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Nunca he confiado
en los labios muy finos
Comisaría de distrito
Barrio de las Delicias (Valladolid)
13 de septiembre de 2010, a las 7:54
A esa hora, había más intercambio de información en el vestíbulo de la comisaría de Delicias que en la oficina de un concejal de Urbanismo en un ayuntamiento costero. Los pocos que a esas alturas de la mañana no se habían enterado del caso mojaban la noticia en el primer café aprovechando la barra libre de hipótesis recién horneadas, dulces conjeturas crujientes y elucubraciones recubiertas de mermelada.
Sancho había conseguido dormir durante un tiempo reducidamente indefinido en el único sofá que merecía tal calificativo de los tres que había en las dependencias policiales, ese que tenía fama de ser más duro que incómodo y que arrastraba una oscura leyenda relacionada con fugaces encuentros amorosos pendientes de investigación. Sin embargo, el cerebro del inspector no había registrado descanso alguno en las últimas veintidós horas y diez minutos, y sí ligeras molestias de localizado origen lumbar. En realidad, se podría decir que había pasado casi toda la noche colgado del teléfono fijo y casi se podía leer la marca de su vetusto móvil impresa bajo la oreja izquierda. El pódium de llamadas recibidas había quedado establecido de la siguiente manera: bronce para Matesanz con tres llamadas, plata para Peteira con una más y, en lo más alto del cajón, el comisario Mejía lucía su medalla de oro con seis llamadas. En un caso así, la presión nacía en forma de huracán de categoría cinco y solía originarse en la Delegación del Gobierno. Después, tocaba la Jefatura Superior como tormenta tropical, tras lo que pasaba a convertirse en un fuerte aguacero cuando descendía hasta el comisario provincial. El comisario, entonces, aguantaba el chaparrón y, finalmente, llegaba hasta el inspector de homicidios como esa lluvia fina y constante que siempre terminaba calando a todo el grupo hasta los huesos si le pillaba desprovisto de un buen paraguas. Sancho era ese paraguas. Tenía muy asumido que aguantar la presión era una parte fundamental de su trabajo, pero no podía permitir que eso afectara a la investigación. Tenía que asegurarse de que su equipo se quedaba al margen de todo. No obstante, lo cierto era que se habían hecho muy pocos avances respecto a las primeras diligencias que tenía la juez de instrucción desde las 22:00 horas del domingo.
Sobre su mesa, un café con leche de máquina y un ejemplar del lunes de El Norte de Castilla cuyo titular rezaba: «Encontrada muerta una joven en el parque Ribera de Castilla», y continuaba: «El cadáver, que fue hallado en la madrugada del domingo e identificado con las iniciales M. F. S. S., presentaba signos de violencia. La autopsia practicada en la mañana de ayer confirmó que se trata de un homicidio». Sancho leyó con detenimiento la noticia que firmaba Rosario Tejedor. Por suerte, todavía no se había filtrado nada sobre las mutilaciones de la chica ni, mejor aún, sobre el maldito poema. Las restantes ediciones digitales manejaban la misma información, y no encontró comentario alguno de los lectores que le encendiera una bombilla. Confiaba en que el gabinete de prensa de la policía supiera lidiar con los medios de comunicación, aunque, a buen seguro, la juez Miralles ya habría decretado el secreto de sumario y eso siempre ayudaba. Evitar la alarma social era prioritario en aquel momento; más todavía si se encontraban ante un posible asesino múltiple, como todo parecía indicar.
Con la mirada perdida en el laberinto de letras de la primera página, recordó la psicosis que se había desatado en Madrid con el caso del asesino de la baraja allá por el año 2003. Alfredo Galán, un exmilitar frustrado con tendencias psicópatas armado con una Tokarev, causó el pánico en el extrarradio de la ciudad. El sujeto disparó sin motivo aparente a personas elegidas al azar que se encontraban esperando el autobús, en un bar o en plena calle. Lo que muy poca gente supo es que fue un periodista quien no solo le bautizó con el nombre de «el asesino de la baraja», sino que también dio la idea de los naipes al propio asesino. Resultó que, en el primer escenario del crimen, dicho periodista encontró un as de copas y concluyó por su cuenta, sin contrastar la información, que lo había dejado el autor del crimen y que esa era su firma. Esa misma tarde, Alfredo Galán volvió a matar; esta vez, a dos personas en un bar, pero no dejó carta alguna. Lo que sucedió, simplemente, es que los crímenes no se relacionaron entre sí en un principio. Tal y como luego confesaría, a Alfredo Galán le gustó mucho aquello de ser conocido e identificado con un nombre, y decidió alimentar esa circunstancia dejando un naipe en todas las escenas de los crímenes que cometería después. Así fueron apareciendo el dos, el tres y el cuatro de copas. Todo terminó cuando Galán se entregó en la comisaría de Puertollano ante la incredulidad de los agentes, que tuvieron que contrastar información no pública antes de dar por cierta la confesión del supuesto asesino. Aquellos seis meses fueron un auténtico tormento para la policía, y Sancho lo pudo saber de primera mano por un compañero que había participado en la investigación. Este le contó que había sido casi imposible trabajar dada la cantidad de pistas falsas, testimonios inciertos e imitadores que surgieron gracias a la repercusión que tuvieron en los medios los crímenes del asesino de la baraja.
Sancho lucubró: «Si esto sucedió en una ciudad como Madrid, no quiero ni imaginarme lo que pasaría en Valladolid si el tipo vuelve a matar y los medios consiguen relacionar los crímenes».
Sintió un escalofrío y se levantó como un resorte de su mesa. Miró la hora en su reloj de pulsera, las nueve y cuarto.
—Hora de salir a la calle.
Buscó el teléfono de la tal doctora Corvo, que le había recomendado el comisario Mejía, y que tenía anotado por algún sitio.
—Aquí está.
Quitó el pósit que estaba pegado en su cuaderno de notas, sacó el móvil y marcó el número. Al cuarto tono, escuchó:
—Doctora Corvo, buenos días.
—Buenos días, doctora. Soy el inspector Sancho, del Grupo de Homicidios de Valladolid. Me pongo en contacto con…
La voz le interrumpió:
—Sí, estaba esperando su llamada, inspector. De hecho, en estos momentos estaba anotando algunas observaciones sobre el texto que me hicieron llegar ayer.
