(Empezar porque sí)
y acabar no sé cuándo

Barrio de Arturo Eyries (Valladolid)

31 de octubre de 2010, a las 12:55

Ataviado con vaqueros, deportivas y un forro polar, Augusto enfiló la calle Colombia repasando una y otra vez el plan que había elaborado durante los días precedentes. Aparcó en el paseo de Zorrilla para relajarse caminando hasta su destino. Antes de salir de casa, había pasado revista varias veces al material que iba a necesitar: maletín de herramientas para el cuidado de bonsáis, pistola Taser X26, pistola de ganzúas, caja de guantes de vinilo, rollo de bolsas de plástico transparentes, cinta adhesiva, rollo de plástico de cien metros, linterna, kit de limpieza completo y Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Todo perfectamente colocado en la mochila que llevaba a la espalda.

No había motivo alguno para estar nervioso. Había simplificado al máximo para minimizar errores, y solo tenía que aprovechar que su madre se ausentara del domicilio cuando fuera a misa de una para colarse en su piso y esperar a que regresara. A partir de ahí, lo que le fuera pidiendo el cuerpo. Tal y como había comprobado las jornadas anteriores, normalmente ella solo salía de casa dos veces al día: por la mañana para hacer la compra, y por la tarde para ir a la misa de las siete y media. Los fines de semana no cambiaba más que el horario al que acudía a la iglesia.

Miró su Viceroy. Su madre ya debía de estar escuchando la homilía en la parroquia de Santa Rosa de Lima, a escasos cinco minutos del portal que ya podía divisar desde su posición. Como había previsto, a esas horas se podían ver muy pocas personas en los alrededores. A decir verdad, había más parroquianos congregados en los bares de la zona comentando los cinco goles que le había metido el Barça al Sevilla que feligreses escuchando el sermón del padre Ramón. Todavía no había nacido en España párroco, sacerdote, clérigo, capellán o cura que pudiera hacer sombra a Lionel Messi o a Cristiano Ronaldo.

Sosegado, llegó a su destino y empujó la puerta sin más.

Nadie.

Augusto se encontraba cómodo y seguro peinado con su raya al medio, gafas de pasta negra sin graduar, perilla, correctores nasales y lentillas verdes. Si todo salía como esperaba, la policía estaría buscando a la persona equivocada en unos días.

Subió por las escaleras hasta el segundo piso al tiempo que se quitaba la mochila y se ponía los guantes; una vez en el descansillo, aguzó el oído.

Nada.

Rodilla en tierra, sacó la pistola de ganzúas, apretó el gatillo e introdujo el percutor dentro de la cerradura. Solo tenía que sincronizar el momento en que soltara el gatillo con un certero giro de muñeca imitando el movimiento de una llave. Así, el percutor golpearía los pernos, los alinearía y podría girar el mecanismo. Los repetidos ensayos en el trastero de su casa dieron su fruto, y el día del estreno lo consiguió a la primera. Dando un paso adelante, entró en la vivienda y cerró la puerta sin hacer ruido. Entraba luz suficiente del exterior como para no tener que usar la linterna. Frente a él, se abría un pasillo de unos cinco metros, y a su derecha, la cocina. Algunos de los cuadros del recibidor le resultaban familiares, pero fue esa mezcla de olor a comida y a productos de limpieza la que le hizo abrazar por unos segundos ciertos recuerdos de su infancia. Al comprobar que había una olla en el fuego, dedujo que ella no tardaría en volver, por lo que tendría que darse prisa con los preparativos.

Se dirigió al salón, al final del pasillo. Era de escasas dimensiones, y estaba decorado con muebles viejos y muy deteriorados, pero sin una mota de polvo. Tenía una mesa de comedor con cuatro sillas de madera y un sofá verde botella frente al mueble de la televisión. El papel pintado que recubría la pared mostraba unas extrañas formas sumidas en una sinfonía de colores que bien podrían atribuirse a un diseñador con discromatopsia en grado severo.

Buscó la localización idónea para fijar una de esas sillas, reparó en un radiador de pared y masculló:

—Perfecto.

Lo siguiente era decidir dónde la esperaba. Cogió la Taser y miró la hora, 13:28. Todavía tenía unos diez minutos para encontrar lo que había ido a buscar.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

Tras deshojar un campo entero de margaritas, Sancho se decidió a presionar el botón de llamada.

