V

No fue a comer. Lo hizo sola y después fue a ver a su tía. Merendó con ella. Doña Calixta las acompañó. Se entretuvo oyéndolas. Más que dos mujeres casi ancianas, parecían dos colegialas recordando sus tiempos juveniles. Era delicioso oírlas. Parecía mentira que aún existiera tanta inocencia en el mundo, recopilada de modo particular en las almas de aquellas dos mujeres de cincuenta años y pico.

Salió como reconfortada. Necesitaba expansión. ¿Encerrarse en casa solo porque Álvaro no la invitaba a salir con él? Diego había dicho: «Luchar con las mismas armas». No se refería a esas precisamente, pero ella no era cura, ni una virtuosa con pretensiones de santa. Ella era una mujer humillada y tenía que levantar el pabellón de su dignidad. ¿Ante el mundo? No. ¿Lo sabía este? Nada, en absoluto. Ante el propio Álvaro, y que luego este le reprochara. Entonces sería el momento de poner las cartas boca arriba y saber al fin, de cierto, por qué Álvaro se casó con ella, cuando el papel a que la sometía podía haberlo hecho cualquier mujer de la calle. No. Diego podía decir lo que quisiera; pero ella no era una mujer de trapo, y puesto que tenía su orgullo y dignidad bien dosificadas, trataría, o bien de saber la verdad, o de destruir para siempre su matrimonio.

Frenó el auto ante una lujosa cafetería. Allí solían reunirse los de su pandilla. ¿Es que una mujer, por haberse casado, tiene que renunciar a sus amigos, a sus reuniones? Diego hubiera dicho que sí; pero ella no estaba de acuerdo.

Después de todo, ¿qué más quisiera ella que poder renunciar? Lo hizo al casarse con Álvaro, pues creyó que este compartiría toda su vida. Pero no; Álvaro parecía huir del hogar, y de ella, y de toda intimidad…

Empujó la puerta encristalada y oyó en seguida las voces amigas:

—Anita, Anita, que estamos aquí.

Con una sonrisa se aproximó a ellos. Los hombres se pusieron en pie. Las muchachas le hicieron sitio.

—Cuéntanos. ¿Qué tal el viaje?

—¿Dónde has dejado a Álvaro?

—Estás más guapa que nunca.

—Leímos vuestro regreso en el periódico local. Qué cara te vendes…

Frases todas vacías, pueriles… No, nada era como antes. Estaba a su lado y deseaba correr hacia la intimidad de su casa. Sí, sí, todo era muy distinto. Sintió pena. Si Álvaro se había propuesto deshacerle la vida, lo había logrado plenamente.

Los soportó durante media hora. Sostuvo una conversación trivial. Ya no la divertían los chistes de Paco, ni las exclamaciones de Inés… ¡Era todo tan distinto!

Subió al auto color quisquilla y lo condujo a través de las calles. Marchaba sin rumbo. No deseaba ir a casa de sus padres. A aquella hora su padre estaría en casa. Temía su mirada. Vagó durante más de una hora. No quería llegar a casa antes que Álvaro. Que esperara por ella. Que no creyera que lo aguardaba con ansiedad. Una triste sonrisa curvó sus labios. En realidad, por mucho que hiciera, dijera o pensara, era así. Lo esperaba anhelante.

«No soy una mujer decente —susurró—. Me trata como si fuera su amante y aún le amo más que a mi vida. Tiene razón Diego, ocurra lo que ocurra, escaparé de este sortilegio que Álvaro ejerce sobre mí».

A las once frenó el auto ante el chalet. El de Álvaro estaba allí. Lo vio, como en otra ocasión, paseando por el salón de un lado a otro. No había inquietud en su mirada, pero en la frente tenía una arruga profunda, paralela, cruzándola de un lado a otro.

¿Estaba preocupado por ella? Mejor. Le preguntaría de dónde venía. Y ella se gozaría en contestar que de donde le daba la gana. Sí; sería un placer.

* * *

Entró con desenvoltura. Se sabía guapa y joven. En aquel instante, muy poderosa. Estaba segura de que Álvaro le reprocharía su tardanza. Sería un placer indescriptible.

—Buenas noches —saludó entrando.

—¡Ah! —exclamó él—. Eres tú.

Así, como si en vez de llegar de la calle, bajara de su alcoba. Se quitó el abrigo y lo depositó sobre el respaldo de un sillón. Dio la vuelta con rapidez, creyendo encontrarse con los ojos duros reprobadores de su marido, pero Álvaro estaba sentado junto a la chimenea encendiendo tranquilamente un cigarrillo. ¿Es que no pensaba preguntarle dónde había estado?

—Parece que no nevará esta noche —dijo Álvaro tranquilamente, expeliendo una aérea voluta.

Hubo de hacer un esfuerzo para ponerse a tono, para contestar como él, seca y despreocupadamente. Pulsó el timbre y apareció Dora en el umbral.

—¿Podemos comer? —preguntó.

—Yo ya lo hice —saltó Álvaro.

