Capítulo 2

 

Durante unos segundos, Libby se quedó tan sorprendida que no pudo ni hablar. Las advertencias de su amiga Alice le retumbaron en la cabeza.

—Tu madre no te nombró tutora de Gino y, aunque seas su hermanastra, legalmente no tienes ningún derecho sobre su custodia.

Si Liz hubiese sabido que iba a morir, la habría nombrado tutora de Gino, estaba segura, pero, tal y como Alice le había dicho, Libby no tenía ninguna prueba de que aquel fuese el deseo de su madre. Qué ironía que Pietro Carducci, que ni siquiera había reconocido a su hijo, lo hubiese incluido después en su testamento. Si el asunto iba a los tribunales, lo más probable era que se tuviesen en cuenta los deseos de Pietro, y que Raul se quedase con la custodia de Gino y se lo llevase a Italia.

Con el corazón acelerado por el pánico, Libby intentó centrarse en que Raul pensaba que Gino era su hijo. Era evidente que no sabía que había habido dos Elizabeth Maynard, ni que la madre de Gino había muerto solo un mes después que Pietro. Recordó la expresión de asco de Raul al preguntarle qué le había atraído de su padre. Pensaba de ella que era una cazafortunas, pero era mejor que pensase aquello a que descubriese que en realidad era la hermanastra de Gino y que no tenía su custodia legal.

Frunció el ceño al recordar de repente algo que Raul había dicho.

—¿Por qué me acusa de deber el alquiler del piso en el que vivíamos… vivía en Cornwall? Por supuesto que pagaba el alquiler.

Raul frunció el ceño ante el tono beligerante de Libby. No estaba acostumbrado a que nadie le hablase de aquella manera, mucho menos una mujer. Sus empleados, tanto en Villa Giulietta como en Carducci Cosmetics, lo trataban con el máximo respeto, y las mujeres con las que se relacionaba solían darle siempre la razón. Para él, el papel de una mujer consistía en hablar de nimiedades, ser una compañía relajante después de un día de duro trabajo, y complacerlo en la cama para que pudiese disfrutar de un sexo mutuamente satisfactorio sin las complicaciones de una implicación emocional.

Elizabeth Maynard, o Libby, como la llamaban, estaba lejos de ser una compañía relajante, pensó mientras se fijaba en su pelo rojizo y en su turbulenta mirada. Tenía los labios apretados y Raul sintió ganas de besarla. Tomó aire y tuvo que hacer un gran esfuerzo para dejar de escuchar a su cuerpo y volver a pensar con la cabeza. Era la mujerzuela de Pietro, que no había tenido ningún reparo en seducir a un hombre mucho mayor con su atractivo cuerpo, y él no podía repetir los errores cometidos por su padre.

—Su casero dijo que solía pagar con retraso, y que cuando se marchó le había dejado a deber varios miles de libras —le explicó él en tono frío—. ¿Por qué iba a mentir?

—Para vengarse porque me había negado a acostarme con él, probablemente —murmuró Libby con amargura—. Era un viejo horrible. Todos los meses, cuando iba a pagarle, intentaba toquetearme. Y me dejó claro que me bajaría el alquiler si yo le pagaba de otra manera.

—¿Y no se sintió tentada? —preguntó Raul en tono irónico—. Supongo que está acostumbrada a acostarse con hombres mayores por interés económico. Y con mi padre le salió muy bien. Tener un hijo suyo fue un gran golpe de efecto con el que supongo que pensó que le cambiaría la vida. Y acertó, Pietro le ha dado derecho a criar a su hijo en la casa familiar de los Carducci, y a asumir el control del cincuenta por ciento de Carducci Cosmetics hasta que Gino cumpla los dieciocho años.

Raul rio con aspereza al ver que Libby se quedaba boquiabierta. Se metió la mano en el abrigo y sacó unos papeles.

—Enhorabuena. Ha cantado bingo —le dijo en tono irónico, tirándole los documentos.

Ella miró aturdida la primera página y vio que se trataba del testamento de Pietro Gregorio Carducci. Consciente de que Raul la estaba observando, pasó la mirada por la página hasta llegar al párrafo en el que se establecía que la madre de Gino, Elizabeth Maynard, tendría que vivir en Villa Giulietta, con todos los gastos pagados, hasta que su hijo cumpliese la mayoría de edad.