—Buenos días, inspector.

—Buenos días, doctora. ¿Cómo estás?

—La verdad, muy liada estas últimas semanas.

—Ya veo, ya.

—Siento no haber podido atender tus llamadas.

—Ni devolvérmelas.

—Ni devolvértelas —repitió.

—Ya.

Se hizo el silencio unos segundos.

—¿Tienes planes para comer hoy?

—No. Bueno, sí —rectificó al vuelo—. Había planeado comer tranquilamente en casa, echarme la siesta y leer durante toda la tarde. Necesito desconectar un poco.

—¿Desconectar del trabajo o desconectar de mí?

—Desconectar.

—Vale. No te molesto más.

—Sancho —intervino Martina antes de que colgara el teléfono—, ¿puedo decirte algo?

—Claro que puedes.

—Lo que ocurrió el otro día fue divertido. Lo pasamos bien, pero yo tengo tendencia a huir de los compromisos. Necesito tiempo.

—Joder, Martina, no tengo ninguna intención de pedirte en matrimonio. Unos se casan por la iglesia, otros se casan por el juzgado y yo me casé por idiota.

Martina se dejó llevar por la risa.

—En serio, doctora, solo quería verla otra vez y pasar un rato agradable con usted.

—Está bien, inspector. Déjame que le dé una vuelta a todo esto y me aclare un poco. Te llamo en unos días, ¿de acuerdo?

—Como quieras.

—Gracias.

—Disfruta de tu tarde de desconexión. Ya hablamos —dijo él como queriendo terminar la conversación.

—Hablamos —repitió ella atendiendo a su petición.

Sancho tiró el teléfono encima de la mesa y encendió la televisión. Se frotó la barba con avidez e hizo zapping con hastío mientras se arrepentía de no haber ido a ver el partido de rugby entre El Salvador y La Vila. Por lo menos, habría pasado un buen rato entre amigos. Tirándose de los pelos del bigote, admitió:

—¡Hay que rejoderse!

Residencia de Mercedes Mateo

Barrio de Arturo Eyries

Inmóvil tras la puerta, con la Taser preparada, escuchó el ruido de unas llaves al otro lado. Contuvo la respiración. Cuando la cerró, Mercedes, que estaba de espaldas a él, ni siquiera se percató de su presencia. Augusto dejó que colgara el abrigo en el perchero y extendió el brazo para apuntar con el haz del láser al cuello. Estaba apenas a tres metros y no podía fallar. Emitió un quejido no muy diferente al de Saitán justo antes de desplomarse con los ojos abiertos. Augusto no soltó el gatillo hasta que se vació la carga, y esperó a que cesaran las convulsiones para retirarle los dardos; uno, en la parte posterior del cuello, y el otro, unos centímetros más abajo. Aunque clavado en la ropa, había transmitido igualmente los impulsos eléctricos. Seguidamente, la agarró por las axilas y la arrastró por el pasillo hasta el salón.

—Espera aquí un segundo que hago espacio para que estemos tú y yo a gustito, ¿vale? —le propuso Augusto dejando con cuidado el cuerpo en el suelo.

Ella estaba consciente, pero sus músculos no podían recibir las órdenes de huida que emitía su cerebro. Todas las conexiones nerviosas habían sido inutilizadas temporalmente.

Augusto retiró la mesa y las sillas con la precaución de no hacer mucho ruido, dejando libre una superficie de unos dos metros cuadrados que cubrió con una lámina de plástico. Acto seguido, colocó encima de esta una silla atándola con precinto de embalar al radiador de la pared. La euforia contenida por la situación le empujó a soltar un chascarrillo carente de toda gracia:

—¿Has visto? Doña Silla y don Radiador han quedado unidos para siempre. Matrimonios más raros se han visto.

Levantó de nuevo el cuerpo para acomodarlo en la silla. Era como un títere sin cuerdas, y le costó mantenerlo en la vertical. Los escasos segundos que tardó en ir a buscar el precinto fueron suficientes para que el cuerpo a la deriva de Mercedes se inclinara hacia delante arrastrado por el peso de la cabeza. Frenó al golpear con la frente contra el gres, provocando un sonido hueco y seco que alertó a Augusto.

—¡Cojones!

