Arde garganta

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

24 de diciembre de 2010, a las 16:30

En cuanto vio abrirse la puerta del garaje de Augusto, Bragado se agachó haciendo gala de una mayor agilidad de la que sus características físicas podrían hacer presuponer. Cuando el reflejo del flamante Q5 desapareció del retrovisor, se incorporó de nuevo.

«Se marcha. Ahora o nunca. ¡Vamos, Jesús, que esto es pan comido para un tipo como tú!».

El exinspector se bajó de su Renault Laguna con un duplicado del mando del garaje en la mano pensando que le estrujaría las pelotas a Lubo —el búlgaro que le había hecho el trabajo— como no funcionara. Y lo haría no por lo que le iba a costar —cantidad que no pensaba pagarle—, sino porque tenía su santo trasero como la piedra Rosetta de tanto esperar la oportunidad de entrar en la casa. Cuando el sonido del motor de la puerta llegó a sus oídos, la adrenalina empezó a dar saltos por todo su sistema nervioso. Sus vasos sanguíneos se contrajeron al tiempo que se incrementaba su ritmo cardíaco. Los canales por los que circulaba el aire, mezcla de oxígeno y humo de tabaco a partes iguales, se dilataron en respuesta al estado de alerta. Hacía tanto tiempo que no sentía aquello que no pudo evitar dejar escapar una sonrisa cuando volvió a cerrarse la puerta del garaje y se vio dentro de la vivienda.

«Ya estamos dentro. Bien, Jesús, bien. Vamos a darnos una vuelta por ahí a ver qué encontramos».

El exinspector encendió su linterna. Lo primero que le llamó la atención fue que ese garaje estaba más limpio que su cocina, y la pintura lucía mucho más que la de su salón. Tenía que encontrar algo con lo que negociar con el hijo adoptivo del Emperador. Se había enfrentado a tipos mucho más peligrosos a lo largo de su vida, delincuentes que otorgaban el mismo valor a la vida que al envoltorio de un caramelo. Únicamente tenía que encontrar una prueba con la que exprimir la cuenta corriente del tipo al que todos andaban buscando y que solo él había sido capaz de encontrar.

«El puto niñato se ha hecho un gimnasio para él solito. Tiene que haberle costado una pasta. No escatimas en nada, ¿verdad?».

A la derecha de las escaleras que subían a la vivienda, pudo distinguir una puerta que daba acceso a lo que debía de ser el trastero. Entró y encendió la luz, no sin antes ponerse los guantes para poder rebuscar sin dejar rastro en ese mar de estanterías cuidadosamente ordenadas. Decidió invertir unos segundos en examinar aquella habitación de quince metros cuadrados y, al contrario de lo que haría la mayoría de las personas, Bragado hizo el recorrido visual de izquierda a derecha. Taladros varios, cajas de tornillería, una sierra de calar, una lijadora, ropa de faena limpia y planchada, tres cajas de herramientas de distintos tamaños, herrajes de obra, grifería, decenas de cajas de bombillas, una carretilla, una hormigonera, dos escaleras, un pico, dos palas, dos rastrillos, dos cortacésped, un cortasetos, dos motosierras y decenas de tiestos bien apilados.

«¡Joder!, he visto ferreterías con menos artículos y peor ordenadas que este trastero».

Haciendo esquina, en una zona a la que apenas llegaba luz, había un tablón abatible anclado a la pared que hacía de mesa de trabajo. Sobre el mismo, dos bultos le llamaron la atención. Uno parecía un maletín, y el otro, una pequeña bolsa de viaje.

«¿Qué hace eso fuera de su sitio, niñato?».

De dos zancadas, se colocó frente a ellos; se decidió primero por el maletín con caracteres orientales. Dentro de él había una funda negra en la que se sujetaban las herramientas para el cuidado de los bonsáis. A Bragado se le iluminó el rostro.

«Vaya, vaya, vaya. El kit de trabajo, ¿eh? ¿Y qué es esto otro que tenemos aquí?».

La intensidad con la que los latidos de Bragado golpearon su pecho certificó que podía dar por concluida la labor de búsqueda que acababa de empezar. Había encontrado la Taser X26.

«Ya te tengo, niñato. ¡Ya te tengo!».

Recogió ambos tesoros y subió las escaleras tratando de mantener la calma. Solo tenía que esperar.

«Paciencia, Jesús, todo va sobre ruedas».

Las escaleras desembocaban en el vestíbulo de entrada. Atraído por la luz, se encaminó al salón y lo chequeó desde la entrada. Las persianas estaban subidas, pero las cortinas salvaguardaban la intimidad de una estancia en la que el color blanco predominaba sobre el resto. Dejó los tesoros que acababa de encontrar encima de la mesa y, al reconocer el mueble del salón del Emperador, sus papilas gustativas se pusieron a trabajar. Era el mismo mueble que, a buen seguro, había trasladado desde la antigua casa. En aquella casa había pasado muchas tardes escuchando las historias de un hombre que, bajo una fingida coraza de dignidad y altivez, realmente escondía la debilidad de necesitar los oscuros favores de un policía experimentado y con contactos; como él. Reconoció también el mueble de comedor con uno de sus cuatro módulos dedicado a botellero, ese al que tantas veces había acudido y en el que reposaba el mejor whisky que jamás había probado: Chivas Regal de veinticinco años. Visualizó la botella, la ocasión merecía que todavía estuviera allí, que quedara al menos un trago para celebrar el paso a la nueva vida que estaba a punto de empezar.

