¡Así es la vida, la jodida!

Exterior de Cáritas Diocesana

Calle José María Lacort (Valladolid)

21 de diciembre de 2010, a las 10:37

En ocasiones, el río de la vida conduce a los individuos por cauces insospechados. En el caso de Mario Almeida, se había dejado arrastrar por los rápidos hasta el mar de la droga y la indigencia. Pasó de apuesto triunfador a apuesta perdedora en tan solo tres años, y de dominador de varios instrumentos a dominado por un único instrumento: el émbolo de la jeringuilla. Había pasado la noche entre cartones y, como cualquier otro día desde hacía más tiempo del que era capaz de recordar, comenzaba su escalada hacia la conquista del «pico» más alto. Con el estómago lleno y con las venas tan vacías como los bolsillos, se encaminó hacia ningún sitio maldiciendo su suerte.

Todavía guardaba intacto en su memoria el recuerdo de la despedida que le brindaron sus colegas en el Barrister Bistro Bar la noche antes de volar a Europa. Con el pasaporte español en una mano y su guitarra Bella en la otra, se marchó en busca de una oportunidad que impulsara su carrera de cantautor. No le resultó nada complicado convencer a su familia para que juntaran los diez mil pesos que necesitaría para comprar el pasaje de avión y para sobrevivir las primeras semanas. Tenía muy fresco el momento en el que, justo antes de entrar en la zona de embarque del aeropuerto de Ezeiza, la abuela Adela le entregó su medalla de oro de San Cristóbal y le dijo: «Nene, tené pasiensia, que con tu facha y tu talento, los éxitos vendrán antes o después. Será solo cuestión de tiempo». Se repitió a sí mismo el final de esa frase tantas veces que terminó por perder su significado; más aún cuando la abuela Adela murió a los seis meses de su partida.

¡Lo que daría en ese momento por poder volver a Belgrano y contar cómo se torció todo! A las dos semanas de llegar a Madrid, el agente con el que había contactado por Internet y que le había asegurado que le ayudaría a lanzar su música como un cohete ya le había dejado sin dinero y sin maqueta. Así, en vez de surcar los cielos, se vio bajando a los infiernos, y lo poco que conseguía tocando en el metro no le daba apenas para comer ni para pagarse el cuchitril de Entrevías en el que maldormía. Necesitaba dinero con urgencia, y trabajar de noche poniendo copas en la zona de Malasaña no le pareció mala opción. Al principio, solo fue alcohol y alguna que otra raya los fines de semana; luego, dejó de beber, dado que no podía componer durante el día estando resacoso. Aunque pueda resultar paradójico, lo cierto es que Mario terminó en los brazos de la coca por culpa del alcohol. Poco después, el trabajo de camarero dejó de ser suficiente y su don de gentes le sirvió para que un cliente se fijara en él y le ofreciera la oportunidad de ganar mucha más plata. La primera semana colocó cinco gramos y se metió casi doscientos euros, cien para el bolsillo y cien por la nariz. La segunda fueron ocho, y la tercera diez, manteniendo siempre el mismo salomónico reparto.

Así transcurrieron los meses, cubriéndose de polvo como lo hacía Bella en la esquina más recóndita de su habitación. Para Mario, todo iba a pedir de boca, o de nariz, hasta que llegó aquel nefasto mes de julio en el que detuvieron a su proveedor dos días antes de que a él le pillaran trapicheando en el baño y le largaran del bar. A esas alturas, necesitaba casi dos mil euros al mes, cien para comer, trescientos para pagarse un techo y el resto para tabicarse la napia. Ingresaba cero. Entonces, volvió a recurrir a Bella. Con los sesenta euros que le dieron por ella y por la medalla de San Cristóbal de la abuela, pudo fumarse su primer chino. No pasaron muchos meses hasta que dio con sus huesos en la Cañada Real Galiana, donde compartió cobijo y jeringuilla con Marisa, la Buñuelo, una politoxicómana con mucha clase y sin dientes que cubría sus necesidades y las de Mario gracias a todas las veces que permitía que la rellenaran. Su chabola estaba más transitada que un paso de peatones en Tokio gracias a su virtuosismo y a su capacidad para abrir su mente tanto como sus piernas. Siempre en su papel de dómina, practicaba la dominación en todas sus modalidades y vertientes: bondage, flagelación, spanking, fisting, cera, pinzas y un largo etcétera. Un día que llovía mucho, Mario se la encontró tirada en un hoyo, tiesa y sucia como el palo de un gallinero. Sobredosis y a volver a empezar de nuevo con tan solo los doscientos veintitrés euros con noventa céntimos que encontró en el bolso de Marisa. Fue entonces cuando decidió quitarse, y lo consiguió; un día entero. A la semana siguiente, ya le llamaban Mario, el Buñuelo, debido a que demostró tener un talento similar al de su predecesora, pero en el rol sumiso.

Había llegado a Valladolid hacía algunas semanas, quizá meses, porque el único tiempo que le importaba a Mario era el que transcurría entre una dosis y la siguiente. Lo que sí recordaba era el motivo por el que, un día de mucho calor, guardó trece euros y se compró el billete de autobús con destino a esa ciudad tan fría en la que había nacido el abuelo Fermín. ¿O era el bisabuelo Agustín? Lo mismo daba.

Caminando sin saber dónde, notó que alguien le tocaba en el hombro.

—Disculpa.

Mario se giró asustado; normalmente, nadie le asaltaba por la calle a no ser que estuviera en alguna zona peligrosa, y esa precisamente no lo era.

—¿Y vos qué querés, tarado pendejo?

—Siento haberte asustado. Me llamo Juan Francisco Torrado, soy redactor de la revista Tu salud. Estoy haciendo un reportaje sobre la rutina diaria de un toxicómano.

