Bajo el efecto de la adormidera

Residencia de Martina Corvo

Zona centro (Valladolid)

16 de octubre de 2010, a las 10:24

Desnudo y sentado en un retrete ajeno, con la mirada enfrentada a unos desconocidos azulejos de color naranja, Sancho buscó la forma de superar el suplicio que le provocaba el incesante palpitar de su cabeza. Era como si su corazón hubiera invadido el cráneo echando a patadas al anterior inquilino y estuviera haciendo reforma en el inmueble a martillazos. Con las palmas de las manos, se masajeó con ímpetu las sienes, tratando de aliviar la presión en las meninges con los dedos al tiempo que soltaba aire por la boca. La atmósfera del cuarto quedó impregnada del inconfundible y pegajoso olor dulzón de la resaca. Su boca pastosa le suplicó que ingiriera cualquier tipo de líquido no alcohólico de forma imperativa. Alargó el brazo para apoyarse en el lavabo antes de rogar a su sistema motor que le ayudara a contrarrestar la gravedad, pues ya no podía fiarse en ese momento de su sentido del equilibrio. Conseguirlo le dio ánimos para abrir el grifo, y dejó el agua correr durante unos segundos como preparativo antes de tragar todo lo que admitiera su estómago. Notó cierta mejoría, y recordó una práctica que solía funcionarle en sus años de estudiante universitario: tapó el desagüe para llenar el lavabo, sumergió la cara y permaneció con los ojos abiertos tratando de enjuagarse la vista. Era como si alguien estuviera chutando a palos con sus globos oculares. Sin secarse la cara, se atrevió a mirarse al espejo, que le devolvió la imagen de un terrible asedio por parte de finas hordas de venas rojas queriendo asaltar el indefenso reducto azulado de su iris.

—¡Hay que joderse! —suspiró desanimado frotándose con violencia los párpados.

El inspector se propuso liberar la presión de su vejiga, pero un repentino mordisco en la boca del estómago le obligó a cerrar enérgicamente los ojos y a apretar los dientes. Se encogió para recibir dos nuevas dentelladas que aguantó en pie, motivado por el alivio que le produjo expulsar ferozmente todo el líquido que había ingerido la noche anterior. Aquel momento de placer fue tan efímero como cálida la sensación al salpicarse los pies. Contra su voluntad, abrió los ojos para comprobar los aledaños del inodoro y juzgó que era humanamente imposible que un solo individuo pudiese ser el causante de tamaño desastre. Después, corrigió la trayectoria del chorro mientras articulaba palabras no incluidas en diccionario alguno. Arreglar todo aquello no fue lo peor, el tormento llegó en forma de explosiones parietales cuando se incorporó tras derrochar un rollo de papel higiénico en su empeño por limpiar el hasta entonces inmaculado baño de Martina. Se vio obligado a tomar asiento en el retrete sin importarle mojarse las nalgas con el orín que había olvidado secar.

Necesitaba renovar fuerzas antes de aventurarse a invadir la ducha, y decidió hacer una rápida recopilación de las pocas imágenes que podía recordar de la noche anterior; de las más recientes, a las más antiguas.

No sabía con certeza cómo había llegado a casa de Martina. Tenía la sensación de estar inmerso en una extraña nebulosa de opiáceos. Recordó vagamente que habían estado cerrando bares y que, a la cerveza, el vino y el orujo de hierbas de la comida, se sumaron después más copas de las que su hígado estaba dispuesto a metabolizar. Trató sin éxito de acordarse del momento en el que decidieron tomarse la última en casa de ella; mucho menos, de aquel otro en el que se quitaron la ropa. Tenía la certeza de que había habido sexo, pero no conseguía saborear los detalles. Además, la incertidumbre de no saber si había estado a la altura planeaba sobre su inconsciencia como un buitre que espera a que la vida se extinga en su presa.

