III

El auto color quisquilla se perdía en la noche. Eran las nueve en punto. Tenía el tiempo justo para llegar a casa, y si estaba Álvaro decirle que su padre los había invitado a comer.

Aceptaría, estaba segura. Cuando era un chófer no lo conoció. No se preocupó de ello. ¿A qué fin? Era un chófer, nada más. Lo trató como lo que era. Cuando apareció convertido en un potentado, ¿quién iba a pensar que era el mismo hombre? Ella encontró en él algo familiar. Su padre ni eso, pues apenas si había cambiado con él unas frases, siendo chófer. Es más, lo había visto una o dos veces y nunca reparó en él. Álvaro estaba al servicio exclusivo de su madre y ella. Su padre nunca reparaba en las personas a su servicio. Álvaro pasó por su vida como el agua sobre una roca lisa, sin dejar rastro ni huella. Por su vida fue distinto, porque Álvaro la hizo reparar en él. Fue un acto audaz, sin duda alguna. A ningún chófer se le ocurre declarar su amor a la señorita de la casa… Ella lo rechazó, como es lógico, y lo olvidó al instante. Se lo contó a su tía Patro. No esperaba que esta se lo dijera a su madre. Se lo dijo, pero Leonor, tras la indignación consiguiente, tuvo el buen acuerdo de no comunicárselo a su marido. Y su padre seguía sin saber que Álvaro,'cuando era chófer de su casa, tuvo la loca pretensión de desposar a su hija.

Se había desposado cinco años después. El auto color quisquilla aminoró un poco la marcha. Se divisaban las luces del chalecito. ¡Un nido de amor! Cuando existía amor. Pero allí no había tal cosa. Por parte de ella, sí. Era una estúpida. Pese a todo, le seguía amando. Ella quiso al hombre, sin pensar en el chófer ni en nada. Cuando lo supo, no le dio ninguna importancia. Pero tampoco entonces lo conoció. Al hombre que en sí era Álvaro, no. Lo conoció después, una vez casados, cuando nada tenía remedio, o quizá lo tuviera. ¿Por qué no? No, porque no; porque ella no podía hablar. ¿En realidad, qué podía decir?

Si fuera a su padre y le dijera:

«Papá, Álvaro me trató desde un principio como si yo fuera…, fuera… ¿Qué? No una esposa, desde luego. Una amante, una amiga barata, un X de la calle, encontrada en cualquier esquina. Álvaro es grosero y frío, y ordinario… Álvaro no tiene en cuenta mi condición de mujer. Yo soy para él un juguete. Una mujer que le entretiene, que le divierte… Una esposa, no».

¿Qué diría su padre? Estaba seguro de oír, clara y fría, su respuesta:

«No todos los hombres son iguales. Si no es como tú deseas, hazlo. Es tu deber. El deber de cualquier ser humano. Enseñar al que no sabe».

No era eso. ¡Oh, no! Álvaro sabía. Lo hacía adrede. ¿Se vengaba porque un día lo había rechazado? Nunca lo dijo, pero posiblemente era así. Álvaro, para ella, no era un compañero. Era una incógnita, un desconocido. Cada día más.

«Y lo odiaré —pensó con intensidad, al tiempo de aparcar el auto—. Llegaré a odiarlo tanto como lo he amado, como lo amo aún. Lo primero que ha de tener un hombre es consideración para la mujer que lleva su nombre. ¿O es que para todas las mujeres el matrimonio es así? Entonces reniego del matrimonio. Pero no, no es así. En mi casa, en mis padres, yo siempre he visto consideración, afecto, ternura, comprensión. ¡Un chófer! ¿Es que un exchófer no es un hombre como los demás?».

Veía a Álvaro tratar a los demás. Todo el mundo lo estimaba, lo que indicaba que era distinto.

Descendió del auto. Había luces en el saloncito. Veía la alta y delgada figura de Álvaro a través de la cortina. Estaba de pie, junto a la chimenea, y fumaba con nerviosismo un cigarrillo. Sus ojos parecían inquietos. Era una mirada que desconocía en él.

Al verla en el umbral, la expresión inquieta desapareció. Tiró el cigarrillo en la chimenea. Parecía sereno. Ana se preguntó qué le ocurriría segundos antes, cuando ella lo vio a través de los finos visillos.

—Buenas noches —dijo.

—Hace media hora que estoy en casa.

—Discúlpame. Fui a visitar a mi madrina.

No contestó. Dejóse caer en una butaca frente a la chimenea y extendió las manos. Comentó con vaguedad:

—Hace un frío tremendo.

Ana se quitó el abrigo y lo dejó sobre el respaldo de una butaca. Parecía muy joven, con los zapatos bajos y la faldita apretada. Llevaba un suéter oscuro, y su pelo rubio resaltaba más con él. Usaba un perfume suave, pero penetrante, voluptuoso. Álvaro arrugó la nariz, hizo un gesto extraño, pero nada comentó. Aquel perfume ya lo usaba Ana cuando tenía diecinueve años… Sí, lo recordaba muy bien. Y desde que volvió a verla, el perfume penetraba más aún que la propia atracción de la mujer.

