VIII
Estaba sola. Seguía lloviendo, pero el viento azotaba los cristales de la ventana. Bajó la persiana y giró en redondo. Miró cada objeto, cada detalle. Todo seguía igual. Como si ella continuara siendo una joven libre y soñara entre aquellas paredes con el príncipe azul. El príncipe azul que desde el primer momento había estado revestido con el ropaje físico de Álvaro Atienza.
Sí, ella no se había casado con ningún otro porque, aun subconscientemente, el recuerdo del chófer hacía mella… Tuvo pretendientes, muchos. ¿Cuántos cada mes? Muchos. Y, no obstante, no se casó hasta que volvió Álvaro. No le costó esfuerzo quererlo. ¿Por qué? Porque siempre lo quiso. Sí, se daba cuenta en aquel instante, y si se la daba era porque pensaba en ello, porque nunca antes se había detenido a pensar.
Oía las voces de Álvaro, las de su padre y el cloqueo de tía Patro en el salón. Ya no quedaba ni un invitado. Se desvistió despacio. «Me sentiré de nuevo la joven soltera que soñaba con el príncipe azul». Sonrió. ¡Si el tiempo pudiera volver atrás!
Se hundió en la cama y apagó la luz. Un reloj dio las cuatro campanadas de la madrugada. Ella nunca celebraría las bodas de plata. Veinticinco años de matrimonio… ¿Podría ella soportar aquella situación veinticinco años? No, por supuesto.
¡Un hijo! ¿Por qué su madre pensaba aquellas cosas absurdas? Ella no podría tener hijos. No los tendría jamás. De un manotazo limpió las lágrimas que se empeñaban en salir de sus ojos. Se agitó. Las voces del salón ya no se oían, pero sí los pasos de Álvaro, lentos, pesados, avanzando a través del largo pasillo.
«Pasará de largo —pensó—. Se ocultará en cualquier rincón de la casa. No entrará aquí».
Los pasos se detuvieron al otro lado de la puerta. En la penumbra, el cuerpo de Ana se estremeció. Un silencio opresor siguió al ruido de los pasos. No entraba. No entrarla. No, estaba segura…
La puerta cedió. Ana vio la alta y flaca figura de Álvaro erguida en la puerta. La claridad del pasillo proyectaba sobre él un rectángulo de luz. Parecía más flaco y más pálido. Se cerró la puerta, y Álvaro avanzó.
—Ana…
Estaba inclinado sobre ella. Ana cerró los ojos. No quería ver su sombra ni oír su voz. Aquella voz invitadora que oyó en muy pocas ocasiones, pero que no podría olvidar mientras viviera.
—Ana…
¿Qué quería de ella? Ana, estremecida, se dio cuenta de que no podía alejar a Álvaro de su lado. Era su marido y lo amaba cuanto más le faltara. Era… superior a sus fuerzas.
—Ana…
La besaba en el pelo. La muchacha apretó los puños. Cuando Álvaro la tomó en sus brazos, no supo, no pudo o no quiso alejarlo. Aun queriendo, no hubiese podido.
—Ana, Ana…
No respondía a aquella voz, pero sentía los besos de Álvaro y lo olvidó todo. ¿Para recordarlo al día siguiente? Sí, tal vez; pero en aquel instante, Álvaro era enteramente suyo, sin complejos, si es que, como decía Diego, estaba cargado de ellos, sin temores, sin esfuerzo. Era el hombre que ella quiso por encima de todo. Él que amó tal como era, al que consagró su vida y todo su ser.
Al día siguiente todo volvería a ser igual, sí, tal vez, o quizá peor. Pero aquel minuto de entera felicidad no podía quitárselo nadie…
* * *
Se había levantado con las primeras horas del día. No llovía, pero el cielo estaba nebuloso y el suelo mojado. Los arbustos del jardín, las florecillas, el boj se doblaban abrumados por el peso de las aguas que los habían azotado durante la noche.
El coche de su padre estaba ante la casa, lo que indicaba que había salido por la noche en visita profesional a algún enfermo. El de Álvaro y tía Patro estarían encerrados en el garaje, pues no se veían en el parque. Miró tras de sí. Álvaro dormía plácidamente, tenía expresión de bueno.
Huyó de allí. Vestía una falda oscura, que había sido deshecha ya, y una chaqueta de punto. Sobre esto, una gabardina. Salió casi corriendo. No tropezó con nadie en el vestíbulo. Mejor. Se oían voces procedentes de la cocina. Los criados. Los demás dormían plácidamente. La cocinera la vio al salir.
—Señorita —exclamó asombrada—. ¿Va a salir con este frío?
—Voy… a misa.
—¿No ha madrugado mucho la señorita?
