Capítulo 3

 

Llegaremos a Villa Giulietta en un par de minutos —anunció Raul abruptamente.

Libby había ido mirando por la ventanilla del coche, pero al oír su voz giró la cabeza y se le hizo un nudo en el estómago. Raul era muy guapo y poseía un magnetismo sexual que la fascinaba. No pudo evitar mirar sus labios e imaginarse cómo serían sus besos, y nada más hacerlo sintió calor entre los muslos.

El rostro le ardió de la vergüenza y rezó porque Raul no pudiese leerle el pensamiento. ¿Cómo podía sentir semejante atracción por un hombre que le resultaba tan antipático? No le sirvió de nada recordarse que Raul era el hombre más arrogante que conocía, su cuerpo no atendía a razones.

La causa de aquella reacción debía de ser que Raul se hubiese dignado por fin a hablarle después de haber guardado silencio durante el vuelo, decidió Libby, molesta. En Pennmar, ella se había dedicado a hacer la maleta y cuando había terminado y había vuelto al salón, Raul había apretado los labios al ver el color naranja intenso de su abrigo.

—Parece que lleva todos los colores del arcoíris —le había dicho con desprecio.

Y ella había deseado tener ropa elegante y sofisticada, y no aquellas prendas que encontraba en las tiendas de segunda mano.

Libby pensó que Raul era un estirado. No debía de tener más de treinta y cinco años, pero la miraba con la misma altivez con la que en su momento la había mirado el señor Mills, el director del instituto en el que había estudiado, mientras le decía que no llegaría muy lejos en la vida.

Se preguntó si todos los hombres de clase alta serían así. Seguro que muchos, sí. Recordó también su relación con Miles Sefton, que había terminado de manera brusca cuando Libby le había oído decirle a su padre que por supuesto que su relación con la camarera del club de golf no era seria, que era solo un entretenimiento.

El recuerdo de aquel humillante incidente hizo que se sintiese incómoda. ¿Por qué había accedido a ir a Italia con Raul?, se preguntó, mirándolo de reojo. Sintió ganas de llorar al recordar que el padre de Miles había respondido que, efectivamente, ella no era nadie. A partir de entonces iba a vivir en una casa enorme, con un hombre que la despreciaba y, aunque no iba a permitir que se le notase, la idea la aterraba.

Perdida en sus pensamientos, no se había dado cuenta de que el coche había reducido la velocidad y había tomado un camino bordeado de altos cipreses. A través del follaje verde oscuro Libby vislumbró un muro de piedra rosa y crema, y el brillo del sol en el agua azul. Recordó que Raul le había contado que la casa estaba cerca de un lago y entonces se terminaron los árboles y el camino se abrió en un amplio jardín, y Libby se quedó boquiabierta al encontrarse con la casa más bonita que había visto nunca.

—Vaya… —murmuró.

Villa Giulietta parecía un castillo de cuento de hadas, con sus torreones redondos y ventanas de arco brillando bajo la luz del sol. Los ladrillos en tonos rosa y crema le recordaron a un bastón de caramelo, mientras que la cantería de los torreones era exquisita.

El jardín daba además a un enorme lago de agua azul. Para entrar en la casa había que subir unas escaleras de piedra, y los elegantes pilares del porche estaban adornados con multitud de rosas color crema y rosa.

—Es… increíble —murmuró, abrumada por el esplendor de la casa.

—Estoy de acuerdo.

Por un instante, Raul se olvidó de la ira y de la frustración que había sentido desde que había leído el testamento de Pietro, se olvidó de que la mujer que tenía al lado había sido la amante de su padre y de que en esos momentos tenía derecho a vivir en la casa. Aquella era su casa y le encantaba.

Su exesposa lo había acusado de preocuparse más de la casa que de ella, en especial, cuando se había negado a mudarse de manera permanente a Nueva York. Por aquel entonces su matrimonio con Dana ya había estado agonizando. Cuando se habían separado, le había regalado a Dana el apartamento de Manhattan, pensando que esta no querría saber nada de Villa Giulietta.

