a decirle a tu hermana que viniera a verte, que estabas algo delicada de salud... Helen..., ¿no me crees?
—¡Oh, sí! Dios mío, si no te creyera me moriría. Pero escucha, Cliff. Pasa algo muy grave en la vida de Lyn y Fal. Te digo, Cliff —se agitó—, que hemos sido muy egoístas. No nos preocupamos apenas de ella. Era una chiquilla. No sé quién pudo ser, pero lo cierto es que Fal considera que en la vida, de Lyn hubo un hombre antes que él. Al ver tu coche parado allí...
Cliff se estremeció a su pesar.
—¿Cree que yo..., que yo...?
Helen sólo movió la cabeza afirmando.
—Loco, más que loco. ¿Yo? ¿Con tu hermana? Pero eso es..., absurdo, monstruoso. Helen —gritó de pronto excitado—, si existió un hombre en lá vida de tu hermana, ya sabemos quién es.
—¿Cómo?
—¿No lo comprendes? —se alteró—. ¿No te das cuenta? Fal no puede trabajar en parte alguna porque lo despiden... Es hombre que vale. Ingeniero competente... Lo cual quiere decir que la persona que está metida en esto, tiene sobrada influencia como para dominar a casi todos los industriales de Nueva York. Yo puedo ser esa persona. Pero no lo soy. Sólo hay otra que puede serlo. Tú sabes muy bien que jamás a mí se me hubiera ocurrido hacer daño al marido de tu hermana y mucho menos pervertir a Lyn.
—Doug Dickinsor —susurró Helen con un hilo de voz.
—El mismo. Te juro, Helen —gritó Cliff, poniéndose en pie—, te juro que esto va a costarle muy caro. Pero que muy caro. —Y súbitamente, cariñoso, inclinándose hacia ella—: Helen. Helen querida... Nunca, jamás se me ocurrió engañarte, y tú lo sabes. Sabes también que soy demasiado íntegro para abusar de la inocencia de tu hermana. Voy a llamarla ahora mismo, Helen. Que venga a verte. Que nos diga...
—No, Cliff —susurró la esposa, tirando de su brazo—. Tú no. Tú vivirás al margen de la intimidad de Lyn. Se moriría de vergüenza si supiera que tú... conoces lo ocurrido; Soy yo, Cliff, que nunca supe hacer de madre para ella, quien la consolaré y le diré qué puede hacer en el futuro,
* * *
Sonó el timbre del teléfono. Lyn miró ante sí con desaliento. ¿Pal? Creía conocerlo un poco. Sí, quizá lo conociera mejor que él a ella. Fal no podría desmentir jamás su procedencia. La falta de principios que a otros les sobraban. Un ingeniero a falta de tesón. Un corazón salvaje que ama y no sabe por qué ama. Cierto que ella tuvo aquella desgracia. Insinuó lo bastante para que él se diera cuenta. Por lo visto sólo lo sospechó y no quiso la confirmación. Cuando la tuvo demasiado real, no pudo vencer el despecho. Debió haberlo vencido.
La vida podía haber empezado en aquel instante. Sin pasado y sin futuro. El presente para los dos. No supo, o no quiso, o prefirió de nuevo la soledad.
El teléfono seguía sonando.
Alargó la mano con desgana y asió el receptor.
—Diga.
—Lyn...
Era la voz de Helen. Una voz diferente. ¡Pobre Helen! Sintió como un desvanecimiento espiritual. No podía pensar en sí misma, en su tragedia, teniendo tan cerca la de Helen.
—Helen... —susurró—. ¿Qué? Dime. ¿Qué quieres de mí?
—¿Estás sola?
—Sí.
—¿Fal?
No le diría la verdad. Tenía bastante con sus angustias personales, que, aun cuando desconociera totalmente su origen, sin duda las sentía.
—Ha salido.
—¿No puedes venir a verme antes de qué regrese?
—Hoy no, Helen. Iré mañana por la tarde.
—¡Tantas horas, Lyn!
La joven apretó los labios.
—Iré tan pronto pueda, Helen. Te lo prometo.
—No me faltes.
—No.
—No me faltes —insistió—. Necesito verte, Lyn.
—Te prometo que mañana, tan pronto pueda, iré a verte.
Colgó y quedó ensimismada. Tal vez Fal volviera. Tal vez todo pudiera arreglarse. Quizá ella le diría el nombre de aquel hombre. O no. Sin decírselo, Fal comprendería.
No se acostó. Permaneció allí toda la noche, espiando cada ruido, cada crujido en la escalera. Fal volvería. No podía abandonarla tan vilmente. Le daría opción a una explicación. Ella podría decirle que Cliff nunca. Cliff era demasiado digno para caer tan bajo.
Le explicaría lo de Helen. Fal comprendería e irían los dos a ver a Helen. Empezarían unas relaciones familiares que jamás existieron entre ellos.
Las horas transcurrieron. Oyó dar la una, las dos, las seis, la ocho de la mañana. Continuaba allí, hundida en el diván, rezando, con las manos juntas, espiando cada ruido de la casa. Oyó primero los coches del amanecer en la calle. Vio cómo se apagaban las luces y Nueva York se encendía de nuevo con la luz brumosa del amanecer. Nunca vio un amanecer en Nueva York. Se puso en pie y se acercó a la ventana. Hacía frío o lo tenía ella. Se arrebujó en la bata. Nueva York renacía otra vez. La bruma apenas si permitía ver los faroles de la calle, los transeúntes que caminaban presurosos con el cuello alzado y las manos hundidas en los bolsillos del gabán. La parada de taxis iba nutriéndose. Los taxistas hablaban unos con otros, restregándose las manos, despidiendo por sus bocas un espeso vaho.