—Estoy habituada, Eloísa.
La cocinera recordaba que la señorita siempre se levantaba tarde. Alzóse de hombros y pensó que tal vez la señorita Ana se había acostumbrado a madrugar después de su matrimonio.
—Si se levantan los señores antes de que yo vuelva —advirtió al tiempo de salir—, les dices que he ido a misa.
—Sí, sí, señorita.
Subió al auto de su padre. Menos mal. Tenía puestas las llaves de contacto. Lo puso en marcha y salió disparada.
No huía de Álvaro, pero tal vez sí de sí misma. Y de sus recuerdos. ¡Álvaro! No quería recordar… ¡Había sido todo tan extraño…! Álvaro tan diferente… ¿La amaba aquel hombre? Nadie lo hubiera dudado, y, no obstante…
«Cuando vuelva a verme será como antes, y no podré resistirlo».
Apretó los labios. Empezaba a llover otra vez, pero sin fuerza, un agua suave y pertinaz, fría y espesa. Se dirigió a su casa. Necesitaba una ducha y cambiarse de ropa. Marta, la doncella, la miró extrañada. Le sonrió a lo tonto.
—Nos hemos quedado allí…
Lo dijo a lo simple. Marta replicó:
—Llamamos por teléfono ayer mismo. Nos lo dijo doña Leonor.
—¡Ah! Voy… a cambiarme de ropa. Comemos con mis padres.
Avanzó escaleras arriba. Bajó media hora después. Subió al coche y lo puso en marcha. Necesitaba oír misa y confesar. ¡Estaba tan aturdida!
El padre Diego esperaba la hora para oficiar la misa. Estaba vestido, cerrado en la pequeña sacristía, con un libro abierto ante los ojos.
—¿Tú? —exclamó, como no dando crédito a lo que veían sus ojos.
—Sí. ¿Puedo sentarme?
—Claro. Siéntate aquí, junto a la estufa… Hace mucho frío, ¿verdad? Yo, al menos, lo tengo. Se necesita agua, pero no tanta, ¿eh? ¡Qué modo de llover esta noche! Hube de recorrer las chabolitas con botas de agua. Tengo llena la casa rectoral.
Parecía que, tras el primer asombro, trataba por todos los medios de admitir como natural la presencia de ella en la sacristía a aquella temprana hora de la mañana.
—Fue algo espantoso. Menos mal que pronto podré solucionar la vivienda de estas almas. Es tremendo vivir así, sin hogar, y…
—No te esfuerces, Diego.
—¿Cómo?
—Y no te quedes de pie. Siéntate. Aún falta media hora para tu misa.
—Sí, es cierto —cerró el libro de golpe—. Empieza a llover otra vez, ¿verdad?
—Con menos fuerza.
—Es que si sigue lloviendo como ayer noche, se derrumba todo, no solo las chabolas, sino la iglesia y la parroquia entera.
Guardó silencio. Ana estaba sentada frente a él, envuelta en un abrigo de grueso paño de color gris. El padre sonreía beatíficamente, pero sus inteligentes ojos observaban sin pestañear.
—¿No te extraña que esté aquí a estas horas? —preguntó ella a quemarropa.
—¿Extrañarme? Pues…
—Te extraña…
—No mucho. Siempre has sido, al menos desde que te casaste, una feligresa madrugadora.
—Ello también forma parte de mi inquietud espiritual.
—¿Sí? Bueno, tal vez… No puedo ofrecerte café… Ya sabes, aquí…
—Diego… ¿Es que no quieres saber lo que ocurre? El sacerdote le dio la cara. Bruscamente dijo:
—No.
—¿No?
—No. Quiero que pienses. Que perdones, si tuvieras algo que perdonar, que medites, que esperes…
—Crees —dijo ella como un reproche— que soy veleidosa.
—No, Ana. Nunca te he creído una muchacha veleidosa. Conozco ya tus inquietudes espirituales. ¿Pero qué puedo hacer? Te aconsejé paciencia. ¿La tienes?
—Dios mío, si no la tuviera, ¿dónde estaría a estas horas?
—No te excites. ¿Quieres que hablemos con calma? ¿Seguirás mi consejo al pie de la letra? ¿Te olvidarás un poco de ti misma para pensar más en Álvaro? Solo así te atenderé. De otro modo, no necesitas mi ayuda. No me digas lo que te ocurre. Nunca he tenido novia ni me he casado. Por lo tanto, cabe suponer que desconozco la sicología del ser humano femenino. No lo creas. Estudié, además de en los libros, en el género humano en general. Lo más interesante de la vida o, por lo menos, casi lo más interesante, es la sicología humana. Ofrece un campo ilimitado, extraño. Tanto es así, que es un estudio que no tiene fin…
—¿Por qué te detienes?
