Métodos para hallar un parque
—¿MÁS CHAMPÁN, OTRO poco de caviar? —pregunta Daniel con el meñique alzado.
—Si es usted tan amable —responde Daniela con recato. Y toma otra loncha de jamón de york del envase mientras piensa que, por una vez, no sabe a plástico. Recibe la botella de cola que él le alcanza, bebe un sorbo y comenta:
—Excelente cosecha, me temo, amigo mío.
—Así es: no hay como el tiempo para asentar una buena bebida —Daniel mira la botella de plástico a contraluz y examina la etiqueta—. Este caldo, por ejemplo, tiene tres meses de antigüedad, reposado en toneles de aluminio.
Sonríen. El parque queda tan cerca del edificio de B&M que ella se siente culpable de no haberlo hallado antes. Es apenas un tajo verde entre el gris de los edificios, pero la sombra de los árboles le confiere el engaño de una extensión mayor. Al otro lado del follaje, los coches pasan, llevando gente que supone ir a alguna parte.
Daniel tiene en su cabeza un mapa de parques y callejones sombreados, imposibles en las venas aceradas de Madrid. Conoce bancos de metal y madera, en los que esperan sueños olvidados por amantes que faltaron a la cita; balcones de hierro forjado por los que siempre se asoma una mujer triste que mira al Norte, y muretes bajos en los que sentarse con los pies en el aire, lo devuelve a uno a la parte de la infancia en que eso bastaba para ser feliz.
Lo malo es que, para ser alguien que disfruta con las cosas simples, Daniel es bastante complicado. Por eso el mapa en su cabeza no tiene nombres de calles ni referencias formales. Cuando necesita un parque, recurre para hallarlo al color de las hojas en el suelo, o al del vestido de una muchacha que cruzaba por la esquina. Y aunque el método es poético, sin duda, también ha de admitir que resulta poco práctico. Por suerte, hace un rato, cuando pensó en un parque digno de ella, le vino a la memoria una mujer mayor que paseaba un perro maltrecho pero querido, hace meses, cuando Madrid temblaba bajo el sol a media llama del invierno.
—Bufanda morada —murmuró avanzando como si supiera el destino exacto de sus pasos.
—¿Tienes frío? —se asombró Daniela, mientras por dentro se repetía que era un error, que tuvo que despedirse en la puerta del edificio, buscar su gato por castrar y su puñetero padre y sus paredes sin arena, para protegerse de esa risa floja que le caía por la garganta.
—Una bufanda no creo, pero morada y perro, o estamos perdidos —dijo Daniel, protegiendo como un tesoro la bolsa con embutidos, pan y refrescos. Al llegar a una esquina, se detuvo en seco y olfateó como un sabueso:
—Olía a cocido de madre, eso es seguro.
Ella pensó que hacía tiempo que nadie se tomaba tanto trabajo para impresionarla, pero que tal vez él se estaba pasando de extravagante:
—¿Es decir que no sabes adónde vamos?
—Claro que lo sé: guardaba este parque para un día especial. Y recuerdo el olor a cocido de madre y la abuela con el perro tan viejo como ella, y la bufanda morada...
Daniela pensó en decirle que las abuelas con perro no suelen sobrevivir al invierno y que las madres, en primavera, olvidan el cocido y se pasan a las ensaladas, y que las bufandas, con el calor de Madrid cuando mayo asoma, van a parar al altillo del armario, y que... Un olor olvidado se enroscó en su nariz y la llevó de viaje a la niñez y a la casa de su abuela, que ejecutaba la alquimia del cocido en una enorme olla con el gesto severo de una bruja buena. Su puñetera madre nunca pasó en la cocina más tiempo del necesario para hacerse con hielo para el vaso, y a veces se olvidaba del hielo, porque al fin y al cabo, no era más que agua dura. Pero la abuela compensaba con creces el apartado de olores y sabores, expulsando de la cocina a cualquiera que pudiera robarle el secreto de las pociones, cualquiera que no fuera Daniela-puro-ojos, delgada niña tozuda que no comía más que esos brebajes mientras la abuela gruñía al mundo y a ella, pero a ella en broma y al mundo con feroz determinación desde el peinado elevado y el mechón blanco que le cruzaba la cabeza como un rayo y una brisa...
