IX
Su padre y él llegaron juntos. Las tres mujeres estaban en la salita. Ana buscó los ojos de Álvaro. No pudo encontrarlos. Era lo que más le dolía. Aquella su mirada huidiza, que nunca se daba de frente. No pudo encontrar sus ojos durante toda la comida. Esta fue pesada, horrible. Sentía irreprimibles deseos de gritar, pero no lo hizo. Aún le quedaba un poco de sentido común. Sus padres y su tía, tan soñadora, tan confiada, no tenían la culpa de lo que le ocurría.
Cuando tomaban el café en el salón, Álvaro dijo de pronto:
—Mañana tengo que ir a Madrid.
Se estremeció. ¿Pensaba marchar solo? ¿Y por qué lo decía delante de todos?
Lo normal hubiera sido que se lo dijera a ella.
—¿Por mucho tiempo? —preguntó don Antonio.
—No sé. Una semana, dos; no sé.
—¿Solo? —preguntó su madre.
La miró entonces. No a su madre ni a su padre. La miró a ella.
Su mirada era inexpresiva.
—Pues sí. Ana puede quedarse aquí con vosotros. Así no se sentirá tan sola.
—No me quedo aquí —dijo ella sin poderse contener.
—Hija, mejor es aquí que sola con la servidumbre en tu casa.
—Prefiero estar allí, mamá —y trató de suavizar con una sonrisa la aspereza de sus palabras—. Comprende… Álvaro puede regresar de repente…
—Allá tú.
—La chica tiene razón —adujo el padre—, pero no sé por qué no vais los dos a Madrid. Esos viajecitos pueden ser como una segunda luna de miel.
—Es que no podré atender a Ana como se merece —dijo Álvaro, escapando de los ojos de su esposa—. Me llevan allí montones de asuntos, y Ana tendrá que estar sola en el hotel.
—De ese modo —saltó ella intentando evitar la violencia de él—, no me apetece el viaje.
—¿Sabéis que sois especiales? Diantre, hasta después de pasados cinco años de matrimonio, no había fuerza humana que me separase de mi mujer.
—¡Antonio!
—¿Qué pasa, querida?
—Yo creí que aún te dolía separarte de mí.
—Y así es. Pero ya siento un poquito menos la separación. Antes de los cinco años, me hubiera pegado con quien me lo dijera.
Se enzarzaron en una discusión que regocijó a la solterona y evitó la tirantez de los jóvenes. Más tarde, ya todos olvidados del viaje de Álvaro (menos su mujer y él), loa dos hombres jugaban una partida y Ana fumaba un cigarrillo sentada junto a su madrina. Leonor estaba sentada junto a los dos hombres, siguiendo muy interesada los incidentes del juego.
—No sé cómo puedes dejar que tu marido se vaya solo.
—¿Por qué, tía?
La solterona se ruborizó.
—Yo soy muy celosa, ¿sabes?
—Pero yo no.
—Es lo que no comprendo, hijita. Cuando se tiene un marido tan guapo…
—Estoy segura de su amor.
—¡Oh!
—¿Te has enamorado muchas veces, tía Patro? —preguntó, intentando y consiguiendo apartar los tanteos de la solterona.
—¡Oh, hijita! ¿Quién se acuerda de eso?
—Dicen que esos recuerdos no se borran nunca. ¿No hubo uno al que amaste más que a los otros? Siempre hay uno. ¿No?
La dama se dio a referir de nuevo todos sus amores. Ana le apretó la mano y la retuvo tiernamente entre las suyas. ¡Bendita inocencia la de tía Patro!
* * *
El «Opel» frenaba ante la villa. No habían cruzado una palabra en todo el camino. Pero Ana sabía que las cosas no iban a quedar así. Sería de todo punto imposible. Los nervios estaban prontos a estallar por encima de los consejos del padre Diego y de sus propios razonamientos.
Saltó al suelo y entró en la casa. Álvaro encerró el auto en el garaje, lo que indicaba que no pensaba volver a salir. Eran las once de la noche. Habían pasado en casa de su madre todo el día, en una sucesión de horas insufribles. Al tocar a su fin, era como si el agua en el vaso que había estado goteando todo el día, se desbordara y corriera libremente. Faltaba la última gota. Pero esta estaba pronta a caer sobre el vaso lleno.
Entró en la salita. La calefacción estaba encendida. Se oían las voces de Marta y Encarna en la cocina. Todo tenía sabor de hogar. El sabor de un hogar propio en el que tanto había soñado.