Se apresuró a incorporar a Mercedes, que se había quedado inmóvil y boca abajo. La sentó y maniató con fuerza con las manos a la espalda, y estas al respaldo de la silla, con lo que consiguió enderezar el cuerpo; la cabeza seguía como un barco sin rumbo ni timonel. Luego, le sujetó bien cada pie a una pata de la silla, doblándole las rodillas para que no pudiera apoyarlos en el suelo.

—Así. Quie-te-ci-ta-en-tu-si-tio —le advirtió acompasando cada sílaba con una suave bofetada en la mejilla.

Augusto se quitó las gafas, las lentillas, los correctores nasales y se sentó frente a ella, a escasos dos metros. Después, se dispuso a leer algunos poemas de García Lorca para amenizar la espera y encendió un Moods con una calada intensa; retuvo el humo en sus pulmones y lo soltó despacio.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

La quinta vuelta completa a los canales de televisión fue interrumpida por la vibración del móvil. A Sancho le cambió la cara cuando vio el identificador de llamada.

—Martina.

—Hola de nuevo. ¿Sigue en pie tu oferta?

—Claro.

—¿Te arriesgas a probar mi boloñesa? Soy descendiente de italianos y argentinos en lo del gusto por la pasta, pero el arte culinario debió de coger otra rama de mi árbol genealógico.

El inspector dejó escapar una carcajada que sonó con más fuerza de lo que le hubiera gustado.

—Acepto si no me obligas a llevar un lambrusco.

—No, no. Para beber no hay necesidad de salir de esta comunidad autónoma. Si tienes algún riberita, lo bordamos.

—En mi casa puede faltar agua, pero siempre hay buen vino. Yo me ocupo. ¿A qué hora?

—Lo que tardes, yo me pongo en la cocina ya mismo.

—Calcula una media hora, ¿vale?

—Estupendo.

—Hasta ahora, entonces.

—Hasta ahora.

Sancho tiró el móvil al sofá y, antes de que rebotara por segunda vez, ya estaba frente al espejo del baño dilucidando si recortarse o no la barba y cómo hacer para que desaparecieran esos pelos que le nacían de las profundidades abisales de la nariz.

—¡¿Dónde estarán las putas pinzas?! Pero… ¿tengo pinzas?

Cuando salió de la ducha, se medio secó y medio mojó el parqué del pasillo hasta su habitación. Se decidió por ropa informal, vaqueros, camisa por fuera, jersey liso de cuello de caja y deportivas. Su subconsciente le hizo poner especial atención en la elección del calzoncillo, un boxer negro y ajustado de Calvin Klein se impuso a otro holgado, desteñido y de apellidos sin tanto glamour.

Le había llegado el turno al vino. Tenía donde elegir y, evidentemente, casi todo de la ribera del Duero: Pesquera, Matarromera, Dehesa de los Canónigos, Convento San Francisco, Emina, Arzuaga… Se paró en el espacio que tenía dedicado a Emilio Moro. Finca Resalso era un joven excelente y estaba entre sus preferidos, pero la ocasión requería algo un poco más maduro. Malleolus podría encajar a la perfección, aunque prefirió seguir mirando por si daba con otro con el que pudiera sorprender a Martina.

—¡Eeeeepa! —soltó con acento fruto de sus años vividos en San Sebastián—. Venid aquí con papá —les manifestó a dos botellas de Mauro del 2006—. ¡Nos vamos, muchachos!

Se subieron los tres al ascensor. Los gemelos Mauro reflejaban en sus fríos cuerpos de vidrio los destellos de la sonrisa de Sancho.

Residencia de Mercedes Mateo

Barrio de Arturo Eyries

Para ver que todo se ha ido,

para ver los huecos de nubes y ríos.

Dame tus manos de laurel, amor.

¡Para ver que todo se ha ido!

Un carraspeo hizo levantar la atenta mirada de Augusto de Nocturno del hueco.

—Bueno, bueno. Parece que ya vamos volviendo —dijo cerrando el libro—. Vamos a dejar lo nuestro para otro momento, Federico, tengo cosas que hacer.

Mercedes comenzaba a volver en sí. Ya era capaz de mantener erguida la cabeza, y sus ojos reflejaban la confusión de su cerebro tratando de procesar lo que estaba sucediendo.

—Lo primerito que vamos a hacer es poner los medios para evitar que molestes a tus vecinos. Es domingo y estarán tratando de echarse la siesta. Sé que puede resultar desagradable tener un calcetín en la boca. No obstante, he tenido la delicadeza de escoger uno tuyo.