Se retiró de la ventana y volvió a hundirse en el diván. Le dolían Jas sienes. Las oprimió con sus dedos. Era demasiado sensible. Todo le afectaba. Siempre fue así. Nunca podría explicarse cómo ocurrió aquello, siendo ella tan contraría al pecado. Promesas y más promesas. Su juventud. La virilidad de Doug... Su inexperiencia... Suspiró. De súbito un sollozo agitó su pecho.
Oyó los pasos del lechero, el ruido que hacían las botellas al ser depositadas ante la puerta de los pisos. Oyó la voz aguda de la portera, llamando al barrendero. Los pasos de los vecinos que salían de sus casas en dirección al trabajo. El ascensor, con su zumbido característico, subiendo y bajando...
* * *
Anochecía. Lyn salió de la casa y miró ante sí. La misma bruma del amanecer. Las luces de la calle envueltas en un vaho espeso que apenas permitía la visibilidad. Los transeúntes que iban de un lado para otro, muy ajenos a las tragedias de los demás, rumiando quizá sus propias tragedias.
Fal no había vuelto. Horas y horas espiando los ruidos de la escalera. Y ya al atardecer, alguien llamó a la puerta. Corrió a abrir. Quizá Fal había perdido el llavín.
Se encontró con un muchacho desharrapado. Tenia mocos en la nariz y las orejas muy rojas a causa del frío. Medio desnudo y descalzo, parecía un golfillo.
—¿Miss Lyn Hart?
—Sí.
—Tenga esto. Me lo dio un señor en el aeropuerto para usted.
Lo tomó con mano temblorosa. El chiquillo echó a correr escalera abajo. Ella no cerró la puerta porque se sentía como desfallecida. Oyó las voces di la portera riñendo con el chiquillo. “Harapiento mendigo, ¿no os tengo dicho que no se puede subir a los pisos?”
Oyó los pasos del niño correr calle abajo.
Cerró la puerta. Se quedó envarada, temblando, con el papel en la mano.
Lo desplegó y pudo ver la letra desigual de Fal...
“Tomo el avión en este instante. Me voy a Australia.. Si puedes, rehaz tu vida. Yo pienso hacerlo tan pronto pueda. Adiós.”
Se estremeció recordando aquel instante. Apresuró el paso, como si tuviera miedo a arrepentirse. Iba a casa de Helen. Se lo había prometido. ¿Qué importancia podía tener su tragedia comparada con la de su hermana?
Fal se había ido... Bien. No lloraba al hombre. No. Nunca pudo amarlo, porque él nunca hizo nada porque lo amara. O por lo menos ño supo hacerlo, aunque lo hubiese intentado. Cuando no era un arrebatado, era un despiadado insultador.
Tomó un taxi en la parada y se hizo conducir a casa de su hermana. Vivían en un palacete, en una avenida residencial. Lo tenían todo para ser felices y Helen... se moría. Dios siempre da una cruz. Ella tenia la suya. Carecía de todo y tenía salud. Helen lo poseía todo y se moría.
Agitadísima, tratando de dominarse, atravesó el pequeño parque y subió corriendo la escalera. Bruna, una de las doncellas, al verla exclamó:
—Qué bueno verla de nuevo por aquí, señorita Lyn.
La joven sonrió.
—¿Dónde podré encontrar a la señora?
—En el saloncito. Los niños están con ella.
Atravesó el vestíbulo. De una puerta lateral salió Cliff en aquel instante.
—Lyn —llamó. Le hizo una seña y la joven acudió a su lado—. Pasa un momento aqui.
La miró analítico. Ella no comprendió el significado de aquella mirada. Quizá nunca lo comprendiera.
Cliff buscaba en la delicada persona de Lyn una justificación a lo ocurrido junto a Doug. Delicada, fina, sensitiva. Una gran muchacha. No era culpable de lo ocurrido, por supuesto. Eran ellos, Helen y él, los responsables, por haberla dejado en libertad, por haberla abandonado cuando aún era una criatura. Evocó a su pesar aquella época. Helen y él de fiesta en fiesta. Incluso los niños abandonados. Se pasaban semanas enteras sin verlos. ¿Y Lyn? Lyn era la hermana pobre que trabajaba. ¿Dónde? Nunca pensó averiguarlo. Sintió un íntimo remordimiento e, impulsivo, como si pretendiera justificarse ante ella, sin decirle nada le asió una mano y se la oprimió cálidamente. Lyn se sintió turbada.
—Cliff —susurró—, Fal... no ha vuelto.
—¿Se... ha ido?
Asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Volverá —dijo alentador, pero sin creer en sus palabras—. No creo a Fal hombre capaz de olvidar a una mujer como tú.
No respondió. Quedó cortada, muda ante él.
—¿Y Helen? —preguntó al rato.
—Ya la verás. Ella no lo nota, pero la verdad es que se apaga cada día. Le he dicho que estuve en tu casa. No alargues la conversación por ahí.
—Descuida.
—Ve, seguro que te está esperando.
Se alejó. Cliff aún permaneció en la puerta un buen rato, como absorto, sombrío, indignado contra aquel hombre llamado Doug. Un día sentiría el peso de su mano. Estaba seguro de que no podría volver a mirarlo cara a cara sin sentir asco. En aquel instante experimentó un odio mortal. Pero no sólo hacia Doug, sino hacia sí mismo, por haber abandonado a aquella chiquilla a su suerte.