—¿Tú también lo hueles? —preguntó Daniel y ella salió de la cocina y de la infancia. La mancha morada a ras del suelo, casi un perro que avanzaba más por amor a la anciana que por ganas de un paseo, la bufanda era ahora un jersey para un perro inmune a la primavera, y el gesto de asombro bailando entre Daniela y Daniel, seguir a la anciana inclinada hacia adelante como un mascarón de proa que los trajo al puerto de este parque secreto y alargado.
—Brindo por tu método para localizar parques.
—Por las bufandas moradas y las viejas enamoradas de sus perros.
—Los perros son amigos del hombre. A las mujeres sólo nos sirven los gatos. Y si están castrados, mejor.
Él la mira y no dice nada. Cada vez que tuvo un perro acabó por regalarlo para que el animal disfrutara de una vida digna y un amo responsable. En cuanto a los gatos, recuerda uno negro con una mancha blanca en el pecho, un gata blanca como la espuma con andares de marquesa licenciosa, y una manada de cachorros saltando por un cuarto de una casa enorme y desvencijada, en la que la luz entraba por ventanas y grietas, porque la luz vivía allí, junto a una muchacha que prefiere no recordar por miedo a no haberla olvidado como quería.
—¿He dicho algo que te ofenda? —pregunta ella.
—No. Has dicho algo que me recordó a alguien que creí conocer, hace una vida...
Daniela se desespera, se enfada con Daniela por haberle traído esa tristeza, ahora niño perdido, de pronto vulnerable, tanto que apenas alcanza a reprimir el impulso de abrazarlo como a un peluche perdido. Pero Daniel, triple salto mortal en su cabeza, malabares con las ideas, trapecista sin red porque en el fondo sabe que ansía caer al fondo, ya ha recuperado el remolino de los ojos y le habla de una bicicleta roja que nunca tuvo cuando era niño, pero que era la más veloz del barrio, y de un río en el que nadaba cuando se sentía seco por dentro, y de un parque en el que los árboles tallan corazones en la corteza de las parejas que se quedan quietas.
—De eso último no estoy seguro, porque iba borracho —declara espantando el último vestigio de pena. Daniela le perdona la vulgaridad, y sin saber por qué, le habla de la abuela-bruja, de los peluches encerrados, de su puñetero padre y de su puñetera madre. Se sorprende recostada contra el árbol, con él a su lado, bebiendo las palabras que caen de su boca.
—Me gusta oírte —dice él en voz baja.
—Oír no es lo mismo que escuchar —protesta ella sin ganas.
—Oyes un río, la sirena de una ambulancia que corre para salvar una vida o llevar una pizza a la guardia antes de que se enfríe, oyes una canción que te desnuda en medio de la calle, una voz en tu memoria, los ruidos del amor, el eco de una casa vacía, una puerta que se cierra para siempre... El resto, discursos, quejas, advertencias, amenazas, consejos, decretos, ultimatums, llamadas a números equivocados, rezos sin fe, el resto, lo escuchas.
—¿Y a mí? —se odia Daniela por el tono anhelante con que sale la frase que ha pensado.
—A ti te oigo. Me encanta oírte.
Dos caminos en el silencio: armarse de razones para la despedida, revelar la verdad remota del engaño en la agencia y protegerse, o dejar que ese silencio la bañe de una paz que no recordaba. Daniela elige la paz. Y el sol hace su trabajo de funcionario más allá de los árboles, mientras él comparte con ella conocimientos fundamentales para la vida en el Siglo XXI y le enseña los rudimentos del Código Morse.
—¿Ves ese busto, casi al final del parque? —pregunta él.
—Sí. Pobre tío. Habrá vivido esperando un monumento, y ahora está en un parque perdido.
—Eso es lo genial. Igual fue un marino, un héroe de alguna guerra, un libertador de algo. Y como le resultaba incómodo a su posteridad, lo pusieron donde no lo vieran, casi, para que su ejemplo no contagie a nadie de la enfermedad de pensar. O a lo mejor fue un político trepa que no trepó lo suficiente para una estatua de cuerpo entero, un negociador de influencias que se quedó sin cambio, un amasador de civilizaciones que sólo se dedicó al amasado de sus bienes...
Ella se levanta para ir a comprobarlo y él la retiene tomándola de la mano:
—No vayas. No hace falta. Te propongo un trato. No sé si volveremos a vernos, pero hoy es especial, hoy es bufanda morada y bicicleta roja, hoy estamos aquí y eso es lo importante.