Dora continuó en el umbral, como indecisa. Ana, tras la sorpresa que era una terrible humillación, dijo serenamente:

—Sírveme, Dora.

—Al instante.

Eran tan iguales… Ella podía reprocharle haber comido sin ella, lo cual era humillante ante la servidumbre. Él podía reprocharle su tardanza. No ocurrió ni una cosa ni otra. Ana se hundió en un diván, cruzó las hermosas piernas y exclamó alegremente:

—Esperemos, como tú pronosticas, que no nieve esta noche ni mañana. Detesto el frío.

—Aquí se está bien. —Se puso en pie—. Voy a salir.

Se mordió los labios. Iba a salir. Así, como si ella allí fuera un cesto. Estuvo a punto de gritar, pero Dora anunció en aquel instante que estaba servida.

Salió sin volver la cabeza.

Se encerró en la biblioteca y cogió un libro. Tal vez su lectura la distrajera. No lo consiguió. Pensó en Diego. ¡Resignación! ¿De qué le serviría? Estaba sometida a una tensión de nervios insostenible. La inconmensurable personalidad de él la aplastaba. La hundía más y más. ¿Y si le hablara claro? Si le dijera… Pero ¿qué podía decirle? La condenaba sin decir las causas. Ella necesitaba conocer los motivos. No podía vivir mucho tiempo de aquel modo. Tenía derecho a saber de qué se la acusaba.

Transcurrieron las horas. ¿Cuántas? Tres o más. El reloj del vestíbulo dio las tres y media. Se dispuso a levantarse para irse a la cama. Oyó el llavín en aquel instante, y se quedó inmóvil. Los pasos recios de Álvaro cruzaban el vestíbulo. No se detuvieron. Subían las escaleras… Entraba en la alcoba. Esta estaba situada sobre la biblioteca. Se oía todo desde allí; todo lo que ocurría en la alcoba matrimonial.

Espero con el alma en vilo. Él bajaría, entraría en la biblioteca y le diría: «¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te has acostado? Vamos, sube conmigo…». Y ella subiría, y tal vez en la intimidad de la alcoba se atrevería a preguntarle: «¿Qué te hice?». Sí, aquella noche se lo preguntaría.

Con un estremecimiento, oyó el seco ruido de los zapatos al caer al suelo. La cama al crujir bajo el peso del cuerpo masculino… Palideció. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Ocultó la cara entre las manos. Su cuerpo se paralizaba como si fuera una estatua. ¿Qué hacer? ¿Subir? ¿Sentir su fría mirada?

No, nunca. Así, de aquel modo simple, iba a quedar paralizada su vida matrimonial. Si aún él le preguntara al día siguiente… Sí, sí, se lo preguntaría seguramente. Y entonces surgiría la explicación… Sí, ocurriría así.

Se puso en pie, salió de la biblioteca, y, despacio, se encaminó a la habitación de los huéspedes, situada al otro extremo del pasillo. Se derrumbó sobre el lecho y quedó con los ojos llenos de lágrimas, muy abiertos, buscando un punto de apoyo en la oscuridad.

Eran las diez cuando entró en el comedor. Él estaba allí. La miró como todos los días, hizo un comentario del tiempo, bebió el café de un trago y se puso en pie.

—Seguramente no vendré a comer, Ana.

No contestó. ¿Qué podía decirle? De hablar tendría que reprocharle… ¡tantas cosas! Prefirió callar y morder su humillación y ahogar su honda pena. Álvaro se inclinó sobre ella, depositó un beso fugaz en la frente femenina y salió presuroso. Así, como todos los días. Como si aquella noche la hubieran pasado juntos…

* * *

Había transcurrido un mes. El método de vida de Ana y Álvaro no había variado. Para Ana era agotador. Se encerró en sí misma. Subía al auto y se alejaba tanto como podía. Detenía el auto en un paraje solitario y pensaba. Era torturante. Aun si dejara de amarlo… Pero cuanto más le faltaba, más le quería. Era… como un castigo. Pero ¿qué había hecho ella para ser tan duramente castigada?

Durante una semana esperó con anhelo que él le preguntara las causas por las cuales había dejado la alcoba común. No lo hizo. A finales de semana dejó de esperar y se cerró más en sí misma. Iba rara vez por casa de sus padres. Estos se lo reprochaban. Sonreía. Su madre le decía que adelgazaba de día en día. Daba una disculpa… Álvaro iba a visitarles todos los días. Tomaba café con su padre. Ella nunca coincidía. Lo procuraba. Juntos no podría disimular. ¿Qué se proponía Álvaro yendo a visitar a sus padres todos los días?

Aquella tarde estaba ante el padre Diego. Este la escuchaba en silencio, y cuando la voz fría se extinguió, se quedó mirando a Ana fijamente. La joven exclamó con voz ahogada:

—¿Qué? ¿Puedes decirme de qué me sirvió la resignación que me aconsejaste?

El padre Diego entrelazó las manos sobre el burdo tablero de la mesa y dijo serenamente:

—Ocurra lo que ocurra, una esposa nunca debe abandonar la alcoba matrimonial.

