Promesas de azúcar
UNA MUJER SIN cara, pero con una cara adorable, merecedora de diez mil poemas en rima libre (a Daniel la métrica clásica siempre lo ha aburrido de muerte), sin rostro, sí, pero con ese gesto al sonreír, un vuelo de mano breves, aire en las caderas, y esa sensación de hormigas bailando el cha-cha-cha en el estómago, que ALTO. No está bien, dijimos que otra vez no; juramos que no, que basta, ¿recuerdas que lo juramos? No sé, mi memoria no es lo que era, ¿sabes? Y después de todo, tengo derecho a soñar, a creer, a la magia que
En el escaparate, la imagen fantasmal de Daniel se ríe de Daniel.
Y a él no le hace la menor gracia. Pero no aparta la mirada y termina por bajar la cabeza, mientras siente que el otro, en el escaparate, sigue con la frente alta. Es cierto, se dice, me prometí que no más entusiasmos, que las partidas desgarran, que en la mochila no me caben más viudas, que pierdo las fotos y olvido escribir, que no me quedan palomas en la chistera y el último conejo me lo comí la semana pasada.
Daniel camina hacia la pensión buscando argumentos para enfrentar escaparates. No los encuentra.
Hace sólo unos días ha prometido no tropezar con piedras conocidas, cerrar la tienda, abrir sólo la cremallera para mear y para el sexo, ¿o es que acaso nos hemos vuelto curas? Pero no hace falta mirar al nuevo escaparate: conoce las respuestas. Lo que su fantasma le reprocha es la tentación de volver a levantar el telón, aun sabiendo que conoce el final de la función:
Daniel llega.
Daniel encandila.
Daniel llena la vida de la chica X.
La adora. Daniel la mima y la cura. Daniel le recuerda cómo volar.
Daniel la ama. La hace feliz. Le escribe poemas, se tira a su mejor amiga y se va. Daniel siempre se va.
—Pero estoy seguro de que es Ella...—protesta sin fuerzas.
Desde el escaparate de la tienda de lencería, su fantasma le recuerda que las decenas de veces anteriores, todas o casi todas la veces, también estuvo seguro de que era Ella. Daniel se da por vencido. Y ante un conjunto de tanga y sujetador que imita la piel de un leopardo imposible, en tonos violeta, promete a su fantasma que si Daniela lo llama (advirtió que se quedaba con su currículum y se sintió halagado), sólo será un amigo para esa muchacha bella y triste, el mejor de los amigos, un confidente, antídoto contra las penas, un amigo sin sexo
—Bueno, pero alguna noche, no sé, después de haber llorado y bebido mucho
—Nada —corta tajante el fantasma.
El fantasma exige promesas y Daniel sabe que sus promesas están hechas de azúcar, promesas-terrón, dulces y compactas, boceto de ladrillo con pretensión de eternidad, pero que se deshacen al contacto de la humedad adecuada. Y la mirada de Daniela llueve, tropical.
Es necesario un armisticio, una bandera blanca y conveniente, o los cristales no dejarán de perseguirlo todo el fin de semana. Y Daniel jura, con la palma de la mano en el cristal, en el lugar en el que el tanga del maniquí se pierde entre las piernas.
—¡Qué vergüenza! —murmura una señora mayor que pasa.
Una puerta es una puerta, se dice Daniela y no sabe qué hacer con esa idea. Pero si es tu puerta, aunque sea alquilada, sugiere lo que siempre ha sugerido el concepto de lar, terruño, Ítaca, fuego encendido y caverna en la que dibujar los animales que una no se atrevió a cazar. Y en la puerta de su piso, de todos sus pisos, para evitar confusiones, ella siempre deja colgado del picaporte un desvencijado oso de peluche que no ladra, eso es seguro, pero es un buen guardián de sus dominios. El oso ha sobrevivido a seis mudanzas, a porteras curiosas, a ladrones banales, a expedicionarios de escalera y a parejas golosas que aprovechan los rellanos para escalar el amor clandestino. Supone que el motivo de esa permanencia no reside, desde luego, en la fiereza del peluche, que sonríe al que llega, con los brazos regordetes estirados como diciendo llévame de paseo, sino a motivos más pueriles, como la sospecha de que ha de pertenecer a un niño olvidadizo que llorará más tarde si no lo encuentra en su sitio.