Era asombroso. Casi no llegaba a comprenderlo, pero antes de que pudiese seguir leyendo, Gino agarró los documentos. Estaba completamente fascinado por el papel blanco y, teniendo en cuenta que el día anterior había destrozado una carta del banco, Libby le devolvió el testamento a Raul.

—¿Quiere decir que quiere que vaya a vivir a Italia con Gino? —preguntó muy despacio, algo más aliviada al darse cuenta de que Raul no le iba a quitar al niño.

De todos modos, no le habría permitido que lo hiciese, y estaba dispuesta a hacer lo que fuese necesario para estar con Gino, aunque tuviese que hacerse pasar por su madre.

—No hay nada que desee menos —admitió Raul en tono frío y arrogante—, pero, por desgracia, mi opinión no cuenta. Mi padre ha dejado bien claro su deseo de que Gino y su madre vivan en Villa Giulietta.

Libby miró a su hermano pequeño, sus miradas se cruzaron y sintió que se le derretía el corazón. Tenía la piel aceitunada y el pelo rizado y moreno, heredados de su padre, pero la sonrisa era de su madre, pensó mientras se tragaba el nudo que tenía en la garganta. Liz había adorado a su hijo. Era de una crueldad terrible que a Gino le hubiesen arrebatado a su madre incluso antes de que le hubiese dado tiempo a conocerla, pero Libby se prometió en silencio que ocuparía el lugar de su madre.

Su hermano pequeño era el único vínculo que le quedaba con ella. Lo quería como si fuese su propio hijo y estaba decidida a hacer lo que era mejor para él.

Aunque no sabía si lo mejor para él sería llevarlo a vivir a Italia, con Raul, al que era evidente que no le gustaba tener un hermanastro. Sus dudas aumentaron al mirar de nuevo el aristocrático rostro del guapo italiano.

—Tenemos que hablar —empezó con cautela—. Podríamos vernos dentro de uno o dos días.

Raul frunció el ceño con impaciencia.

—Yo no puedo perder uno o dos días aquí. De todos modos, ¿de qué quiere hablar? Mi padre ha nombrado a Gino su heredero y yo no me puedo creer que usted vaya a desaprovechar la oportunidad de conseguir su herencia. Supongo que se quedó embarazada a propósito para poder exigir después una pensión alimenticia.

—No la he pedido —replicó Libby enfadada.

Aunque no lo sabía, Raul estaba insultando a su madre, y si Libby no hubiese tenido a Gino en brazos, le habría borrado la arrogante sonrisa de una bofetada. Liz no se había quedado embarazada a propósito, de hecho, se había quedado muy sorprendida al descubrir que había concebido un hijo fruto de una aventura de verano con un encantador italiano.

—Gino no fue un hijo buscado, pero sí muy querido —le dijo a Raul con voz ronca, recordando como Liz había pasado de la sorpresa a la emoción al saber que iba a volver a ser madre—. Su padre fue informado del nacimiento de Gino, pero jamás lo reconoció como su hijo y yo no esperaba nada de él.

Raul rio con incredulidad.

—Mi padre era un hombre honrado que jamás le habría dado la espalda a su hijo.

Frunció el ceño y preguntó:

—¿Qué día nació Gino?

—El diecisiete de junio. Tiene diez meses.

—Pietro estaba muy enfermo en junio del año pasado, y murió en agosto —le contó Raul—. En octubre le diagnosticaron un tumor cerebral inoperable y todo fue muy deprisa. ¿Estaba al corriente de su enfermedad?

Ella negó con la cabeza. Pietro debía de haber caído enfermo poco después de que su madre hubiese regresado del crucero por el Mediterráneo que había ganado. El crucero en el que Liz se había enamorado del italiano, tal y como le había confesado a Libby sonriendo y con cierta vergüenza, después de haber afirmado durante años que no se podía una fiar de ningún hombre y que era una locura enamorarse.

Liz se había quedado destrozada al no recibir noticias de Pietro después del crucero, sobre todo, al descubrir que estaba embarazada.