Tras varios intentos fallidos más por enfocar sus recuerdos, se vio con la coordinación suficiente como para arriesgarse a meterse debajo del agua fría durante los minutos que el cuerpo aguantase. El efecto revitalizador de la ducha hizo que su sistema nervioso se reactivara, y este se lo agradeció enviándole un convincente mensaje desde su vientre en forma de retortijón. Sancho palideció cuando confirmó que aquella estancia estaba únicamente provista de una diminuta y solitaria rendija de ventilación. El cálculo de las consecuencias olfativas que ocasionaría liberar su intestino grueso en aquella prisión fecal le sumió en la más profunda desesperación pensando en un futurible y cercano reencuentro con Martina. Luchó inmóvil contra el avance del enemigo por sus tripas, preparándose para defenderse del ataque final. Albergó la fútil esperanza de que fuese una embestida que durara solo un instante; se conocía, y confiaba en su tolerancia al dolor. Como un anacoreta entregado a su penitencia, se concentró al máximo para controlar el único músculo que tenía importancia en aquel momento: su esfínter. La abundante presencia de sudor en su frente era un signo inequívoco del fragor de la batalla que se estaba viviendo mucho más al sur. No obstante, la contienda se inclinó en contra de los defensores cuando su mariscal se percató del poco sentido que tenía aquella resistencia numantina. Simplemente, reparó en el riesgo más que posible de recibir otro inesperado y cobarde ataque estando en compañía de Martina, con lo que la dama se convertiría en testigo presencial de su derrota. Tales dudas fueron, precisamente, aprovechadas por el enemigo para hacer ceder el dispositivo de contención. Así, Sancho asumió la derrota y, con un rápido movimiento de retirada, se refugió en la taza.

—¡Puta mierda! —exclamó muy acertadamente al comprobar que no había escobilla alguna.

Repuesto de su derrota, se propuso eliminar todo rastro de lo que allí había tenido lugar. Fueron imprescindibles varias descargas de cisterna y otro rollo entero de papel higiénico para conseguir, anaeróbicamente, que el color blanco volviese a dominar en la escala cromática del retrete. Tocó entonces diseñar una estrategia eficaz con el objeto de ganar el tiempo necesario para que se renovara el insalubre aire del cuarto de baño. Tirándose de los pelos de la barba, encontró la solución: retener a Martina en la habitación todo el tiempo que fuese posible. Con la toalla a la cintura y con el sigilo de un felino, se dirigió al cuarto en el que seguía durmiendo Martina. No entró. Se quedó en la puerta, observando la respiración rítmica y calmada de la doctora. Estaba recostada dando la espalda a su espectador y Sancho no pudo verla mover los labios.

—Buenos días, inspector.

Sancho tardó en reaccionar. Tragó las últimas reservas de saliva antes de enfrentarse a las palabras.

—Buenos días, Martina —acertó a decir finalmente sumido en la incertidumbre.

—Si lo que he escuchado no ha sido un mal sueño, voy a tener que aguantarme las ganas que tengo de usar el baño, ¿verdad?

—Efectivamente —reconoció azorado—. Acabamos de precintarlo, doctora. Se ha producido un atentado con armas químicas y no ha habido supervivientes.

—Siendo así —dijo ella abriendo el edredón de la cama—, te dejo que te refugies en mi búnker y esperamos juntos a que se levante la alerta roja.

Barrio de Arturo Eyries

Un operario de mantenimiento empujó la puerta del portal número nueve de la calle Ecuador. Vestía mono azul, chaleco con herramientas y botas de cuero. Una vez dentro, se quitó las gafas de sol que lucía a pesar de que aquella mañana de sábado amaneció nublada y, pasado el mediodía, ningún rayo había logrado atravesar ese techo plomizo. Con un portafolio bajo el brazo, se encaminó con paso firme hacia las escaleras. Sabía perfectamente adónde dirigirse, y la única precaución que debía tomar era la de no cruzarse con ningún vecino. Subió dos pisos y se detuvo frente a la puerta A, en la que destacaba una chapa de latón con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Hizo un fugaz reconocimiento del lugar. Las paredes del descansillo presentaban un color que había evolucionado desde el blanco roto al roto a secas, con algunas reminiscencias de blanco naturalmente envejecido. El suelo, por su parte, añoraba las caricias de una fregona como un preso en libertad condicional las de una mujer.

Volvió a centrarse en la puerta, y no pudo evitar hacer una mueca de satisfacción cuando comprobó que la cerradura era de perno. Mirando el timbre, notó que se le aceleraba el pulso y lo pulsó. Varias veces. No tardó en escuchar unos pies que arrastraban zapatillas de felpa de andar por casa. Cuando oyó el ruido de la mirilla, decidió tomar la iniciativa:

—¡De mantenimiento! —anunció elevando el tono de voz—. Tengo que hacerle unas preguntas, será solo un segundo.