—Estupendo, quizá le parezca un tanto precipitado, pero no tenemos mucho tiempo. Sería muy import…
La doctora volvió a interrumpirle:
—Sin problema, yo estoy en mi despacho de la Facultad de Filosofía y Letras, Departamento de Literatura Española, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada. Venga usted cuando lo considere oportuno; hasta las cuatro, que empiezo mi primera clase, estaré libre.
—Muy bien. Pues, si le parece, salgo en estos momentos de la comisaría. En unos veinte minutos, estaré en su despacho —le informó mirando su reloj de pulsera.
—Lo dudo mucho, inspector. Disculpe, ¿cómo me dijo que se llamaba?
—Sancho. ¿Qué es lo que duda? —preguntó extrañado.
—Que le vea a usted en veinte minutos. Aquí es lo que se tarda en aparcar una vez que se llega.
—En veinte minutos nos vemos, doctora —confirmó—. Muchas gracias.
—Hasta luego, entonces.
Mientras conducía, iba dando vueltas a la arrogancia e impertinencia de la persona que iba a colaborar con el grupo para avanzar en un aspecto tan importante de la investigación.
—¡Hay que jo-der-se! ¡Una lista con gafas!
A los doce minutos desde que colgó el teléfono, Sancho ya había llegado al campus universitario, donde se encontraba la Facultad de Filosofía y Letras de Valladolid. Durante su época de estudiante, se localizaba en la plaza de la Universidad, compartiendo edificio con la de Derecho, en la que él estudiaba. Hacía ya unos cuantos años que la habían trasladado al nuevo campus, y era la primera vez que lo visitaba. Habían pasado quince minutos y ya estaba preguntando en conserjería por el despacho de la doctora; en cuatro minutos más, se encontraba frente a la puerta que lucía una placa con la inscripción «Dra. Corvo». Esperó un minuto frente a la puerta y llamó con los nudillos.
—Adelante, inspector —contestó una voz desde dentro.
—Permiso, doctora.
—Solo un segundo y estoy con usted. Siéntese, por favor. Por lo que veo, es usted una persona puntual —dijo la doctora sin levantar la mirada del folio en el que estaba haciendo anotaciones en rojo.
—Se intenta —respondió dejando asomar su resquemor.
Los tres minutos que pasaron hasta que la doctora Corvo dejó el rotulador rojo sobre la mesa fueron digeridos como treinta por el inspector. Aprovechó para hacer un cálculo aproximado de los libros que podrían albergar las estanterías que tapizaban toda la pared. Cuando sobrepasaba el primer millar, la especialista levantó la cara y se dirigió a su interlocutor con voz firme:
—Bien, inspector, ¿por dónde empezamos?
Sancho se quedó paralizado, trabado en los ojos de la doctora y no pasó de ahí. No era por su tamaño ni su color, no supo encontrar el porqué y solo acertó a responder:
—Por el principio —y según terminó de decirlo se arrepintió de haber pronunciado tamaña memez.
La doctora hizo un leve gesto de asentimiento con las cejas y repitió:
—Por el principio, a eso lo llamo yo simplificar las cosas. Veamos, entonces. A través de mi padre, mantengo cierta amistad con el comisario Antonio Mejía. Me llamó ayer al mediodía y me pidió que le echara una mano con un poema encontrado junto a una víctima de asesinato que había sido hallada hacía unas horas. Soy doctora en Psicolingüística, y eso le habrá llevado a pensar que podría ser de ayuda en la investigación. Ese es el principio, inspector.
Sancho oía las palabras, pero no escuchaba. Tenía toda su capacidad concentrada en su gyrus fusiforme[4] recopilando los rasgos faciales de la doctora. Edad, unos treinta años; rostro redondeado, de tez blanca sin maquillar; frente despejada y mejillas llenas; pelo largo, castaño oscuro, casi negro y brillante; ojos profundos color verde aceituna, perfilados en negro y rematados por unas cejas interminables; nariz gruesa y proporcionada; boca grande, de labios carnosos y bien definidos, dentadura perfecta. En su conjunto, una cara diferente, salvaje y tan erótica que había bloqueado la capacidad verbal del inspector.
—Ya —articuló tratando de procesar el mensaje de la doctora—. ¿Ha dicho psicolingüística?
—Eso he dicho, sí —confirmó fríamente ella.
—¿Y podría explicarme cuál es su especialidad? —insistió él sabiendo que no formulaba la pregunta correcta.
—Podría decirle que, concretamente, es la psicolingüística, pero también soy especialista en no saber decir que no cuando me piden favores que me van a complicar la existencia.
La doctora hizo una pausa que al pelirrojo policía se le hizo eterna hasta que, finalmente, continuó hablando.
—Si lo que me pregunta es en qué consiste la psicolingüística, podría responderle de manera abreviada que es la ciencia que estudia la aplicación de una lengua en cualquiera de sus formas teniendo en cuenta los factores psicológicos.
—Entendido —aseguró Sancho, que ya empezaba a sentirse incómodo—. Si le parece, podemos centrarnos en el poema en sí.
Hizo ademán de sacar una copia, pero la mano de la doctora paró en seco su movimiento.
—No se moleste, tengo dos copias con anotaciones encima de la mesa. Si no le importa, utilizaremos estas.
—Sin problema.
—Siendo así, adelante. Lo primero que habría que decir —empezó a exponer la doctora poniéndose unas gafas de pasta negra que tenía encima de la mesa— es que el autor del poema no es conocido. Mejor dicho, ni el texto completo ni ninguna estrofa del mismo aparecen registrados en nuestras bases de datos. Esto me hace pensar que la autoría corresponde al que perpetró el crimen. Por el contenido del mismo, me inclino a pensar que es así.
—Entiendo. Damos por hecho que el autor del crimen pretende comunicarse con la policía a través del poema y para eso estoy aquí, para que nos ayude a interpretar lo que quiere decirnos.
—¿Es lector habitual de poesía, inspector? —preguntó la doctora de forma repentina.
—No, creo que nunca he leído poesía aparte de lo que me mandaban en el colegio —confesó Sancho sin ruborizarse lo más mínimo.
