Este coma de pronóstico reservado

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias (Valladolid)

14 de septiembre de 2010, a las 11:44

Tras dos días de investigación, Sancho seguía atascado. El exceso de trabajo entre las paredes de la comisaría le hacía sentirse como una fiera enjaulada, alimentada únicamente por su propia ansiedad. Necesitaba salir a la calle, por lo que a media mañana decidió ir junto con Peteira al escenario del crimen. Nada más aparcar, reconoció el lugar de inmediato por las fotos que había visto tantas y tantas veces. Era extraño, los únicos elementos que no encajaban en esas fotos eran los transeúntes que paseaban por la zona ajenos a lo que allí había sucedido hacía tan solo unos días; para ellos era como si nada hubiera ocurrido. De pie, a pocos metros de los matorrales donde se halló el cadáver, Sancho y el subinspector Peteira trataban de reconstruir los hechos con el informe de la Policía Científica.

Álvaro Peteira llevaba en el Grupo de Homicidios de Valladolid poco tiempo más que Sancho. Gallego, natural de La Guardia, con un marcado acento de la tierra, tenía treinta y cinco años, pero, como él decía, aparentaba entre treinta y cuatro y treinta y seis. Solía hablar de tres cosas: de las ostras de Arcade, de lo complicado que era ser padre de gemelos con placa y sin ella y, principalmente, del Celta. Era un auténtico todoterreno, y a pesar de ser más gallego que un percebe, era de trato fácil. Eso sí, en ocasiones, cuando afloraba su idiosincrasia de las Rías Baixas, nacían de su mente hipótesis más enrevesadas que la de la bala mágica que mató a JFK. En ese estado, era mejor no mantener una discusión con el subinspector.

Tras dos minutos escrutando los alrededores mientras se tiraba con insistencia de los pelos de la barba, el inspector rompió el silencio:

—Seguramente, aparcó allí mismo su coche. ¿Cómo se llama esa calle?

—Calle Rábida —respondió el subinspector mirando su libreta.

—Es el lugar más cercano. Dada la distancia, supongo que no querría cargar con el cuerpo ni un metro más de lo necesario.

—Sí, yo también lo creo. Los de la científica estuvieron buscando huellas de neumáticos y pisadas singulares, pero es prácticamente imposible encontrar alguna pista al tratarse de una zona de obras y estar todo cubierto de polvo.

—Entiendo. Veo que va a ser complicado encontrar algo interesante si avanzamos por ahí.

Sancho hizo una pausa para recorrer visualmente el camino que, aparentemente, había seguido el asesino hasta llegar a los matorrales. Empezó a andar, y le preguntó a Peteira:

—¿Crees que se trata de un hombre de constitución fuerte?

—Carallo, inspector, yo no diría tanto —comentó Peteira soltando la correa de su acento gallego—. Eliminaría la posibilidad de que fuera un esmirriado, pero tampoco hace falta ser un culturista para recorrer estos treinta metros con cincuenta kilos en brazos.

—Ya. Evidentemente, nadie vio nada raro. Con todo el revuelo que se ha montado, está claro que ya se habrían puesto en contacto con nosotros. Lo extraño es que no haya aparecido ya alguien diciendo que fue testigo de todo y jurando que el hombre se parecía a Michael Jackson.

—Tiempo al tiempo. Lo cierto es que no hay viviendas cercanas, así que yo diría que va a ser muy difícil que algún vecino viera algo sospechoso. El asesino sabía muy bien dónde deshacerse del cadáver, y también parece obvio que su intención era que lo encontráramos rápido.

—Sí, eso lo tengo claro yo también. ¿Habéis peinado los alrededores?

—Así es. Estuve con Arnau y Botello durante unas cuantas horas. Hemos localizado decenas de sitios bastante apartados en los que podría haberla matado y luego haberla traído hasta aquí, pero en ninguno de ellos hemos encontrado indicio alguno. Hablando con Botello llegamos a la misma conclusión: hay que descartar esa línea de investigación.

—Ah, ¿sí?, ¿la descartarías? —interrogó temiendo una teoría «made in Peteira».

—Sí. Vamos a ver, ¿qué sentido tiene matarla por aquí cerca y cargar con el cuerpo para tirarlo en otro sitio en el que íbamos a encontrarla igualmente? No tiene mucha lógica arriesgarse así, ¿no crees?

—Pues no. Tienes razón, Álvaro —reconoció algo sorprendido por la elocuente simpleza de su razonamiento.

Sancho se volvió hacia Peteira y, con gesto solemne, le expuso:

—Oye, Álvaro, arriesgándome a pasar todo el día dando vueltas a tus teorías, te voy a pedir que me cuentes la hipótesis que, a buen seguro, ya has construido en tu cabeza.

El subinspector dejó caer la mirada al suelo antes de mirar fijamente a Sancho. El sol le molestaba en sus ojos claros, y tuvo que interponer la mano antes de exponer su argumento.

—Tengo que reconocer que estoy algo desconcertado —se arrancó Peteira mientras encendía un cigarro—. Vamos a ver cómo me explico sin gallegadas. Al principio, pensé que podría tratarse de un asalto con resultado de muerte producido en el camino de regreso de la víctima a su casa, pero el asunto es que la mutilación no encaja con un homicidio preterintencional; ya sabes, el típico «se me fue de las manos» de un don nadie en la sala de interrogatorios. Y luego está el poema, que nos invita a pensar que se trata, evidentemente, de un asesinato premeditado. Sin embargo, lo que más me desconcertó es que pueda ser premeditado cuando está probado que la chica terminó sola esa noche por un cabreo con el novio. No me encaja, en su móvil no se registró ninguna llamada a partir de las 21:10. —Peteira dio dos caladas seguidas a su cigarro y continuó hablando—: Me juego contigo una de ostras de Arcade a que no sabes cuál es la mejor forma de hacer un puzle.

