XI

Lo supo quince días después y se quedó como paralizada. No fue un médico extraño. En aquella ocasión ella tenía que pedir parecer a su padre. Este la miró, le pasó un brazo por los hombros, la atrajo hacia sí y le dijo tiernamente:

—Los síntomas son de embarazo. Pero no vamos a precipitarnos. Antes de comunicárselo a tu marido te llevaré a un compañero. Él dirá lo que ocurre.

Y ocurrió lo esperado. Era… era extraordinario, y sintió como si la emoción le apretara la garganta. No tuvo más remedio que llorar. Y los dos médicos la contemplaron enternecidos.

—Eres de una sensibilidad extremada, hija mía —le decía su padre al regresar de la clínica de su colega—. Está bien que llores, pero no sigas sintiéndote estremecida.

—Es que… es lo mejor que podría ocurrirme, papá.

—Lo comprendo, pequeña. El otro día Álvaro y yo hablábamos de eso.

—¿Tú… y Álvaro?

—Álvaro nunca me dijo que deseaba un hijo, pero hay cosas que los hombres no necesitan decir para que otros hombres las comprendan. Abordamos el tema sin darnos cuenta ninguno de los dos. Álvaro dijo que él no conoció a sus padres, y que si tuviera un hijo, sería un hombre completo, porque derramaría en él toda la ternura que siempre echó de menos.

—Álvaro es… muy bueno —dijo tan bajo que su padre lo adivinó más que lo oyó.

—Y tú le adoras.

—Sí.

—Y él te adora.

—¿Tú… crees? —no pudo por menos de preguntar.

Don Antonio condujo con una sola mano y con la otra oprimió los dedos temblorosos de Ana.

—Álvaro te quiso como un loco desde el primer instante. Tú, que eres mujer, ¿no lo has comprendido así?

—Nos fijamos en los demás, pero no siempre vemos lo que nos incumbe a nosotros.

—De todos modos, tú sabes que Álvaro te quiere.

—Sí, oh, sí.

—¿Necesitas que te acompañe a casa?

—Prefiero decírselo yo.

—Me parece lo más justo.

La dejó frente a su bonita villa, regalo de doña Patro. Le dio un beso en la frente y le dijo:

—Al tiempo de decírselo a tu madre y tu tía Patro, tendré que dar orden de que hagan tila en la cocina. Hasta luego, queridita.

Álvaro no había llegado aún. Se sentó en la salita, junto a la ventana. Se sentía como si fuera otra mujer. Un hijo de Álvaro, de unos momentos de intimidad incomprensible. Suspiró. Sentía en sí como una súbita plenitud, un completo ahogo de infinita felicidad. Y pensó en las palabras de su padre, dichas por Álvaro. Deseaba tener un hijo para derramar en él toda la ternura de la cual él había carecido. En realidad, ¿qué sabía ella de Álvaro? Que fue durante unos meses chófer de su casa. No sabía de dónde venía ni a dónde pensaba ir cuando dejara su empleo. Y después sabía que era dueño de un garaje monumental, que había heredado a un tío que residía en Argentina… ¿Qué más sabía de Álvaro?

* * *

—Hola.

—Pasa.

—Pareces encogidita como un gatito —rio yendo a su lado.

—Ven, siéntate ahí.

Le señalaba una butaca frente a ella.

—Estás pálida.

—Fui al médico esta tarde.

Álvaro frunció el ceño.

—¿Por qué no me lo has dicho? ¿Qué tienes?

—Voy a tener un hijo.

Así, a lo simple, sin rodeos ni rubores. Álvaro se irguió, la miró, rio a lo tonto, y de pronto se inclinó hacia adelante y dijo con incontenible anhelo:

—¿Es… verdad?

No usó la boca para responder. Veía la emoción de Álvaro. Ella sentía aquella emoción en sí misma. Asintió por dos veces con la cabeza.

Álvaro se puso en pie. Se quedó erguido ante la ventana. Tenía las largas piernas abiertas y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón.

—Ana —dijo de súbito, sin volverse—. Yo no he conocido a mis padres.