—Agradezco su sinceridad. Se lo pregunto porque, como punto de partida, hay que entender que la poesía es una de las formas de comunicación más complejas que existen, y cada interpretación que se haga del mensaje es tan subjetiva como válida. Dicho de otra forma, cualquier análisis de un poema es perfectamente aceptable, ya que podría decirse que el único que sabe con certeza el significado de cada palabra, de cada verso, de cada estrofa, es el propio autor. Realmente, si le soy sincera, inspector, no creo que les pueda servir de mucha ayuda. Mis anotaciones son puramente subjetivas y, por tanto, cabría la posibilidad de que no solo no le ayudaran, sino que le llevaran a seguir un camino equivocado.
—Gracias por la aclaración, ese es un riesgo que asumimos en cualquier investigación. Por otro lado, si Antonio Mejía recomienda que hable con usted es porque piensa que, de una forma u otra, nos puede servir de algo.
—Es posible que esté equivocado. No obstante, y ya que es usted tan perseverante, le voy a dar mis impresiones al respecto. —Hizo una pausa mientras colocaba los folios en su escritorio y prosiguió—: Como le decía, dado que el texto es original y de autor desconocido, doy por hecho que lo escribió la misma persona que perpetró el crimen. Dicho esto, si nos centramos en el contenido, yo diría que el motivo por el que la mata es la infidelidad, y se vanagloria de ello en el convencimiento de haber hecho justicia. Desde el punto de vista formal, sigue la estructura poética de los tercetos encadenados y, en líneas generales, es de escasa calidad estilística. Esto último es una valoración personal que bien podría no tener en consideración.
La doctora hizo una pausa y, al no encontrar respuesta de Sancho, continuó:
—Y poco más le puedo decir en estos momentos. Por otra parte, no dispongo de mucho más tiempo. He de preparar las clases de la tarde y corregir unos textos, por lo que va a tener que disculparme, inspector.
—¿Eso es todo, doctora? —interrogó en un tono más grave de lo habitual.
—Como le decía antes, dudo mucho que les pueda servir de más ayuda. Lo siento.
Sancho hizo un gesto de desaprobación y, recogiendo sus cosas del escritorio, se levantó y declaró con un tono más árido que grave:
—Lamento haberle hecho perder el tiempo, doctora. Si necesitáramos de alguna aclaración más, ya nos pondríamos en contacto con usted.
Sancho extendió la mano, y ella se levantó para despedirle.
—Les deseo mucha suerte en la investigación. Espero que atrapen a quien lo hizo, no me gustaría en absoluto toparme con este individuo por la calle Santiago.
—Eso intentaremos, muchas gracias y buenos días.
—Buenos días, inspector.
Mientras caminaba molesto hacia el coche, daba vueltas al comportamiento de la doctora y se preguntaba el motivo por el que le había dispensado un trato tan frío y distante. Condujo de nuevo a comisaría para hablar con Mejía. Debían establecer las directrices de la investigación, y lo cierto es que no tenía ni idea de por dónde empezar.
Tras almorzar sin ganas a base de tortilla de patatas en El Mesón Castellano, regresó a comisaría todavía malhumorado. Se reunió brevemente con Matesanz y Peteira, que le pusieron al corriente de los exiguos avances en la investigación. Tomó nota de todo, y se dirigió al despacho del comisario Mejía. La puerta estaba abierta; no obstante, decidió llamar antes de entrar.
—Pasa y siéntate —le invitó el comisario con aire taciturno—. He quedado en llamar al jefe superior en unos minutos. ¿Qué le cuento?, ¿en qué punto estamos?
Antonio Mejía era un hombre con una dilatada carrera en el cuerpo de Policía. A sus cincuenta y nueve años, había estado destinado en media España hasta que fue ascendido a comisario de Burgos y solo dos años más tarde se trasladó a Valladolid para ocupar el cargo de la comisaría de Delicias. Corría el año 1986. Delgado y de escasa estatura, estaba consumido por el tabaco negro y el trabajo a partes iguales. Se decía que su nómina la ingresaban directamente en una gasolinera para pagar las recargas de su Zippo. Llamaba la atención por su voz agrietada y su tez amarillenta. De trato cercano y respetuoso, no solía inmiscuirse en el trabajo de las personas en las que depositaba su confianza; era un tipo íntegro que rezumaba carisma.
—De momento, no tenemos nada nuevo que pueda ser relevante —admitió el inspector tragando franqueza—. El equipo está trabajando a tope, pero todavía es demasiado pronto para sacar alguna conclusión válida. Acabo de hablar con los subinspectores y me dicen que el funeral de la víctima no es que haya sido precisamente multitudinario. Han podido interrogar a varios amigos y familiares, también han hablado con el novio, y se le ha citado mañana a las 10:00 para tomarle declaración. Según parece, estuvo de fiesta hasta las 8:00 con sus colegas; tiene tres testigos que lo han corroborado. No obstante, se comprobará debidamente para ir eliminando posibilidades.
—¿Cuándo fue vista la víctima con vida por última vez?
—Todo parece indicar que discutió con su novio en un bar de la zona de Paraíso, el Taj Mahal, sobre las 23:30, y se marchó sola sin decir adónde. Esa es la última vez que sus amigos la vieron con vida. La descripción de la ropa coincide con la que llevaba en el momento en el que fue encontrada, por lo que tenemos que averiguar qué sucedió entre esa hora y la data de la muerte, fijada por Villamil entre las 3:00 y las 7:00 de la mañana. Hemos utilizado una buena foto de la chica para enseñarla en todos los bares de la zona por si algún camarero la recuerda en compañía de alguien.
—No es mucho para dar de comer al subdelegado del Gobierno Pemán. La noticia les ha caído como un cubo de mierda, y están acojonados por la repercusión que este caso pueda tener en los medios a diez días de la huelga general. Ya sabes cómo es esa gente, que nosotros nos lo aprendimos en un recibí y ellos, para decir col, se recorren toda la huerta.
—Me anoto la frase.
—Bien. Entonces, si descartamos finalmente al novio, habrá que investigar muy a fondo su círculo de amigos y su familia. ¿Algún antecedente de violencia en su entorno?