Ana no se sentó. Se inclinó sobre la chimenea y con unas tenazas largas revolvió el fuego. Dos rojas llamas iluminaron sus facciones. Álvaro apartó la mirada con brusquedad.

—Papá nos invitó a comer —dijo, enderezándose y sin mirarlo.

—¿Sí?

—Si no vamos tendremos que advertírselo por teléfono.

—¿Y por qué no hemos de ir?

Lo miró. Los ojos color castaño de Álvaro parecían desafiarla. Estaba habituada a aquellas miradas indescifrables.

—Bien, si es que vamos a ir —dijo sin alterarse—, son las nueve y media. En mi casa comen a las diez. Tengo el tiempo suficiente para vestirme.

Él se echó a reír. ¡Su risa odiosa! Era lo que más le crispaba de Álvaro. Su risa y sus miradas.

—¿Vestirte? No lo comprendo. ¿Acaso no estás vestida?

—El que se siente a la mesa de mi padre, ha de presentarse correctamente.

Álvaro se puso en pie y la miró burlonamente desde su altura.

—Sois especiales. Vosotros, los ricos, tenéis unas costumbres desconcertantes.

—¿Nosotros…? ¿No eres tú del mismo gremio?

—¿Yo? —y lanzó una fría risotada—. No, querida. Yo he sido un chico pobre. Tan pobre, que a los quince años iba a una escuela nocturna para poder trabajar durante el día.

Se gozaba en hacérselo recordar continuamente. ¿Por qué? A ella no le molestaba. Cuando se casó con él, no se preocupó de su árbol genealógico. La tenía muy sin cuidado. Cierto que rechazó al chófer y aceptó luego al millonario, pero eso no era una razón para que Álvaro la juzgará. El chófer no la conquistó. Se mostró impetuoso y fiero, y quiso en un día lo que todo hombre consigue en un mes o en un año… Si ella quiso al millonario que supo conquistarla, ¿con engaños?, tal vez, de igual modo hubiera querido al chófer, si este hubiese empleado el método del millonario… ¿Los millones? Pues, no, no le interesaban tanto. Sus padres eran ricos. Su madrina millonada, y ella era, según decía tía Patro, su única heredera. ¿Para qué necesitaba ella el dinero de Álvaro?

Este, ajeno a los pensamientos de su esposa, siguió diciendo:

—Nunca supe que tuviera un tío en Argentina. La verdad, fui el más sorprendido cuando aquellos dos tipos tan elegantes me visitaron. «¿Se llama usted Álvaro Atienza?», me preguntaron. Yo dije: «Sí, ¿qué pasa? ¿Son ustedes policías? No cometí ningún crimen ni robé a nadie. Al menos por ahora». —Volvió a reír groseramente. Ana lo miraba censora. Álvaro continuó alzándose de hombros—. No, aún no había robado a nadie. Uno es honrado un cierto tiempo, pero llega a conocer la miseria.

Guardó silencio. Tenía el pelo muy negro, peinado hacia atrás, levemente ondulado, los ojos desconcertantes, de centelleante expresión, eran de color castaño claro, extraños en su rostro moreno terso. Debía tener treinta y cinco años, y un grupito de arrugas junto a los ojos rompía la armonía de su semblante brillante y terso, donde la poblada barba le daba una extraña y marcada virilidad. Era guapo, sí; y ella se casó locamente enamorada. ¿De aquel hombre que se revelaba? No. De un hombre delicado, afectuoso, apasionado y exquisito, siempre pendiente de sus gustos. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué el hombre cambiaba de aquel modo? ¿Cómo era en realidad? ¿Cómo lo conoció o cómo se presentó después?

—No eran policías —dijo, riendo, apartando de la mente femenina aquellos pensamientos—. Eran abogados. Dos abogados muy importantes. Cuando me dijeron que era heredero de un montón de millones, fui a la parroquia y le dije al señor cura: «Haga usted unos funerales que causen asombro en la ciudad. Con orquesta y todo». Fue algo fantástico.

Ana se apartó de él con precipitación y exclamó de espaldas:

—Te empeñas en ser grosero, mezquino y desconsiderado. ¿Por qué? ¿Por qué?

Y salió del salón sin esperar respuesta. Álvaro empezó a reír.

* * *

El auto circulaba por las calles iluminadas. Los Cafés estaban repletos. Las calles frías, casi desiertas. El «Opel» color azul pastel, conducido por Álvaro, atravesaba despacio aquellas calles, buscando la carretera general. Ana iba acurrucada a su lado. Vestía un elegante abrigo de visón y cubría la cabeza con un casquete muy femenino.

