Del peligro de las únicas veces
LAS POSTALES Y las imágenes de la tele no te preparan para el verde gallego, que aturde y revive al visitante primerizo. Ellos lo eran, primerizos en casi todo, pese a las experiencias previas, asombrados por el paisaje y por hallarse tan lejos de las pocas manzanas de cemento salpicadas de parques-cicatriz entre las que se había desarrollado su historia juntos y no revueltos. Daniel y Daniela respiraron el verde y el mar como si fuera la primera vez. Rieron de cualquier cosa y disfrutaron de la insólita amabilidad de Herminio, su mala leche relegada al mundo de los negocios, pero con ellos casi un tío gallego que los llevó de excursión por sus fincas, les presentó a buena parte de sus vacas por el nombre de pila y los sepultó bajo una montaña de mariscos bañada por cataratas de ribeiro.
—En cuanto al motivo de nuestro viaje... —intentó Daniela, hormiga vocacional.
—El motivo de vuestro viaje es ver de dónde sale la leche, bajo qué sol se multiplican las vacas que la fabrican y, por supuesto, disfrutar de Galicia.
—Pero...
—Sin peros, jovencita —el viejo simula recobrar su aire de patriarca temible, pero guiña un ojo a Daniel—. Si te empeñas, mañana tendremos una reunión antes de comer, pero hasta entonces, aprovechad el descanso. Y ahora, brindemos por el ascenso.
Cinco minutos más tarde los deja con la excusa de la siesta y sus muchos años que necesitan de un reposo regular, y se marcha pisando con tal firmeza que hasta las cerámicas del suelo del restaurante se apartan de su camino. Daniela y Daniel, que han pasado cientos de horas a solas, se sienten turbados.
—¿Vamos al hotel? —pregunta él y ella se sonroja al asentir.
Porque Cuérnez estaba mal informado o Herminio ha cambiado los planes sin consultar, pero en lugar de alojarlos en su chalé, el viejo les ha reservado dos enormes suites contiguas en uno de los hoteles que posee en A Coruña. Sólo el salón de esas habitaciones es más grande que el piso de Daniel, como pudieron comprobar cuando dejaron el equipaje al llegar. Van andando para bajar la comida y no pensar demasiado, mientras el coche con chófer que el viejo ha puesto a su disposición los sigue a paso de hombre. El móvil de Daniel suena para salvarlos del silencio poblado de imágenes de la siesta inminente. Habla con cierta incomodidad al principio, pero luego adopta un tono jovial, que no contrarresta las promesas femeninas que llegan del otro lado de la línea. Cuelga y no sabe qué decir.
—¿Natalie? —pregunta Daniela Casual.
—Ouí. ¿Te molesta?
—Au contraire. De hecho, estoy esperando una llamada de..., Borja —miente Daniela, y se arrepiente, no de la mentira sino del nombre elegido. Antes de emprender el viaje llegó hasta su mesa un sobre sin remitente y con un recorte de prensa dentro, en el que se daba cuenta, con brevedad de noticia banal, del asalto al domicilio de un tal Borja Suárez-Benéndez, en el que se destruyó abundante equipo de vídeo en alta definición y todos los archivos reunidos durante años por el joven cineasta con el objetivo de montar un documental sobre las bellezas naturales de Europa. Aunque desconocido en el ambiente cinematográfico, la víctima del atraco se confesaba un amante de la naturaleza...
—Y de los espejos —murmura Daniela.
—¿Decías?
—Nada, nada.
Pero lo que más llamó la atención de Daniela y puede que del periodista que de otro modo hubiera obviado la noticia, fue el detalle extravagante consignado al final del texto: el asaltante no ejerció sobre Borja violencia física alguna, pero además de romper todos y cada uno de los espejos de la vivienda, lo sometió, durante media hora, a una torturante sesión de cosquillas en los pies. Espía de reojo a Daniel: ¿Sería capaz de...? Imposible saberlo, puede que Beto le haya contado y Daniel, que está loco... Pero el recorte hablaba de un hombre corpulento y elegante, dos adjetivos que no pueden aplicarse a Daniel.
De pronto, la imagen de un cliente del Malone, de mirada triste y sonrisa irónica, que alza su vaso de bourbon para brindar simbólicamente con ella, el pudor al pensar que el tal Arregui pueda haber visto los videos antes de destruirlos, y otra vez la mirada triste y tranquilizadora: no, no los había visto. Los ángeles de la guarda no son santos, pero disfrutan intentándolo.
La llegada al hotel acelera los movimientos, los mecaniza y los separa hasta donde permiten las paredes del ascensor, el trayecto casi marcial hasta sus respectivas puertas, la torpeza con las tarjetas magnéticas y la despedida al vuelo, con una promesa vaga de verse más tarde.
Y nada más, salvo Daniel gastando la alfombra con sus pasos y atestando la habitación con ramos de flores que brotan de sus manos, hasta que decide decidir y se ducha, se pone un vaquero viejo y una camiseta de color indefinido. Y se tumba en uno de los monumentales sofás, a disfrutar del recuerdo de las miradas de Daniela mientras hablaba con Natalie.
Cuarenta minutos después suena el timbre de su puerta
—. — — — — —
y es Daniela pelo mojado, también ropa cómoda, de la que se pondría para dar un paseo casual o quedarse tumbada en casa. Pero pelo mojado. Daniel nunca la había visto con el pelo mojado y está aún más bonita, una diosa de andar por casa, tan fácil imaginar el resto, también en la ducha, tan difícil que los ojos no delaten lo que siente. Pero Daniel también ha tomado una decisión tras sus aventuras paralelas del sábado pasado: jugar limpio de verdad y no, idiota, no me refiero a limpieza de ducha, envidia de jabón, vocación de esponja, ¿por qué no habré nacido esponja?, sino jugar limpio.