«Vamos, Emperador, dime que todavía guardas mi botella».

Cuando abrió el botellero, su mirada se dirigió directamente al sitio donde esperaba reencontrarse con su estilizado recipiente.

«Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. ¿Cuántas veces me repetiste eso, viejo amigo? Claro que sí».

Sus pupilas reflejaron la forma y el color cobrizo del licor escocés; sus papilas liberaron tantos estimulantes que ya podía paladear el suave sabor de la malta envejecida en madera de roble.

—Claro que sí —repitió en voz alta con el néctar escocés en la mano.

Se sentó en el sofá y puso su vieja Glock 17 de nueve milímetros parabellum sobre las piernas. Encendió un cigarro. Quedaba más de media botella, suficiente para amenizar la espera.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

El móvil de Sancho vibró encima de la mesa del comedor. Se incorporó para comprobar el identificador de llamada. Visualizó a Steve Buscemi y algún sentimiento afectivo difícil de comprender le empujó a responder de inmediato.

—Sancho.

—Ramiro, ya me imagino que eres tú, a no ser que hayas contratado a una secretaria para cogerte el teléfono.

—¡Ya empezamos! La verdad es que me alegro de oír de nuevo tu maldito acento eslavo.

—Yo también el tuyo. Oye, ¿me dejas que te haga una pregunta?

—Me la vas a hacer de todas formas.

—Tienes razón. Allá va, ¿qué es un pez en un cine?

Sancho enmudeció.

—Un mero espectador.

El inspector no reaccionó.

—Vaya, me temo que es muy complejo para un tipo de la meseta como tú.

La carcajada de Sancho obligó a Carapocha a apartar el teléfono de la oreja.

—Entonces, ¿lo has entendido?

—Sí, y me ha hecho gracia.

—Pues me alegro. Me enteré de lo de tu padre por la juez Miralles. Siento mucho tu pérdida. Si te sirve de consuelo, te diré que su legado siempre estará vivo en el refranero que tanto alimenta su hijo.

—Ya sabes, en casa del tamborilero, todos son danzantes.

—Ese me lo tienes que explicar.

—Cuando me expliques tú el origen etimológico de «gorrón».

La risa del psicólogo sonó como un aullido metálico a través del auricular.

—No quise llamarte para no meter el dedo en la llaga, y te confieso que ya he sobrepasado mi cupo de funerales con el de Martina… hasta que se celebre el mío. ¿Cómo estás?

—No sé muy bien qué decirte. Sigo aturdido. Demasiados golpes en tan poco tiempo, y Mejía empeora día tras día. Esta semana fui a visitarle al hospital; apenas podía hablar.

—Lo siento mucho. Como te decía, la juez Miralles me llamó. ¿Lo sabías?

—No.

—Te dije que podías confiar en esa mujer. Además de informarme del fallecimiento de tu padre, me pidió que redactara un informe psicológico sobre ti. Ya puedes imaginarte mis conclusiones: maniacodepresivo con tendencias suicidas.

—¡Loquero comunista…! Ahora en serio, muchas gracias por todo —dijo el inspector cambiando su tono de voz—. Ayer mismo me llamó la juez para decirme que habían reconsiderado retirarme del caso y que tu informe le había servido de mucha ayuda. El lunes termino mis vacaciones y retomo el mando. De todas formas, no he permanecido como un mero espectador, por si me lo decías con doble sentido.

—Lo hacía.

—¡Qué hijo de Putin!

Sancho se explayó en la carcajada, liberando toda la tensión que había acumulado durante las últimas semanas.

—Para que lo sepas, he estado en contacto con Matesanz y Peteira por si surgían novedades en la investigación.

—¿Y bien?

—Poca cosa. Mejor dicho, nada nuevo. Solo que Pemán vuelve a la carga con la idea de difundir el retrato robot y los seudónimos del sospechoso.

—Ese político me da bastante miedo.

—Como todos los políticos, pero bueno, tengo a la juez de mi parte y creo que conseguiremos ganar tiempo.

—Eso espero. Escucha, estaba pensando en bajar a verte unos días.

—¿En Navidad?

—Navidad para ti. Para mí, no es más que el final de un mal año y el principio de otro peor. Te apuesto los pulgares de mis pies al baño maría a que estás deseando verme.

—Tanto como las ganas de arrancártelos yo mismo con unos alicates, pero… ¡escucha!, este domingo a las doce y media se juega el derbi de rugby entre los dos equipos de Valladolid, y mi culo asistirá con total seguridad. Ya me perdí el anterior partido contra la Santboiana, joder, que les enchufamos treinta y cuatro puntos y les dejamos a cero. Además, tengo buenas sensaciones, vamos a ganar.

