Una lagartija con vértigo

DESDE QUE VOLVIÓ a Madrid, Daniel se ha negado a tener un bar propio, porque fue lo que Tulio le encargó. Y la última vez sonaba triste, premonitorio. Las conferencias telefónicas con la hermana de su amigo, las noticias sobre médicos brillantes con revolucionarios tratamientos para su enfermedad, la mejoría narrada a partir de mínimos detalles, no pudieron mucho contra el tono lúgubre de Tulio al recordarle que tenía que buscar EL bar. Por eso Daniel no lo ha hecho, para conjurar a la mala muerte, la mala suerte, y alejarla con la fortaleza de los pactos: si no hay bar para la ceremonia final, no hay muerte, se dijo una y otra vez.

No ha buscado EL bar. Pero un bar lo encontró a él. Un bar estrafalario, como debe ser. Un bar llamado Malone. Cerca del edificio de Daniela que es, desde hace unos meses, también su edificio. Bastaron un par de visitas impulsivas, la necesidad de abrevar bourbon que enfríe el calor de Daniela, tan cerca, para que Daniel olvidara la supersticiosa negación a pertenecer a un bar para salvar a Tulio. De inmediato conectó con Beto, el dueño, que parece uno de esos personajes absurdos de las novelas que nunca acaba de escribir para creer que tiene algo importante que hacer en el futuro. Pero lo que lo ha atado al Malone fue saber, durante la segunda charla con Beto, que Daniela ha trabajado allí como camarera. Una temporada, cuando se inició en la búsqueda de un hueco en el mundo de la publicidad, y luego por períodos ocasionales, cuando el temperamento y la coherencia la hicieron mandar a paseo trabajos por los que otras se hubieran bajado los principios hasta los tobillos. Beto siente por ella una predilección ni amorosa ni sexual, algo que a Daniel le parece inexplicable: para Daniel, lo lógico sería que Daniela fuera desencadenando, a su paso, toda clase de mutaciones y locuras transitorias entre los hombres, que los gays se replantearan seriamente su opción sexual al intuir su cercanía, que las lesbianas organizaran comandos terroristas para secuestrarla... Daniel se obliga a pensar en otra cosa, en qué otra cosa.

El Malone fue un bar irlandés clásico hasta que Beto se hizo con él. Ahora es una mezcla tal de estilos que lo mismo podría poner mañana un restaurante chino que una tetería moruna, sin tener que cambiar un adorno de lugar. Beto siente simpatía por Daniel, porque aunque él nunca le ha dicho nada, sabe que está loco por Daniela y a Daniela le hace falta un tío que esté loco. Y la amistad entre barman y cliente se consolidó hace tiempo, cuando Beto buscaba una definición para unos folletos de publicidad y Daniel le regaló la palabra «ecléctica» para definir la decoración del local.

—No llevas paraguas —le dice Beto—. Y esta noche lloverá.

—¿Cómo coño va a llover si no había una nube en el cielo?

—Lluvia. Y de las buenas. Aunque será un chubasco comparado con la tormenta que llevas dentro, Daniel. ¿Apostamos algo a que tienes un problema grande como Texas? —propone Beto mientras le pone delante la copa.

Daniel nunca apostaría contra Beto. Y menos sobre la superficie de los estados de USA. Conoce el país como la palma de su enorme mano. Es el hijo único de una pareja de Cádiz que hace 40 años se vino a Madrid a conocer el hambre de la gran ciudad, porque el hambre de la costa ya la conocían de sobra. Tuvieron suerte, prosperaron, y cuando Beto nació, los tiempos del hambre eran sólo un recuerdo. Pero conseguido el brillo del dinero, querían completarlo con el brillo social de un título para su retoño. Y Beto, precoz y disipado, sólo les daba el lustre que sacaba a las barras de todos los tugurios de la ciudad desde la adolescencia. Por eso lo mandaron a EE.UU. para que intentara sacarse el COU en uno de esos institutos privados en los que, mientras pagues la cuota, vayas de vez en cuando y no mates a un profesor o un compañero, llegado el momento te dan el título. Y si el profesor o el compañero que has matado es negro, te lo dan igual, pero despídete de la matrícula de honor. Beto no trajo ese título, pero enriqueció su vivencia y se hizo popular en los antros de varios estados, llegando a ser el invitado indispensable para presidir el jurado en cualquier evento cultural de la magnitud de una lucha femenina en el barro o un concurso de camisetas mojadas.

En EE.UU. se reveló su don para las apuestas absurdas, que jamás pierde. Cuentan que una vez, en Arizona, le ganó un Cadillac y una rubia a un ranchero texano, apostando sobre qué lagartija macho de la media docena que reptaban por el local, seria la elegida por una lagartija hembra y veleidosa que movía su cola sobre la barra de un bar del desierto. Y Beto señaló al macho más pequeño y desastrado, con la cola herida y que no trepaba al techo porque igual padecía de vértigo.

Ganó. El Cadillac le duró más que la rubia, pero eso es lo que suele suceder.