—Lo he vuelto a hacer, Libby —le había dicho llorando al salir del baño con la prueba de embarazo en la mano—. He confiado en un hombre y me he quedado embarazada, lo mismo que con tu maldito padre. Tenía que haber aprendido la lección y haber sabido que todos los hombres son unos cretinos egoístas.

Libby había odiado a Pietro por haberle hecho daño a su madre, pero según Raul su padre había vuelto a Italia y poco después le habían diagnosticado un cáncer terminal. Tal vez Pietro no hubiese querido comunicar tan devastadora noticia a Liz, pensó ella, con el corazón encogido por su madre y por el hombre al que había amado. Pietro había fallecido poco tiempo después de que Liz le hubiese escrito para contarle que Gino había nacido. Aunque el hecho de que hubiese incluido a Liz y a Gino en su testamento tenía que significar que, al fin y al cabo, había sentido algo por su madre.

Gino había estado tranquilo entre sus brazos, pero empezó a toser de nuevo y respiró con dificultad debido al esfuerzo.

—¿Ha dicho que tenía que darle medicación? —comentó Raul, frunciendo más el ceño.

Tenía la misma experiencia con los niños que con los alienígenas de otro planeta, pero aquel niño parecía bastante enfermo.

—Sí —admitió Libby—. Será mejor que suba conmigo.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Raul cuando llegaron al piso de arriba.

Libby se detuvo con la mano en la puerta del salón.

—Tiene bronquiolitis, que es una enfermedad habitual en los bebés, pero desarrolló una neumonía y se puso muy mal. Ha estado un par de semanas en el hospital y ahora no se le termina de curar la tos. El médico ha dicho que las condiciones de vida que hay aquí no son las propicias —confesó.

Empujó la puerta y contuvo un gemido al ver el caos que había ante ella. La inesperada visita de Raul Carducci le había hecho olvidarse del desastre ocurrido la noche anterior, cuando la gotera que había en el techo de su dormitorio había cedido y la habitación se había inundado por completo. Por suerte, su amigo Tony había estado allí, compartiendo con ella una botella de vino mientras Libby le contaba sus preocupaciones económicas y que era probable que tuviese que cerrar Nature’s Way, y juntos lo habían sacado todo del dormitorio y lo habían llevado al salón. Tony había conseguido tapar el agujero del techo, pero se había empapado por completo y había tenido que ponerse la ropa de deporte que siempre llevaba en el coche.

Los lienzos estaban apilados contra el sofá y la ropa hecha un montón en el suelo, con la ropa interior en lo más alto. Libby se dio cuenta al ver que Raul clavaba la vista en las coloridas braguitas. Este miró a su alrededor y ella supo que se estaba fijando en el estropeado papel de las paredes y en el moho que había vuelto a salir en ellas a pesar de sus esfuerzos por eliminarlo.

No había habido ninguna marca de humedad cuando Liz y ella habían visto la tienda y la vivienda la primavera anterior. Les había parecido un lugar con mucha luz y bien aireado, estaba recién decorado y las ventanas abiertas permitían que entrase la brisa del mar. Había sido durante el invierno cuando Libby se había dado cuenta de que habían empapelado las paredes para ocultar las humedades.

Le molestó el gesto de rechazo de Raul. A juzgar por la gran calidad de su ropa, era muy rico, y seguro que su casa en Italia era un palacio en comparación con aquello, pero era lo único que se podía permitir, o tal vez ni siquiera, pensó al recordar la carta del banco en la que le informaban que no iban a aumentar su descubierto.

—Siento este desastre —murmuró—. Anoche se inundó mi dormitorio y tuvimos que traerlo todo aquí.

—¿Tuvimos? —preguntó Raul, mirando al bebé que Libby tenía en brazos.

—Estaba aquí mi amigo Tony.

Siguió la mirada de Raul hasta las botellas de vino vacías y las dos copas que había en la mesita del café y vio cómo su expresión cambiaba de disgusto a desaprobación.

—Al parecer, hicieron toda una fiesta.

Libby no pudo creer que Raul estuviese pensando que se habían bebido las tres botellas de vino en una sola noche.

—Tony trabaja en un bar y me trae viejas botellas de vino. Yo las decoro y después las vendo en mercados de artesanía —le explicó—. Soy artista, y Tony también.