Augusto introdujo el calcetín completamente y se aseguró de que no pudiera expulsarlo con la lengua tapando la boca con dos vueltas de cinta adhesiva. Luego, le hizo cuatro agujeros con un bolígrafo para que el aire pudiera entrar y salir por la boca. Se volvió a sentar frente a ella, que seguía confusa mirando a su alrededor como tratando de hacerse una composición de lugar. Respiraba muy forzadamente, inhalando por la nariz y la boca al mismo tiempo y soltando el aire a través de la lana. Tras unos instantes, consiguió enfocar su atención en el rostro del joven que tenía sentado frente a ella y que no dejaba de examinarla con expresión de júbilo.

—¿Cómo te sientes? Supongo que algo desconcertada, ¿verdad? No te preocupes, voy a explicártelo todo. Ahora mismo, tu cuerpo está tratando de recuperar el control que ha perdido cuando te he disparado con esto. ¿Ves? —Le mostró la Taser X26—. Utilizando esta pistolita, te he obsequiado con una magnífica pero controlada descarga eléctrica de alto voltaje y bajo amperaje cuya frecuencia, al ser la misma que la de los impulsos que emite tu cerebro, provoca el colapso del sistema nervioso central. ¿Me sigues? Ese es el motivo por el que no podías controlar tu cuerpo aunque estuvieras en estado semiconsciente. Por cierto, siento lo del golpe en la cabeza. No ha sido algo que tuviera previsto, espero que sepas perdonarme. Todo eso sucedió exactamente… —miró su reloj— hace diecisiete minutos, y supongo que dentro de un instante estarás totalmente recuperada. Entretanto, nos iremos poniendo al día. Ya te habrás dado cuenta de que estamos en tu salón y de que estás bien atada a una silla que, todo sea dicho, es tan horrible como consistente. Ya no se hacen sillas así.

Mercedes comprobó que sus músculos volvían a obedecerla y trató con todas sus fuerzas de liberar sus extremidades. Augusto se reclinó en su silla y cruzó los brazos mientras la observaba. Cuando se rindió y le hubo regalado unas cuantas muecas de dolor y frustración, continuó hablando:

—Entiendo que lo intentes. Es posible que te disloques los hombros o te rompas las muñecas, pero que te liberes es tan improbable como que a mí me detenga la policía.

Lo volvió a intentar con más ímpetu apretando los dientes y emitiendo sonidos que quedaron ahogados por la lana del calcetín. Augusto adoptó la postura anterior y, cuando ella se dio por vencida, se inclinó hacia delante. A solo unos centímetros de su cara, le preguntó:

—¿Ya? ¿Podemos empezar? Necesito que te tranquilices y me dediques toda tu atención. Te aseguro que lo que te voy a contar te interesa, y mucho. ¿Podrás hacerlo?

Tras unos segundos, Mercedes asintió.

—Fenomenal. Ahora quiero que te fijes bien en mi cara.

Sus miradas se enfrentaron. Mercedes trató de buscar rasgos que le permitieran reconocerle y Augusto esperaba ser reconocido. Nada. Se puso un purito en los labios y preguntó:

—¿Una pista?

Mercedes ni se inmutó; únicamente, sostuvo la mirada. Augusto encendió el purito y esperó.

—Veintidós de marzo de 1978. ¿Te dice algo esa fecha?

A Mercedes se le arrugó el semblante y se le cortó la respiración. Solo pudo cerrar los ojos y bajar la cabeza.

—Solías llamarme Gabriel.

Residencia de Martina Corvo

Zona centro

Sancho y los gemelos Mauro encontraron aparcamiento en la calle San Agustín, a dos minutos de la casa de Martina. Según bajaba del coche, sonó el móvil; era ella.

—Estoy llegando.

—Sancho…

Su tono le sonó apagado, y se percató inmediatamente de que algo no iba bien.

—¿Sucede algo?

—Siento mucho tener que decirte esto, pero me ha surgido un imprevisto y…

—¿Algo grave?

—No. Bueno, no sé, pero no puedo darte detalles en este momento. Te llamo durante la semana y te cuento. De verdad que lo siento mucho.

—Está bien, no hay problema.

—Gracias.

—Martina, me dejas preocupado. ¿Seguro que estás bien? —insistió.