—Será un placer acompañar a tu pelirrojo trasero. Ya me dirás cuál es el otro equipo para prestarle todo mi apoyo desde la grada.

—Avísame cuando llegues a la estación para buscarme algún compromiso ineludible, ¿vale?

—Yo te aviso. Cuídate, Ramiro.

—Lo mismo te digo, Armando.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

El olor a tabaco hizo que se dispararan las alarmas de Augusto justo antes de que una voz familiar le indicara que la siguiente escena se desarrollaría en el salón.

—Pasa, Augusto querido, te estaba esperando.

Augusto forzó un gesto de sorpresa e indignación antes de dirigirse al salón.

—¿Quién está ahí?

—No te alteres, chiquillo. Soy yo, Bragado. ¿Me recuerdas?

El exinspector estaba sentado en su sofá individual con sus embarrados y desgastados zapatos del número cuarenta y cuatro sobre la mesa. Sujetaba la pistola semiautomática con su mano derecha, y con la izquierda, el vaso de whisky con las últimas lágrimas de Chivas Regal reposando inermes en el fondo.

—¿Qué cojones haces tú en mi casa? ¿Cómo has entrado?

—Calma, niñato, calma —le contestó alargando todo lo que pudo la primera vocal—. Déjame que te explique. Siéntate, anda.

—¡No pienso sentarme! ¡Voy a llamar a la policía ahora mismo!

—Deja de vocear y siéntate de una puta vez —exigió Bragado señalando el biplaza con el cañón de la pistola.

«Eso es, Jesús, demuéstrale quién manda aquí».

Al endurecer el gesto, Bragado parecía mucho más peligroso que lo que daban a entender su escasa capacidad craneal y la simpleza de sus rasgos antropológicos. Apretó con fuerza los párpados antes de volver a insistir con la pistola. Augusto se sentó de visible mal grado.

—Quizá no te hayas percatado de esos dos objetos que he dejado encima de la mesa del comedor. Me los ha traído Papá Noel.

Bragado se sintió en ese momento como King Kong en lo alto del Empire State Building, y emitió un estentóreo y gutural rugido que habría sido la envidia del simio gigante. Augusto se giró para reconocer sus pertenencias interpretando la escena con una inexpresividad que bien hubiera firmado Clint Eastwood.

—No pareces muy sorprendido, niñato. —Bragado dejó el vaso sobre la mesa para presionarse los lacrimales.

—¿Qué es lo que quieres?

—Eso ya me gusta más —dijo bajando los pies de la mesa y señalando de nuevo a Augusto con la pistola.

—¿Te importaría no apuntarme a la cara con eso?

«Siempre funciona. Bien, Jesús, sigue acojonándole. ¿Por qué me pican los ojos? No importa, tú sigue acojonándole».

—Tranqui, beibi, no te pongas nervi. Aunque esta maravilla no tiene seguro, el gatillo posee un mecanismo de doble acción que hace que tu dulce cara de asesino esté a salvo a no ser que decida dispararte, cosa que haré sin dudar como vuelvas a tocarme las pelotas. ¿Te ha quedado claro? Eso es. Ahora, vamos a hablar de lo que quiero y de lo que tú vas a hacer por mí. ¡Quién lo diría, joder! Ese niño tan inseguro e indefenso víctima de malos tratos convertido años después en un asesino en serie.

Augusto se limitaba a examinar a Bragado sin perder detalle de la situación.

—Tu padre me enseñó a poner precio a las cosas importantes. Precio a los contactos, al valor, a la lealtad, al compromiso… pero, sobre todo, al silencio. Yo ya no necesito reconocimiento por parte de nadie, ¿entiendes? Lo que necesito es largarme de aquí si me lo permiten los malditos controladores aéreos, claro, y tú vas a proporcionarme el billete. Bueno, el billete y algo más. No creerás que iba a salirte tan barato, ¿no? Qué coño, tengo que asegurar el futuro de mi hija, que no tiene ni para dar la entrada de un piso de cincuenta metros cuadrados. Mi niña va a saber quién es su padre.

Bragado se frotó enérgicamente los ojos con la palma de la mano que tenía libre sin dejar de apuntarle con la otra.

«¿Qué coño te pasa, Jesús? Te has pasado con el Chivas, maldito borracho. Bueno, tranquilos todos. Tranquiiilos. Trata de que él no lo note, tú sigue hablando».

—¿Quieres saber el precio de mi silencio?

Augusto asintió con la cabeza y, sin modificar un ápice su gesto impasible, hizo sonar sus nudillos.

—Claaaro que sí. Los números nunca se me han dado bien, pero he hecho una cuenta muy sencilla. Mira, doscientos mil euros por cada una de las víctimas. Suerte que, de momento, solo son tres. ¿Eh, niñato?

Bragado notó que una neblina empezaba a invadir su campo de visión. Lo que antes era un picor se había convertido en cuestión de segundos en una gran molestia. Aquel hombre exteriorizó su inquietud agitando la cabeza con rudeza.