Qué equivocado había estado. Dana había resultado ser una cazafortunas. Su divorcio había hecho historia, ya que Dana había conseguido una compensación récord después de tan solo un año de matrimonio. Aunque le había costado una fortuna, al menos Raul la había convencido de que se olvidase de la casa, y había aprendido que el matrimonio era una locura que no pretendía repetir.

El coche se detuvo y una mujer salió de la casa y los vio bajar de él. Libby imaginó que tendría sesenta y pico años, era delgada e iba vestida de manera elegante, y no se acercó a ellos, sino que esperó a que Raul se acercase a ella.

—Es mi tía Carmina —murmuró este a Libby antes de subir las escaleras—. Zia Carmina.

Tomó su mano y le dio un beso. Al fin y al cabo, era la hermana de su madre. A su padre siempre le había caído bien y la había invitado a pasar muchas temporadas en la casa. Raul sabía que Carmina había lamentado mucho la muerte de Pietro, pero, al parecer, no quería entender sus indirectas de que tenía que volver a su casa de Roma, y a Raul se le estaba empezando a agotar la paciencia.

Gino se había despertado en cuanto el coche se había detenido y sonrió a Libby mientras esta lo sacaba de su asiento. Todavía impresionada con la casa, se detuvo, indecisa, al pie de las escaleras, y sintió angustia al darse cuenta de que la tía de Raul la miraba con incredulidad.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Carmina en italiano.

Raul le hizo un gesto a Libby para que se acercase a ellos.

—Se trata de Elizabeth Maynard —respondió él—. Mi padre…

Dudó, consciente de que su tía estaba escandalizada. Él no sabía por qué, pero le costaba decir que Libby había sido la amante de Pietro, pero su tía estaba mirando a Gino y acababa de levantar ambas manos en un gesto de desprecio.

—¿Esta chica era la amante de mi cuñado? —preguntó, de nuevo en italiano—. Qué vulgar. ¿En qué estaba pensando Pietro? Debió de volverse loco cuando invitó a esta puttana a vivir en Villa Giulietta.

Raul había sentido exactamente lo mismo, pero en esos momentos le molestaron las groseras palabras de su tía, y se alegró de que Libby no pudiese comprenderlas.

—Mi padre podía hacer lo que quisiese, y dejó claro que deseaba que su… compañera y su hijo viviesen aquí —le recordó a su tía en tono frío.

—¡Bah!

Carmina no saludó a Libby, se limitó a volver a mirarla con desprecio y después se dio la media vuelta y entró en la casa.

Libby la vio marchar y abrazó a Gino con fuerza, y entonces se dio cuenta de que le temblaban las manos. No había entendido la conversación entre Raul y su tía, pero la señora había dejado claro lo que pensaba. Puttana tenía que ser algo malo, por la manera en que se lo había dicho la tía Carmina.

Ella volvió a pensar que era una locura hacerse pasar por la madre de Gino. Tal vez la familia Carducci la viese de manera más benévola si les explicaba la verdad, pero si Raul se enteraba de que ella no tenía ningún derecho a estar allí, podía pedirle a su conductor que la llevase de vuelta al aeropuerto.

Se dijo que no podían quitarle a Gino e, inconscientemente, lo abrazó con más fuerza, pero Raul era un hombre que viajaba en jet privado y que vivía en una casa que parecía un palacio. Era rico y poderoso, y Libby estaba segura de que si decidía luchar por la custodia de Gino, ganaría.

El niño pesaba, así que se lo cambió de cadera.

—Traiga, déjemelo a mí —se ofreció Raul, alargando las manos.

—¡No! —respondió ella, agarrando al niño con fuerza.

Raul frunció el ceño al ver su reacción.

—Gracias, pero en realidad es usted un extraño, y no quiero alterarlo mientras conoce su nueva casa —añadió Libby en un murmullo.

Raul la miró, pensativo.

—Estoy seguro de que pronto se acostumbrará a mí, y a la casa.