Sintió un nudo en la garganta. Iba a saber cosas de Álvaro, él se las iba a decir. Era preciso no alterarse, doblegar su emoción, hacer de aquel momento crucial un instante corriente y vulgar. Era, o lo presintió, como si un toro estuviera ante un hombre dispuesto a saltar sobre él, y el hombre se mantuviera quieto para no espantar el toro.

—Siéntate, Álvaro —dijo bajo.

El hombre dio la vuelta y se sentó. Había en sus ojos color castaño una luminosidad como si de pronto toda la luz del día convergiese en ellos.

—Me crio una vecina —dijo—. Murió cuando yo tenía…, no lo sé, pero creo que muy pocos años. Mis padres murieron al principio de la guerra, o antes quizá. Nunca lo supe con certeza. Sé únicamente que sentí su falta y que dolía…

—Esa soledad —dijo ella con aparente naturalidad, pero sintiendo cómo un nudo de emoción apretaba su garganta— es como un monstruo que enseña las primeras letras. Pero enseña y ayuda…

—Sí, pero hay que tener mucha voluntad para no reírse del monstruo.

—Tú no te has reído.

—Nunca. No era niño que supiera reír. ¿Y sabes? —rio como si no diera importancia a sus propios sentimientos—. Desde muy niño me dije: «Cuando sea hombre y me case, tendré hijos, los anhelaré con ansiedad y la vida me los concederá. Y Dios se apiadará de mis soledades, y daré a mis hijos esa anhelante ternura de la cual carecí siempre».

—Dios te dará ese hijo, nos lo dará a los dos.

Puerilmente, dijo él con avidez:

—Tienes que cuidarte mucho.

Y ella, riendo un poco irónica, preguntó con ternura:

—¿Por mí, o por el niño?

—Por los dos. Sin ti no tendré niño. Y sin niño no tendría dónde depositar mi ternura de padre. —Se inclinó hacia adelante y tomando las manos de Ana entre las suyas, dijo muy bajo—: Acabas de hacerme el hombre más feliz de la tierra.

La joven no contestó. Parecía reflexiva. Por un instante pensó si Álvaro la quería solo por aquel hijo que esperó anhelante sin participárselo, y que llegaba y parecía llenar su vida. Aquel pensamiento se hizo obsesionante, y al otro día, cuando fue al dispensario, se lo explicó al padre Diego. Este dijo:

—Si cuando empiezas a vivir tranquila te obsesiona una idea absurda, tendrás que renunciar para siempre a la felicidad conyugal, y centrar en tu hijo toda tu ternura. Y ocurrirá lo siguiente: que con la ternura del padre y la de la madre, buscando los dos el objetivo de la vida en el niño, llegaréis a estropear al hijo, y, lo que es peor, acabaréis con vuestro matrimonio. Entonces sí que será imposible componer los desperfectos. Seguramente mi consejo en cierta ocasión —y sonrió pensando que, a su vez, Álvaro también lo había seguido, cosa que Ana nunca sabría, como tampoco sabría Álvaro que oía las confidencias de su esposa— lo seguiste al pie de la letra, ¿no es cierto?

—Sí.

—Pues sigue este otro. Cuídate, espera al hijo con ilusión, pero no hagas de este un obstáculo para tu vida conyugal. Sigue siendo sincera con Álvaro, no te calles lo que de este te parezca mal. El hombre, Ana, aunque sea pobre, y muchas veces por serlo, más aún, necesita a la mujer. La necesita para sí, ¿me entiendes? Y la vida de este niño os acercará. Sería la primera vez que un hijo separa a sus padres.

Se alejó reconfortada. Tenía razón Diego. ¿Por qué Diego, siendo cura, conocería tanto la sicología de los hombres y las mujeres? A lo que Diego respondería si la oyese: «Porque mi carrera se basa, precisamente, en el ser humano».

* * *

Estaba en la terraza. El embarazo no había deformado su cuerpo. No sentía molestia alguna. Continuaba siendo esbelta y bonita, más bonita si cabe, con aquella luminosidad madura en la mirada.

Bajo la terraza estaba Álvaro. Tenía alzado el capó del auto y manipulaba en el motor del «Opel».

—¿Qué le ocurre? —preguntó ella recostándose en la balaustrada.

—No lo sé. No arranca.