—Sí. No te preocupes.

—Bueno. Espero tu llamada entonces.

—Yo te llamo. Hasta pronto. Lo siento.

—Hast…

Y no pudo decir más, había colgado.

Sancho se quedó parado en la calle mirando a los gemelos. En ese momento, una ráfaga de viento helado se le acercó por detrás para susurrarle al oído que los momentos de euforia son tan poco frecuentes como efímeros. El inspector le replicó con saña:

—¡A la mierda!

Residencia de Mercedes Mateo

Barrio de Arturo Eyries

Augusto seguía fumando para dar tiempo a que su madre se recuperara del shock. La luz que entraba tímidamente a través de las persianas resaltaba el azul del humo suspendido e inmóvil en el aire. Era como si el tiempo se hubiera detenido en esa habitación. Cuando ella levantó de nuevo la cabeza, su rostro era el de una mujer sobre la que hubiera pasado la apisonadora de la desdicha. Había envejecido diez años, y su vacía mirada trataba de evitar encontrarse con la de su hijo.

Augusto rompió el silencio:

—Mercedes, ¿me escuchas?

Mercedes asintió levemente.

—Bien, quiero decirte algo que seguramente te rescate del oscuro pozo en el que acabas de caer: no te voy a pedir explicaciones sobre nada de lo que sucedió en el pasado. No voy a preguntarte por qué me culpabas de lo que sucedió tras el parto ni el motivo por el que me torturaste durante tantos años siendo yo un niño indefenso. Todavía tengo pesadillas, ¿sabes? Pero tranquila. No voy a preguntarte nada porque sé que te refugiarías en algún razonamiento religioso que me empujaría a terminar este encuentro antes de lo previsto. No. Hoy solo hablaré yo. Por cierto, ¿necesitas algo?

Mercedes trató de hablar.

—Aa… Aaa…

—No te entiendo.

—A… uua.

—¿Agua?

Mercedes confirmó esperanzada.

—No va a poder ser. Si te quito el calcetín, me arriesgo a que te pongas a gritar como una loca pidiendo auxilio, y tendría que volver a utilizar la Taser. No me apetece empezar de nuevo, tendrás que aguantarte.

Mercedes soltó aire por la boca, angustiada.

—Déjame que te ponga al día para que sepas cómo ha sido mi vida y el camino que he recorrido para llegar hasta aquí. Cuando te quitaron mi custodia, tuve la suerte de ser adoptado a los pocos meses por una familia que me quería. A su manera —aclaró—. Octavio, mi padre, me enseñó la importancia que tenía mi formación y me inculcó su pasión por la lectura. Se volcó en mi educación proporcionándome todo lo que necesitaba. Luchó mucho para que me recuperara física y psíquicamente de los daños que tú me causaste. Lo primero, lo consiguió; sin embargo, aún vive el monstruo y aún no hay paz. Mi madre, Ángela, era una mujer a la que le costaba expresar sus sentimientos, por lo que al final pudimos entendernos a la perfección sin tener que entrar en el plano afectivo. Ella amaba a su marido sobre todas las cosas, y a mí me cedió el poco espacio que le quedaba en el corazón. Bueno, para ser sincero, tengo que reconocer que lo compartía con sus bonsáis. Lo pasé mal, pero aprendí a ser paciente con el tiempo, a aceptarme y a controlar mis impulsos, y mira, ahora me he convertido en eso que tú tanto querías: un hombre de provecho —recalcó—. Ahora bien, aunque me haya ayudado otro arcángel, el catolicismo digamos que no ha terminado de calar en mí.

Augusto hizo una pausa para encender otro Moods.

—¿Te molesta que fume? Estos puritos huelen a vainilla, pero no te preocupes, que recogeré las colillas y dejaré las ventanas abiertas para que se ventile la casa antes de marcharme.

Mercedes ya era un cadáver en vida, pero aún respiraba.

—Con lo obsesiva que eras para los olores, supongo que no soportas el olor a tabaco. Bueno, hoy toca fastidiarse. ¿Sabes algo? Creo que eso lo he heredado de ti, no tolero los malos olores en general y los corporales en particular, así que no te echaré en cara que me obligaras a asearme tantas veces al día a golpe de zapatilla. En fin, no quiero desviarme del tema. A ver cómo sigo. Sí; podría decirse que soy feliz, pero tengo un problemita. ¿Quieres saber cuál? —preguntó exhalando el humo.