Pero hoy el oso no está en su sitio. Alarmada, busca la llave, olvida por un momento a ese chico (se resiste a pensar en él llamándolo Daniel), y ruega, con fervor, que el oso esté dentro, tomando un descanso de su vigilia, por improbable que parezca. Y el oso está, sentado con aire formal en el sofá. Y junto al oso, está Gato. Y junto a Gato, su puñetero padre. Los tres parecen suspendidos, modelos para una foto absurda, peinados y compuestos, en espera del fogonazo del flash. En esa foto fija Daniela recuerda que había olvidado a su puñetero padre y el problema de tener a ese desconocido en casa, pero hay algo en su mirada, por encima de su hombro, un gesto que imita Gato y no, seguro que no lo hace el oso, aunque juraría que lo ha hecho. ¿Qué miran detrás de ella, qué buscan? Datos recogidos al brillo del flash en la foto detenida: todo está limpio y aseado, algunos objetos fuera del lugar azaroso donde suele dejarlos caer, las cortinas son sus cortinas pero diferentes, como si las hubieran reemplazado por otras iguales pero nuevas, y su puñetero padre está peinado y repeinado, viste camisa blanca y pantalón negro. Misterio resuelto, al menos en parte: piensa salir a la noche de Madrid, pero como no le ha dejado llave, tuvo que esperarla. O creyó prudente esperarla para que ella dictara normas y horarios, su propia medicina, como cuando Daniela adolescente asimilaba -para luego descartar- las normas de conducta, los horarios límite, las recomendaciones que luego olvidaba al salir. Lo de las cortinas llega como deducción lógica de la limpieza cuidadosa con la que él ha querido ganarse su buena voluntad, y Daniela descubre que su puñetero padre sabe cómo poner una lavadora, cómo lavar unas cortinas y plancharlas.
En cuanto a lo del oso desertor de su puesto en el picaporte, no es un enigma:
—Lo entré porque pensé que lo habías olvidado —su puto padre sabe que indagar sobre los motivos para dejar un peluche del lado de afuera de la puerta, será suficiente para desatar la tempestad.
—No vuelvas a hacerlo, Manuel. El oso está ahí, siempre ha estado ahí.
—Pero te lo pueden robar...
—Por eso está ahí.
Mientras deambula dejando caer carpetas y bolso, se interroga sobre la mirada por encima de su hombro. ¿Qué esperaba ver su puñetero padre? Un hombre, seguro. Pero en la inspección que habrá realizado del piso durante su ausencia (ella también lo hubiera hecho), ha comprobado que no hay en la casa signos de hombre habitual. Y aunque viniera con alguien, ¿por qué esa disposición para salir de inmediato, ese gesto de preparado para lo que sea y lo que sea será lo peor? De pronto lo comprende. Han pasado casi diez años desde que él la echó de su casa creyendo que volvería pidiendo clemencia, y si entonces no conocía a Daniela, menos la conocerá ahora; si entonces no fue capaz de enterarse de los sueños de su hija, de sus planes y sus metas, ahora sólo podría persistir en sus profecías de los 17 años rebeldes, cuando volvía al alba para desafiarlo, aunque para eso tuviera que pasar horas en la esquina, espiando el amanecer antes de franquear el portal; ahora, como entonces, su puñetero padre seguiría pensando de ella lo peor, lo que le auguró cuando al echarla de casa le dijo que si seguía así acabaría «por el mal camino, convertida en una puta». Lo que buscaba detrás de su hombro, con alarma paternal tardía pero con ansiedad de comprobar el cumplimiento de sus vaticinios, era un cliente. En lugar de enfadarse, Daniela sonríe. Manuel no puede creer que ella sea capaz de mantener ese piso discreto pero elegante sólo con su cabeza, ignora cuántas veces tuvo que volver a empezar, dejando trabajos convenientes para defender unos principios, cuántas noches agotadoras tras la barra del Malone sirviendo cubatas para completar sus magros sueldos. Su puñetero padre, Manuel, no sabe nada de ella, pero puestos a imaginar, imagina lo que para él es lo peor. Aunque sufra por ello. Y Daniela decide dejarlo sufrir un poco más.