—Mucho whisky del bueno, ¿eh, Bragado? —preguntó muy despacio y bajando intencionadamente su tono de voz.

—Media botella, pero que no te siente mal, tómatelo como un pequeño anticipo de lo que me debes. Además, a tu padre nunca le gustó el whisky, era más de coñac. Mucho más refinado, claro. ¿Cuál era esa marca que bebía y que le tenían que traer de fuera? Espera, espera… Château Paulet —dijo al fin.

Augusto esperó el momento de dar la réplica.

—Tu padre sabía cómo tratar a sus amigos —quiso expresar Bragado, aunque sonó: «Tu-pa-dle-sa-bía-co-mo-tla-tar-asuss-ami-gosss».

Sható polá —corrigió con perfecta pronunciación francesa—, y mi padre nunca te consideró su amigo, maldito ignorante. Te utilizó como a un mono de feria; como voy a utilizarte yo, y déjame decirte algo más: tu niña, Estela, ya no es tan niña y vive en casa de su novio, el tal Jacinto ese, que no tiene donde caerse muerto. Pero luego hablaremos largo y tendido de tu niña, que ahora tienes que descansar.

Bragado intentó levantar el arma, pero apenas podía sostener la pistola y, antes de darse cuenta, ni siquiera pudo mantener los brazos erguidos.

«El maldito whisky, Jesús, la has cagado con el whisky. ¿Tenías que beberte toda la botella? ¿Y por qué te habla de Estela? Maldita sea, se me cierran los ojos. ¿Qué me pasa? Maldita sea, Estela…».

Se reclinó a plomo sobre el sofá provocando que se iniciara un balanceo que terminó unos segundos después con el sonido que hizo la Glock 17 al caer. Antes de perder totalmente la consciencia, pudo escuchar las palabras que Augusto le susurró al oído:

—Mi padre siempre decía que eras un orangután previsible y descuidado. Fuiste descuidado al permitir que te viera espiándome desde tu Renault Laguna negro, matrícula 9714 FMG. Cuando supe a quién pertenecía el vehículo, imaginé que querrías algo a cambio de tu silencio, ya que, de otra forma, me hubieras entregado para ponerte las medallas. Fuiste previsible al entrar en mi casa justo en el momento en el que yo me marchaba tras dos días de autoforzada reclusión. Fuiste jodidamente descuidado al no reparar en que yo estaba en el jardín vigilándote, y entré en cuanto reconocí los primeros síntomas de somnolencia. Y fuiste estúpidamente previsible cuando te bebiste tu botella de Chivas Regal, a la que yo le había dado mi toque personal con Rohipnol[63], una dosis suficiente como para dejar fuera de combate incluso a un orangután codicioso, mezquino y corrupto como tú.

Los ojos de Bragado empezaban a cerrarse a pesar de los esfuerzos que hacía por mantenerse despierto.

«Estela…».

—Mi padre repetía mucho esta frase de Cicerón: Stultorum plena sunt omnia[64]. Razón tenía. Yo solo tenía que esperar al mío. Hoy tú y yo celebramos juntos la Nochebuena, amigo.

Residencia de Bragado

La Cistérniga

Las bofetadas no sonaron como hubiera deseado Augusto debido al efecto amortiguador de los guantes de vinilo, pero fueron eficaces para despertar al exinspector. Desorientado, Bragado trataba de enderezar el cuello y de procesar las imágenes que su retina iba captando. Tras unos instantes de confusión y a pesar de la poca luz, certificó con total seguridad que, como él le había anunciado, estaba en su propia casa.

—Mi sofá es mucho más cómodo, ¿no crees?

Augusto estaba sentado a horcajadas en una silla a unos dos metros frente a él. Con los brazos apoyados en el respaldo, sujetaba una escopeta de caza de corredera calibre doce.

—Mientras te vas recuperando, voy a contarte cómo se me ocurrió todo para que sepas a quién has intentado extorsionar. Cuando accedí a toda la información que necesitaba del propietario del vehículo, me vine a ver tu casa. Te confieso que me encantan estas casas tan rústicas, tranquilas, prácticamente aisladas y con su parcelita individual para meter el coche. Así nos dejan más tranquilos. Por cierto, he tenido que coger prestada tu carretilla para mover la tonelada que pesas. Mira, el esfuerzo ha merecido la pena. Ya estamos aquí, charlando de nuevo.

«Maldita sea, Jesús, la has cagado bien cagada. Maldita sea».

—¿Qué quieres de mí? —exigió saber tras emitir un molesto sonido con la laringe.

—Lo primero que quiero es que prestes atención a esta escopeta de caza que pertenecía a mi padre. No es la mejor de todas las que tenía, ni mucho menos, pero he elegido precisamente esta porque es la única que no está a su nombre. Totalmente limpia —mintió—. Tiene cinco cartuchos más el de la recámara, aunque solo me hará falta uno para volarte la cabeza a esta distancia.

Augusto hizo una breve pausa para que Bragado asimilara sus palabras.