—Ninguno que hayamos descubierto por el momento. La madre estaba destrozada, según me han dicho. Tiene un tío que vive en Madrid, y no ha podido venir al funeral; los otros familiares viven en Ecuador. Por ahora, no hay indicios que nos lleven por ese camino. Ninguno de los interrogados ha hablado de recientes enfrentamientos de la víctima con terceros, pero si hay algo, daremos con ello. Por su parte, Peteira está trabajando con los de la científica en el escenario del crimen para ver si se nos ha escapado algo. Habrás leído en el informe que la víctima vivía muy cerca de allí, y todo podría resumirse en un encuentro desafortunado con el asesino en su camino de regreso a casa.
—Podría ser, pero al no tratarse de un intento de violación ni de robo… no lo veo. Además, la mutilación y el poema denotan ensañamiento.
Un ataque de tos seca y profunda hizo detenerse al comisario.
—Perdona. No parece fruto de la casualidad, pero, como bien dices, todavía es pronto.
—Por último, tal y como esperábamos, no hemos obtenido ningún resultado después de cotejar la base de datos de la central.
—Como siempre. Sería más fácil que me tocase el Euromillón sin jugar boleto a que surgiera alguna coincidencia en el modus operandi. Bueno, veo que tienes a tu gente manos a la obra, pero dime, Sancho, ¿qué hay del poema?
—Veamos —respondió este dubitativo—, he ido a ver a la doctora Corvo, como me habías sugerido, pero lamentablemente he sacado poco o nada en claro.
—¿Nada en claro? Pero… ¿qué te ha contado Martina?
—Nada que no supiéramos ya. Sinceramente, la he visto con muy pocas intenciones de colaborar. Me ha dado la sensación de haberla importunado con mi visita, y lo que me ha contado no nos aporta nada que no supiéramos ya.
—No me fastidies, Sancho. Me acabas de recordar a tu predecesor, el exinspector Bragado —recalcó Mejía con saña poniendo énfasis en el «ex»—. ¿Nada que no supiéramos ya? Pero… ¿qué sabemos que nos pueda llevar hasta un sospechoso? Bragado solía dar por hecho demasiadas cosas; tantas como las lagunas que dejó en sus últimas investigaciones. Por eso, le hicimos el favor de invitarle a retirarse. ¿Recuerdas nuestra primera conversación, cuando te hiciste cargo del puesto?
—La recuerdo perfectamente; con detalle —precisó.
—Bien, pues no creas que sabes nada si no tienes un sospechoso y pruebas para poner encima de la mesa del fiscal. Déjame que te cuente algo —dijo cruzando las manos e inclinando ligeramente la cabeza—. La doctora Corvo no es una mujer de trato fácil, pero te aseguro que nos puede servir de muchísima ayuda. Si consigues conectar con ella, claro.
—¿A qué te refieres exactamente, Antonio?
—Me refiero a que la doctora no es una persona que se deje impresionar por una placa. Conozco muy bien a su padre, y ella es igual: testaruda y brillante. Tienes que ganarte su confianza. Tal y como están las cosas, y habida cuenta de lo negativo del factor tiempo, tengo que insistir en que consigas que colabore en la investigación. ¿Estamos?
—Estamos.
—Sancho, esta vez te voy a pedir que me mantengas informado de cualquier novedad. Este viejo puede echarte una mano —apuntó manoseando el paquete de cigarrillos.
—Cuento con ello —dijo a modo de despedida saliendo del despacho.
Residencia de Augusto Ledesma
Barrio de Covaresa
Desde que Augusto se había despertado, prácticamente no había hecho otra cosa que reconstruir los hechos una y otra vez. Buscaba algún posible cabo suelto, pero siempre llegaba a la misma conclusión: solo correría peligro si alguien le hubiera visto con Marifer en el Zero Café o al subir a su coche. Casi descartaba por completo que alguien le hubiese observado cuando se deshacía del cadáver. De cualquier forma, de haber cometido algún error, lo sabría en las próximas horas. Se sentía francamente orgulloso de cómo habían resultado las cosas teniendo en cuenta que había sido su gran estreno y que había actuado sobre la marcha. A pesar de todo, la densa sombra de la incertidumbre planeaba sobre su impunidad, pero fundamentalmente le generaba tensión el hecho de tener que dar explicaciones por haber actuado de forma impulsiva cuando él regresara del viaje.
Lo cierto es que, nada más levantarse, se había entretenido bastante revisando las ediciones digitales de los periódicos de Valladolid. Todas manejaban la misma información; es decir, casi nada. Incluso, se hacía mención del suceso en alguno de tirada nacional, lo que le generó un sentimiento de satisfacción bastante gratificante. No obstante, era el momento de volver a la realidad. Estaba convencido de que recuperar la rutina era muy importante para su seguridad, y se propuso hacerlo cuanto antes.
Augusto vivía en un lujoso chalé individual del conjunto residencial Covaresasur que pasó a ser de su propiedad como único heredero tras el fallecimiento de sus padres en aquella carretera comarcal cerca de Redipollos. Distribuido en tres plantas y una bodega, contaba con más de doscientos treinta metros cuadrados de superficie, de los que únicamente consideraba su hogar los treinta y tres del despacho.
