Sorpresas

A DANIEL CASI no le ha sorprendido encontrar a Natalie en B&M: cosas así ocurren todo el tiempo en esas novelas que escribe y nunca envía a las editoriales. Y si se sorprendió, fue una sorpresa agradable. Más aún porque la muchacha lo trata con una calidez que evoca a la que incendió su dormitorio hace poco más de veinticuatro horas, y eso lo ayuda a no pensar en la incógnita de la noche con ojeras de Daniela, y al mismo tiempo, a no dejar de pensar en ello.

A Natalie no le sorprende que Daniel trabaje en la misma empresa a la que ella acaba de incorporarse. Tenía la sensación de que volvería a encontrarse con él de un momento a otro. No le conviene, pero le gusta. Y mientras coquetea con Daniel de un modo nítido, intenta convencerse de que lo hace porque nunca está de más tener un aliado conocido en un esquema de poder tan retorcido como el de B&M. Natalie no suele mentirse a sí misma, pero ahora lo hace y disfruta de ello.

A Daniela no le sorprende que la nueva secretaria de Cuérnez haya hecho buenas migas con Daniel en tan pocas horas, pero sí que él responda a las señales con gusto. Acaba de entrar en la cafetería por casualidad, aunque ya había recorrido casi todo el edificio buscando sin buscarlo. Las reuniones de su flamante cargo le han impedido pasar por el despacho hasta hace unos minutos, y al entrar con paso firme, decidida a informar a Daniel de su nuevo estatus, sólo halló una nota sobre la mesa:

«Comemos en el sitio de siempre».

Le molestó la ausencia de signos de interrogación, la falta de preguntas o referencias a un ascenso que le ha ocultado todo el fin de semana, y salió a rastrearlo por la agencia, dispuesta a decirle cuatro cosas. Pero ahora que lo ve seguir el juego de Natalie con una familiaridad felina que augura intimidades inminentes, Daniela se alegra y se entristece.

Se alegra por él, porque si se sube al tren de esa muchacha de ojos puede que verdes dejará de esperar algo que ella nunca, nunca, nunca le podrá ofrecer.

Y se entristece porque comienza a echar de menos, antes de perderlo, ese amor siempre dispuesto de Daniel, frondoso y prometedor, bajo cuya sombra no quiere tenderse, pero que formaba parte de su vida.

A Daniel sí le sorprende el aviso desde recepción de que ha llegado un sobre para él y que es un sobre personal que viene desde el otro lado del océano. Tulio. Sólo puede ser de Tulio. Tartamudea un poco al preguntar si es un sobre o un paquete. Un sobre. Daniel suspira aliviado y baja a recogerlo. Es de Tulio y no quiere leerlo en B&M. Por suerte lleva encima la tarjeta magnética y al pasarla por el lector, pese a la preocupación, no puede evitar sentirse como un James Bond con gafas, aunque en su caso, se dice, el símil más adecuado sería Smart Swell Smart, el Súper Agente 86. Ya en la calle rasga el sobre y salta de un documento a otro, y de ahí a la breve nota de puño y letra insegura de Tulio. Sacude la cabeza. Tulio nunca cambiará: se está muriendo pero se preocupa por la vida de su amigo, su vida sin magia y su miedo a no ser un ARTISTA de verdad. Desde su inmovilidad, Tulio se ha movido mucho más que él y por él, pero Daniel no quiere hacer nada que altere su vida actual, es una cigarra enamorada que quiere sentirse hormiga, ser previsible y confiable para la hormiga sin rostro que no quiere amor de gatos ni cantos a medianoche.

Por eso decide no responder a las dos propuestas.

No aceptará la beca para concluir esa novela suya que Tulio envió por él a una vetusta universidad, ni aceptará la plaza -también tramitada por su amigo- en el limitadísimo grupo de pacientes que ese psiquiatra brillante que cura como por milagro obsesiones como la suya con la magia. Relee las direcciones y sonríe. Luego forma una rotunda pelota con los folios y se consuela pensando que al menos, mientras ejecutaba ese plan en su beneficio, Tulio no pensó en la muerte. Luego patea la pelota pero nunca fue bueno para el fútbol y cae a sólo unos metros. La recoge y la lanza hacia arriba, entre las ramas de un árbol tan bien podado que parece de juguete. Al tercer intento, logra que no vuelva a caer y se aleja. Es un árbol frondoso y pulcro, en el que el gato oculto en el follaje desentona como un okupa en un palacio real. Pero eso a Gato no le importa, todo felino tiene algo de príncipe, y se limita a jugar con la gran pelota de papel, hasta que se cansa del juego o calcula mal y la pelota cae a la acera ante Daniela, que se dirige hacia el parque en el que Daniel la espera con el almuerzo y los reproches. Sigue un impulso acorde con su incomodidad y da un puntapié a la pelota, que se eleva y cae un par de metros delante de ella. Y Daniela sigue rumbo al parque del homenajeado desconocido, pateando la pelota de papel ante la mirada de transeúntes que se podrían dividir en dos grupos definidos: los que prestan atención a su silueta marcada por el vestido veraniego, y los que piensan qué pena una chica tan joven y ya tarumba, que camina pateando una pelota de papel y hablando sola.

