Domingo de cenizas

DANIEL SUEÑA QUE ha muerto y sus cenizas no son admitidas en ningún bar. Tulio, que en el sueño no se desplaza en silla de ruedas ni está al borde de la muerte lenta, prueba en cada local que encuentra, pero en la entrada el gorila de turno estudia el aspecto de su amigo y asiente. Luego mira la urna de bronce que contiene a Daniel y arruga la nariz:

—Él no pasa —dice, como si la apariencia de sus cenizas no estuviera a la altura del tugurio. Y Tulio busca otro bar. Lo extraño es que en el sueño, Daniel, las cenizas de Daniel sienten unas ganas inaguantables de mear. Pero todos los baños le son negados. Tulio echa mano de sus artes de seducción (es un Tulio casi adolescente, como cuando los trenes y los caminos) y convence a la guardiana de un local un tanto cutre pero con baño, eso es seguro. Pasan. No hay fiesta como en el pacto, no hay amigos ni ex novias borrachas. Tulio intenta sumar adeptos para una despedida improvisada, les habla a las chicas lánguidas que pueblan el bar de su amigo muerto, de cómo reía y de… Tulio parece tener problemas para hallar virtudes de Daniel que alguien fuera de él pueda comprender. Además, comienza a ligar con una pelirroja vistosa, deja la urna sobre la barra mientras bebe y Daniel teme que algún borracho destape la urna y la use de cenicero. Quiere hablar, pero si en esta ciudad nadie escucha a las personas, ¿cómo pretender que presten atención a unas cenizas? Al menos, Tulio progresa en su tarea, y eso también es una forma de homenaje. La pelirroja en sí misma ya es un homenaje. Bailan y su amigo recuerda a Daniel y bailan los tres en la pista en penumbras. Después de un rato, mientras Daniel sigue a punto de mearse, marchan por un pasillo y en su urna, salta de cenicienta alegría al descubrir que van hacia el baño. No es la multitud que había soñado, pero al menos está Tulio y está la pelirroja, que tal vez llore cuando tiren de la cadena. Es del tipo de pelirroja que igual te apuñala dormido, pero llora después lágrimas gordas y sentidas. Momento solemne. Buscan los inodoros, pero lo raro es que Tulio no habla de él ni levanta la tapa con sobria tristeza. Deja la urna sobre la cisterna y besa a la pelirroja. Cualquiera diría que se ha olvidado de él, pero está claro que se dispone a realizar el ritual de la despedida. En cuanto acabe el beso, Tulio dirá, está seguro:

—Va por ti, Daniel.

Pero dice:

—Quiero pasar contigo el resto de mi vida, o al menos hasta el lunes por la mañana.

—Hasta el domingo por la noche, que el lunes vuelve mi marido —negocia la pelirroja.

Se marchan y Daniel quiere gritar en cenizas, pero no puede. De pronto, la puerta se abre y Tulio vuelve, apresurado:

—Lo siento, tío, casi me olvido. ¿Pero has visto cómo está la pelirroja?

Y derrama las cenizas en el váter. Y saluda con la mano al salir. Y ha olvidado tirar de la cadena. Daniel despierta en un grito y el gato sonríe a su lado. El domingo ya ha consumido la mitad de sus horas y Daniel se jura y le jura a Gato que es la última vez que se emborracha en lugares que sirvan de garrafón y dejen entrar pelirrojas sentimentales. El gato sonríe y comprende.

Daniela despierta y sabe que está en casa pero no está Gato. Se levanta y va hacia el baño. Necesita una ducha. Quiere una ducha. Ya. Al llegar, de madrugada, no se duchó para no despertar a su puñetero padre que dormía en el sofá, y también porque no le gustaba su cara. No se la había mirado en ningún espejo, pero no le gustaba. Traía una sonrisa prestada, demasiado feliz, de otra, como el vestido que le prestó Nuria y que le sentaba como un guante, vas a ser la sensación de la noche, y lo fue, el tiempo suficiente para escoger entre los maniquíes disponibles, dejarlos disputar entre ellos como gallos de riña, y marcharse luego con el que su amiga le dijo era el mejor. ¿Mejor para qué? Para eso y en eso se comportó, aunque antes tuvo que soportar la insulsa conversación sobre lo último de lo que fuera: música, performances, exposiciones de fotos y cree que también sobre diseño conceptual o concepto diseñado, no recuerda bien. Pero mientras se prepara el café en la cocina enana, Daniela deja que la noche se vaya de su cuerpo, como se va el recuerdo de cómo se llame, Borja, creo, separa como hojas muy delgadas el recuerdo de él en su cuerpo, de la sensación saciada que, sin embargo, la ha dejado tan hambrienta.