—¿Ves esa botella de JB que tienes a tus pies? Quiero que la cojas y que empieces a beber mientras escuchas lo que tengo que contarte. Apretaré el gatillo sin dudarlo si haces alguna tontería, y te aseguro que lo siguiente será ir a visitar a tu querida Estela.

—¡Puto niñato! —dijo liberando todo su odio por la boca—. ¿Qué pinta mi hija en todo esto?

—Tú la has metido. ¡Cuando decidiste tratar de joderme! —voceó Augusto—. Dente lupus, cornu taurus petit[65].

—Mi hija no tiene nada que ver en todo esto.

—Eso lo decido yo, maldito ignorante. Calle Tórtola, número dos. No me gusta nada la decoración, por cierto. Ni la zona, ni la casa, pero me va a resultar muy fácil entrar. Quizá les esté esperando cuando vuelvan de cenar esta noche en casa de sus suegros. El mismo procedimiento que cuando entré en casa de mi difunta madre, que en paz descanse. Bebe.

Bragado posó el dosificador en su prominente labio inferior e inclinó la botella. Mientras tragaba, no le pasó desapercibido ese brillo en los ojos. Lo había visto pocas veces, pero siempre le causaba el mismo efecto: pavor.

«Tranquilo, Jesús, no intentes nada hasta saber qué pretende. Tranquilo, no la cagues ahora. Bebe. Haz lo que dice, tienes que ganar tiempo. Hazlo por ella. Piensa solamente en ella. Traga».

—Supongo que eres consciente de que te va a ser imposible salir con vida de esta. Si no has llegado ya a esa conclusión, es que eres aún más estúpido de lo que pensaba. Sin embargo, puedes conseguir que me olvide de la dulce Estela; eso sí está en tus manos. De momento —apostilló.

—Dime qué coño quieres de una vez.

—Tienes razón. Bebe y vamos al grano. ¿Sabes cuál es el crimen perfecto?

—No hay crimen perfecto —aseguró antes de tragar.

—Claro que sí, hombre, claro que sí. Seguro que tienes algo ahí dentro, utilízalo —sugirió apuntando con la escopeta entre las cejas del exinspector.

—¿El que se queda sin resolver?

—No, maldito necio, el que se resuelve de forma equivocada.

Bragado empleó unos segundos en atar cabos antes de hablar.

—Imposible. Tienen la descripción de una persona que nada tiene que ver conmigo.

—¿De quién? ¿De ese drogadicto que ha estado ayudándote? ¿Te refieres a Gabriel García Mateo? ¿Ese niño víctima de los malos tratos que creció en los peores orfanatos y del que nunca encontrarán documentación alguna gracias a ti? ¿Ese al que utilizaste cuando se te ocurrió cometer el primer asesinato? Ya sé que se te fue de las manos. Una chica tan joven y tan atractiva en manos de un hombretón tan impetuoso… Un error lo tiene cualquiera. Encontrarán tres de sus brillantes pelos negros en tu sofá, que, dicho sea de paso, no puede ser más horroroso. Ya te dije que eras un tipo muy descuidado, Jesusín. Luego, cuando te encontraste con el marrón encima, decidiste utilizar a ese pobre desgraciado que te hacía las funciones de chivato, y fue cuando montaste todo el tinglado de Gregorio Samsa. Tus excompañeros atarán cabos porque quieren atarlos. ¡Qué casualidad que te dieras cuenta tú solito de que era un testigo falso! ¡Impresionante! El exinspector conseguía así meterse dentro de la investigación y controlarlo todo desde dentro, como siempre había sido. De eso presumías tanto con mi padre, ¿no?, de tenerlo todo bajo control.

—¡Maldito enfermo! —injurió entre dientes Bragado intentando levantarse de la silla.

—¡Si vuelves a interrumpirme, te volaré esa estúpida cara de orangután! ¡¿Me has entendido?! —gritó Augusto rojo de ira—. ¿Creías que podías jodernos? ¡Puedes apostar la honra de tu hija a que haré de tripas corazón para follármela bien follada antes de acabar con la estirpe Bragado! ¡¡Vuelve a interrumpirme una vez más!! ¡¡¡Te reto, maldito estúpido!!!

Bragado tragó flema y azufre antes de sentarse de nuevo.

«Puto niñato, está desquiciado pero te tiene bien agarrado por las pelotas. Piensa en Estela. Hazlo por ella, Jesús. Bebe».

Bragado bebió.