Se preguntó por qué parecía Libby tan nerviosa. La mayoría de mujeres a las que conocía habrían sido incapaces de ocultar su alegría ante la perspectiva de vivir en aquella casa con todos los gastos pagados, pero Libby parecía recién condenada a una pena de prisión. Vestida con las botas y la falda moradas, las medias verdes y el abrigo naranja, su aspecto era incongruente, pero no había nada que pudiese disminuir la belleza de su rostro. Raul clavó la mirada en sus dulces labios y no pudo evitar imaginarse besándolos lentamente.

Entonces se recordó que era una mujerzuela y se apartó de ella de manera brusca.

—Sígame. Le enseñaré sus habitaciones —ordenó.

Libby lo siguió en silencio, poniéndose todavía más nerviosa al ver los suelos de mármol, las columnas y los exquisitos murales que adornaban paredes y techos. El sol del atardecer penetraba por las ventanas y bailaba en la lámpara de araña que había en el centro de la habitación. Le habría gustado quedarse allí a estudiar las bellas esculturas de bronce que adornaban la entrada, pero Raul siguió andando, así que tuvo que correr para seguirlo.

Este la condujo por interminables pasillos, pasaron por habitaciones elegantes y espaciosas, llenas de muebles antiguos. Mientras subían otro trecho de escaleras, Libby pensó que habría podido pasarse el resto de la vida perdida por aquellos pasillos. Entonces, Raul se detuvo y abrió una puerta, después se apartó y la dejó entrar en una zona de habitaciones que incluía un salón, una pequeña zona de comedor y un dormitorio.

—Esta es la habitación infantil —le dijo a Libby, abriendo otra puerta que daba a un dormitorio más pequeño, decorado en amarillo claro.

Los muebles eran bonitos, y las cortinas y la alfombra azules le daban color a la habitación.

Libby dejó a Gino en el suelo y este fue directo a la caja de juguetes que había en un rincón. Raul lo observó unos segundos antes de comentar:

—No lo veo muy alterado, ¿no? Por cierto, que la niñera tiene la habitación de al lado.

—¿Qué niñera?

—La que he contratado para que la ayude a cuidar de Gino. Es de la mejor agencia de Italia y me la han recomendado encarecidamente.

—Como si es la madre Teresa de Calcuta —replicó Libby con miedo. No quería que nadie ocupase su lugar en la vida de Gino—. Ya la puede despedir. Soy capaz de cuidar de Gino sola.

Raul arqueó las cejas con desprecio.

—Teniendo en cuenta lo que he visto en su piso de Pennmar, estoy en total desacuerdo. Era un tugurio inmundo.

Indignada por la descripción de su anterior hogar, Libby perdió los nervios.

—No es verdad. Siempre estaba limpiando, y rasqué muchas veces el moho de las paredes. No era culpa mía que fuese un lugar tan húmedo.

—El salón parecía una pocilga —insistió Raul con frialdad.

—Eso fue porque tuve que trasladar todas las cosas del dormitorio cuando este se inundó…

Libby se interrumpió y en ese momento llamaron a la puerta. Una mujer morena entró en la habitación.

—Ah, Silvana —dijo Raul, acercándose a saludarla—. Me gustaría presentarte a tu nueva responsabilidad.

Tomó a Gino en brazos y, para fastidio de Libby, el niño rio alegremente y exploró el rostro de Raul con su mano.

—Este es Gino —le dijo y, tras una pausa, añadió—: Ah… y su madre, la señorita Maynard.

Silvana dedicó a Libby una alegre sonrisa y después miró a Gino.

—Qué niño tan precioso —le dijo, para después añadir en italiano—: Sei un bel bambino, Gino.

—No entiende italiano —comentó Libby muy tensa.

Deseó que Gino se hubiese puesto a llorar cuando la niñera le había hablado, pero lo cierto era que parecía muy contento en brazos de Raul y que estaba sonriendo a Silvana como Libby había pensado que solo le sonreía a ella.