La puerta. Su puñetero padre y maldita resaca. El café puede esperar pero la ducha no, que nadie piense que me lavo de nada, que mi cuerpo es mío y lo presto a quién quiero y el pobre se lo trabajó a conciencia, aunque el detalle casi me hace soltar la risa en el peor momento, cuando en el dormitorio de diseño (o conceptual, vete a saber), pero cubierto de espejos, como todos los dormitorios con pretensiones eróticas, lo vi mirar y buscar, y de pronto descubrí que sólo se buscaba el propio perfil en el espejo, la curva musculosa de la espalda, los bíceps montañosos, y la imposible imperfección de una barriga que no tenía, devorada por horas de gimnasio. Me ducho porque quiero, porque un día de estos cumpliré los 28 y porque anoche me llevé de una discoteca pija a un tío por el que suspiraban docenas de pavas, y me di el lujo de negarle el número del móvil o cualquier posibilidad de repetir, aunque todo ese sexo gimnástico me limpió de miedos de Daniel, de este Daniel, me deshollinó de deseos, me llenó de fuerzas y me cansó lo suficiente como para que el resto del domingo no sea otra vigilia pensando en qué hacer con él.

—¿Has desayunado, Daniela? —pregunta Manuel al otro lado de la puerta—. He traído cruasanes. Calentitos.

Dice que no, que si la espera, se seca y desayunan. De repente el padre, el puñetero padre también es una distracción que agradecer para no pensar en ningún Daniel. El café está caliente y espeso, como le gusta. ¿Cómo sabe que me gusta así? Y recuerda que así lo toma él, siempre lo tomó así, y en lugar de enfurecerse por la similitud, Daniela bebe y come.

—El osito —dice Manuel—. Estaba esta noche cuando llegué. No lo han robado.

Está FELIZ de verdad por la permanencia del peluche, como si eso lo acercara a la hija remota, seguramente de mal vivir, pero con una personalidad fuerte que a saber de quién heredó, porque de él, no. Le cuenta planes y contactos, ideas para conseguir cuanto antes ese trabajo que lo hará triunfar con casi cincuenta años, intenta decirle sin palabras que no se preocupe, que se marchará cuanto antes de su casa y su vida.

—No hace falta que salgas huyendo, Manuel —se escandaliza Daniela a medida que oye lo que está diciendo—. Busca con tranquilidad y cuando encuentre algo, te vas.

Palabras de Manuel que buscan salir, y antes de que salgan, Daniela completa:

—Pero no te metas en mi vida.

—Hija, yo no...

—Ni en mi trabajo. No quiero un padre, ya tuve y no me gustó. O no lo tuve y por eso. No quiero un amigo, tengo los que necesito. No quiero nada, Manuel, no me debes nada, ¿entiendes?

Mirada mojada que no conseguirá ablandarla, pero la ablanda. Seguro que dirá alguna estupidez que justifique esa rabia de renunciar a la venganza. Porque Daniela soñó durante años con el desquite, y ahora que lo tiene servido, sabe a ceniza. Pero su puñetero padre dice:

—¿Yo te hice esto?

—¿El qué?

—Esa amargura. Porque si te la provoqué yo, nunca me lo perdonaré, Daniela.

—Ya te perdonarás, siempre lo haces —¿Por qué lo dice sin ganas, por qué lo dice?

—No. Tu pena no.

Daniela ofrece, turbada, explicaciones de otra, yo no tengo nada que explicar y menos a él, que no le haga caso, que lleva tanto tiempo viviendo sola que se ha vuelto huraña, y que mejor no hablar del pasado ni pensar en el futuro, él necesita una ayuda y ella se la dará. Nada más.