—¿Un día duro? —pregunta Manuel.
Daniela desparramada en el sofá, espanto de Gato y oso de peluche, bosteza y proclama:
—¡Durísimo! No paraban de llegar clientes, los ejecutivos aprovechan la tarde, ¿sabes? Y no sé si será por la primavera, pero estaban todos de un exigente
Manuel se apresura a murmurar que le gustaría salir a dar una vuelta, que en la cocina tiene pollo guisado, como te gustaba, con pimientos, y de pronto el sabor palpable, el pecado del pimiento, porque su puñetera madre lo detestaba pero él, ahora lo recuerda, cuando Daniela era más baja que una mesa, le preparaba siempre el pollo guisado y con pimientos, aunque eso significara horas después una pelea por cualquier motivo.
Daniela espera que él lo diga, que le eche en cara el único detalle de cariño perdido y de pronto recuperado en la memoria, pero Manuel sólo le recomienda que lo caliente a fuego lento y pregunta que si le molesta que salga.
—No. Ven a la hora que quieras pero mañana no me despiertes, le dice. Después de un día tan agotador, quiero dormir.
Y antes de que su puñetero padre huya, quisiera agregar algo turbador, tal vez el número de servicios que ha tenido que atender, o el gusto extravagante de algún cliente, pero no lo hace. Un aroma leve, de pimientos, la detiene.
¿A quién se le ocurre entrar por la puerta principal, con Madame Laguarr en celo? Daniel avanza de puntillas hacia su cuarto pero la voz poderosa y alcohólica lo detiene.
Es Paquito.
De uniforme.
Borracho.
Y con la funda de la pistola abierta y vacía en la cintura.
—Tengo que hablar contigo —dice y lo aferra del brazo y lo lleva al salón. Daniel imagina que sobre la alfombra estará el cuerpo sin vida de Madame Laguarr, con dos agujeros de bala, porque un tío entrenado como Paquito no necesitará más que dos disparos y además, hay que guardar balas para el amante. Pero en el salón sólo hay humo y media botella de whisky sobre la mesa. Paquito se acerca y Daniel adivina adónde ha ido a parar el líquido que falta.
—Es un asunto muy serio —dice Paquito y Daniel no lo duda—. La parienta, no sé lo que le pasa a la parienta. ¿Tú crees que me pone los cuernos?
—No creo, Paco. Ya sabe cómo son las mujeres de raras ¿Sospecha de alguien?
Paquito busca en la mesa y detrás de un florero poblado de imitaciones de plástico de claveles, saca la pistola reglamentaria.
—Sí. Sospecho.
No le ha invitado a beber. Eso es grave. Nadie invita a beber al que se acuesta con su mujer antes de matarlo. No en España. Daniel piensa con velocidad pero nada de lo que se le ocurre tiene validez ante la pistola errando en la mano de Paquito.
—El negro. El puto negro. Ya sabes que los negros tienen una...
Moneda al aire. Rápido. Alimentar las sospechas racistas de Paquito o echarle una mano al moreno. ¿Qué aconsejaría el fantasma de los escaparates? Daniel estira el cuello para buscarlo en el cristal del aparador, detrás de Paquito, pero mientras lo hace piensa que, visto desde la silla del policía, parece que estuviera mirando sobre su cabeza, calibrando cornamentas.
—No crea, Paco. Eso es mucha leyenda. Como lo de los calvos o los bajitos...