—¡Andá la concha de tu hermana!

—Te pagaré bien.

Mario, que ya se había dado la vuelta, se paró en seco.

—¿Cuánto?

—Doscientos euros.

Tressientos.

—Doscientos cincuenta.

—Dale. Enseñame la guita.

—No. Ahora te doy cien, y el resto cuando hayamos terminado —le expuso el periodista.

—Y… dale.

—Pero antes tengo que saber si te han detenido alguna vez en España. En la redacción nos han prohibido sacar a alguien con antecedentes.

—Nunca. Mirá —dijo sacando de la cazadora lo que un día fue un pasaporte—. Che, soy español. ¿Viste, pendejo? A mí no me agarraron nunca, te lo podés creer o no, lo mismo me da.

El periodista se quedó con el nombre y primer apellido: Mario Almeida.

—Bueno, pero tengo que comprobarlo, me juego mi puesto de trabajo.

—Che, bancátela como podás. Comprobalo o hasé lo que te salga de la loma del orto, pendejo. Como si te comés un garrón de la gran flauta.

El periodista parecía escrutar la veracidad de las palabras de Mario.

—Tengo el coche a la vuelta de la esquina. Te iré haciendo las preguntas mientras vamos al sitio en el que te sacaré las fotografías.

—Che, si querés retratarme, aflojá otro bishete de sincuenta —exigió haciendo el gesto con la mano de la castañuela invertida.

—Se te adelantó el gordo de Navidad, ¿eh? Aquí no tengo tanto, te lo doy en el coche.

—Dale.

De camino al lugar que el periodista había escogido para hacer el reportaje fotográfico y una vez que tuvo el dinero en su mano, Mario le hizo un resumen de su frustrada vida como artista y de cómo se las ingeniaba para conseguir pillar todos los días. No quiso hacer mención alguna a su mote.

El periodista detuvo el coche a las afueras de La Cistérniga, junto a una escombrera recubierta por un manto de densa y húmeda niebla.

—Este es el sitio.

—¿Qué carajo de lugar es este?

—Son los exteriores que necesito para el reportaje. No puedo hablar de la miseria de un drogadicto y publicar fotos tuyas sonriendo en el estanque del Campo Grande o en La Rosaleda, ¿entiendes? Aquí el que decide soy yo, ¿o es que además de ser un virtuoso de la guitarra eres periodista?

—Andate a cagar.

—Pues eso. Ponte este plumas rojo de una puta vez.

—¿No te gustá mi ropa de farlopero, boludo?

—No. Pero mira, podrás quedarte con él cuando terminemos. Considéralo un detalle por mi parte.

Mario no puso objeción alguna. Esa prenda de abrigo le vendría estupendamente para combatir el frío de las noches a la intemperie o para venderlo si venían mal dadas.

—Vale. Siéntate en esa piedra de ahí y deja la mirada perdida en el horizonte. Yo me encargo del resto.

Mario hizo lo que le indicó el periodista. Por fin iba a tener su pequeño momento de gloria y, en cuanto terminaran, lo celebraría en condiciones con los trescientos euros que le había sacado a aquel pendejo.

—Oye, pues sí que tienes porte. Están quedando unas fotos muy buenas. Mantén fija la mirada perdida en el horizonte —le indicó.

El periodista fue girando alrededor de Mario mientras disparaba su cámara de fotos hasta ponerse casi a su espalda. Sin dejar de hablar, sacó el martillo tipo tas con el mango recortado que llevaba en el interior de la cazadora.

Sha te dije que había nasido para artista.

—¡Que empiece el viaje ya!

Mario no supo interpretar esas últimas palabras del periodista. No le dio tiempo. El último sonido que escuchó fue el seco crujido de su hueso temporal al fracturarse. A partir de ahí, el Buñuelo ya no pudo sentir ninguno de los otros treinta y siete impactos que recibió en la cabeza, uno por cada palabra del inicio de Spieluhr. Huesos, músculos, cartílagos y tejidos se convirtieron en un deforme aglomerado de los rasgos y facciones que antes definían una cara.

En ocasiones, el río de la vida serpentea caprichosamente con el destino de las personas. El de Mario desembocó mucho antes de lo convenido para perderse en el océano del olvido.

El periodista sintió la necesidad de escuchar una de las canciones de su top: 1999, de Love of Lesbian.

Hasta aquí llegó el ritual

de enfados y canibalismo estúpido.

Son demasiadas horas en vela

y nada que decir.

Descansamos nuestra espalda

en las persianas bien cerradas,

tú y yo anémicos,

y a cada parpadeo calmado

intentamos dormir.

Tenía claro el escenario de la siguiente etapa. Las últimas semanas habían transcurrido como un espectáculo de fuegos artificiales, y ya tocaba la traca final. Después, necesitaría unas semanas, quién sabe si meses, de introspección para reordenarlo todo. Empezar de nuevo. Reencontrarse. Reinventarse.

Putas ganas de seguir el show

ni de continuar mintiendo

y en un travelling algo veloz

sale un «fin» en negro.

Me pregunto quién pensó el guion,

debe estar bastante enfermo,

fue el estreno de un gran director,

le caerán mil premios.

Y a medias del viaje,

callo a gritos

que no quieras bajar.

Y pierdo la conciencia

cuando escucho cómo dices.

La canción le evocó imágenes de Violeta. No sabía con certeza si la echaría de menos o no, pero lo cierto es que esa chica tenía algo especial, era distinta y en los últimos días Augusto no había dejado de preguntarse cómo hubiera sido todo en otras circunstancias.

Que sea cierto el jamás. ¡Oh, muérete! —cantó casi emocionado dejándose llevar totalmente por el final instrumental de la canción.