Su jornada se desarrollaba, excepto en contadas ocasiones, siguiendo el mismo guion: a las siete y media sonaba el despertador, desayunaba cereales con leche desnatada y, dependiendo del día de la semana que fuera, se preparaba para salir a correr sus ocho kilómetros por la carretera del Pinar de Antequera, o hacía una hora de musculación en la sala de pesas que había habilitado en la planta sótano, ocupada anteriormente por una inservible bodega con anodina decoración castellana. Anotaba rigurosamente los pesos y las repeticiones con el objeto de hacer un seguimiento estricto de su evolución. Luego, colgaba el saco y se ajustaba los guantes para golpearlo en series de treinta segundos hasta la extenuación. Augusto cuidaba su físico de manera obsesiva. Buscaba conseguir resistencia muscular y capacidad aeróbica. Seguía su propio entrenamiento desde los diecisiete años, edad en la que empezó a fumar y a beber de forma casi compulsiva. No probó las drogas hasta los veintiuno, en Nueva York, principalmente cocaína como suplemento a su déficit de sociabilidad. Tenía el profundo convencimiento de que debía limpiar diariamente su cuerpo por dentro para poder seguir disfrutando del tabaco, el alcohol y las drogas. En realidad, era algo bien sencillo; primero, lo ensuciaba, y luego lo limpiaba para poder volver a ensuciarlo. Después, solía tomarse su tiempo en la ducha. Era uno de los pocos momentos del día en los que conseguía relajarse de veras. No tocaba el agua hasta que estaba a la temperatura adecuada. Una vez dentro, le gustaba extender completamente los brazos y apoyarlos en las paredes como un Sansón empujando los pilares del templo de los filisteos. Entonces, dejaba que el agua le golpeara con fuerza en la cabeza durante unos cuantos minutos antes de masturbarse. Rara era la ocasión en la que no lo hacía, a veces sin ganas, pero lo consideraba otra forma de limpiarse por dentro y, por tanto, también era parte de su disciplina. A continuación, se enjabonaba a conciencia. Una vez aclarado y seco, estaba listo para trabajar. Se vestía para estar cómodo en casa, y se encerraba en el despacho que había acondicionado sin reparar en gastos en el bajocubierta. Estaba abuhardillado, era espacioso y rebosaba de luz natural. Tenía fijado un horario de trabajo matutino de 10:00 a 14:30 que muy raramente incumplía. Conectaba el Mac Pro, que utilizaba únicamente para trabajar, y una vez que ponía la mano en su Magic Mouse, su jornada daba comienzo. Augusto era un seguidor obsesivo de Apple, y solía decir que su retrete llevaría el logo de la manzana si estos sacaran una línea de inodoros. No conseguía comprender por qué, en España, se seguía comprando tanto PC y utilizando Windows. Para él, era un síntoma claro del borreguismo de los españoles en materia tecnológica. Otro aspecto que cuidaba al detalle era la creación de la atmósfera adecuada para trabajar totalmente concentrado, y diariamente hacía una elección distinta en función de su estado de ánimo. Sus gustos musicales eran de lo más dispares, por lo que se daba el capricho de dedicar unos minutos para confeccionar la lista de reproducción de ese día. Últimamente, le apetecía escuchar música clásica para concentrarse mejor.
—Festina, mox nox[5], Wolfgang —citó Augusto cuando empezó a sonar el Introitus del Réquiem de Mozart. Normalmente, solo escuchaba su parte favorita: Sequentia, con «Dies irae», «Tuba mirum», «Rex tremendae maiestatis» y «Confutatis maledictis», pero era un día especial y le apetecía escucharlo entero.
La música, la lectura y sus bonsáis eran las únicas vías de escape que podían encontrar sus sentimientos para evadirse del campo de concentración en el que los tenía encerrados. Augusto se dedicaba al diseño gráfico como freelance, y trabajo no le faltaba a pesar de la crisis económica y del imparable aumento del desempleo que azotaba al país. Era la ocupación perfecta para él, y le permitía ganarse la vida desarrollando su capacidad creativa sin tener que compartir espacio de trabajo con otros miembros de su misma especie. Para eso no estaba preparado; para todo lo demás, sí.
Si su vida pudiera contarse en un libro, este tendría cinco capítulos bien diferenciados. El primero podría titularse «Los días ásperos». Gabriel —como se bautizó originariamente a la criatura— vino a este mundo el 22 de marzo de 1978 en el Hospital Clínico de Valladolid tras un parto de más de cinco horas en el que peligraron tanto las vidas de los gemelos como la de la propia madre, Mercedes. A su hermano, que habría llevado el nombre de Miguel, no pudieron salvarle y murió a las pocas horas de nacer. Según le contaron los servicios médicos a la madre, el cordón umbilical de Augusto se enredó en el cuello de su hermano y esto le provocó una insuficiencia respiratoria que no pudo superar. Cuando le enseñaron a Mercedes el cadáver del pequeño, se le endureció para siempre el corazón. Y mientras ella se debatía en el paritorio entre contracciones y dilataciones, el padre, Santiago, lo hacía en un bar de carretera de la N-601 entre «whiskycolas» y «roncolas». Padre e hijo tuvieron una relación más que efímera, ya que un sábado de abril de ese mismo año, el Generoso —como le conocían en el gremio por su empeño en repartir cuando estaba borracho— arrancó el camión para llevar una carga a Francia y no cruzar nunca más los Pirineos de vuelta. De esa forma, el pequeño Gabriel quedó bajo la tutela católicamente exacerbada de su madre, que estaba tejida por el desengaño y pespunteada de fracaso. Con muy pocos recursos económicos y muchas manías, Mercedes y Gabriel fueron saliendo adelante gracias a lo que ella denominaba «intervención divina», que no era otra cosa que la terrenal ayuda de algunas de sus vecinas del barrio de San Pedro Regalado. Los primeros años fueron terriblemente complicados; y los siguientes, más terribles que complicados. Aunque Mercedes nunca se lo confesó a nadie, en su fuero interno culpaba a Gabriel de la muerte de su hermano Miguel y del ulterior abandono del padre. No quiso quererle. Luego descubrió la forma de digerir su cólera: descargándola en las carnes de Gabriel. Con el tiempo logró especializarse haciéndolo con más frecuencia e intensidad, hasta que un juez decidió retirarle la custodia y la patria potestad. Finalmente, ella terminó en un psiquiátrico y Gabriel, con solo seis años, en un hogar infantil.
