XII
Creyó que se iba a comer fuera. No fue así. Cuando bajó al comedor, Álvaro estaba allí sin grasa, con los cabellos correctamente peinados, y como si nada hubiera sucedido.
Con naturalidad, dijo:
—Ya arreglé el auto…
Ella replicó con la misma naturalidad:
—¿Qué tenía?
—Las bujías.
—¡Ah!
—Podemos comer y dar un paseo. Hace una noche espléndida.
—Si es para ir a jugar una partida con papá, prefiero quedarme.
—Nada de eso. Nunca salimos juntos…
Pudo responder: «Porque tú no quieres». Pero dijo en cambio:
—Vamos, si quieres…
—Estaba pensando —dijo él, sentándose a la mesa junto a ella— que nunca hemos bailado juntos.
—No.
—¿Qué te parece si lo hiciéramos esta noche? Conozco una sala de fiestas recién inaugurada. Es estupenda.
—¿Fuiste tú?
—No, lo oí decir.
Y como ella permaneciera callada, exclamó sonriente:
—No creerás que yo ando a la caza de placeres femeninos.
—¿Puedo asegurarlo?
—Diantre, sí. Te lo aseguro yo y debes creerme.
Parecía olvidado de la disputa anterior. ¿Era un buen presagio? Pues, sí, porque en otra ocasión cualquiera se hubiera ido, y habría sido más duro.
—¿Y por qué he de creerte, Álvaro? Los hombres sois muy graciosos. Vosotros no creéis lo que dicen las mujeres, y en cambio, estas han de creer lo que decís vosotros.
—¿Y qué te parece si nos creyésemos mutuamente?
Ana sonrió.
—Eso me parece muy bien.
—De acuerdo. ¿Pactamos?
Y extendió la mano por encima de la mesa. Ana, un poquitín temblorosa, alargó la suya. Álvaro la tomó entre sus diez dedos y súbitamente la llevó a los labios. Aquella boca cálida sobre la palma de la mano abierta produjo en Ana un extraño escalofrío. Pero estoicamente soportó el contacto que la turbaba y sonrió ocultando su aturdimiento.
—Cuando nuestro hijo surja al mundo —dijo Álvaro de pronto, sin soltar la mano femenina—, le dejaremos con tu madre y nos iremos de viaje. Iremos a Egipto. Quiero admirar el Nilo en tu compañía.
—Y tú —dijo súbitamente—, que esperas al hijo para darle toda tu ternura, lo dejas con mis padres…
—¿Por qué no? No se trata solo del niño. No creo que nuestro matrimonio pueda variar solo por tener un hijo.
Una intensa emoción la invadió, si bien no quiso demostrarlo.
—Cuando el niño haya llegado…, hablaremos de nuevo sobre ese viaje. ¿Quieres?
—Sí.
Soltó las manos que tenía prisioneras y se arrellanó en la butaca. La miró largamente y dijo:
—Ve a vestirte. Esta noche nos iremos de farra.
—¿Cómo… dos novios?
—Pues, sí… Como dos novios, o si quieres, como dos esposos que desean echar una canita al aire.
Minutos después, Álvaro subía tras ella. Podía tomar la dirección de su cuarto, pero se detuvo en medio del pasillo, y de pronto dio la vuelta y se dirigió a la habitación de los huéspedes.
* * *
Se miraron a través del espejo. Ana parpadeó. Álvaro se quedó en el umbral, mirando a un lado y otro, para volver siempre al espejo, cuyo cristal devolvía la temblorosa imagen de su bonita esposa.
—Es reducido este cuarto —dijo él con naturalidad—, pero agradable.
—Sí.
—¿Nunca has tenido miedo?
—¿Miedo? —se cepillaba el pelo—. ¿De qué?
—De la soledad.
No respondió. Cepillaba el pelo con más brío.
—Di. ¿Nunca?
—¿Tú… lo has tenido?
Álvaro entró y cerró la puerta con el pie. Se sentó en el borde del lecho. Abrió las piernas. Su postura no era correcta, pero sí cómoda. Tenía un cigarrillo entre los labios y cerraba un ojo a causa de la espiral que ascendía. Ana en ningún momento dio la vuelta. Le veía a través del espejo y era más que suficiente, pues su azoramiento crecía de punto más y más. En aquella circunstancia tenía una sensación nueva, como si se hubiera casado poco antes y estuviera sola con Álvaro por primera vez. Y es que, en realidad, el hombre buscaba su intimidad, muy distinta esta a la que había vivido hasta entonces.
—Pues, sí —dijo Álvaro, retirando el cigarrillo de la boca y dándole unas vueltas entre los dedos—, he sentido la soledad en mi niñez. Una soledad que fue como un zarpazo en pleno rostro, hasta que cumplí los quince años. Después fue una soledad distinta. Tú no conoces esa sensación.
—No. Quisiera que tú tampoco la hubieras conocido.
—Pero la conocí. Es triste, ¿sabes?
Se puso en pie y fue hacia ella. Se colocó a un lado del tocador y rozó con sus dedos unos tarritos de porcelana.
—Mira que las mujeres tenéis cosas para poneros guapas. Claro que —rio— tú lo eres sin estos potingues.
—¿Lo soy? —parpadeó—. Nunca te lo oí decir.
La miró de frente, con asombro.
—¿No te lo he dicho nunca? ¿De veras? Es extraño, porque siempre lo pensé. Siempre me pareciste la más guapa de las mujeres.
Ana le hurtó la mirada. Estaba púrpura.
—¿Y esto para qué sirve?
Y levantó unas pinzas.
—Para depilarse las cejas.
—Qué curioso. Es la primera vez que veo esto.