Creyó que él tardaría, pero Álvaro entró casi tras ella. De pie en medio de la pieza, con las piernas abiertas, encendió un cigarrillo.
—Marcho mañana a primera hora —dijo con voz inexpresiva—. Como no quiero despertarte, me despido ahora.
Era su voz lejana, fría…
Ana no pudo resistirlo. Alterada, exclamó:
—Y estarás satisfecho de tener una señora, dispuesta a satisfacer tus caprichos.
La miró asombrado.
—¿Cómo? No te comprendo.
Era el colmo. El temperamento impetuoso de Ana ya no podía más.
—Encima —apostrofó— hazte el mártir…
—¿Quieres explicarte mejor?
Y, al mirar, lo hacía tan fijamente que Ana sintió vergüenza y le dio la espalda. De pronto salió de la estancia, cerró de golpe la puerta y subió corriendo las escaleras. Era mujer, y abordar un tema de aquella índole la humillaba.
Álvaro aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance y giró en redondo. Minutos después empujaba la puerta de la alcoba de los huéspedes. De pie, junto a la ventana, de espalda a la puerta, estaba Ana.
—¿A qué vienes? —preguntó volviéndose de repente—. Te has propuesto que te odie y lo vas a conseguir. ¿Comprendes? —exclamó con súbito histerismo—. Te voy a odiar.
—No te comprendo en absoluto —dijo él, serenamente.
Era lo que más odiaba, aquella su serenidad cuando ella estaba deshecha por dentro.
—No soy tu amante —gritó sin poderse contener—. Soy tu mujer.
—Nunca lo he dudado.
—Eres muy cínico.
—Ana, te ruego que evites las palabras fuertes. Después… cuesta olvidarlas.
—Yo no puedo olvidar tus ofensas.
—Nunca te he ofendido. Nunca te ofendería. Si algún daño te hice, perdóname. Yo me he sentido muy herido y no te culpo de ello. Lo… peor… —dijo con voz opaca— es para mí.
Quedó desarmada. Fue a decir algo, pero Álvaro salía de la estancia a paso largo. Minutos después oyó cómo sacaba el auto del garaje y vio cómo este se perdía en la bruma de la noche.
Retrocedió paso a paso y se derrumbó en el lecho con desaliento. Una expresión desesperada brillaba en sus claros ojos.
Por un instante se había dado cuenta de lo que le dijo el padre Diego. No lo comprendió hasta aquel instante. Álvaro era víctima de sus propios tormentos. Y ella, como mujer, tenía el deber de ayudarlo. Pero… ¿le permitía Álvaro ayuda? Era demasiado orgulloso, demasiado metido en sí mismo.
Se preguntó desesperadamente:
«¿Cómo es posible que, por encima del amor que siente por mí, lo atormente y lo venza aquel recuerdo?». Diego hubiera dicho:
—Eso ocurre cuando un hombre ama demasiado. Cuando el hombre ama menos, no le da importancia a una negativa. Álvaro no hubiera deseado casarse contigo y se casó. Fue débil para su amor y su deseo, y ahora paga sus culpas. Sus culpas, que son tan débiles, que tú no comprenderás hasta que le ames con la misma fuerza que él te ama a ti.
* * *
El padre Diego se abrochaba la sotana con mucha calma. El padre Diego nunca se asombraba ni sobresaltaba, ni se alarmaba. El padre espiritual conocía muy bien al género humano, y Álvaro Atienza era, entre aquel género humano, el que mejor conocía, aunque él se empeñara en ocultarse en su propia cáscara.
—Siento haberle despertado…
—Pues no lo sientas, muchacho. Estoy habituado. —Y con una tibia sonrisa—: Si fueras tú solo… Pero yo hago de médico de la barriada, de cura, de consejero, de amigo, y a veces de padre. De practicante no digo, porque pongo inyecciones hasta a las vacas. Pasa y toma asiento. Hace frío, ¿eh? Cuando hay tantas necesidades, no debiera llover ni hacer frío. Pero el mundo es así, y así seguirá. ¿No te sientas?
—No, gracias.
—No puedo ofrecerte una copa. Aquí no tenemos más que agua, vinagre y alcohol.
—Marcho de viaje.
—¿Sí?
—Sí.
—¿Solo…?
—Solo.
—Bueno, bueno…
—Padre…
—Toma asiento, Álvaro; hazme el favor.
Se sentó de golpe. Estaba muy pálido y le temblaban los labios, de trazo muy viril.
—¿Adónde vas?
—A Madrid.