Si tanto quiere a Daniela y ella no quiere quererlo, aunque lo quiera, él debe ayudarla a impedir que se quieran, aunque quieran.
O algo así.
El caso es que Daniel se repite un no que retumba en su cabeza y lo envía a cada parte de su cuerpo, cada célula y cada átomo enamorado, para obligarlos a rendirse, bandera blanca de amistad y nada más, que consigue imponer su mandato tras una férrea lucha de la que él sale victorioso y con la sensación de estupidez que asalta a todos los vencedores cuando suena el último disparo, que coincide con el timbre de su móvil y es Natalie, que lo llama con una excusa pueril y laboral, resuelta en dos frases y el resto es charla-anzuelo, murmullos que evocan aquella noche juntos y oferta de repetirla cuando quiera. Daniela, tumbada en el sofá a metro y medio de él, sonríe por fuera y arde por dentro, la muy zorra, ¿es que no lo dejará en paz? Creo que esa tía no le conviene, él va de duro pero en realidad es un romántico y esa loba se lo tragará en dos bocados y yo, yo...
Daniel cuelga y antes de girar la cabeza compone la mejor expresión de indiferencia que puede lograr, pero cuando por fin mira hacia ella y abre la boca para decir una bobada, tropieza con los labios de Daniela, Daniela derramada en furia sobre él, Daniela camiseta fuera, pelo mojado, tormenta de caricias arremolinadas, que lo arrastra hacia el dormitorio sin dejar de repetir todo el tiempo:
—Esta vez, la única vez y nunca más, esta única vez, aquí y ahora y luego nada, esta única vez.
Daniel desconfía, hace la pausa de siempre pero ella sigue, es esta única vez, la única que podrá tenerla sin trabas ni carreras hacia el baño, solamente una vez como en el bolero y es tanta Daniela la breve Daniela desatada, que las células y los átomos de Daniel, saturados de consignas negativas, tardan en responder a la nueva orden. Y entonces ocurre lo que sólo le había ocurrido alguna vez, y también lo que nunca le había ocurrido: que todo dura fracciones de segundo, tan rápida esa única vez, que apenas tienen tiempo para comprobar que, para colmo, se ha roto el preservativo.
Gato el gato ha quedado en Madrid, pero no son pocos los cofrades felinos que podrían dar testimonio, llegado el caso, del peregrinar de Daniela y Daniel por farmacias y ambulatorios de A Coruña, en busca de la pastilla del día después y el deseo del día antes. Daniel hundido, no tanto en su masculinidad como en la ocasión perdida, la única ocasión. Una vez leyó una novela sobre un asesino a sueldo que tenía una puntería infalible con las armas, pero que siempre fallaba cuando el disparo era importante. Y él ha errado su única bala. Al mismo tiempo, está preocupado por Daniela y el lío en que la ha metido, como si fuera un colegial inexperto y precoz. Daniel está hundido pero despilfarra energía para resolver el asunto, ideas superpuestas, si aquí no nos la dan, cogemos un avión y nos volvemos a Madrid, lo siento, lo siento, lo siento...
—A mí me hubiera gustado sentirlo, pero no dio tiempo —se burla Daniela y ambos recuperan la risa y la camaradería, intentan hasta que logran que le den la dichosa pastilla y se marchan aliviados pero raros por dentro. Cenan algo ligero para ocupar las bocas y no tener que hablar demasiado. Ella lo ve tan afligido que quisiera acunarlo en sus brazos y decirle que no importa, que habrá otras veces, todas la que él quiera, todas las del mundo, pero al mismo tiempo comprende que la literalidad con que Daniel se ha tomado su afirmación de que era la única vez, es la vía para aplicar la decisión que ella había tomado de antemano. Bien pensado, fue una suerte este desastre, porque si todo hubiera salido como saldría cualquier otra vez, yo no sería capaz de...
Daniela frena y cambia de marcha. La decisión está tomada. Si algo ha aprendido de Daniel en este tiempo, es que tiene otro defecto aparte de sus alucinaciones mágicas: él cree a pies juntillas en la palabra de la gente en la que cree. Y si no lo conoce mal, el episodio de hace unas horas lo dejará al margen de su cuerpo por tiempo indeterminado, salvo que ella lo provoque y esta vez no lo hará.
Suben a las habitaciones y se despiden.
Él tiene prisa por desaparecer de su vista y ella usará la soledad para reforzar la voluntad de no correr a sus brazos.
Daniela tiene claro de que ahora controla la situación y no cederá, aunque tenga que darse una docena de duchas frías.
Cuarenta minutos más tarde, en mitad de la tercera ducha, se envuelve en una toalla, sale corriendo al pasillo y llama a la puerta de Daniel
—. — — — — —
que no responde.
Lo intenta una y otra vez, sin respuesta.
Daniela suspira y camina por los pasillos en busca de algún miembro del personal del hotel que pueda ayudarla, porque con las prisas, además de su férrea decisión de no volver a caer con Daniel, ha olvidado las llaves dentro de la habitación.
Varias plantas más abajo, en el bar del hotel, Daniel ahoga su pena en el ámbar del bourbon, mientras piensa en lo diferente que sería todo si Daniela le diera otra oportunidad.