Esperando la respuesta sin quitar la vista de la mirilla, el operario se esforzó internamente por controlar el impulso de tirar la puerta abajo y terminar con todo aquello en ese mismo momento. Tuvo que repetirse mentalmente varias veces la fórmula: planificación, procedimiento y perseverancia, mientras se hacía sonar los nudillos hasta que, por fin, escuchó el ruido de la cerradura. La puerta se abrió los veinte centímetros que le permitía la cadena, pero, aun así, consiguió ver parcialmente el rostro de Mercedes, su madre.

—¿Y qué es lo que se ha roto ahora? —preguntó ella de forma nada amistosa.

Tenía los ojos pequeños, oscuros y carentes de brillo, naufragados en un agitado mar de arrugas de color gris ceniza. Su pelo, canoso y mal cuidado, le hacía aparentar muchos más años de los cincuenta y dos que figuraban en su carné de identidad. No la hubiera reconocido de no ser por el lunar que tenía en la mejilla derecha.

«Objetivo cumplido», concluyó.

Repuesto del impacto de volver a ver a su madre después de tantos años, empezó con el guion que tenía preparado.

—Buenos días, señora. ¿Ha notado últimamente problemas con la calefacción?

—En esta pocilga tenemos problemas con todo menos con la calefacción. —Carraspeó para continuar quejándose—. Tengo que apagar los radiadores para no asfixiarme de calor. Sin embargo, la maldita televisión se ve mal desde hace años, y nadie viene a arreglarla.

Aquella voz descosida rezumaba malestar y amargura mientras la atmósfera era invadida por el inconfundible olor a coliflor en proceso de cocción. El instinto del operario tocó a retirada.

—Perdone, pero ese no es asunto nuestro, señora. Yo solo vengo a comprobar las tuberías del agua, aunque si me dice que no ha tenido ningún problema, no la molesto más. Buenos días, señora.

—¡Con Dios! —se despidió.

Se dio media vuelta y escuchó el sonido de la puerta al cerrarse. Se dirigió, según lo previsto, a tocar el timbre de la letra B. La voz de Mercedes desde el interior de la vivienda le hizo cambiar de planes:

—Ni te molestes, muchacho, ahí no vive nadie desde hace años. Dentro de poco, vamos a tener que hacer la reunión de vecinos en el cementerio del Carmen.

—Gracias, señora.

Augusto desapareció por las escaleras en dirección al portal.

De nuevo en casa, sonó el móvil.

—Pílades… —contestó al reconocer el número.

—¿Cómo va todo, chavalín?

Su interlocutor demoró la respuesta.

—Va.

—Bueno, cuando quieras hablar conmigo me llamas. —Colgó.

Orestes hizo un chasquido con la lengua y dio a la rellamada. Se fijó entonces en que un rayo de sol había conseguido abrirse paso por entre las nubes y que le molestaba en los ojos.

—Dime.

—¡No te rebotes, hombre!

—¡Trátame con respeto! ¡¡Me lo debes!!

—Perdona, es que no sé muy bien qué contarte.

—En ese caso, no digas nada. Solo llamaba para saber si necesitas algo.

—Estoy bien, algo tenso. ¿Has conseguido ya la invitación a la fiesta?

—Todavía no —reconoció.

—Quizá podamos forzarlo. Se me ha ocurrido algo.

—Orestes, sabes que estoy contigo en esto, la planificación la deberíamos trabajar juntos y cuanto antes esté dentro, antes podré servirte de ayuda. Dime qué has pensado.

—A su debido tiempo.

Pílades tardó en retomar la palabra tras el revés.

—Tú sabrás.

—¿Tienes prisa por rellenar tu oscuro cuaderno de bitácora? —cuestionó con cierta alevosía.

—Orestes, llámame cuando lo estimes oportuno.

—Así lo haré.

—Cuídate.

Terminó la llamada y dedicó el tiempo que necesitó para encajar algunas piezas en su cabeza. La sonrisa que le devolvió la pantalla en negro de su iMac decía que lo había conseguido.