CAPÍTULO PRIMERO
Doña Patro Bedriñana suspiró ruidosamente. Era una dama de unos cincuenta y cinco años, de pelo blanco y sonrisa soñadora. Aún creía en los cuentos de hadas y en los amores románticos. Con otro suspiro, dijo:
—¡Es tan emocionante, Calixta!… Han llegado ayer, ¿sabes? Todavía no los he visto. Supongo que Ana vendrá a visitarme esta tarde. Mi cuñada me llamó por teléfono y me dijo: «Han llegado, Patro». Estaba tan emocionada como yo.
Doña Calixta suspiró a su vez. Nunca se había casado. Tenía que ser muy interesante casarse… Ella tuvo un novio en sus tiempos… ¡Habían pasado tantos años desde entonces! Ya tenía cincuenta… Era terrible, ¡cómo corría el tiempo!
—A mí —dijo doña Patro, interrumpiendo los pensamientos de su amiga—, siempre me emocionan las bodas y todo eso. Nunca te conté la historia del noviazgo de Ana, ¿no? Fue de novela. Nunca se me había ocurrido arrepentirme de mi soltería. Pero cuando vi a Ana vestida de blanco… Fui la madrina, ¿sabes? Se casaron en Lourdes. Fue un capricho de Ana. Y todos la complacimos. Yo le regalé el chalecito donde viven. Leonor y yo se lo amueblamos mientras ellos hacían el viaje de novios. Ahora estoy deseando que anuncien la venida de un hijo. También sena la madrina, ¿sabes? Y ya tengo elegidos los nombres. Si es niña le pondré Ana, como su madre, y si es niño, Álvaro, como su padre. ¿No conoces a Álvaro?
—No.
—¿Ni sabes cómo empezó todo?
—No.
—Te lo contaré. ¿Qué te parece si tomamos el té y unos pastelillos?
Doña Calixta sentía debilidad por el té y los pastelillos. En sus tiempos juveniles había vivido años en Inglaterra. Su padre era diplomático. Allí se aficionó al té, y doña Patro lo sabía y no le costaba trabajo complacerla. Calixta era una oyente paciente y se interesaba por todas sus historias ¡Era tan consolador! Ella, aparte de Calixta, no tenía muchos con quienes hablar. Su hermano vivía para sus ocupaciones de médico. Leonor la visitaba de tarde en tarde. La llamaba todos los días por teléfono, pero eran tan cortas aquellas conversaciones… Cuando Ana estaba soltera, se pasaba muchas tardes a su lado, pero cuando se hizo novia de Álvaro espació sus visitas, y ahora que estaba casada quizá hiciera como su madre. La llamaría por teléfono y la visitaría de tarde en tarde.
Como siguiendo el curso de sus pensamientos, dijo:
—Debí casarme. —Y como viera una interrogante en los pequeños ojos gatunos de su amiga, se apresuró a añadir—: No vayas a pensar que no tuve pretendientes.
—Claro que los habrás tenido —replicó doña Calixta, formalmente—. Yo también tuve…
Y sus últimas frases fueron acompañadas por una tímida sonrisa.
—Tomaremos el té y luego te contaré todo eso.
Pulsó un timbre y apareció una doncella.
—Sírvenos el té, Rita.
—Al instante, señora. ¿Aquí mismo?
—Claro.
La salita era acogedora y la chimenea ardía al fondo. A través de la ventana se veía la nieve congelada en los cristales. En pleno mes de diciembre, y en una ciudad del norte, el frío era intenso. Pero las dos damas se hallaban muy a gusto en la confortable salita, llena de sillones, cuadros, alfombras, tapices y bibelots. Ambas amigas ocupaban villas paralelas en la avenida más elegante de la ciudad. Poseían fortuna y estaban muy solas. Claro que a diario se consolaban mutuamente. Y aquellos ratos de expansión los esperaban ambas cada día…
La doncella sirvió el té y los pastelitos, y doña Patro ordenó con su habitual vocecilla de dama de otro siglo:
—Que no nos moleste nadie, Rita.