—Te voy a demostrar que tengo mis capacidades intelectuales intactas. No vuelvas a interrumpirme —le conminó algo más calmado—. Las deudas siempre se pagan, deberías haber aprendido eso de mi padre. Gabriel te pidió que te hicieras cargo de su madre, esa zorra que le jodió la vida para siempre y que le empujó a ser un pobre drogadicto sin un sitio donde caerse muerto. Gabriel no tenía arrestos para acabar con la vida de su madre, pero su amigo exinspector sí. ¡Ese sí tiene cojones suficientes! Ese que le debía un favor y que tenía contactos en todos los tugurios de la ciudad y que se relacionaba con lo peorcito de cada casa. Expertos en falsificación de documentos, piratas informáticos… ya sabes. Se lo debías y no podías arriesgarte a fastidiar todo el plan. Te resultó francamente sencillo entrar en su casa y acabar con esa anciana, ¿eh? Los testigos que vieron merodear al operario de mantenimiento darán la descripción de Gabriel, tú nunca te dejarías ver. Por último, el asunto de Martina. Te enteraste de que había una especialista trabajando codo con codo con la policía y supusiste que ella sola podría descubrir a Leopoldo Blume. No podías consentirlo, pero claro, al ser tan descuidado olvidaste la carpeta que dejó Sancho y mandaste a Gabriel a por ella. ¿Cómo ibas a prever que se daría de bruces con el inspector encargado del caso?, ¿verdad? Menos mal que consiguió escapar. Si no, lo habría estropeado todo. Como ves, las piezas van encajando.

Bragado daba la impresión de ir asumiendo su derrota y de querer ahogarla en licor. Durante la explicación de Augusto, vació un cuarto de botella sin pestañear, le ardió la garganta. Nunca un trago le supo tan amargo.

—Había llegado el momento de deshacerte de Gabriel y todo habría concluido. Eso pensaste, ¿eh? ¿Ya lo has adivinado? Veo que sí. Pronto encontrarán su cadáver en ese vertedero que se puede ver desde la ventana de tu salón. Me hubiera gustado llevarme algún recuerdo de él, seguramente su lengua, pero no disponía del tiempo necesario y no quise arriesgarme. Por cierto, ¿por qué tuviste que ensañarte con su cara? ¡Menos mal que llevaba encima su DNI caducado! Te confieso que me esmeré mucho en su elaboración. Envejecer el plástico fue lo más complicado. Luego, puse una foto mía de hace por lo menos diez años, la retoqué un poquito y listo. Estoy tan orgulloso de ese trabajo que me masturbaría aquí mismo si no tuviera tu cara de simio delante.

Augusto levantó las cejas buscando la reacción de Bragado, que seguía atónito e inmóvil en su silla. Bragado bebió.

—Los psicólogos lo justificarán como un trastorno depresivo, consecuencia de tu traumática salida del cuerpo de Policía. Tenías que demostrar que eras mejor que ellos, ¿y qué mejor forma de hacerlo que matando impunemente en tu ciudad? La policía encontrará tus huellas en la Taser, en el asa del maletín de herramientas y en la vaciadora cóncava. También encontrará tu impronta en el martillo con el que le machacaste la cara, por supuesto. Todo eso lo he hecho mientras estabas dormidito —reconoció forzando una expresión de niño malo—. También he traído unos cuantos de mis libros favoritos que he dejado en tu mesilla, entre los cuales no podían faltar La metamorfosis, Ulises, unos cuantos de poesía, de mitología griega y romana. No te creas, me ha costado mucho desprenderme de ellos, pero creo que la ocasión lo merece. Por último, descubrirán las cartas que pensabas dirigir al resto de medios de comunicación para dar a conocer tu obra poética al mundo y, como no podía ser menos en este último acto, encontrarán otro poema. Sé que eres adicto al mus y al julepe, así que he tenido la delicadeza de tenerlo muy en cuenta en tu despedida. ¿Quieres oírlo? Claro que sí. Lo he titulado Fortuna, que es la diosa romana del azar. Presta atención a la primera estrofa, es donde confiesas tus crímenes. Vamos allá.

Augusto recitó de memoria los versos:

El primero fue Cupido.

El segundo, por encargo.

El tercero fue querido.

La grande nunca descuido,

pienso con arte el descarte.

Si tú pasas, yo te envido.

Juega, que no me he rendido.

Tuya la chica, con pares

y juego ya te he vencido.

Sumando ya me he salido.

Se terminó la partida,

ganar yo nunca he sabido.

De rojo y bala el tapete he teñido.

Con este órdago, ya me despido.

—¿Sigues pensando que estoy enfermo? Seguro que no.

Bragado bajó la mirada y ni siquiera pudo hacer ruido nasal alguno. Tuvo un momento de claridad para reconocer que no había más salida que tratar de librar a su hija de ese monstruo.

—Vale. Has ganado, lo reconozco. ¿Cómo sigue esto?

Bibamus, moriendum est[66], que dijo Séneca —le animó.

Bragado no comprendió; bebió.

—Eso es, Jesusín, ya casi has terminado. Lo siguiente que necesito es que hagas dos cosas para que me olvide de ti y de tu hija. Primero, quiero que orines en esa botella de plástico que tienes ahí, necesito que elimines de tu cuerpo los dos miligramos de flunitrazepam. Aunque mi experta colega dice que apenas deja rastro en la sangre, prefiero minimizar riesgos. Tú no lo entenderás, pero me gusta cuidar los detalles. Luego, quiero que te termines lo que queda de esa botella de JB. Seguro que eso no te va a costar. Después, quiero que cojas tu arma. Está ahí, cubierta por ese trapo, sobre la mesa —le indicó marcando el objetivo con los ojos sin mover la cabeza—. Para terminar, te la vas a meter en la boca, apretar ese gatillo de seguridad hasta el fondo y dejar tu impronta cerebral sobre esa pared.