—¿Tienes que usarlo ahora?

—No. —La miró. Tenía las manos llenas de grasa y el pelo alborotado—. Fui a ponerlo bajo el cobertizo y no pude. Tengo que saber lo que tiene.

Descendió hacia el parque. Se quedó de pie frente a él. Álvaro manipulaba en el motor. Parecía enfadado.

—Seguramente es el carburador.

—¿No entiendes de mecánica?

—Naturalmente. Pero no siempre se logra una victoria, aun siendo un técnico, y yo no lo soy.

—Debieras tener chófer —apuntó con naturalidad.

Nunca debió decirlo. Álvaro levantó la cabeza y se la quedó mirando fríamente.

—No lo necesito.

Aún no se dio cuenta.

—Son muy necesarios. Te sacan de un apuro…

—¿A ti… te ocurría?

No recordaba que él había sido su chófer. Con naturalidad, dijo:

—No siempre. Hemos tenido muchos, hasta que yo aprendí a conducir. Después papá dijo que no lo necesitábamos. A veces hacen algo práctico, pero recuerdo que una vez…

Él la atajó con sequedad:

—Despreciaste a uno.

Entonces sí se dio cuenta de que no debía haber rozado aquel tema.

Aturdida, inquieta, con un balbuceo, dijo:

—No…, no iba a decir eso… Creo…, creo…

No podía soportar la quieta mirada de Álvaro en su rostro. Giró en redondo y se alejó. Álvaro limpió las manos en una estopa y fue tras ella. Parecía indeciso, pero a la vez alterado.

—Ana.

Ella se detuvo cerca del hall. Una mano temblorosa se apoyó en la pared. Estaba de espaldas a él. No podía mirarlo en aquel instante.

—Siento… —dijo él muy bajo— haber provocado esta escena.

—La provoqué yo. Pero no debiste darte por aludido.

—Fui tu chófer.

—Otros lo fueron antes que tú y otros después. No creo que eso haya sido un delito.

—Tal vez no. Pero yo…

Se volvió al fin. Los bonitos ojos brillaban.

—Tú has tenido a menos ser mi chófer. Luego fuiste mi marido. ¿Crees, acaso, que he relacionado uno con otro alguna vez?

—Por supuesto que no —replicó áspero—. Serla humillante para ti relacionar a tu marido millonario con aquel pobre diablo. Le rechazaste sin ninguna compasión.

—¿Qué debo responder a eso? —preguntó ahogadamente.

—¿Acaso tienes argumentos?

—Eres… ofensivo. —Y con energía—: Sí, los tengo. Los tengo múltiples, pero no quiero hacer uso de ellos.

—¿Temes ofenderme?

La lastimaba sin piedad. Giró en redondo y huyó de él. No le sirvió de nada. Parecía sentir morboso placer en vivir escenas retrospectivas. Era la primera vez que se gozaba en detener el tema, el tema que le había apartado de ella, aun queriéndola y deseándola tanto.

—Ana —llamó, entrando tras ella en la salita.

Ana no quería llorar ni que viera su desesperación. Doblegó su estado de ánimo y le hizo frente. Retándole con la mirada, exclamó:

—¿Qué decías?

—Me pregunto si te habrías casado con el chófer.

—No.

—¿Lo ves?

—No me hubiera casado con él. El chófer fue atropellador, impetuoso. Yo era una niña.

—Una bonita disculpa.

—No es disculpa —gritó sin poderse contener—. Es la verdad, pero tú nunca quisiste enfrentarte con ella. Con esa verdad. ¿Te das cuenta? Huiste de ella siempre que te fue posible, por temor o por cobardía. Pues, sí, no me hubiera casado con aquel chófer, pero tampoco me hubiera casado con el millonario si este no hubiera sido el chófer.

—Eso es muy complejo —rio.

Pero bajo su sonrisa había un mundo de zozobra.

—Sí, tal vez es complejo lo que digo, pero es cierto.

—No supiste que era el chófer hasta que estabas a punto de casarte conmigo.

—Lo que indica que podía retroceder y no lo hice… ¿No significa esto nada para ti? Medita, te conviene.

Y salió de la estancia dejándole desconcertado.