—Sí, señora. ¿Necesita algo la señora?
—Gracias. Nada por ahora.
Salió la doncellita, y doña Patro ponderó:
—Es una chica excelente. Era hija de mi jardinero, ¿sabes? Cuando murió su padre me hice cargo de ella. Está exquisito este té, ¿verdad?
—Verdaderamente delicioso.
* * *
—Pues, sí —dijo doña Patro, envolviéndose en la toquilla, y como si siguiera una conversación interrumpida—, aquí donde me ves, he tenido muchos pretendientes. El primero de ellos era capitán de Caballería. Yo entonces vivía con mis padres, en Madrid. Él se llamaba Rolando y estaba destinado allí por una temporada. ¡Fueron unos años tan bonitos! —suspiró—. Al cabo de algún tiempo lo destinaron a Barcelona.
—¿Sí? ¿Y después?
—No volví a verle. Debió de ocurrirle algo grave. ¿No te parece?
La inocentona doña Calixta dijo:
—Seguramente.
—El segundo pretendiente era arquitecto. ¡Era tan guapo! ¡Y tan listo! ¡Hacía unos edificios tan sólidos y artísticos! Se llamaba Miguel. Tenía los ojos verdes, como en las novelas, ¿sabes?
—¡Oh! —se extasió doña Calixta entre sorbo y sorbo de té.
—Íbamos a casarnos. Entonces dirigía una casa estupenda. Cuando llegaron al tercer piso, sucedió la desgracia. El edificio se vino abajo y murieron todos. Los obreros, los contratistas, el aparejador y Miguel. Te digo que lloré… Fíjate que quise guardarle luto… Mi padre estaba furioso. Nunca pude explicarme el porqué.
—¿Y le guardaste luto?
—No pude. Mi padre me lo prohibió. Le llamó a Miguel mula, cretino, y no sé cuántas cosas más. Yo estaba tan desolada… Nunca supe por qué mi padre llamaba todas aquellas cosas tan atroces a un hombre como Miguel, que moría bajo los escombros de su propio edificio.
¡Ay!
—El tercero fue el hijo de nuestro administrador. De este me enamoré más que de los otros. Estudiaba para abogado y durante unas vacaciones que pasamos en la sierra, nos hicimos novios. Nunca oí a hombre alguno decir cosas tan bonitas.
—¿Y te dejaba tu padre?
—Al menos nada me dijo. Un día yo fui a su despacho y se lo dije todo. Yo era así, ¿sabes? Muy audaz, al estilo de las chicas de hoy —apuntó esponjada—. Mi padre me oyó sin pestañear, tal vez admirado de mi desenvoltura. Entonces me dio un beso en la frente y me dijo: «Tendré que hablar con Arturo». Se llamaba así, ¿sabes? «Y le diré que no tienes dote».
—¿Pero no la tenías?
—¡Yo qué sé! Nunca me preocupé del dinero. Y como puse cara de asombro, mi padre añadió: «Te eduqué para ser la esposa de un gran hombre. Si te casas con Arturo te desheredaré».
—¡Como en los libros!
—Eso me emocionó —siguió doña Patro con voz débil—. Papá habló con Arturo, y entonces recibí una carta de mi amado. Me decía… Aún la conservo, ¿sabes? Algún día te la leeré. Decía que no quería mi sacrificio, que se iba a hacer fortuna.
—¿Y la hizo?
—No sé.
—¿No volvió nunca?
—Nunca. Sé que su padre se marchó y el mío estaba disgustado. Yo pensé muchas veces en los grandes esfuerzos que estaría haciendo el pobre Arturo.
—Fue un rasgo muy elegante ese de marchar a hacer fortuna, ¿verdad?
—¡Qué sé yo el tiempo que estuve emocionada! Yo era así, ¿sabes? Dos años después, mi padre me llevó a un balneario. Allí conocí a un chico estupendo. Se llamaba Bernardo. Me hizo el amor y yo le acepté.