«Estás bien jodido, Jesús, bien jodido. Se acabó. Pero espera…, espera un segundo. ¡Claro, joder! Podrías contarle todo lo que él no sabe. Podrías utilizarlo como moneda de cambio. ¡¡Mierda!! ¿Y cómo se lo demuestras, Jesús? No tengo forma de hacerlo. Imposible. Se creerá que le estoy tratando de tomar el pelo y puede que hasta consiga empeorarlo todo. Estás bien jodido, Jesús. ¡Qué hijo de puta!».

—¡Qué hijo de puta! —expresó con una entonación casi más de admiración que de insulto.

—Te aseguro que va a ser la única forma de salvar la vida de Estela.

—Alguien oirá el disparo.

—Sabes que no, la casa más próxima está tan lejos que si oyen algo les parecerá el sonido de los petardos que la gente acostumbra a tirar en Navidad. Por este camino, además, no pasa nadie. No te preocupes por eso.

—¿Y cómo puedo fiarme de ti?

—No puedes, pero sí podrías utilizar el poco cerebro que tienes. Si lo hicieras, entenderías que no pienso reabrir el caso matando a la hija del difunto asesino en serie si todo sale como te he contado. El exinspector Bragado, en un ataque de arrepentimiento y completamente borracho, se voló la tapa de los sesos. La única alternativa que se te plantea es tratar de hacer alguna estupidez y que tenga que dispararte. Luego, yo debería desaparecer, pero puedes estar seguro de que haría una parada en la calle Tórtola, número dos, antes de hacerlo. Tú eliges, papito.

«Mierda, Jesús, ¿qué tienes que pensar? No tienes posibilidad de salir de esta con vida; por lo menos, trata de salvar la de Estela. Bebe. ¿Cómo has dejado que te la jueguen así? Te va a colocar los tres asesinatos. ¡Joder, que tú nunca has matado a nadie! ¡Maldita sea! ¿Y qué más da? Estarás muerto para cuando tu nombre salga en los periódicos y habrás librado a Estela de este malnacido. Brinda por ello. ¿Cumplirá su palabra? Claro que sí, el niñato tiene razón. No tiene ningún sentido que la mate si me culpan a mí de todo, y para eso tengo que pegarme un tiro. En la boca. ¿Y si intento dispararle cuando agarre mi arma? Con esta borrachera y la puntería que tengo, no acertaría ni vaciando todo el cargador. No. Tienes que hacerlo como él dice. Si la cago otra vez, matará a Estela. Bebe, Jesús. No puedes permitírtelo. Estás jodido. Bien jodido, Jesús. Pero me llevaré mi secreto a la tumba. ¡Que se joda! El puto niñato nunca lo sabrá».

Tempus fugit[67].

—Dame esa botella.

—Eso es, cógela despacio y trata de que no se caiga nada fuera. Como verás, tiene el cuello lo suficientemente ancho como para que atines dentro.

La botella de litro y medio se llenó hasta algo más de la mitad.

«Ya está decidido, Jesús. Esto terminará pronto. Piensa únicamente en Estela y en la vida que tiene por delante».

—Ahora viene la parte más delicada, no vayas a cagarla. Gira la silla y siéntate mirando a ese cuadro de mercadillo que tienes en esa pared.

Augusto no dejaba de encañonarle en ningún momento. Sabía que era prácticamente imposible que Bragado se girara y acertara en el blanco en el estado en el que se encontraba, pero toda precaución era poca en los instantes finales.

—Muy bien, Bragado. Eres diestro, ¿verdad?

—Sí.

—Muy bien. Extiende la mano derecha y coge tu pistola. Mantén la botella de JB en tu mano izquierda. Piensa solamente en Estela; ahora mismo, su vida depende exclusivamente de ti. No la cagues, Bragado. Si te sacas la pistola de la boca, te volaré la cabeza y luego iré a por Estela. No lo estropees ahora. Piensa solo en tu hija.

Bragado siguió las indicaciones al pie de la letra. Parecía calmado, entregado a su destino. A pesar de ello, Augusto guiñó el ojo izquierdo para apuntar con precisión a la cabeza.

—Dime que cumplirás tu palabra, niñato.

—Cumpliré mi palabra. ¡Que empiece el viaje ya!

Bragado se introdujo en la boca el cañón de su Glock 17, en diagonal y hacia arriba. Podía escuchar sus propios latidos como los de un animal desbocado mientras cogía y soltaba aire por la nariz a un ritmo frenético. Su pecho se movía al compás. Absorbió el contenido de sus fosas nasales como para coger fuerzas y cerró los ojos.

«Vamos, Jesús, demuestra a ese puto niñato que tienes lo que hay que tener. Se trata simplemente de apretar el gatillo y todo habrá terminado. Piensa en Estela. Solo cuenta Estela. Vamos, Jesús, tienes que apretar el gatillo. Hazlo ya. Estela. Hazlo por tu hija. Que se joda el niñato».