Como Raul no decía nada, se limitaba a mirarla con desprecio, ella se reveló. ¿Por qué tenía la sensación de tener que explicarse ante un extraño arrogante?

Gino se estaba retorciendo para que lo soltase y a ella le dolían los brazos de sujetarlo con fuerza, así que, distraída con la presencia de Raul, dejó al pequeño en el suelo y fue a la minúscula cocina a buscar su medicina.

Gino fue directo a la mesita del café y alargó las manos hacia una de las botellas de vino. Raul lo agarró antes de que tomase una de ellas. Con el niño en brazos, pensó que aquella casa era un desastre y olía a humedad.

¿Cómo podía Elizabeth Maynard criar a su hijo en semejantes condiciones? Sobre una de las sillas había unos pantalones vaqueros de hombre y Raul se preguntó si pertenecerían al tal Tony, camarero y artista, que había estado allí la noche anterior. ¿Sería su amante? Y, si lo era, ¿qué papel desempeñaba en la vida de Gino? ¿Era como un padrastro para el niño, o uno más de varios «tíos»?

Raul frunció el ceño, muy molesto con la idea. Sabía la clase de mujer que era Libby: una bailarina de striptease y, al parecer, una artista. En cualquier caso, el tipo de hombre que frecuentaban los locales de striptease no podía ser una buena figura paterna para el niño. Intentó no pensar en que, probablemente, su padre había conocido a Libby en uno de esos locales. No quería tener esa imagen de Pietro. Manchaba su memoria. No obstante, le gustase o no, su padre había tenido una aventura con Libby y esta le había dado un hijo.

Miró a Gino y volvió a sorprenderse con el gran parecido que tenía con Pietro. El pelo de Gino era una mata de rizos oscuros, como la que había tenido su padre, y los grandes ojos marrones tenían las mismas motas ambarinas. Raul supo que Pietro habría adorado a aquel niño, pero había estado muy enfermo cuando este había nacido y no había podido conocerlo. Raul no entendía por qué su padre no había confiado en él. Lo único que se le ocurría era que se hubiese sentido avergonzado de su relación con una bailarina de striptease cuarenta años más joven que él. O tal vez hubiese sospechado que Libby era una cazafortunas, y por eso, y para proteger a Gino, había exigido que su hijo creciese en el hogar familiar de los Carducci.

Era una pena que Pietro hubiese incluido también a la madre del niño en el testamento. Era evidente que Libby no tenía ni idea de cómo cuidar a un bebé. Gino, que había estado mirando por la ventana, se giró de repente hacia Raul y le sonrió, dejando al descubierto dos pequeños dientes blancos. Raul tuvo que admitir que el bebé era adorable. Le devolvió la sonrisa y, de repente, sintió que quería proteger al hijo de Pietro. En ese momento se dio cuenta de que quería cuidar de Gino, y de que lo querría, lo cuidaría como Pietro lo había querido y cuidado. Era su oportunidad de compensar a su padre adoptivo por todo lo que había hecho por él. Pietro había protegido económicamente al niño, pero él sería su figura paterna. Prometió que sería mucho mejor padre para Gino de lo que era Libby como madre.

Esta salió de la cocina.

—¿Le importa sujetarlo mientras le doy la medicina? No le gusta nada —le explicó.

Sacudió la botella, vertió el líquido espeso en una cuchara y entonces se dio cuenta de que para dársela a Gino tendría que acercarse mucho a Raul. Se puso tensa e intentó no tocarlo, pero era imposible evitarlo. Fue consciente del calor que emanaba de su cuerpo, de la suavidad de su abrigo y del olor a sándalo de su colonia, mezclado con otro olor, a limpio, a jabón. Nunca, en toda su vida, había sido tan consciente de la presencia de un hombre. Le dio miedo que Raul se diese cuenta del efecto que tenía en ella, y rezó en silencio para que Gino abriese la boca como un pajarito y se tragase la medicina sin protestar.

—Buen chico —dijo en tono suave mientras lo tomaba en brazos para sentarlo en la trona.

Raul apartó la vista de los pechos de Libby, que se marcaban de manera provocativa bajo la ajustada camiseta y le preguntó en tono tenso:

—¿Cuándo podrá venir a Italia?