Lo que sí sorprende a Daniela, dos pasos antes de asomarse al parque minúsculo, es leer, entre las arrugas del papel, un apellido que es el mismo apellido de Daniel, y al levantarla del suelo y desplegarla un poco, un nombre que es el nombre de Daniel. Y cuando está a punto de separar las hojas, la visión del parque la sorprende tanto que guarda la pelota en el bolso y avanza, desconcertada, hasta el claro en el que se ha instalado una tienda de telas blancas para proteger del sol la mesa digna de un restaurante de cinco tenedores, cubierta de manjares y con el preceptivo cubo conteniendo una botella de champán, todo ello custodiado por un camarero de esmoquin y estirado, que monta guardia como un húsar junto a los langostinos.

El propio Daniel ha hecho una concesión a la etiqueta del decorado y lleva al cuello una pajarita blanca de seda, sobre una de sus camisetas negras adornadas con calaveras y ocasos.

—Siempre puntual, Mademoiselle.

Daniela sigue el juego y se olvida, por el momento, de la pelota de papel. En parte porque él ha vuelto a sorprenderla una vez más, y en parte porque toda esta puesta en escena es su manera de decirle que no está enfadado a causa de su ascenso en solitario. Cuando le pregunta, entre susurros para que no la escuche el camarero, cómo ha conseguido permiso para montar semejante chiringuito de lujo en pleno centro de Madrid, Daniel se quita una mota de polvo imaginario de la camiseta y responde:

—Minucias, querida. ¿Un poco de caviar?

—Si insiste, caballero...

Y el camarero estirado con pinta de vizconde sirve y se aleja respetuoso.

Durante la comida no se habla del ascenso, es como si todo siguiera igual, sólo que con caviar. Daniel la pone al tanto de la apasionante historia de Cracovia, sus tesoros artísticos y culturales, los bellos paisajes de su entorno, y la conveniencia de hacer un viaje juntos a tan singular destino.

—Ni de coña —responde Daniela—. Pero lo felicito por el intento, Milord.

Daniel se encoje deportivamente de hombros y le ofrece más champán. Cuando están a punto de brindar recuerda algo y llama al vizconde:

—Llévele una copa al caballero de aquél busto, por favor, y ruéguele que brinde con nosotros. Pero no le mire la cara ni la placa con el nombre.

El vizconde apenas alza una ceja entrenada y marcha a cumplir su misión, aunque cuando no lo oyen murmura entre dientes que ese par de pijos, en Vallecas no hubieran durando ni cinco minutos, y Daniel y Daniela brindan al mismo tiempo que la copa de cristal besa los labios de bronce del prócer olvidado.

Después del café, cuando todo sigue por ese arroyo amable y delirante que forman juntos cuando ella no se asusta de él y él no se asusta de asustarla, Daniel hace un gesto al camarero y de un camión cercano baja un pequeño batallón de gente inmaculada que se dispone a recogerlo todo. El vizconde tose educadamente y le alcanza una libreta de piel en la que asoma la cuenta del banquete.

Daniel la mira apenas y se la alcanza a Daniela:

—Te toca pagar, Vicepresidenta. Es un buen pico, pero con tu nuevo sueldo, seguro que ni lo notas. Y si no, siempre lo puedes incluir como gastos de representación. Es lo que hacéis los ejecutivos, ¿no?

A Beto le sorprende la hora de la visita de Daniela al Malone, porque aún debería estar en el trabajo, pero no la mirada que la muchacha trae puesta. Se conocen desde hace tiempo y tras un breve romance en el que ambos se convencieron de que se harían menos daño como amigos, Beto es la única persona a la que ella se siente capaz de contarle lo que no le cuenta ni a Gato el gato. Desde hace un tiempo, Daniel también forma parte de ese club selecto, pero hay muchas dudas que ella jamás desnudará ante él, y menos la de esta tarde, la duda de qué hacer con Borja y su afición por el cine. Ella se llevó el dvd de las tomas del sábado, pero él conservará las de su primera visita al salón de los espejos. Y no le importa tanto que cuelgue ese material en Internet, al fin y al cabo ella hizo lo mismo con Daniel el otro y Leticia-Futón; lo que subleva a Daniela es la impunidad acomodada, la certeza de que Borja no acumula esas grabaciones para revivir momentos al verlas, sino para presumir ante sí mismo y de sí mismo, la sospecha de que, más que ver desnuda a Daniela y a otras actrices involuntarias, mira su propia imagen en ellas, mero atrezzo al que no hay que pedir permiso para ser utilizado.