Mercedes levantó las cejas.

—No soy capaz de generar ningún tipo de vínculo afectivo, lo cual me dificulta mucho poder relacionarme con otras personas. De hecho, creo que en todos estos años solo he logrado quererme a mí mismo, aunque eso también me costó bastante, no creas. Todo te lo debo a ti —recalcó señalando a Mercedes con el dedo índice—. Tengo todo lo que necesito. Bueno, no. Me falta algo que tienes tú y que he venido a buscar. ¿Sabes a lo que me refiero?

Mercedes negó con la cabeza.

—Creo que sí lo saaabeees —barruntó con forzado tono amistoso—. Mi juguete preferido, ¿recuerdas?

Mercedes cambió de expresión.

—Claro que sí. ¿Ves como sí lo sabes? La cajita de música. ¿Dónde está?

Mercedes no hizo gesto alguno.

—¿Me quieres decir que ya no la tienes? Sabes que no es verdad, nunca te desharías de ella. Mira, debes tener algo muy claro —expuso endureciendo el tono de voz—: hoy voy a salir de aquí con ella, es lo único que quiero de ti. Me la puedes dar por las buenas y ahorrarte el mal trago, o por las malas y prolongar esto de forma indefinida; tú eliges.

Mercedes volvió a negar.

—Esperaba esto de ti, no hay problema.

Augusto se levantó para coger una bolsa de plástico y el precinto. Se acercó a ella y se la puso en la cabeza. Mercedes empezó a mover la cabeza de un modo violento en todas direcciones. Augusto volvió a sentarse.

—Resulta bastante molesta, ¿verdad? Lo sé porque la he probado yo mismo.

Mercedes continuaba luchando y emitiendo gruñidos mientras Augusto contemplaba plácidamente. Cuando advirtió que podía respirar —aunque con dificultad— dentro de la bolsa, se fue calmando.

—Voy a colocártela un poco mejor para que entre algo más de oxígeno, no quiero que te desmayes; todavía —recalcó.

Lo hizo y volvió a tomar asiento.

—Perfecto, ya estás más tranquila. ¿Puedes ver esto? Es un precinto con el que evitaré que siga entrando aire en la bolsa. Te lo vuelvo a preguntar: ¿vas a decirme dónde está?

Mercedes no contestó.

—Como diría Cicerón, Dum spiro spero[28].

Sin precintar la bolsa, Augusto aguardó el tiempo necesario para que el dióxido de carbono se fuera haciendo dueño del aire que respiraba. Cuando detectó los primeros síntomas de pérdida de consciencia, le quitó la bolsa. Mercedes tenía la frente empapada en sudor y la cara desencajada, pero supo aprovechar el momento para coger todo el aire que pudo a través de sus fosas nasales inclinando la cabeza hacia atrás.

—¿Me vas a decir dónde la tienes escondida? —preguntó de nuevo intentando no levantar la voz.

Mercedes alargó el cuello todo lo que pudo hacia él y declaró sus intenciones con un grito amortiguado por el calcetín:

—¡Nnn!

—Bien, si así lo prefieres.

Augusto le puso de nuevo la bolsa y esta vez sí hizo uso del precinto. Se sentó a contemplar.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

El comentarista insistía en recalcar la importancia que tiene el dinamismo de los delanteros en el rugby moderno, que a las primeras líneas ya no solo les valía con disputar y ganar las fases estáticas y que un claro ejemplo de ello era Martín Castrogiovanni, jugador italoargentino de los Leicester Tigers.

—Italoargentino. ¡Puta casualidad! —exclamó Sancho acordándose de la ascendencia de Martina.

A esas alturas del partido, ya había dado buena cuenta de la primera botella de Mauro y se debatía sobre la conveniencia de continuar con caldos de la tierra o hacer un viaje a la verde Irlanda de la mano de Jameson. Mientras esperaba en la puerta de embarque para coger el vuelo hacia el botellero, sonó el móvil. Deseó que fuera Martina, pero comprobó con desánimo que el número era desconocido. Dudó entre aceptar o no la llamada.

—Sancho.

—Buenas tardes, inspector. Disculpa que te moleste en domingo. Soy Bragado.