Ella sintió pánico, le sorprendía que Raul diese por hecho que accedería a vivir en otro país solo porque él se lo había pedido. Lo peor no era mudarse, sino hacerlo fingiendo ser quién no era. No era la madre de Gino y no sabía cómo iba a vivir con esa mentira, pero no tenía elección.

—No lo sé —admitió, mirando a Raul Carducci a los ojos—. Tendré que avisar a mi casero de que voy a cerrar la tienda e intentar vender toda la mercancía. Y, por supuesto, hacer las maletas.

Aunque en aquello último no tardaría mucho. No tenía mucha ropa, aunque lo que sí quería era llevarse todo su material para pintar y sus lienzos, y los pocos recuerdos que tenía de su madre.

—Probablemente, a finales de mes.

—Yo estaba pensando en días, no en semanas —le dijo Raul en tono frío—. Mi equipo se ocupará de la tienda y de trasportar todas sus posesiones a Italia. Solo tiene que hacer una maleta con la ropa de Gino y la suya. No creo que eso le lleve más de una hora, así que podríamos marcharnos esta misma tarde.

—¡Esta tarde! —exclamó Libby sorprendida—. Eso es imposible. Tengo miles de cosas que hacer antes de poder llevarme a Gino a otro país, a empezar una nueva vida.

Las palabras «otro país» y «nueva vida» retumbaron en su cabeza. Sintió miedo. No estaba segura de querer una nueva vida. La que tenía en Pennmar no era fácil, sobre todo en esos momentos, con lo mal que estaba funcionando la tienda, pero al menos era su vida y hacía con ella lo que quería. No tenía que fingir ser otra persona bajo la arrogante mirada de Raul Carducci.

—No entiendo el porqué de tanta prisa —admitió—. ¿Qué más le da cuándo vayamos?

Raul pensó que, con aquel caos de habitación y el cielo gris a sus espaldas, el pelo de Libby parecía tan vivo como las llamas de una hoguera. Y su ropa estridente era una explosión de color en un mundo en blanco y negro, lo mismo que sus coloridos cuadros.

Decidió no responder a su pregunta.

—¿Son suyos? —preguntó, mirando los paisajes que había repartidos por toda la habitación.

—Sí. Mis técnicas favoritas son el óleo y el carboncillo.

Raul estudió un cuadro en el que había una terraza llena de macetas con flores de colores. Tuvo la sensación de que, si alargaba la mano, podría tocarlas.

—¿Y vende muchos cuadros?

Libby detectó escepticismo en su voz y se sintió molesta.

—Alguno… Muchos, la verdad. Aunque sobre todo en verano, cuando hay turistas. Los expongo en la tienda, pero en estos momentos hay poco movimiento —admitió en tono sombrío.

—Cuando viva en Villa Giulietta no tendrá que preocuparse por sus ingresos —le informó Raul con frialdad—. Y, por supuesto, no tendrá que hacer stripteases.

—Me alegro, porque jamás he hecho uno —replicó ella, sintiendo calor por todo el cuerpo.

—¿No trabajaba en el Purple Pussy Cat Club? —inquirió él.

A Libby le ardió el rostro todavía más. Era evidente que Raul sabía de la existencia del club y pensaba que ella había trabajado haciendo stripteases.

—Trabajaba de camarera nada más —le dijo ella.

Su sueño de estudiar Bellas Artes en la universidad se había visto truncado por la necesidad de ganarse la vida. Sus notas no habían sido demasiado buenas, así que sus opciones se habían visto muy limitadas. Había trabajado de limpiadora y en un restaurante de comida rápida antes de que su madre la hubiese ayudado a conseguir aquel trabajo como camarera en el local en el que Liz había trabajado como bailarina.

Había sido el único trabajo que había conseguido su madre después de volver a Inglaterra, tras varios años viviendo en Ibiza. Liz lo había odiado, pero le había recordado a Libby que necesitaban el dinero, y que era mejor tener aquel trabajo a no tener ninguno. Su madre había sido una persona poco convencional, en ocasiones irresponsable, pero también había sido muy orgullosa.

Raul la estaba mirando fijamente y ella se estremeció. No podía apartar los ojos de él. Era como si la hubiese hechizado para que no pudiese moverse mientras se acercaba lentamente a ella, traspasándola con la mirada como si pudiese ver en su alma.