—¿Ya no pensabas en Arturo?
—¡Oh, claro que sí! Pero tenía que distraerme.
—Y te enamoraste de Bernardo.
—Muchísimo. Él no estaba en el balneario, ¿sabes? Yo lo veía en la plaza. Un día que veníamos juntos y encontramos a mi padre, se lo presenté. Mi padre le saludó muy cortés y le invitó a una copa.
—¿Y después?
Doña Patro respiró muy hondo.
—Debió de serle muy antipático mi padre, porque no volvió.
—¡Oh!
—Tiempo después, cuando entrábamos mi padre y yo en gran hotel de San Sebastián, me quedé paralizada, pues me pareció que un botones era igual que Bernardo. Se lo dije a mi padre, y este se encogió de hombros, diciendo: «Será su gemelo». Yo pensé que, efectivamente, debía serlo. Al día siguiente regresamos a Madrid, y tiempo después a esta ciudad. Mi padre se retiraba de sus actividades comerciales, y compró esta casa, y aquí nos vinimos.
Suspiró, añadiendo luego:
—Mi hermano Antonio, el padre de Ana, se instaló también aquí, y montó la clínica que ya conoces. Murió mi padre, nació Ana y todo eso. ¡Ah! —saltó de pronto—. No te conté la historia de Ana. Es emocionante. Verás.
* * *
—Ya conoces a Ana. ¡Es tan bonita y tan moderna! ¿Verdad que es muy guapa?
—Mucho.
—Salió del colegio a los dieciocho años. Se educó en Londres, ¿sabes? Un colegio para señoritas, muy elegante. Mi hermano tiene la clínica en lo alto de la montaña, ya sabes.
—Claro.
—Es para enfermos del pecho, ¿sabes?
—Sí, sí, ya sé.
—Ellos viven en una villa muy hermosa, en las afueras. Al tomar la carretera general, es lo primero que se encuentra.
—La conozco. No salgo mucho de casa, pero la he visto una o dos veces. Me llamó la atención porque es muy bella y muy grande.
—Tiene pista de tenis, piscina y todo eso. Hasta tiene un campo de golf, pues Ana juega muy bien. Se acostumbró en Londres. A mi hermano también le gusta ese entretenimiento, y jugaban padre e hija con mucha frecuencia. Ana podía ser una niña mimada, pero no lo es. Mi hermano es muy severo, y Leonor, su esposa, muy recta. Educaron a Ana a la perfección.
—Oí hablar de ello.
—Tenía Ana diecinueve años cuando su padre cambió de chófer. De esto no sabrás nada, pues es algo que ignora todo el mundo. Incluso lo ignoraron los padres de mi sobrina. Esta me lo contó a mí, ¿sabes?
—Sigue. Me parece todo muy extraño aún.
—Lo es porque yo mezclo unas cosas con otras. Verás, aquel chófer era muy guapo, y se enamoró de Ana.
—¡Jesús!
—Un amor terrible. Ana, que es muy cortés, le oyó atentamente, pero lo rechazó.
—Es lógico.
—Eso dije yo. A los seis meses el chófer se marchó sin dar explicaciones.
—¿Y Ana?
—Como si nada. El chófer era guapo, tenía treinta años, pero no dejaba de ser un chófer.
—Comprendo.
—Habrás oído hablar en los periódicos de los millones de Atienza.
—¿Quién no? Fue hace cinco años, ¿verdad? Recuerdo que los periódicos de toda España lo comentaron, pues fueron muchos millones para un solo heredero.
—Eso es —aprobó triunfal doña Patro—. El heredero del viejo Atienza fue el chófer.
—¿Qué?
—Eso, mujer. El chófer de mi hermano, el chico que pretendió a Ana.
—¡Extraordinario!