Los días pasaron de ser ásperos a raros. No tardó en ser adoptado por la familia Ledesma-Alonso, un matrimonio condenado a no tener descendencia que quería recorrer el terreno de la adopción por el camino más corto. Don Octavio Ledesma ocupaba por aquel entonces el cargo de delegado del Gobierno de Castilla y León, y recursos no le faltaban, de ningún tipo. La que se convertiría en su madre adoptiva, Ángela Alonso, se encargaba a diario del cuidado del nuevo miembro de la familia, porque el cariño lo reservaba para sus bonsáis. En ese período, aquel niño que estrenaba nuevo hogar supo enterrar su antiguo nombre, pero no su pasado. Una vez se hubo recuperado de los daños físicos, demostró que tenía una gran capacidad para el aprendizaje y don Octavio, adoptando el papel de un mecenas del Renacimiento, no escatimó recursos en su formación académica. Su padre adoptivo se responsabilizó personalmente de plantar y hacer crecer en Augusto el amor por la cultura clásica y la mitología. Así, durante su adolescencia, mientras los chicos y chicas de su edad disfrutaban descubriendo los placeres de la carne, él se dejaba seducir por los encantos de Herodoto, Polibio, Platón, Estrabón, Aristóteles, Plutarco, Hipócrates, Aristófanes, Cicerón, los Plinios, Tácito, Julio César y tantos otros a los que entregó su virginidad literaria. No fue hasta los dieciséis cuando empezó a tomar contacto con un mundo nuevo que parecía haber sido creado para él: Internet. Solo un año después ya se había dejado absorber por aquel universo en el que podía ser quien quisiera. Fue cuando apareció Orestes, y ya nunca se separaría de él. Sus excelentes calificaciones académicas en el colegio San José le permitían el acceso a cualquier plan de estudios universitarios, pero para entonces ya tenían claro que lo suyo eran las artes gráficas y que, para trazar el plan que estaban esbozando, debía marcharse fuera de España. Alejarse lo máximo posible de aquel entorno era el primer paso y estudiar una carrera en el extranjero podría ser la excusa perfecta. Este capítulo de su vida terminaría en el aeropuerto de Barajas, y en el JFK de Nueva York empezaría el tercero: «Los días oscuros».
Con tanto arrojo para marcharse como pánico a llegar, afrontó esta nueva etapa en compartida soledad. No le había resultado en absoluto complicado conseguir una plaza en la prestigiosa St. John’s University gracias a los contactos que su padre adoptivo tenía en ultramar. Fueron cuatro largos años de completo aislamiento en su piso de Martense Street, en pleno Brooklyn, en los que apenas se apeó de la música ni se despegó de los libros. Pasaba las horas muertas alternando las dosis de Depeche Mode con Charles Bukowski para luego descansar frente al ordenador. Rara vez salía de casa si no era absolutamente necesario; normalmente, para acudir a la universidad o hacer la obligada compra de subsistencia. En esta fase de su vida, se hizo con el dominio del diseño gráfico y del inglés, y se dejó dominar por su idiosincrasia y sus sombras. En la ciudad más cosmopolita del mundo, la cocaína y Orestes hicieron que despertara el otro Augusto, el siniestro álter ego que llevaba latente en su interior y de cuya existencia apenas había tenido muestras hasta entonces. Al principio, se manifestaba mediante macabras ilusiones que invadían su subconsciente. Con el tiempo, empezó a generarle frenéticos episodios de ansiedad que tuvo que aprender a manejar aliviándose con algunos animales callejeros o con la placentera contemplación de la voracidad de las llamas. Una vez pseudocontrolados tales impulsos, su pasajero interno fue evolucionando en el convencimiento de que era distinto a los demás; era superior y debía demostrárselo al mundo entero a través de su obra. Ese sería su legado. En la lista de necesidades de Augusto, el contacto con otras personas era tan prescindible como insatisfactorio. Una vez al año, sus padres viajaban para estar con él durante un par de semanas en las que aprovechaba para hacer turismo, esforzándose al máximo por fingir que era una persona normal. Fueron largos meses de introspección evolutiva en los que se descubrió a sí mismo y aprendió a quererse. Años duros de sacrificio y aprendizaje de los que, a pesar de todo, Augusto guardaba cierto sabor dulce gracias a que fue durante aquella etapa cuando tomó conciencia de que la música podía llegar a ser tan importante para él como la literatura, pero, sobre todo, porque fue entonces cuando Orestes contactó con la persona que necesitaban para llevar a buen puerto su obra: Pílades.
«Los días azules» amanecieron con la licenciatura en el bolsillo y un billete de regreso a España. Tras dos meses de encierro voluntario en el flamante chalé del barrio de Covaresa de los que le sobraron cincuenta y nueve días, se matriculó en un posgrado de diseño gráfico adaptado a las nuevas tecnologías para estudiantes extranjeros en la Freie Universität de Berlín. Esta etapa fue, sin lugar a dudas, la más enriquecedora de su vida; un auténtico renacimiento. Y buena parte de culpa de todo ello la tuvo Pílades, su jardinero; la persona que, a través de Orestes, le entregó la fórmula, plantó la semilla y la hizo crecer. Augusto se obcecó en aprender alemán por su cuenta, a pesar de que todas las asignaturas se cursaban en inglés. Para ello, hizo el esfuerzo de salir a la calle con mucha más frecuencia de lo que en él era habitual con el único propósito de comunicarse. Siendo un devorador compulsivo de libros, incluso se atrevió a hincarle el diente a la literatura alemana. Probó con la novela contemporánea para terminar empachándose, en la medida en la que mejoraba su capacidad de comprensión, con la obra de autores como Goethe y Nietzsche, pero principalmente con la de Franz Kafka. Con este sobrepasó lo obsesivo y, empujado por Pílades como parte de la «terapia», se atrevió a desmenuzar un autor con el que todavía no había podido enfrentarse. Se sentía tan plenamente identificado con su lucha por resolver sus permanentes conflictos internos que leer a Kafka era como si alguien hubiera descifrado su mente y la hubiera expuesto al conocimiento del mundo entero. El rechazo a lo socialmente establecido, la angustia provocada por las relaciones afectivas y la necesidad de aislamiento eran sensaciones de las que Augusto podía hablar en primera persona. Toda su obra completa fue pasto de su voracidad literaria. Consideraba La metamorfosis como su Biblia, y a Kafka como su evangelista. El único tatuaje que lucía en su cuerpo era precisamente la primera frase de aquel libro, escrita en alemán y con tipografía gótica[6]:
Als Gregor Samsa eines Morgens aus unruhigen Traumen erwachte fand er sich in seinem Bett zu einem ungeheueren Ungeziefer berwandelt.
Veinte palabras que le adornaban la piel de la espalda en dos líneas, de hombro a hombro.