Sancho hizo un esfuerzo por poner cara a un nombre que le resultaba familiar, pero supuso que los taninos le estaban provocando una prosopagnosia[29] temporal que le impedía contestar.

—Tu predecesor en el cargo, Jesús Bragado —aclaró—. Nos conocimos fugazmente justo el día que llegaste a comisaría.

—Vale, sí. Disculpa, estaba un tanto traspuesto —mintió—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Más bien es al contrario. Tengo algo que puede ayudarte a ti en el caso de la muchacha que encontraron mutilada.

Sancho no dio con una respuesta que le pareciera válida, por lo que decidió no decir nada.

—Sería muy interesante que nos pudiéramos ver —insistió Bragado.

—Claro —atinó a responder.

—El caso es que, para demostrarte lo que he descubierto, tengo que pedirte que nos veamos en el lugar en el que se encontró el cuerpo como muy tarde a las ocho de la mañana. ¿De acuerdo?

—Bragado, ¿qué tienes entre manos?

—Mañana lo entenderás todo.

—Está bien, allí estaré a las ocho en punto —aseguró.

—Mañana nos vemos.

—Mañana nos ve… —quiso repetir antes de que se cortara la llamada—. ¡Hay que jodeeerse!

Residencia de Mercedes Mateo

Barrio de Arturo Eyries

Cuando rompió la bolsa de plástico y entró aire nuevo cargado de oxígeno, el diafragma se contrajo de forma violenta para aumentar la capacidad torácica. Acompañó el momento de la inhalación con un bramido. Las fosas nasales, faringe, laringe y tráquea se convirtieron en una autopista por la que circulaba la vida a mucha mayor velocidad de la permitida. Los bronquios, bronquiolos y alvéolos hicieron lo propio para lograr que se produjera el intercambio gaseoso en sus pulmones. Entre todos ellos, consiguieron llevar el oxígeno hacia el torrente sanguíneo poniendo un punto y seguido a la agonía de Mercedes. La hipoxia había dejado huella en su cara tiñendo la piel de un azul violáceo pálido y desencajando sus facciones. Parecía como si todos sus poros estuvieran tratando de inhalar aire.

Augusto la contempló con la misma indiferencia con la que las vacas miran pasar el tren, y esperó el tiempo necesario para que recuperara la capacidad de entendimiento.

—Sé que no ha sido nada agradable. Soy muy consciente de ello, te lo aseguro, pero mira, ¿ves el número que pone en este rollo? —Indicó con un dedo el número cien que se mostraba visiblemente con tipografía negra sobre fondo amarillo—. Lo has adivinado, es la cantidad de bolsas que tenemos para repetir esta operación. Como te he dicho, tengo mi propia empresa, no es necesario que vaya a trabajar mañana; ni pasado. Es decir, tenemos tiempo de sobra. Solo necesito que me digas dónde escondes la maldita cajita de música para terminar con todo esto.

Mercedes sostuvo la mirada sin contestarle, impasible.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

Sancho llevaba tanto tiempo sin levantar la vista de la pantalla de su móvil mientras se tiraba de los pelos de la barba que tenía que evitar aquellas zonas de la cara que empezaba a notar bastante doloridas. Había visto dos partidos de la Premiership inglesa y, aunque muy bien acompañado por Jameson —su inseparable consejero irlandés—, notaba ya cierto empacho de whisky y de rugby. Su cuerpo no admitía más tragos ni más placajes. Animado por el color verde esperanza de la botella, apretó el botón de llamada. Al tercer tono, escuchó:

—Hola, Sancho.

—Hola, Martina. Perdona que te moleste de nuevo, pero llevo toda la tarde haciendo conjeturas y es algo que detesto. —La «ese» en «detesto» se le resbaló retratándole.

—¿Has bebido?

—Para ser exactos, diría que estoy bebiendo.

—Bueno, al menos tú estás teniendo una tarde entretenida.

—Pero no precisamente la que me habría gustado tener.

—No se consigue todo en la vida.

—Está claro.

—¡Tina!, tengo que irme ya. Te llamo en unos días.

Una voz masculina se había filtrado por el micrófono del móvil de Martina para golpear el oído del inspector.

—Vale, de puta madre —atinó a decir—. Finalmente, parece que tu tarde ha sido bastante más entretenida que la mía.

—Sancho, es lo que te quería explicar.

—No hace falta que me des explicaciones. Siento haberte molestado, ya nos veremos.