—Dame la dirección del Spielberg ése —pide Beto—. Todo se puede arreglar con un poco de diálogo, es lo que falta en la sociedad moderna, Daniela.

Ella le da lo que pide y está a punto de rogarle que no comente nada con Daniel, pero se contiene. Nunca ha hablado de él con Beto y viceversa, tampoco de Manuel, ni acude al Malone en las horas de trabajo de su puñetero padre. Allá ellos con el juego que se traigan, piensa Daniela sosegada, como si el simple hecho de comentar con el dueño del local su problema ya lo hubiera solucionado. Un poco de diálogo, se dice, ojalá yo pudiera dialogar conmigo y ponerme de acuerdo. Ojalá.

Consulta la hora y tiene tiempo para un cigarrillo. Al buscar el paquete en el bolso tropieza con la pelota de papel. La despliega y lee los documentos. No entiende por qué él los tiró a la calle. Salvo que lo hiciera para que ella los hallara al salir. Pero eso es muy retorcido, hasta para Daniel. No, simplemente fabricó con ellos una pelota de papel y la lanzó hacia arriba. Relee los papeles y la nota de Tulio, lo conoce por referencias de Daniel y sabe de la amistad a prueba de olvidos que los une. Comprende.

Y toma una decisión que no la sorprende.

(¿Resulta necesario aclarar que Daniela sabe del problema de Daniel con la magia? No es algo que él vaya contando por ahí, de hecho nadie en Madrid aparte de ella conoce su vocación de mago secreto, el complejo que lo lleva a creer que DE VERDAD hace magia cuando nadie lo ve. Se lo contó una de las primeras noches en el piso destartalado de la sexta planta, los pies de cada uno apuntando al extremo opuesto del colchón, las cabezas tocándose apenas y las voces desgranando penas y secretos de ésos que sólo cuentas a alguien que no volverás a ver o a alguien con quien te gustaría pasar el resto de tu vida. Y aquella noche Daniela sintió mucha pena por él, tanta que un rato más tarde inauguraba la tradición intermitente de lanzarse a un huracán de besos que acaba siempre con ella huyendo hacia el baño y él saliendo un poco después para golpear la puerta y anunciar:

—Tabaco.

Como las contadas personas que conocen el problema de Daniel, Daniela apuesta por el complejo del niño que no quiere crecer, el colapso y el olvido de los trucos como un símbolo de la contradicción, las alucinaciones durante las que él cree hacer magia sin testigos como la expresión de un deseo que no puede cumplir. Y se le escapa una lágrima, que sorprende a Beto, porque nunca la había visto llorar.)

A Daniel no le sorprende la facilidad con la que ha descartado los afanes de Tulio. En todo caso, le duele que incluso su amigo se refugie en la explicación psicológica conveniente en lugar de admitir la realidad de su maldición: hace magia a solas, aunque no quiera, no es un delirio ni nada parecido, sólo ocurre y punto.

—Y como empezó, acabará de pronto algún día —le explica a Gato que sigue con atención sus movimientos en la cocina. El almuerzo en el parque con Daniela fue una broma pero ella estaba tan guapa que él apenas probó bocado, porque el único bocado que le apetecía era Daniela. Por eso ahora, temprano aún para cenar, prepara un plato complejo e improvisado, cuya elaboración sigue el gato como si fuera la final de Wimbledon.

—¿Y el salero, dónde está el salero? Lo tenía en la mano... —exclama Daniel.

Sale de la cocina y deambula por los cuartos, hasta hallar el salero en la bañera. Se le escapa un insulto y luego otro, pero antes del tercero el salero ha desaparecido de su mano y al volver a la cocina lo halla en su sitio.

Todo normal, sólo que la cacerola ha desaparecido.

Daniel llama a Daniela, que tiene el móvil apagado.

Luego marca el número de Natalie y la invita a cenar en un restaurante húngaro atendido por dos coreanos que en realidad nacieron en México y preparan unos tacos que son para ponerles un piso. Natalie acepta encantada y se sorprende de la sonrisa un tanto boba que le devuelve el espejo, colgando encima de su cuello largo y debajo de sus ojos puede que verdes.