Ella vuelve a sentarse y él se percata de que no ha soltado su mano pequeña y delgada, con vocación de puñito en la rabia, seguramente mariposa en la caricia, mano de llevar en la mano sin peso de promesa, mano de gestos como colibríes; y se percata también de que no se había percatado de eso por estar tan cómodo como hace cinco eternidades que no se sentía; y se percata al mismo tiempo de la incomodidad de ella por el contacto, aunque no retira la mano pequeña, ella que tiene ojos de encenderse en ira cuando se enciende.
Y sin soltar la mano, Daniel convierte el peligro de caricia en formalidad de pacto:
—Te propongo que en memoria de esta tarde, nos comprometamos a no averiguar jamás la identidad del personaje de la estatua. Jamás. Ni acercarse a verla, ni leer la placa, ni preguntar a terceros: nada. En Madrid habrá cientos de bustos, estatuas, monumentos con y sin caballo, pero sólo éste nos está vedado. ¿Aceptas?
Y Daniela siente, mientras se compromete a ignorar al personaje del busto, una irresistible necesidad de saber quién es.
Final de tarde sin intentos previsibles por parte de Daniel. Sólo dejar que el tiempo pase y los lleve, hundidos hasta la cintura en esa tranquilidad robada a la ciudad. Mal día para dejar de soñar, se dice. Si por él fuera, aguardarían la noche allí, contra un tronco, con la secreta esperanza de que en un descuido, el árbol les tallara en la corteza de la espalda un corazón.
Después de tanto tiempo de avanzar agraviada, de presumir ante el espejo de estafada, Daniela se sabe estafadora. Por ocultar su cargo y su condición de examinadora, y porque SABE que aún es pronto, que no quiere magos, que este tío estrafalario y encantador no es fiable, ninguno lo es, pero los que hacen poesía con las papeleras y los buzones, los que fabrican magia desde la nada superpoblada de las ciudades, los que atesoran viejas con y sin perro, teorías y pactos maravillosamente absurdos, los que descubren parques en cada esquina, ESOS, son los más peligrosos. Porque ofrecen un amor de gato de ciudad, de tejados, incertidumbres y soledades. Amor de gato no, gracias, se dice Daniela.
Por eso cuando el sol se deja caer, y asoma entre las ramas de un árbol, ella se levanta como si pesara mucho más, porque las ganas empujan hacia abajo:
—Hora de irse —se justifica.
Pero él no responde. Sólo la mira, asombrado. Ella se decide:
—Gracias por el parque. Y por la comida. Y por todo. Pero tengo que irme.
Él la mira, desde abajo. Y Daniela ruega que no la mire así, o no podrá ponerse a salvo.
¿Cuántas horas juntos? Eso no se mide en tiempo, piensa Daniel. En algún momento, el mago vago ha dejado el guion del espectáculo reservado sólo para espectadoras especiales. Y la magia ha sido dejar de saltar en la mente, para seguir saltando y -por una vez- disfrutar del salto. Pero ella se ha levantado, y tras la búsqueda apresurada de motivos, excusas para otro encuentro, una invitación al cine, tal vez, una obra de teatro, maldita costumbre de no planificar nada, conocer los mejores conciertos, los más recónditos, sólo cuando tuvieron lugar ayer o la pasada semana; detrás de esa urgencia, Daniel se congela al mirar hacia arriba y ver su cara. Es decir, al no verla, pero de un modo diferente al de las horas anteriores, cuando era un escorzo del cuello, un vuelo del cabello, un arabesco de las manos pequeñas, ahora no ve su cara porque el sol tardío, entre los árboles, encaja detrás de su cabeza, enmarca y deslumbra, contorneando el pelo rebelde y borrando la cara para completarla.
Porque ahora, por vez primera en una vida de dudas, Daniel sabe que ella es ELLA, la mujer sin rostro, que ya lo tiene.
Camino al metro con un Daniel que titubea, sacude la cabeza y se sonroja hasta para señalar el cruce de una calle. Daniela teme, espera, exige y niega en su cabeza que él prolongue, proponga, invente algo que complete el viernes, que llene el sábado o el domingo que se anuncian tormentosos. Pero la boca del metro es una risa opaca que se los traga y la espera breve no alcanza para recuperar la magia.
Cuando ella sube él alza una mano para detener el aire a su alrededor, pero el aire se escapa y Daniela entra al vagón, empujada por gente impaciente. Borrón de sonrisa y gesto a medias en la ventanilla y el tren se pierde en un túnel alegórico.
Fuera, Daniel descubre que de su mano ha brotado un ramo de rosas rojas, del mismo color que la bicicleta que nunca tuvo.