—¿Verdad que sí? De pura novela. Como es lógico, nosotros no supimos que el heredero y el chófer eran la misma persona. Estoy por asegurar que mi hermano ni mi cuñada, ni siquiera Ana, se acordaban del nombre del chófer. Ya sabes lo que ocurre en esos casos. El muchacho estuvo seis meses en la casa, se ocupaba del auto de las mujeres, y Antonio casi ni se enteró de cuando se fue. Y mucho menos supo por qué se iba. Leonor sí lo sabía. Se lo dije yo, ¿sabes? Se puso furiosa, pues ella no había educado a Ana para ser una doncella.
—¿Y después?
—Pasaron cinco años, los periódicos olvidaron al millonario y mi hermano al chófer. No digo Ana, pues nunca lo recordó. Para ella aquella era una declaración vulgar y corriente. Imagínate las que habrá oído Ana.
—Me lo imagino —suspiró doña Calixta.
—El millonario —amplió doña Patro— era tío lejano de Álvaro. Murió sin testar, en las Américas. Creo que en la Argentina, ¿sabes?
—Sí, fue en la Argentina.
—Lo heredó todo el único pariente. Y hace cosa de un año, se presentó en la ciudad un hombre muy guapo y elegante, y montó aquí esos garajes que ya conoces. Dicen que son los mejores de España. Ese hombre era Álvaro Atienza.
—¿El chófer?
—Eso es. La ciudad lo acogió con admiración. Se hospedó en el hotel Astoria…
—El mejor.
—Eso es. Y se hizo amigo de todas las ricachas. Nadie se preocupó de averiguar quién era. Yo sabía tan solo que los garajes montados costaban más de cuatro millones. El alcalde, los concejales, mi hermano…, todos jugaban con él en el club. Mi hermano no lo reconoció como su antiguo chófer. Se hicieron amigos, pese a la diferencia de edad, y hasta lo invitó a su casa a comer.
Doña Calixta tenía los ojos en blanco. Ella sabía que Ana se había casado con el dueño del garaje, a quien todos le calculaban una inmensa fortuna, pero desconocía los detalles.
—De esto ni media palabra a nadie, Calixta.
—Naturalmente, querida.
Doña Patro ya lo sabía, pues pese a su inocencia característica, no hubiera dicho nada si no conociera la discreción de su amiga.
—Ana tampoco lo reconoció. Fue cortés y atenta y todo eso. Ya sabes cómo son las chicas cuando se encuentran con un hombre guapo y rico a quien codician todas sus amigas.
—Lo que hacíamos nosotras, ¿verdad?
—Igual, con las faldas más largas o más cortas, con polvos de arroz o de París, pero igual.
—Eso es.
—Pues como te iba diciendo, no lo conoció. Él se mostró galante, obsequioso, y le hizo una corte discreta. Al cabo de un mes salían solos a todas partes. Toda la ciudad envidió a Ana. Ahí es nada, conquistar un millonario. Antonio estaba contentísimo y no te digo nada dé Leonor. Total, que a los tres meses eran prometidos. Entonces él le dijo que era el chófer, pero Ana lo tomó a risa y dijo que siempre le había gustado aquel chófer. Antonio y Leonor también lo supieron, pero nadie le dio importancia. Se celebró la boda. Yo fui de madrina. Les regalé, como ya te he dicho, una villa en el centro mismo de la ciudad, donde, como sabes, solo hay chalets. Y la boda fue de lo más sonado…
—Yo no estaba.
—Lo sé. Cuando dije a Ana y a Álvaro que fueran a invitarte, me dijeron que ibas a tomar las aguas.
—Mi hígado.
—Ya, ya sé. Después del banquete se fueron de viaje. Recorrieron parte del extranjero y estuvieron en Mallorca, ese sitio donde dicen que van todos los recién casados. Han regresado ayer, y espero que vengan a invitarme. ¡Estoy tan emocionada!
—Me emociono yo y no soy su tía. —Echó una mirada al reloj y exclamó asustada—: ¡Oh, las ocho de la noche! Tendrá que acompañarme tu doncella.