Augusto se contagió de la tensión del momento. Deseaba hacer crujir sus nudillos, pero no podía separar las manos de la escopeta. Su corazón bombeaba sangre a tal velocidad que el cerebro empezó a registrar las imágenes que captaban sus retinas a cámara lenta. Para tratar de administrar la tensión, empezó a recitar en voz baja unos versos en alemán:

Ein kleiner Mensch stirbt, nur zum Schein.

Wollte ganz alleine sein. Das kleine Herz stand still für Stunden.

So hat man.

La detonación le robó el aliento durante unos segundos, los mismos que tardó en procesar el brusco retroceso de la cabeza y la nube roja que se estrelló contra la pared. El fugaz recorrido de la bala a través de la masa encefálica hizo que la vigorosa apariencia de Bragado se transformara en la de un enorme y endeble muñeco de trapo.

Augusto esbozó una sonrisa. Tocaba salir pitando de allí, pero de su interior nacía algo que le impedía irse así, sin más. No podía desaprovechar la ocasión, y se acercó al finado por delante para no pisar la sangre que había a su espalda. Se agachó a un metro escaso de su cara. Tenía la cabeza apoyada en el respaldo y ligeramente inclinada hacia la izquierda, con la mirada vacía, perdida en el techo infinito. De su boca abierta brotaba un caudaloso afluente color escarlata. Tenía la expresión de un muñeco de cera al que le acabaran de dar un susto.

—Creías que eras más listo que este pobre niño adoptado, ¿verdad? ¿Que te ibas a salir con la tuya, Jesusín? ¿Que ibas a retirarte con el dinero del hijo del Emperador? Y después, ¿qué? ¿Pensabas esconderte en el culo del mundo? ¿Que no te íbamos a encontrar? ¿Que ibas a salir vivo y millonario de esta?

Augusto hizo el ademán de darle golpecitos en la cara con la mano extendida, pero sin llegar a tocarle. De improviso, se irguió y adoptó la postura de una madre riñendo a sus hijos, con los brazos en jarras, cargando el peso sobre la pierna izquierda y dando golpecitos con la punta del pie derecho en el suelo.

—¡Qué cojones, pero si tengo una canción para ti! No te muevas.

Sacó el iPhone de la mochila y buscó Julien, de Placebo. Se puso los cascos para escucharla mejor y subió el volumen. Cuando empezaron a sonar los primeros compases discotequeros de la canción, se arrancó a bailar. Contoneó el cuerpo al tiempo que alternaba el movimiento de los brazos echando los codos hacia atrás y compensando con el balanceo forzado de la cabeza.

Cuando comenzó a escucharse la letra, dio un paso adelante y señaló a Bragado con el dedo índice extendiendo totalmente el brazo mientras cantaba a viva voz las primeras estrofas sin dejar de moverse:

The payback is here

take a look, it’s all around you,

you thought you’d never shed a tear

so this must astound, must confound you.

Buy a ticket for the train

hide in a suitcase if you have to

this ain’t no singing in the rain

this is a twister that will destroy you.

Apareció entonces la guitarra eléctrica y, sin dejar de seguir el ritmo con los pies, Augusto utilizó las manos para interpretar con gestos lo que cantaba, como para que Bragado pudiera entender su significado.

You can run but you can’t hide

because no one here gets out alive

find a friend in whom you can confide,

Julien, you’re a slow motion suicide.

Justo en el momento en el que moría la música durante un segundo para renacer de forma frenética, Augusto hizo un brusco movimiento de rotación con sus brazos coordinado con un giro de ciento ochenta grados. Elevó el tono para cantar:

Fallen angels in the night

and every one is far from heaven

just one more hit to make it right

but everyone turns into seven.

Now that’s it’s snowing in your brain

even ten will not placate you

this ain’t no cure for the pain

this avalanche will suffocate you.

Con la cabeza inclinada hacia el techo y los ojos cerrados, se dejó llevar por la música. La euforia encontraba una prolongación en el movimiento de su cuerpo y se escapaba por su garganta. Cuando llegaba al final del estribillo, sustituía «Julien» por «Jesusín» acercando su cara a la de Bragado.

You can run but you can’t hide

because no one here gets out alive

find a friend on whom you can rely,

Jesusín, you’re being taken for a ride.

En la parte instrumental, se entregó por completo al baile agitando su cuerpo con cada nota, dejándose llevar por las imágenes que acababa de guardar en su memoria. Ocupando los cinco metros cuadrados de los que disponía, movía las extremidades de forma tan violenta como sincrónica.

You can run but you can’t hide

because no one here gets out alive

find a friend on whom you can confide,

Jesusín, you’re a slow motion suicide

Llegaba el final de la canción con la repetición del hecho al que acaba de asistir en primera fila. Sin dejar de moverse, gritó:

Slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide,

slow motion suicide.

Cuando dejó de sonar la música, se aplaudió a sí mismo y llenó de aire sus pulmones. Era el momento de preparar el escenario para el último baile.