Colgó y miró su reloj: las 20:41.

—Me da tiempo a otro —se justificó encaminándose hacia la cocina a por más hielo.

Residencia de Mercedes Mateo

Barrio de Arturo Eyries

—Voy a cambiarte la bolsa y a limpiarte un poco la cara, quiero enseñarte algo.

Augusto miró la hora en el reloj de pared del salón: las 20:40.

«Hora de terminar, ya me he divertido bastante», reflexionó.

Le secó el sudor y sacó la cajita de música de su mochila.

—¿Puedes ver esto? ¿La reconoces?

Dejó pasar unos instantes para disfrutar viendo cómo la inesperada derrota hacía mella en la debilitada resistencia de Mercedes y se iba reflejando en su cara.

—Ahora es mía y solo mía —le susurró al oído—. Tengo que confesártelo, la encontré antes de que llegaras. Sabía muy bien dónde buscarla. Se dice que uno encuentra las cosas en el último sitio donde las busca, pero en este caso yo la encontré en el primero. Solo quería saber hasta dónde eras capaz de aguantar. Enhorabuena, has superado todas mis expectativas; estoy orgulloso de ti.

Augusto se deleitó con el llanto ahogado de Mercedes, y decidió hacer un pequeño alto en el camino.

Memento mori. Ya no tenemos más tiempo. Bueno, puntualizo: es a ti a quien se le ha acabado el tiempo.

Augusto encendió otro cigarro y le colocó una nueva bolsa en la cabeza. Uno a uno, hizo sonar sus nudillos con calma y destreza antes de continuar.

—Estos días he pensado mucho en la despedida. Tengo un poema que escribí para ti hace ya muchos años, creo que tenía diecisiete. Lo he retocado un poco y había pensado en leértelo, pero finalmente he decidido que no te lo mereces. Incluso me había planteado darte una noticia que no esperas, pero tampoco te lo has ganado. Te irás con otras palabras que no son mías, son de Till Lindemann; supongo que no le conoces. Eso sí, te lo voy a traducir para que puedas entender lo que digo, aunque dudo mucho que seas capaz de comprenderlo. Lo mismo da.

Cerró la bolsa con el precinto y se sentó para recitar lo mejor que pudo el texto que tenía en su cabeza:

Un hombrecillo aparentó morir,

pues quería estar a solas.

El corazoncito se le detuvo durante horas;

entonces, se le dio por muerto.

Se le enterró en arena mojada

con una caja de música en la mano.

Augusto no quería perder detalle. Ella tenía los ojos cerrados y hacía movimientos bruscos con la cabeza, como en las ocasiones anteriores, pero algo menos violentos, fruto del agotamiento. Repentinamente paró en seco y abrió los ojos: tan pequeños, negros y afilados como los de él. Augusto se enfrentó sin temor alguno a su mirada. La bolsa ya casi no se movía, y estaba tan adherida a la piel que sus rasgos faciales se perfilaban con nitidez. La escasez de oxígeno se hacía patente en los sonidos, cada vez más intermitentes, más agudos, que salían de su garganta.

—¡Que empiece el viaje ya! Adiós, madre.

Tras algunos espasmos, enmudeció definitivamente.

Permaneció inmóvil, absorto en el proceso de retención de esa imagen. Cuando volvió en sí, buscó su iPhone. Había previsto la canción idónea para ese momento; solo podía ser de Bunbury: … Y al final. Le dio al play y, tras los primeros acordes de guitarra, empezó a canturrear:

Permite que te invite a la despedida,

no importa que no merezca más tu atención,

así se hacen las cosas en mi familia,

así me enseñaron a que las hiciera yo.

Permite que te dedique la última línea,

no importa que te disguste esta canción,

así mi conciencia quedará más tranquila,

así en esta banda decimos adiós.

… Y al final

te ataré con todas mis fuerzas,

mis brazos serán cuerdas al bailar este vals.

… Y al final

quiero verte de nuevo contenta,

sigue dando vueltas

si aguantas de pie.

Permite que te explique que no tengo prisa,

no importa que tengas algo mejor que hacer,

así nos podemos pegar toda la vida,

así, si me dejas, no te dejaré de querer.

… Y al final

Todavía tenía cosas importantes que hacer antes de irse, pero la canción le animó. Tarareando la letra, se puso manos a la obra.