—Hombre, Madrid. Precisamente me encargaron unas inyecciones que solo las hay en Madrid. —Hurgó en el bolsillo de la sotana, y añadió, como si no diera importancia al viaje de Álvaro, pero sin perder detalle—: Creo que tengo por aquí la receta. ¿Te acordarás? Aquí la tengo.
—Deme. Me acordaré.
—Gracias, Dios te lo pagará.
Álvaro exclamó, impaciente:
—No he venido aquí a levantarlo de la cama solo por gusto.
—¿No? Bueno, me lo imagino, ¿sabes? Veamos qué te ocurre.
—Ana…
—¿Está enferma?
—No, no. Bueno…
—Llévala contigo —cortó el padre, dejando de hacerse el ignorante—. Si vienes a preguntarme…
—No vengo a preguntarle eso. Ayer dormimos en casa de sus padres…
—¡Ah!
—Me odia.
—¿Quién? ¿Ana? ¿Que Ana te odia? Siempre te consideré un hombre listo, Álvaro. Muy listo. Serás algo tonto para ti mismo, pero eso es perdonable.
—Ana odia la noche pasada a mi lado.
El sacerdote se preguntó qué podía hacer o decir. Era confidente del matrimonio, por separado. No podía traicionar a Ana, ni estaba seguro de cómo Álvaro tomarla las confidencias hechas por su mujer al sacerdote. Después de todo, él era un hombre, y Álvaro buscaba su apoyo como hombre que era. Pero Ana… Tal vez Álvaro nunca comprendiera que Ana y él eran como hermanos. Se criaron juntos, tuvieron los mismos profesores hasta que ella fue interna a un colegio aristocrático. Él ingresó en el seminario. Pero la amistad, la unión espiritual, persistía. Álvaro no lo comprendería nunca. Era preciso, pues, obrar con cautela. Él tenía el deber de aproximar al matrimonio, separarlo nunca. Los amaba a ambos por igual. A Ana por haber sido su amiguita desde niña, a Álvaro por ser marido de Ana y porque merecía ser apreciado. Era un gran hombre, pero estaba obcecado.
—¿Tú —preguntó de pronto— odias esa noche?
—¡Cielos! —exclamó exaltado—. Fue la noche más bella, más sincera y más pura de mi vida.
—Todo un poco complejo, pero te comprendo.
—Fue la primera vez que conseguí olvidar mis cinco años de soledad. Le aseguro que hasta olvidé esos complejos que usted dice que tengo…
—¿Y bien? ¿Por qué has vuelto a recordarlos?
—Ana no estaba allí cuando desperté.
—Recuerdo que esta mañana estaba en misa. Sí, lo recuerdo.
—¿En misa?
—Sí, en la que yo oficiaba.
—¿Y por qué?
—Ana es devota.
—Era un día que tenía que quedarse allí, esperar a ir a misa conmigo.
—Me pregunto, Álvaro, si das tanta importancia a los pequeños detalles.
—De pequeños detalles depende la felicidad.
—Y también la amargura. No hay que ser extremistas. Y en último caso, ve a tu mujer y pregúntale por qué no estaba allí.
—¿Yo? ¿Cree usted que soy un muñeco?
—¿Un muñeco? ¿A qué llamas tú muñeco?
—Mi dignidad…
—Alto, Álvaro. Hazme el favor de ser justo. La dignidad de un hombre la mido yo desde un prisma muy distinto. Lo primero que debe procurar un hombre, es hacer feliz a su mujer. Hacerla en la realidad. No provocando disputas y equívocos, haciendo de cosas triviales una montaña inabordable.
Álvaro se pasó los dedos por la frente y dijo de súbito:
—Ella tenía que decirme…
—Sí. Y Ana dirá: «Álvaro tiene que decirme…». Y así estaréis toda la vida. ¿Qué creéis vosotros, tanto tú como ella, que es el matrimonio? ¿Un juego de niños? Cuando sepas lo que es el Sagrado Sacramento del Matrimonio, vuelve a verme. Entretanto, déjame dormir.
—Creo —dijo Álvaro suavemente— que tiene usted razón. Me voy, no mañana. Ya no vuelvo a casa. Dígale usted a Ana que me he ido.
—¿Piensas… volver?
Lo miró con desaliento.
—Nunca podré vivir sin Ana —dijo con voz ronca. Y salió.
El padre Diego movió la cabeza de un lado a otro.
—Estamos ante dos niños.
Al día siguiente llamó a Ana por teléfono y le dijo:
—Álvaro estuvo ayer noche a verme. Se ha ido.
—¿Qué te dijo?
—Puedes imaginártelo…
Pero Ana no dijo que lo imaginaba ni hizo preguntas.