—Silvana hablará a Gino también en italiano, para que sea bilingüe —le informó Raul a Libby con frialdad—. Ahora vive en Italia y es evidente que tendrá que dominar su lengua materna, ¿no cree?

—Supongo que sí —murmuró Libby.

Entendía que Gino tuviese que aprender italiano, pero no había pensado en ello antes y le molestó que Raul se le hubiese adelantado.

—Yo también tendré que aprenderlo. El español no me costó mucho, así que supongo que el italiano tampoco será demasiado difícil.

—¿Aprendió español en el colegio? —preguntó Raul por curiosidad.

—No…

Libby no quería admitir que no había ido al colegio hasta que su madre y ella habían vuelto de Ibiza para vivir en Londres, ni que no había aprendido mucho durante su paso por la escuela local.

—Pasé parte de mi niñez en Ibiza. Fue allí donde aprendí español.

Frunció el ceño al ver que Raul le pasaba a Gino a la niñera y que el pequeño no reaccionaba de manera negativa. Al parecer, estaba superando la fase en la que no quería estar con extraños, y era egoísta por parte de Libby desear que solo quisiese estar con ella.

—¿Quiere que le dé a Gino la merienda y el baño?

Libby separó los labios para protestar, pero se lo pensó mejor al darse cuenta de que la expresión de Raul era firme. Este la hizo salir a la habitación de al lado y, en cuanto estuvieron a solas, Libby se giró hacia él.

—No puedo evitar que contrate a una niñera, pero quiero que sepa que está tirando el dinero, porque yo soy su madre y soy quien lo va a cuidar a tiempo completo, como he hecho siempre.

A Raul le sorprendió su bravura. Se había convencido a sí mismo de que Libby se había quedado embarazada de Pietro solo para pedirle después la manutención del niño, y había dado por hecho que se mostraría feliz ante la idea de ceder la responsabilidad del niño, pero durante el vuelo a Italia ya le había sorprendido la adoración y el amor que demostraba sentir por Gino.

—En Inglaterra no habría podido cuidar sola de él cuando hubiese tenido que ocuparse de la tienda —argumentó—. Y dice que es artista, pero tampoco habría tenido mucho tiempo para pintar.

Libby se encogió de hombros.

—Estaba acostumbrada a que estuviese en la tienda conmigo. Y pintaba cuando Gino dormía la siesta, aunque es cierto que lo hacía menos desde que…

Había estado a punto de decir que desde que su madre había tenido a Gino, pero pronto se corrigió:

—Desde que Gino nació.

Raul pensó en los bonitos cuadros que había visto en su casa.

—Debió de ser difícil, dejar de hacer algo que le gustaba tanto.

Libby se quitó el abrigo y se apartó el pelo de la cara.

—En realidad, no. Lo primero es Gino. Lo quiero más que a nada —aseguró apasionadamente.

Él apretó los labios y se acercó a la ventana. Necesitaba apartar la vista de Libby. Cuando esta se había quitado el abrigo, Raul había sentido cómo la mirada volvía a írsele a sus pechos. De hecho, llevaba excitado desde que sus cuerpos se habían tocado en el coche. Era una mujer muy intensa, colorida y que desprendía energía. ¿Habría sido aquella energía y pasión lo que había atraído a su padre? Apartó esa idea de su mente. No soportaba pensar en Libby y Pietro juntos… La deseaba él.

Indignado por su propia debilidad, se giró a mirarla.

—Le guste o no, habrá ocasiones en las que tendrá que dejar a Gino con Silvana. No podrá llevarlo a las reuniones de la junta —le explicó.

Libby frunció el ceño.

—Yo no voy a ir a ninguna reunión… ¿o sí?

—Como le expliqué, mi padre le ha dejado el cincuenta por ciento de Carducci Cosmetics a Gino, pero hasta que este sea mayor de edad, usted tendrá el control de su parte de la empresa, y tendrá que asistir a las reuniones con la junta directiva.

—Entiendo —respondió ella, mordiéndose el labio inferior—. En realidad, yo no tengo ni idea de dirigir una empresa.