Y cuando le preguntan a Beto cómo supo que sería ése macho y no los demás, se limita a responder:

—Porque era el único que no iba detrás de ella moviendo la cola.

No es fácil entender el sistema de Beto, pero a él le funciona. Volvió a España con casi treinta años y una pequeña fortuna. Jura que jamás pisó un casino. Pero cuando decide apostar por algo, nada lo detiene y siempre gana. Así se hizo con el Malone, hace menos de tres años. Se lo ganó a un irlandés borracho, cuando una madrugada apostaron sobre qué cucaracha de las que habitaban la penumbra del local sería capaz de escapar a sus pisotones. Beto se decidió por una que tenía una antena quebrada y cierta cojera. El irlandés puso sus fichas en una rozagante y ágil. Programaron el cronómetro del reloj de Beto (ganado en otra apuesta) para que sonara en un minuto, encendieron las luces y cada uno trató de pisotear la cucaracha del otro. Ganó Beto. El irlandés no pudo alcanzar a la de la antena rota.

—Claro que no la alcanzaría —recuerda Beto—. Yo llevaba meses tratando de pisarla y la tía siempre se salvaba. ¿Quién te crees que le rompió la antena?

Daniela y Daniel nunca han coincidido en el Malone, aunque ella suele dejarse caer por allí. Daniel no le ha mencionado que conoce el bar y que sabe de su pasado en él, porque cree en las casualidades. Y tal vez, si una noche ella llega mientras él está en el bar, puede que todo cambie. Por eso, cuando va, reserva un taburete junto al suyo, dejando sobre él la cazadora o cualquier objeto que haga creer al posible intruso que está ocupado.

Acaba de entrar un hombre de edad indefinida, que lleva el pelo del mismo largo que lo llevaría en los 70, y su mirada parece indicar que se extraña de que aún no sigamos en esa década. Trae un paraguas en la mano.

—¿Ves? Un hombre sensato —dice Beto.

El del paraguas señala con timidez el taburete sobre el que Daniel ha dejado un libro y pregunta si está ocupado. Daniel decide ser realista: ella no vendrá esta noche. Retira el libro e invita al hombre a sentarse.

Y así es como Manuel, el puñetero padre de Daniela, y Daniel, el mago vago enamorado, se conocen.

En su cuarto, ella no logra dormir. La ducha fría ha aplacado parte de su ardor y las visitas a la ventana no revelan movimiento alguno en el techo de Daniel. Se siente agradecida por no abrirle la puerta cuando llegó cargada de emociones y dispuesta a tirar por la borda su determinación de no volver a caer en un amor de gato. Tal vez había salido, se dice, y es mejor así, mejor que no lo sepa, si mañana no hace referencia a las tres veces seguidas en que pulsé

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en su timbre, yo tampoco diré nada. No es muy tarde pero quizás esté durmiendo, y ese pensamiento le provoca un escozor diferente, la necesidad, porque no encuentra otra definición ni siquiera en su archivo de hormiga, de abrazarlo y protegerlo, dormirse así, para despertar en algún momento de la noche y descubrir que él la abraza dormido. Mejor pensar en otra cosa. En Manuel, por ejemplo. No se decide a echarlo, porque no le da motivos. Además, le consta que se levanta al amanecer, es el primero en comprar los periódicos y zambullirse en las ofertas de empleo, y que dedica seis horas al día a presentarse a las entrevistas. En virtud de un pacto tácito pero nunca enunciado, Manuel se encarga de la compra y Daniela le deja siempre más dinero del necesario, porque sabe que no le sobra. Pero él, sin decir nada, deposita sobre la mesa de la cocina las vueltas exactas. Tiene la casa limpia y hasta ha aprendido dónde le gusta a ella que esté cada cosa. Hace una semana lavó al oso de la puerta pero Daniela no se sintió capaz de regañarlo: llevaba mucho tiempo pensando en hacerlo. Y hay que ver lo que ha logrado con el cuartucho que le cedió. A veces le da pena verlo tan solo, pero se resiste a bajar las barreras. Sigue manteniendo el equívoco sobre su empleo y él no ha vuelto a mirarla con pena anticipada. La mira con pena. Pero es otra pena. Tampoco le ha hablado de Daniel, y cuando sube al sexto lo hace sin decir adónde va. No tiene porqué dar explicaciones a nadie. Aplica el mismo rasero para con Daniel: le ayudó a conseguir el piso y pasa varias horas en él, pero jamás lo ha invitado a su casa ni le ha contado de su puñetero padre, que está cada vez más apagado. Acaso la ruptura con su puñetera madre le haya afectado más de lo que creía, y volver a empezar, a su edad, no será nada fácil. ¿Estará perdiendo la cabeza? Hace un par de horas, cuando él se marchó, la urgencia de Daniel le impidió valorar un detalle que ahora regresa nítido: Manuel llevaba un paraguas. En una noche como ésta, es absurdo.

En ese momento suena un trueno y comienza a llover.