De todos modos, no fue con los libros sino a través de la música como consiguió hacerse definitivamente con el idioma. Udo Lindenberg le abrió las puertas. Luego, le siguieron otros grupos de rock, metal o gothic, como Subway to Sally, Die Apokalyptischen Reiter, Darkseed y, por supuesto, Rammstein, el primer grupo que presenció en directo en el Volkspark Wuhlheide de Berlín y que supuso un hito imborrable en la vida de Augusto. Así, gracias a su constancia, buceando en los libros y al ritmo de la música, logró mantener una conversación en alemán en menos de un año, y llegó a ser capaz de comunicarse por escrito con soltura durante su segundo año de estancia.
Pero en Alemania no solo aprendió el idioma y perfeccionó el manejo de todas las herramientas de diseño existentes en aquel momento. Principalmente, tal y como tenían previsto, Orestes aprovechó esos tres años para profundizar en las entrañas de Internet. Ese era, precisamente, el verdadero motivo de su estancia en aquel país. Sus conocimientos previos en informática, adquiridos de forma autodidacta durante años, le permitieron entrar en contacto con agrupaciones que abogaban por el flujo de información libre en la red. Poco tardó en conectar, en el seno de esos grupos, con algunos miembros que iban más allá del simple deseo de compartir información. Estas asociaciones estaban formadas por individuos que eran los herederos de aquellas generaciones que, a finales de la década de 1970, intentaron dinamitar las normas establecidas y se saltaron las barreras de Internet. Todo aquello cristalizó en 1981, año en el que surgió en Berlín un movimiento denominado Chaos Computer Club, especializado en el hacking[7] y que llegó a reunir a más de cuatro mil miembros. De aquel germen de cultivo surgieron crackers[8] de talla internacional que, envueltos en la atmósfera de la Guerra Fría, terminaron trabajando para los servicios de espionaje del KGB. Fueron los casos de Markus Hess, Heinrich Hübner y el gran Karl Koch, conocido como Hagbard Celine —seudónimo que tomó del personaje principal de la trilogía Los Illuminati—, considerado el padre de los «troyanos[9]». Koch fue capaz de violar la seguridad de la CIA para vender información militar de alto valor al KGB y, aunque aquello le costaría la vida, inspiró a muchos otros jóvenes a seguir el camino que él emprendió.
Cuando Orestes planificó todo, sabía que no le resultaría sencillo alcanzar su meta siendo un newby[10]. Por eso, tuvo mucha precaución en cada paso que daba para evitar ser considerado un lammer[11] y, para ello, trazó una estrategia parasitaria que consistía en absorber los conocimientos de otros miembros con un nivel superior al suyo. Como una rémora, navegaba simbiotizado junto a esos expertos durante el tiempo que necesitaba hasta alcanzar un nivel de confianza suficiente como para extraer lo que le interesaba de su huésped. Todo ello sin generar conflictos. Su habilidad para embaucar le ayudó a acercarse a programadores, analistas de sistemas, copyhackers[12], desencriptadores, especialistas en ingeniería inversa, phreakers[13] y toda la fauna de hackers que habitaba en la jungla de Internet. Su enorme capacidad de aprendizaje hizo el resto. De forma progresiva y gracias a su tenacidad, consiguió que subiera su estatus y prestigio en la comunidad bajo el nick de Orestes. En aquellos años, dedicaba más de diez horas diarias delante de su iMac a aumentar su red de contactos; los estimulantes le resultaron de gran ayuda. Tras muchos meses adquiriendo el conocimiento necesario, decidió dar el siguiente paso: crear su propio grupo. Por motivos de seguridad, buscó instituir algo muy reducido y elitista. De ese modo, junto a otros tres especialistas en un área concreta, formaron Das Zweite Untergeschoss[14]. Entre ellos solo se conocían por sus nicks y sus especialidades. Hansel era el programador más capacitado de todos, y en su currículum de malware[15] infeccioso figuraban proezas tales como haber creado varios virus residentes e iWorms, como el Randex V2.0. Orestes sospechaba que Hansel era uno de esos a los que se les conocía como grey hat, un especialista cualificado y bien remunerado que, en ocasiones, se pasaba al lado oscuro simplemente por satisfacer su ego personal. Skuld era el cracker del grupo, especialista en saltarse cualquier sistema de seguridad gracias a su inmensa facilidad para la desencriptación. Tuvo el detalle de desarrollar un spyware[16] con el nombre SpyDZU —con las iniciales del grupo— que regaló al resto de los miembros en el quinto aniversario de la creación de Das Zweite Untergeschoss, y que con el tiempo resultó ser de gran utilidad. Por último, Erdzwerge era el más peligroso —o, mejor dicho, peligrosa— del grupo; todos coincidían en que se trataba de una mujer, aunque ninguno podía asegurarlo a ciencia cierta. Su especialidad era el malware oculto, «troyanos», rootkits[17] y backdoors[18]. Orestes no alcanzaba, ni de lejos, el nivel de especialización de sus compañeros, pero su extensa red de contactos y la buena relación que mantenía con otras asociaciones de hackers le hizo indispensable para el buen funcionamiento del grupo. Actuaba como engranaje y catalizador, planificando acciones que mantenían alimentada la necesidad del grupo de sentirse vivos en la red. Normalmente, no emprendían actividades delictivas. Solo en una ocasión, afincado de nuevo en España en el año 2006, se vieron en la necesidad de dar una lección a Deutsche Telekom como escarmiento por el injusto despido del padre de Erdzwerge. A los dos meses, el hombre murió de un ataque al corazón y decidieron tomar cartas en el asunto. Orestes planificó todo en tres semanas de entrega absoluta y, tras ejecutarse con éxito, los datos personales de diecisiete millones de clientes terminaron en manos de Das Zweite Untergeschoss. El ataque provocó pérdidas de casi quince millones de euros a la multinacional alemana, contando las bajas de muchos de sus usuarios que provocaron el desplome de sus acciones en la Bolsa. El grupo no pidió nada a cambio por no difundir los datos robados; de hecho, el fichero se destruyó de común acuerdo unas semanas más tarde. Simplemente, se buscaba castigar a la empresa, y se consiguió.