—¿Cómo? ¿Me culpas a mí?

—No, Ana. No te culpo. Te censuro.

—¿Me censuras?

—Sí. Estás obligada a unos deberes ineludibles. ¿Comprendes?

—Comprendo —se exaltó—. ¡Pero recuerda! Cuando nos casaste, dijiste: «Esposa te doy, y no sierva».

—En efecto. Pero también te dije que debías obediencia a tu marido.

—Diego…

—Sí, Ana. Vienes a mí en busca de apoyo espiritual. ¿Qué puedo decirte? Faltaste a tus deberes de esposa.

—Y Álvaro jamás me necesitó, por lo visto. No querrás que le pida humildemente perdón. No me preguntes por qué ha faltado.

—Ya. Hay un orgullo desmedido entre los dos. Y eso es… un pecado imperdonable. La humildad, Ana, es sinónimo de obediencia, de amor, de afecto, comprensión… Todo lo que le falta a vuestro matrimonio. ¿Te das cuenta? ¿Quién de los dos tiró la primera piedra? Desde el primer momento, tú.

—Dios mío, Diego, si le quiero con toda mi alma.

—Entonces debiste quererlo menos y ser buena. No ocultar tu amor como si fuera un pecado. Si no os decís todo lo que sentís… ¿qué confianza, qué intimidad, qué compresión, puede existir en vuestro matrimonio?

Ana no podía más. Ocultó la cara entre las manos y sollozó ahogadamente, sin poderse contener. El padre se puso en pie y colocó una mano en el hombre estremecido.

—Ana, sé razonable. Espera a Álvaro en casa. Vuelve a tu sitio. No intentes luchar contra la verdad de tu corazón. Provoca una conversación. No con gritos ni insultos. Con suavidad, como haría una esposa sumisa y razonable. Y, si puedes, busca armas blancas, llenas de ternura. Nunca la daga que suele usar el hombre. No hay cosa que el hombre admire más en la mujer que su debilidad femenil. Cuando el hombre halla en su compañera una mujer débil, llena de ternura y compresión, la protege, se siente responsable de su felicidad. La ama cada día más. Pero cuando la mujer equipara sus fuerzas a las suyas, la olvida. No cree que necesite protección. Espiritualmente la abandona. ¿Me entiendes?

—Pero ¿qué le hice a Álvaro?

—Primero lo rechazaste cuando era chófer… Y, no obstante, era el mismo hombre…

—Pero… yo amé a este hombre y no al otro.

—Precisamente. Y repito, no obstante, los dos eran la misma persona.

—¿Y apruebas la venganza de Álvaro?

—¿Venganza? ¿Crees en verdad que existe venganza? No lo creo yo así, Ana. Hay en todo esto un viso de sicología. Sí, complejos sicológicos que no todo el mundo puede comprender y disculpar. Álvaro necesita más disculpa que penitencia. Él sentía por ti lo mismo siendo chófer que millonario. Y, no obstante, tú te casaste con este último, lo que puede indicar que no te casaste con el hombre, sino con sus millones.

—Tú sabes que no es así.

—Yo sí lo sé. Pero Álvaro tal vez no.

—Le demostré amor.

Una tibia sonrisa pasó por los ojos del padre Diego. Con suavidad, dijo:

—Para los hombres como Álvaro, habituado a tratar a tantas mujeres de todas las razas y especies, el amor de una determinada tiene poca importancia. Álvaro no es hombre que vive pendiente de hallar el amor. Lo compró cuando lo quiso y lo obtuvo.

—Pero yo soy su esposa.

—Exactamente. Tenías que demostrarle que lo eras, y no has sabido o no has querido. Te lo indiqué así cuando estuviste a verme por primera vez. ¿Has seguido mi consejo? No.

—Él me obligó.

—No es cierto. Él salió aquella noche como salen muchos hombres. ¿Fue a ver a otra mujer? No, fue a jugar una partida en el club donde estaba tu padre y muchos otros hombres.

—Tú no sabes eso.

—Conozco a los hombres de esta ciudad. Sé sus costumbres. Y tú debieras conocer a tu marido. Los hombres no se atan como perros, Ana, se atan como hombres.

—O sea. Que soy culpable de todo lo que ocurre.

—En cierto modo. Si había algo que te desagradaba, haberlo dicho. Con la cara descubierta se va a todas partes. Con ella tapada tropiezas a cada instante. Y debiste tener en cuenta una cosa muy importante. Tu marido no era un forastero. Era tu marido, y tú lo has tratado como si fuera un viajero transitorio.

—Y él a mí…

—A estas alturas no irás a decirme, como una ingenua, que ignoras que el hombre es animalito débil, y va de la mano adonde la mujer lo lleva.

Salió confusa. Diego hablaba desde su posición de hombre… No, no, tenía que ser razonadora. Diego hablaba desde su pedestal de sacerdote.

¿Y qué podía hacer ella? ¿Qué era lo que podía hacer?