—Eso es evidente, teniendo en cuenta el precario estado económico en el que estaba su tienda —le dijo Raul—. No se preocupe. No tendrá que hacer nada, salvo firmar cuando yo le pida que firme.

Libby lo fulminó con la mirada, furiosa por su comentario acerca de la tienda.

—Supongo que tendré que dejar a Gino con la niñera mientras asisto a las reuniones —concedió a regañadientes—. Al menos, Silvana parece agradable, no como su tía Carmina, que es una vieja horrible.

En realidad, Raul estaba de acuerdo con Libby, pero Carmina era miembro de su familia y había sido la hermana de su querida madre, mientras que Libby solo había sido la amante de su padre, una cazafortunas.

—No toleraré que hable de manera tan irrespetuosa de ningún miembro de mi familia —le advirtió—. Está aquí porque mi padre lo deseaba, pero le sugiero que recuerde cuál es su sitio.

—¿Y cuál es mi sitio? —inquirió Libby, encendida por semejante arrogancia—. Su querida tía me ha mirado como si acabase de salir de las cloacas. Y, por cierto, ¿qué significa puttana? Le pediré a Silvana que me haga la traducción.

Raul la fulminó con la mirada, furioso. Era la primera vez en su vida que alguien cuestionaba su autoridad o le hablaba así. Se sintió tentado a agarrarla con fuerza y a hacerla callar con un beso.

—Significa zorra —le dijo muy serio.

—Ah —de repente, en vez de ira Libby sintió aprensión.

No se había hecho falsas ilusiones acerca de su llegada a Villa Giulietta. Raul debía de haberse llevado una buena sorpresa al enterarse de que no era el único heredero de su padre, y era evidente que estaba molesto con ella, ya que pensaba que había sido la amante de Pietro. Raul la había acusado de ser una cazafortunas, de haber querido atrapar a un hombre mucho mayor y rico, pero… ¡zorra!

—Eso es horrible —murmuró, con los ojos llenos de lágrimas.

«¡Dio!». Libby era una actriz maravillosa, se dijo Raul, rabioso por sentirse culpable al ver que le temblaba el labio inferior. Parecía dolida y vulnerable, pero él sabía que la mayoría de las mujeres eran manipuladoras, y estaba convencido de que aquella, también.

Zia Carmina era la hermana de mi madre. Tras la muerte de Eleanora, guardó una estrecha relación con mi padre —explicó en tono tenso—. Debe comprender que mi tía se llevó una gran sorpresa al enterarse de que su cuñado, al que tanto quería y respetaba, tenía una amante y un hijo.

Frunció el ceño.

—Es usted tan joven. Dio, Pietro podría haber sido su abuelo. Es normal que a Carmina le cueste verla aquí, cuando todavía está llorando la pérdida de mi padre.

—El dolor no da derecho a nadie a ser desagradable —respondió Libby—. Yo también estoy pasando por un mal momento.

Todavía no había superado la pérdida de su madre y, si bien durante el día se mostraba fuerte frente a Gino, todavía lloraba la mayoría de las noches.

—Estos últimos meses han sido los peores de mi vida —le confesó a Raul.

Este pensó que estaba fingiendo la emoción que parecía haberla invadido. No podía estar tan dolida por la muerte de su padre como parecía. Raul la miró con frustración, sin saber qué pensar de ella. Antes de conocerla, se había imaginado a una mujer sin escrúpulos, pero Libby no era como él había pensado. Daba la sensación de que Pietro le había importado de verdad, pero ¿cómo era posible que una joven tan bella se hubiese sentido atraída por un hombre cuarenta años mayor? Enfadado, se dijo que tenía que haber sido por su dinero.

Apartó la vista de Libby. De repente, sintió la necesidad de alejarse de ella. Todo habría sido mucho más fácil si hubiese sido realmente una mujerzuela sin sentimientos. Quería despreciarla, pero cuanto más la miraba, más la deseaba.

Atravesó la habitación y abrió un maletín que había encima de la mesita del café.