—¿Es que nunca has conocido mujeres?
—Sí, muchas —volvió a reír con desenfado—. Muchísimas. De soltero todos los días y a todas horas. De casado solo a ti. Pero te advierto que una mujer para mí fue siempre un objeto placentero. Nunca me detuve a observar los detalles que las rodeaban.
—Has sido un indiferente.
—No. He sido un hombre que compró el amor, pagó por él un precio determinado y lo olvidó.
—¡Siempre!
—Hasta que… te conocí a ti. Entonces sentí lo que era el amor, no ese amor mercenario al cual estaba habituado.
—Distinto…
—Sí, muy distinto.
No dijo nada. Se pintó los labios. Él la miraba complacido, como si la viera por primera vez.
—Es extraordinario —dijo.
—¿Qué es lo que te parece extraordinario?
—Todo eso. Esos tarritos, la forma en que os_ arregláis…, todo.
—¿No… te agrada?
Estaba roja como la grana. Él si lo notó (y lo notó), dijo como si no lo notara:
—Me agrada, claro. ¿A qué hombre no le agradan los cachivaches de su esposa? Pero me parece extraño que nunca me haya fijado hasta hoy.
—Es que nunca te detuviste así.
—Puede que sea eso.
—Bueno —dijo Ana de pronto—. Se nos hace tarde.
—¿Tarde? ¿Para qué?
—¿No has dicho que íbamos a salir?
—Es verdad —giró en redondo—. Te espero en el salón.
Quedó desilusionada. ¿Obraba así Álvaro deliberadamente, o era él así porque sí?
* * *
Vestía un traje de noche precioso, de color negro, apretado, descotado y sin mangas. Llevaba en la mano una capa de visón. El único adorno era un collar de finas perlas en torno al cuello. Su pelo rubio y sus verdes ojos sobre el color negro de su traje y el mate de su piel formaban un contraste realmente extraordinario. Estaba hermosísima. Álvaro vestía de etiqueta y en el ojal llevaba una flor blanca.
El tocadiscos automático funcionaba en aquel instante.
—¿Te gusta esta música? —preguntó él al verla entrar.
—Sí, es pegadiza.
—Verás, voy a apagar las luces, atenuarlas un poco, bajo el diapasón de esa voz y…
—¿Y qué?
—¿Por qué parpadeas?
—Serán las luces.
—Puede que sí —las atenuó. Dejó una sola encendida. Fue hacia ella—. Ana, estoy pensando que este salón también puede hacer de sala de fiestas.
Se estremeció. ¿Lo entendía? Sí, pero tenía miedo a equivocarse.
—¿Me comprendes?
—No del todo…
—Si bailáramos aquí…
Ya la tenía enlazada. La pegaba a su cuerpo.
—Ana —dijo con voz enronquecida—, esta sensación de posesión…
—Cállate, Álvaro…
—Esta sensación…
Le hablaba al oído. Resultaba turbador todo aquello.
—Ana…
—Sí…
—Te quiero, Ana. Lo sabes, ¿verdad?
—Sí…
—Y ya no me importa que me hayas rechazado siendo chófer. Tú lo has explicado todo…
—Te quise desde el primer momento.
Cesó de bailar.
—Ana, repítelo otra vez.
—Y tantas veces…, todas… —se ahogaba. Él la apretaba contra sí, más y más—. Todas las que quieras.
Una, dos horas. El salón estaba solo. El tocadiscos seguía sonando y en la penumbra, allí en el canapé, la voz suave, queda, de Ana, dijo:
—Llévame de viaje mañana mismo.
—Sí, mi vida. Mañana mismo…
* * *
—Estoy tan emocionada…
—¿Sí?
—¿No sabes? Ana y Álvaro desaparecieron.
—¿Cómo?
Y doña Calixta se asustó.
—Sí, mujer. Nunca han querido lastre, se apartan siempre de todo el mundo. Y, de pronto, ¡hala!, se van a pasar por ahí una segunda luna de miel.
—¡Cómo cambian los tiempos! ¿Verdad?
—Verdad, sí. Yo pienso que fui tonta. Debí casarme.
—¡Es tan emocionante el matrimonio!
—Ana está muy enamorada, ¿sabes?
—Lo sé.
—Y Álvaro… ¿Por qué se habrán ido? Figúrate que llaman por teléfono a sus padres y les dicen: «Nos vamos». Y se fueron.
—Así se hace.
—Nunca debí hacer caso a mi padre. Arturo debió morir con el esfuerzo de hacer fortuna.
Arturo vivía a la vuelta de la esquina y doña Patro nunca lo supo. Seguía, pues, con su ilusión.
—¿Fue el que más quisiste?
—Fue el más sincero.
* * *
—¿Por qué se habrán ido?
—Porque se hartaron de la ciudad.
—Pero Antonio…
—¿Te decides por la reina o por el caballo?
—Por la reina. Pero te digo que no debieron salir de viaje en el estado en que está Ana.
—Álvaro se cuida de ella. ¿Tú qué dices, señor cura? El padre Diego seguía los incidentes del juego y sonreía. Suavemente, dijo:
—Estoy seguro de que Álvaro cuidará de Ana muchísimo más que una docena de médicos.
—¿Lo ves?
—¿Qué sabe un cura de todo eso? ¿Qué conoce Diego de Ana y Álvaro?
—Nada, Leonor, eso es verdad.
Y el padre Diego, sonriendo beatíficamente, añadió:
—La reina no, Leonor. Perderás el juego…
—Tú sabes tanto de juego como de matrimonios.
Y movió la reina otra vez…
Perdió el juego, y Diego se despidió riendo suavemente.