Este capítulo de la vida de Augusto terminaría a finales de 2003, cuando regresó de Alemania totalmente capacitado para vivir con normalidad en cualquier parte del mundo; incluso en España. Empezaron así los días dorados en los que su padre le facilitó buenos contactos para empezar a trabajar con la administración pública. En el plano personal, alentado por los consejos de Pílades, tuvo lo que bien podría llamarse su bautismo y funeral amoroso: Paloma. Dos años, nueve meses y tres días fue lo que duró la relación, y el doble de ese tiempo lo que tardó Augusto en licuar el odio que le generó descubrir el engaño. Aquella experiencia le distanciaría temporalmente de Orestes, pero se juró que nunca más volvería a ser tan estúpido de imponerse algo que no podía sentir y lo cumpliría a rajatabla. No volvería a traicionarse a sí mismo. Las cosas eran bien distintas en el plano profesional; con solo veinticinco años, ya había facturado sus primeros trabajos a la Cámara de Comercio, ayuntamiento, varias consejerías y otros organismos oficiales locales. Con el paso de los años, y dado que eran trabajos bien retribuidos, fue especializándose en el diseño de documentos oficiales. En ese período, Orestes se empeñó en conocer y dominar a la perfección los protocolos de seguridad de las instituciones y organismos con los que trabajaba habitualmente. No le resultó demasiado complicado empaparse de las técnicas de la fotomecánica, el offset digital o la serigrafía. Al alcanzar los treinta años de edad, ya era considerado por sus clientes como un experto en documentoscopia[19], especializado en documentos mercantiles y de identidad; brillante, cumplidor y, sobre todo, muy discreto. Hacerse con un laboratorio completo de reproducción e impresión fue solo cuestión de tiempo y dinero.
Para cuando fallecieron sus padres adoptivos, su empresa —que había bautizado con el nombre de Little Box Design— le daba beneficios suficientes como para mantener un buen nivel de vida. Lo cierto es que podría vivir cuatro vidas con la fortuna que había heredado, pero, aun así, seguía trabajando solo por alimentar sus necesidades intelectuales.
Trabajaba sin descanso hasta la hora de comer y después despertaba a Orestes para entregarse a sus actividades en la red alimentando el contacto con otros grupos y, evidentemente, con Das Zweite Untergeschoss. Podía pasar varios días o semanas sin tener contacto físico con otra persona, era algo que no necesitaba, e incluso, desde hacía bastante tiempo, la relación entre Pílades y Orestes ya no era igual. De la absoluta dependencia en Nueva York y la total admiración en Berlín, había evolucionado en los últimos meses hacia el rancio recelo y el rácano respeto. Pero aquello no era sino las consecuencias naturales de ser una rémora.
Así era una jornada normal en la vida de Augusto, y así llevaba siendo desde que regresó de Alemania, hacía casi siete años. Ahora sabía que había llegado el momento de incluir otra tarea en su rutina, necesitaba enfrentarse a un reto que estuviera a su altura para justificar su existencia. Lo tenían decidido y Augusto ya había dado el primer paso, el más importante.
Aquel lunes, en el que no se registró sobresalto ni novedad, había previsto acostarse pronto; tenía una cita importante al día siguiente, y quería acudir a ella en plenas condiciones. Justo cuando se estaba preparando para irse a dormir, sonó el móvil. Era muy extraño que alguien le llamara, y mucho más a esas horas. Reconoció el número al instante y Orestes contestó:
—¡Hombre, hombre, hombre…! —dijo exagerando el tono de asombro.
—Hola, chavalín. Me acabo de enterar por la prensa —anunció la voz con palpable aspereza.
—Te he dicho mil veces que no me llames así. ¡Qué puta manía tienes de provocarme!
—Haz el favor de no irritarte, ya sabes que no te conviene, y escúchame.
—¿Qué te hace pensar que he sido yo?
—No insultes a mi inteligencia. Reconozco tu firma.
Orestes no contestó.
—¿Qué pasa? ¿Ya no te entretienen la música y los libros? —retomó la voz en tono irónico.
—Claro que sí. Es más, hace nada he comprado una entradita para el Twoday Festival. Como ves, también sé entretenerme con más cosas.
—Déjate de soplapolleces. Habíamos acordado que antes de actuar me avisarías y que me mantendrías puntualmente informado de todo. ¿Cuándo pensabas llamarme? O es que ni siquiera ibas a hacerlo.
—No fue algo premeditado, surgió la oportunidad y la aproveché.
—¿Lo hiciste sin planificación? ¡Qué temeridad! ¿Puedo preguntar quién era la chica?
—Una cualquiera.
—¿Por qué ella?
—Por nada en especial, quizá porque se parecía mucho a Paloma, y era tan zorra como ella.
Se creó un silencio espeso e incómodo que se disipó cuando la voz volvió a intervenir:
—¿Has tenido cuidado?
—Sí, hay muy pocas posibilidades de que lleguen hasta mí.
—Está claro que ya estarías en comisaría si la hubieras cagado. Recuerda que muy pocas veces el fin justifica los medios. No quiero detalles, solo dime si te está funcionando. ¿Cómo te sientes?
—Extrañamente… realizado, pleno. Esa es la palabra: pleno.
—Pleno —repitió—. Ahora controlarlo depende solo de ti. Tienes que aprender a manejarlo, que no te pierda la voracidad.
—Recuerdo muy bien la fórmula y el camino, sé que puedo controlarlo.
—Ya sé que puedes, una persona con un coeficiente intelectual de ciento cuarenta y tres entiende fácilmente los procedimientos. Solo te pido que lo hagas. Poder no significa nada, ¿recuerdas?
—Ciento cuarenta y seis —corrigió—, y tengo todo grabado en mi cabeza. Lo controlaré.
—Estoy seguro de que sabrás hacerlo. No descartes otras vías de escape. Confío en ti. Por otra parte… supongo que no tardarán en contactar conmigo. Sé que lo harán antes o después, por lo que podré ayudarte desde dentro.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Siempre terminan por recurrir a los veteranos de guerra cuando las cosas se ponen feas. De todos modos, me conseguiré colar en esta fiesta con o sin invitación.
—Avísame cuando estés con el primer cóctel en la mano, amigo.
—Puedes estar seguro, Orestes. Entretanto, para todo lo que necesites ya sabes dónde encontrarme.
—Gracias, Pílades. Escucha, lamento no haberte avisado pero te aseguro que para mí también ha sido una sorpresa. Solo quería demostrarte que estaba preparado. Siento mucho que te haya molestado.
—Está bien. Ya hablamos. Cuídate.
Colgó.