—Ha sido un día muy largo y estoy seguro de que quiere instalarse. Han subido sus maletas del coche y el resto de cosas que había en su casa estarán aquí en un par de días.

Sacó unos documentos del maletín y la miró.

—Necesito que firme varias cosas.

—¿Qué son? —preguntó Libby con cautela, mirando el montón de documentos y sintiendo aprensión al darse cuenta de que Raul iba a esperar allí hasta que los leyese.

—Están relacionados con varias decisiones que he tomado con respecto a Carducci Cosmetics —le respondió él, hojeando relajadamente los documentos—. Este detalla la fusión con una empresa de cosmética sueca, que me gustaría llevar a cabo lo antes posible. Y este otro documento es para autorizar la transferencia de fondos a una de las filiales de Carducci Cosmetics en Estados Unidos. Solo tiene que firmar, no hace falta que los lea.

Libby frunció el ceño.

—¿Cómo voy a firmar algo que no he leído?

Se sentó, encendió la lamparita que había encima de la mesa y tomó el primer documento del montón, y Raul se sintió molesto.

—No hace falta que lo lea —repitió, fijándose en cómo la luz de la lámpara hacía que su pelo pareciese de oro—. Usted misma ha dicho que no sabía nada acerca de cómo dirigir una empresa. No entiendo que mi padre quisiese que tuviese el control de las acciones de Gino.

Su frustración era tangible.

—Cuando Pietro falleció, pensé que yo asumiría el control de Carducci Cosmetics —continuó—, pero la empresa lleva ocho meses en el limbo. No podía encontrarla y, como controla el cincuenta por ciento de la misma, no podía hacer nada.

Tomó aire para intentar tranquilizarse.

—No le pido que haga un curso intensivo de gestión empresarial. De hecho, ambos nos ahorraríamos mucho tiempo si se limitase a firmar al final de cada documento.

Libby lo miró. De repente, se dio cuenta de que la prisa de Raul por llevarlos a Italia no había tenido nada que ver con su preocupación por las condiciones de vida de Gino en Pennmar. No, lo único que le importaba a Raul era Carducci Cosmetics, y tenía que compartir el control de la empresa con ella hasta que Gino tuviese dieciocho años.

—Me pregunto por qué Pietro no le cedió a usted todas las acciones —comentó—. Tal vez no confiaba en que fuese a mirar por los intereses de Gino.

Raul se sintió como un volcán a punto de entrar en erupción al oír aquello y solo pensó en que quería que Libby se disculparse por haber dicho aquello.

—¿Se atreve a sugerir que mi padre no confiaba en mí? —inquirió, odiándola por haber puesto voz a las mismas dudas que él había tenido desde que había leído el testamento de Pietro.

Tal vez Libby tuviese razón, tal vez su padre adoptivo no hubiese confiado en él lo suficiente como para darle el control de las acciones de Gino en la empresa. La idea le rompió el corazón y la única manera de gestionar aquella sensación fue enfadándose. Intentó contener la ira. No estaba enfadado solo con Libby, sino también consigo mismo, ¿cómo era posible que la desease tanto en aquellas circunstancias?

Libby lo miró de reojo y se dio cuenta de que había ido demasiado lejos, la mirada de Raul era gélida. No obstante, necesitaba saber la verdad.

—Pietro debía de tener sus motivos para querer que la madre de Gino controlase su parte de Carducci Cosmetics —insistió.

Si Pietro había tenido dudas acerca de la honradez de su hijo adoptivo, ella también las tenía.

Raul echó la cabeza hacia atrás como si acabase de recibir una bofetada.

Dio, alguien va a tener que enseñarle a controlar esa insolente lengua —bramó.

Se acercó a ella con la velocidad de una pantera a punto de matar. Y Libby se dio cuenta demasiado tarde de que Raul pretendía que aquel «alguien» fuese él, pero ya había enterrado los dedos en su pelo y le había echado la cabeza hacia atrás, y un grito ahogado se perdió entre sus labios, que la besaron de manera salvaje.