Casi desearía que su orgullo le permitiera hacer de cicerone para Manuel por un Madrid del que sólo conoce la piel más pública. Pero se conforma con cambiar de tema e informarle que puede quedarse, «un par de meses como máximo, pienso cambiar de casa pronto», pero que busque trabajo y piso sin prisas. Y que, como ya sabrá, hay dos habitaciones vacías, atestadas de cacharros, y que habilite una para él, a su gusto. Están llenas de muebles y cosas que ella no necesita, así que puede tirar lo que no vaya a usar.

Y la tarde avanza con el trajín discreto de un Manuel cantarín, como un crío con un juguete flamante cuyo funcionamiento no acaba de comprender, pero que le entusiasma. Ella tiene ganas de escribir un poema con lo que le ocurre, pero se contiene. No tiene tiempo que perder, aunque no encuentra en qué perderlo.

(Daniela, hormiga por vocación, oculta dentro una cigarra que niega, porque no toda la vida es verano, o como dice la canción de Fito Paéz que tanto gustaba al otro Daniel y por eso ya no escucha; «no todo el mundo tiene primaveras». Es decir que Daniela, que acopia buenas ideas en su hormiguero de spots para cuando lleguen los malos tiempos creativos que nunca llegan, Daniela práctica y pragmática, curada de espanto del amor de gatos que ofrecen los hombres-cigarra, Daniela, en secreto y sólo de cuándo en cuándo, pecado de poema, desliz de cuento, semilla del mal de alguna novela que nadie llegará a leer porque hace pelotas de papel con cada folio y luego los despide hacia el váter, como si fueran peluches feroces).

Sola en su cuarto, el gusto a ceniza de este domingo la desconcierta. Ceniza y no culpa, culpa de qué, si me lo pasé bomba y él fue todo lo galante que pudo, cuando no se estaba adorando en los espejos.

El teléfono y la carpeta de Daniel, ya se sabe de memoria su currículum disperso y tan variado que le asombra que pueda haber hecho tanto en 35 años de vida. Igual mintió, todo el mundo miente en los currículums, y él tiene que ser un experto en mentiras. Pero le cree. Y ése es el peligro.

Si anochece y no llama, habrá decidido el crepúsculo por ella.

Y no puede permitirlo. Llama. Atiende una voz de hombre cargada de acento y lo imagina negro, alto, era una pensión, él me dijo que vivía en una especie de pensión. Cinco segundos más tarde, un Daniel agitado por la carrera pregunta:

—¿Daniela?

—¿Cómo sabías que era yo?

—No lo sabía. Lo deseaba.

Mierda. Pero el tono de voz es normal, el mismo que el viernes en el parque. Casi perezoso, como si no se afanara por llamar la atención y al mismo tiempo, esa naturalidad fuera un tributo exclusivo para ella.

—No puedo explicarte más —se oye decir Daniela, frialdad exacta, sólo cierta prisa en la palabras que se persiguen—, y espero que no creas que te tomé el pelo. El caso es que todo fue una confusión, tengo tu carpeta y si quieres el trabajo, es tuyo.

—Pero...

—Ya te explicaré. Creo que eres la persona adecuada para el puesto y la decisión depende de mí. Si te interesa, el lunes a las diez, en la oficina. ¿Vale?

Un Daniel todavía sorprendido pero ya con cierta sonrisa en la voz dice que vale, que de acuerdo, y que aunque no tiene ni idea de qué va esto, cree que le encantará trabajar con ella.

Daniela lo corta para advertirle que la excursión al parque y todo lo demás, ¿qué es todo lo demás?, no tiene que afectar al trabajo, y le explica lo que espera de él.

Acaba de colgar y la primera evaluación le parece satisfactoria.

He estado casi perfecta, se dice, enérgica, un tanto brusca, pero muy profesional. Mañana podré enfrentarme con él sin demasiado rubor por la confusión. Ya no tiene gusto a ceniza en la boca y sí ganas de comer lo que Manuel prepara cantando en la cocina.

Casi perfecta.

El «casi» la enfurece.

¿Por qué tuvo que hablar de más, que necesidad tenía de explicarle, antes de colgar, que nunca, nunca, nunca, se iba a liar con él?