—¿Por qué? —dijo de pronto Álvaro, como siguiendo la conversación interrumpida en el salón—. Pues porque soy así.

—Cuando te conocí…

—¿Y cuándo me conociste, muchacha?

Lo miró. Las facciones de Álvaro estaban endurecidas.

—Di —preguntó fríamente—. ¿Cuándo me conociste?

Ana parpadeó. Se sentía muy menguada. ¡Cuánto hubiera dado ella por poder aproximarse a Álvaro, y tomando el brazo masculino entre sus dos manos, recostar la cabeza en su hombro y escuchar su voz! Una voz grata que ella recordaba hasta que se casó. Después, no. Nunca más. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho ella a aquel hombre?

Recordó su noche de bodas. Primero el viaje hacia aquel hotel… Un hotel desconocido. Pero ¿qué importaba? Estaba junto a él, junto a Álvaro. El único hombre, después de haber conocido a tantos, que la atraía como imán, y por el cual hubiera dado tanto… El viaje fue efectuado en aquel mismo coche. Ella llevaba el brazo de Álvaro prendido entre sus dos manos. Y recostaba la cabeza en su hombro. Iba silenciosa. También él. ¡Se sentía tan estremecida, tan emocionada!…

—Di —preguntó de nuevo con serena voz, sobresaltando los pensamientos de Ana—. ¿Cuándo me conociste?

—Pues…

—Fue hace cinco años o… ¿Cuándo?

—Hace cinco años no tuve tiempo de conocerte.

—No quisiste hacerlo.

¿Sería aquello? ¿Pero puede un hombre guardar rencor durante cinco años y casarse luego con el objeto de su rencor para vengarse? No podía concebirlo.

No se lo preguntó. No, prefería ignorarlo. De saber la verdad tendría que olvidarlo, y no quería. Lo amaba a pesar de todo, tanto si era grosero como si no. Ella amó al hombre y el hombre seguía allí. Tendría que soportar muchas humillaciones para dejar de amarlo, y aún estaba empezando la vida. Y la vida junto a un hombre no se limita a un día ni a un mes, ni siquiera a un año. Por mucho que se conozcan y se quieran dos novios, las discrepancias surgen con el matrimonio. Son cosas inevitables. Ella aún veía en Álvaro, a pesar de todo, al hombre que amó. Lo revestía aún de aquella aureola. Aún no había podido quitarle la capa. No; no se la quitaría con facilidad. No era ella una mujer voluble, que ama hoy y olvida mañana.

—No quisiste conocerme, que es muy distinto —reafirmó de pronto Álvaro, con seco acento.

—Las circunstancias no eran propicias.

Él soltó una de sus odiosas risotadas. El auto entraba en el parque e iba a detenerse ante la escalinata principal.

—Claro —dijo al tiempo de saltar al suelo—. Un pobre y humilde chófer tenía tan poca importancia para la rica heredera…

—Álvaro…, yo…, no te comprendo.

—No, querida —dijo él con una risita irónica, más odiosa aún que su grosería—, no es preciso que comprendas. Tú… nunca comprendes nada.

Iba a responder, cuando sus padres aparecieron en la terraza.

—Buenas noches, muchachos.

Álvaro cerró con seco golpe la portezuela del «Opel» y exclamó alegremente, al tiempo de asir el brazo de Ana:

—Hola, pareja.

Era jovial y parecía feliz. ¿Lo fingía? Ana lo miró con curiosidad. ¿Cuántas personalidades tenía aquel hombre? Al llegar a lo alto de la terraza soltó el brazo y besó cariñoso las mejillas de Leonor.

—Aquí te la traigo, mamá —dijo afectuosamente—. Una mujer feliz de verdad. ¿Verdad, Ana?

Parpadeó. Iba a odiarlo, sí. Aunque no quisiera terminaría odiándolo, y no estaba muy segura de poder callarse toda su amargura… ¿Tan seguro estaba él de su silencio? ¿Y por qué? Al fin y al cabo ella era vulnerable a la confidencia, como cualquier mujer. A su madre podía decírselo, y Álvaro no tenía miedo. ¿Tan seguro estaba de su amor y de su silencio?

—La cara de Ana expresa felicidad —dijo don Antonio riendo, al tiempo de pasar un brazo por los hombros de su hija—. Eso es indiscutible. Además, ¿crees que te la hubiera entregado si no estuviera seguro de ti?

Álvaro llevaba a su madre como su padre la llevara a ella, y riendo murmuró:

—Apa es la chica más deliciosa que he conocido. Muchas veces tengo miedo de su atractivo y de mi amor. Eso siempre suele ocurrir a los hombres muy enamorados.

—Bravo, muchacho.

Llegaban todos al salón-comedor. La mesa estaba deslumbrante. Brillaba la fina cristalería, como siempre. Ana buscó los ojos de Álvaro y los encontró riendo. Por un instante temió cometer un disparate. Apartó la mirada y entregó a la doncella su abrigo.