—¿Entonces por qué ya no quiere nada conmigo? —ruge Paquito golpeando con la pistola en la mesa— ¿Sabes cuántas furcias se me ofrecen cuando patrullo? Y yo que no, que lo que tengo es para la parienta, que está muy buena todavía, ¿a que está muy buena?
Daniel asiente como por compromiso, pero la verdad es que Madame Laguarr está como un queso y más cuando se pone Pisa el freno y le habla de la edad difícil de las mujeres, de los detalles que hay que tener, y de que tal vez debería cambiar el turno, pasar más tiempo con ella.
Paco le ofrece de beber y proclama que sus temores son infundados, que gracias a Daniel no ha cometido una locura y que, la verdad, entre nosotros, ¿el negro no tiene pinta de maricón?
La botella se vacía y Paquito saca de la nevera dos de champán para celebrar. Habla de los viajes que hará con la parienta, de cuál será el mejor restaurante para llevarla a cenar, de comprarle por fin el coche que tanto le gusta. En cada trago, Daniel se siente un poco más limpio. Ha salvado una pareja. Evita pensar en nada más y vaticina días tranquilos, sin el temor de Paquito y su arma llegando de improviso. Brinda por todo eso y vuelve a brindar porque sabe que nunca más podrá, después de esto, meter en su cama a la mujer de Paquito.
Cuando ella llega, se sorprende, arrastra a Paquito hasta la cama, lo arropa y vuelve. Antes de que Daniel pueda explicarle lo ocurrido, ella dice:
—Está como una cuba. Mejor. Hoy podré pasar toda la noche contigo.
Y lo arrastra hasta su cuarto.
Promesas pendientes, al vapor oloroso del pollo y no recordaba que Manuel guisara tan bien, hasta que el primer bocado le quita casi veinte años de la boca.
Un balcón, hay un balcón que no recordaba, o sí lo recordaba, pero después, cuando la barandilla le llegaba a la cintura y la melancolía la empujaba a doblar el cuerpo y asomarse. Pero el balcón era balcón cuando los barrotes tenían estatura de árboles para una pequeña Daniela que no lo sentía jaula sino patio, y allí se sentaba a escribir historias de otra niña incluso antes de saber escribir.
—Mi niñez fue un balcón que daba a un descampado y un plato de pollo con pimientos— le cuenta a Gato para eludir cualquier otro sentimiento.
Porque hay promesas pendientes, opciones, y un chico que le gusta y no le gusta, que no le gusta porque podría gustarle demasiado. También está lo del trabajo. El poder, por pequeño y sorpresivo que sea, tienta. Según Cuérnez, ella decide y por lo tanto, si ella quiere Daniel (es su nombre, joder, se lo pusieron al nacer y de eso al menos no tiene la culpa) trabajará a sus órdenes. Y si prefiere evitar cualquier peligro, basta con hacer que el lunes o martes alguien lo llame para decirle que gracias por acudir, pero no encaja en el perfil que buscamos. ¿Cuántas veces oyó esa frase Daniela, aun sabiendo que era la más adecuada para el puesto, pero no había acudido a la entrevista vestida como debía, recomendada como debía, debidamente domesticada? No sería justo repetir injusticias ahora que puede, sólo porque Daniel la intranquiliza. Pero no le hace falta otro Daniel en su colección, más cuando intuye que, pese a no ser tan guapo como los anteriores, este Daniel puede ser más peligroso que todos ellos juntos.
Entonces, pollo y promesas. Dulces promesas que se hará luego, ante la taza de café y la cuchara repleta de azúcar, envidia tenue de Nuria, «¿cómo puedes comer tanto dulce y tener ese tipo?», dedo índice que cede como siempre a la lujuria inocente de los granos de azúcar pegándose a la yema, la yema a los labios y los labios a decir, en voz alta y solemne, que tiene todo el fin de semana para pensarlo, y que si concluye que él sirve para el puesto, se lo dará sin prevenciones, pero con la íntima promesa de que nunca, nunca, nunca, se liará con él.
Y cuando el primer sorbo de café se moja de labios y de azúcar, Daniela piensa que tres nunca se parecen demasiado a un ojalá.