Se detuvo a escasos centímetros de ella y, casi como si no pudiese evitarlo, tocó su pelo.

—Entonces, ¿no es stripper?

—¡No!

A Libby le ardía el rostro, pero estaba atrapada por su magnetismo y no podía apartarse de él.

—Qué pena —murmuró Raul—. Había pensado pagarle porque me hiciese una demostración en privado.

—Pues habría tirado el dinero —replicó Libby, sintiéndose por fin capaz de retroceder.

Sacó a Gino de su trona y lo abrazó.

—Me parece que esto no va a funcionar. No estoy segura de querer llevar a Gino a Italia, a vivir en su casa, sobre todo, si va a estar haciendo comentarios de ese tipo. En cualquier caso, no puedo ir hoy. Gino tiene cita con el pediatra la semana que viene. El médico está preocupado por sus problemas respiratorios.

Raul se había acercado a la ventana y veía llover.

—Por supuesto que va a venir. No va a desaprovechar la oportunidad de llevar una vida de lujo —sentenció, girándose a mirarla e intentando ignorar el deseo que sentía por ella.

Se dio cuenta de que llevaba demasiado tiempo sin tener una amante, si no, no se habría sentido atraído por aquella mujerzuela. Remediaría aquella situación nada más volver a casa.

Pero antes tenía que convencer a Elizabeth Maynard de que fuese con él a Italia de inmediato. Por mucho que le molestase, esta controlaba el cincuenta por cien de Carducci Cosmetics y no podía dirigir la empresa sin ella.

—Cuando lleguemos a Italia buscaré a un especialista privado —le aseguró—. Gino es un Carducci, y sé que su padre habría querido que tuviese todo lo mejor.

«Todo lo mejor», pensó Libby. Su madre habría querido lo mismo para Gino. Miró a su alrededor, la moqueta estaba deshilachada, había humedades en las paredes, y se mordió el labio, consciente de que Raul la estaba observando.

—¿Cómo puede negarle a Gino su derecho de nacimiento? —le preguntó él—. En Lazio ya es primavera y el sol calienta el lago que hay junto a Villa Giulietta, el clima cálido le sentará bien. Cuando crezca, tendrá el uso exclusivo de la casa y los terrenos. Podrá jugar en los campos de naranjos y aprender a navegar en el lago.

Se prometió en silencio que él enseñaría a navegar al hijo de su padre, como Pietro lo había enseñado a él.

De repente, se le ocurrió algo que podía retrasar sus planes.

—Supongo que Gino no tendrá pasaporte.

—Lo cierto es que sí —respondió Libby.

Su madre se lo había hecho nada más nacer, probablemente, con la esperanza de que Pietro quisiera que tanto el niño como ella fuesen a Italia. Liz habría querido que Gino viviese en Italia, en una gran casa, y no en aquel piso.

Para sorpresa de Libby, Raul no parecía molesto con la idea de tener un hermanastro, como ella se había temido al principio, sino que parecía desear que viviese en la casa de los Carducci.

Pensó en sus dificultades económicas. Lo cierto era que había tocado fondo, y que corría el peligro de quedarse sin casa. El testamento de Pietro Carducci era casi un milagro, que hacía que Gino tuviese seguridad económica de por vida. Tal y como Raul había dicho, ella no tenía ningún derecho a negarle eso al niño. Y Raul había prometido que buscaría un especialista para que vigilase aquella horrible tos…

—De acuerdo —dijo de repente, con el corazón acelerado.

Se sentía como si fuese a saltar por un precipicio hacia lo desconocido, pero a Gino le habían dado la oportunidad de tener una vida mucho mejor de lo que ella podía darle en Pennmar, y ella tenía que aprovecharla en su nombre.

—Nos iremos con usted hoy mismo.

—Bien —respondió Raul en tono satisfecho.

Nunca había dudado de que la fortuna de los Carducci persuadiría a Libby de que lo acompañase a Italia. Cruzó la habitación para tomar a Gino en brazos.

—Yo me ocuparé de él mientras hace la maleta. Mi jet privado está esperándonos en el aeropuerto de Newquay. Le diré al piloto que estaremos listos dentro de dos horas.