—Permíteme que consulte la hora. Faltan diez minutos para el comienzo del santo oficio. Veremos cómo los empleo para convencerte. Sé que ayer celebraron tus padres sus bodas de plata. Sé asimismo que habéis sido invitados para pernoctar allí. Por eso te digo que sin haber tratado al sexo débil, conozco y sé lo que ocurrió ayer entre vosotros.
—Bien.
—¿Qué puedo decirte? Álvaro es un hombre bueno. Tú eres una mujer buena. Tenéis todos los elementos para ser felices… ¿Por qué no lo sois? Sencillamente porque Álvaro está cargado de complejos.
—No querrás indicar que tengo yo la culpa.
—En parte, sí. Y es lo que tienes que evitar. Esos complejos solo puedes hacerlos desaparecer tú. Con tu cariño, tu paciencia, tu caridad, tu humildad… —recalcó. Volvió a mirar el reloj—. No puedo atenderte más. Oye misa, y luego, si lo deseas, continuaremos hablando.
Ambos se pusieron en pie.
—Ana… ¿Qué más debo decirte? Me doy cuenta de tu lucha espiritual, pero no encuentro elementos para combatirla. Esos solo los hallarás tú. Me comprendes, ¿verdad?
—Sí.
—Ven a mí cuando quieras, pero no me digas que no puedes atraer a Álvaro.
—Si él me quisiera…
El sacerdote, que iniciaba el paso hacia la puerta, se detuvo en seco.
—¿Es… que lo dudas?
Y la miró fijamente. Ana bajó la cabeza y dijo con voz tenue:
—No. Pero, a veces, su frialdad…
—No todos los hombres manifiestan el amor de la misma manera. Álvaro no es un hombre expansivo.
—En definitiva, ¿qué debo hacer?
—Provocar una explicación.
—¿Yo?
—Creo que es tu deber. Él dirá las causas de su retraimiento y tú aducirás lo que consideres oportuno, en defensa de tu amor y tu sinceridad.
—No me pidas eso, padre Diego. Soy mujer. Tenlo en cuenta, al menos.
—Sí, Ana. Es lo que tengo en cuenta ante todo y sobre todo. Y por eso mismo te hablo así. Entre marido y mujer no puede haber falsedades. Ha de decirse todo a la cara. Lo bueno y lo malo, y ambos tienen el deber de olvidarlo si es ofensivo, y de recordarlo si es agradable.
—Entonces —dijo ella con desaliento—, ve y díselo a Álvaro.
El sacerdote no contestó. Pensaba en la conversación sostenida con Álvaro, en su retraimiento, en sus complejos…
Le dio una palmadita en el hombro, y sonriendo dijo:
—Está bien. Quizá lo busque. Pero no estoy seguro de su reacción. Preferiría que esa reacción la buscaras tú.
—Y con ella podría hallar mi desilusión definitiva, y es lo que quiero evitar. ¿Sabes tú lo que es sentir odio por la persona que amaste?
—Nunca he odiado a nadie, y espero que tú tampoco.
—Temo llegar a ese extremo.
—Eres un alma buena y resignada, y sabrás esperar.
—¿Esperar? ¿Qué?
—Que Álvaro olvide que te pretendió siendo chófer, y que tú lo aceptaste cuando fue millonario.
—¡Diego! ¿Otra vez eso?
—Lo siento, Ana. Pero no creo engañarme si admito que de ahí data la base de tu desdicha, si es que en realidad eres desdichada.
—Lo soy, y tu duda es ofensiva.
—Perdona.
Y sonrió como un santo. Ana, inesperadamente, le asió la mano y pretendió besarla. Una lágrima brillaba en sus ojos cuando el padre Diego apartó la mano rápidamente.
—Perdóname tú a mí —dijo ella en voz baja—. En realidad me consuelan tus consejos, y yo no sé agradecértelo.
—Se me hace tarde. Empieza hoy mismo y sé paciente. Sí, sí, ya sé que siempre lo has sido, pero… ¿Si Dios exige de ti mayor sacrificio?
—¿Y todo tengo que hacerlo yo?
—La mujer, por ley natural, es más comprensiva y más paciente que el hombre. Hagamos, pues, lo que la condición de cada sexo requiere.
Se despidió con una sonrisa. Ana se dirigió a la iglesia y oyó misa con todo fervor.
Cuando llegó a casa de sus padres eran las diez y media de la mañana. Su padre no estaba. Álvaro tampoco.
—¿No se ha levantado Álvaro? —preguntó a su madre.
—Sí, creo que muy temprano. A las nueve o así. Pero se fue. Dijo que tenía algo que hacer en el garaje. Volverá para comer.