—La verdad es que nunca he tenido paciencia ni para dar la vuelta a todas las piezas. Como no me lo cuentes tú…

—Se nota que no tienes hijos —observó mientras dejaba escapar el humo—. Para hacer un puzle, primero hay que localizar las piezas de las esquinas. Estas son fáciles de encontrar porque son únicas, tienen dos lados lisos. El siguiente paso es montar los bordes, para lo que solo hay que buscar las piezas que tienen un lado liso y encajarlas poco a poco. Una vez terminados los bordes, no queda otra que ir por zonas ayudándote del modelo; es una simple cuestión de tiempo y de paciencia. Pues bien, en este puzle no soy capaz de encontrar ni las piezas de las esquinas. Bueno, sí. Diría que solo tenemos dos, que son el cadáver de la víctima y la causa de la muerte. ¿Entiendes lo que quiero decir? —preguntó el subinspector dejando florecer en su cara evidentes signos de preocupación.

—Te entiendo perfectamente y, siguiendo con la comparación del puzle, ¿sabes lo que me preocupa a mí realmente?

Peteira hizo un gesto con la cabeza y le miró fijamente.

—Que no creo que falten piezas. Están ahí y, tarde o temprano, daremos con ellas. Lo que me está machacando es que cada vez estoy más convencido de que el modelo que estamos siguiendo para encajarlas no es el bueno, sino el que el asesino quiere que utilicemos. Tenemos que replantearnos el método de investigación en este caso. Si seguimos el libreto, creo que fracasaremos. ¿Me explico?

—Claro.

El inspector examinó el escenario una última vez.

—Me alegro de haber tenido esta charla contigo, Álvaro. Ahora, volvamos a comisaría.

Al entrar en comisaría, Sancho se cruzó con Gómez y Botello, que estaban despidiendo a un tipo de unos treinta años, de metro ochenta, moreno con el pelo peinado con raya en medio, perilla corta y bien cuidada. Lucía gafas con montura de pasta negra, de esas de las que uno imagina que su precio supera el PIB de algunos países. Cuando se marchó, Sancho se acercó a los agentes para preguntar.

—¿Era el novio?

—No, inspector —respondió el agente Gómez—. Era Gregorio Samsa, el que encontró el cuerpo. Al novio se le interrogó ayer por la tarde, y se ha comprobado positivamente su coartada con los tres amigos que estuvieron con él durante toda la noche. Parecía bastante afectado el chico.

—Entendido. ¿Algo interesante con Samsa?

—Aparte del ramalazo que tenía el pollo, nada —interrumpió Botello.

El agente Áxel Botello tenía muchas virtudes, como el dominio absoluto de cualquier operación en Call of Duty[20] y en cualquier plataforma, o la de dejarse dominar absolutamente por cualquier mujer operada y con plataformas. Lamentablemente, la delicadeza no estaba entre esas bondades, pero aquel tipo menudo, que escondía su aspecto juvenil tras una barba mal arreglada a conciencia, había demostrado en muy poco tiempo que era uno de los miembros más brillantes del grupo.

—Ahórrate conmigo tus comentarios fuera de tono, Áxel. ¿Me podéis resumir el interrogatorio? —preguntó mirando con dureza al miembro de más reciente incorporación al grupo de homicidios.

—Por supuesto, mil perdones. Gregorio Samsa, treinta y dos años de edad, soltero y natural de Madrid, de padre checo y madre española. Trabaja en una empresa de informática que he apuntado por aquí. Eso es, Metamorphosis Software, S. L. Vive en Valladolid desde hace cuatro años; más concretamente, en la calle Turina, 8, en el barrio del Cuatro de Marzo. Sale a correr habitualmente por el parque Ribera de Castilla entre las siete y las ocho de la mañana.

—¿Los domingos también?

—Eso parece. Se le veía un tipo bastante raro, muy introvertido, de esos que pasan más tiempo en el universo de World of Warcraft que en el mundo real. Y algo amanerado —recalcó—, con todos mis respetos.

—Continúa, Áxel.

—Según nos ha contado, vio el cadáver al pasar por la zona del centro de piragüismo. Leo textualmente: «Llevaba unos quince minutos de carrera. Suelo empezar en la playa de las Moreras y sigo el camino de la ribera del río hasta la fábrica de Michelin. Me gusta ir tranquilo y disfrutando del paisaje. Cuando llegaba a la altura del embarcadero, vi que algo raro sobresalía de unos matojos. Paré de correr y me acerqué con cuidado a ver de qué se trataba. En cuanto me di cuenta de que era un cuerpo, cogí el móvil y llamé al 112».

—¿Hemos comprobado a qué hora hizo la llamada?

—Él mismo nos ha enseñado el registro de llamadas de su móvil y, efectivamente, la hizo a las 8:32 de la mañana del domingo, aunque lo comprobaremos, claro está. A las 8:45 se presentó en el lugar un agente de la motorizada y, acto seguido, se acordonó la zona. Concuerda con lo que recoge el informe de la científica.

—¿No vio nada extraño ni a nadie sospechoso? —insistió Sancho algo desesperanzado.

—No, inspector. Ha dicho que por allí no pasa un alma a esas horas, que casi nunca se cruza con nadie y que no vio nada que le llamara la atención —concluyó el agente.

—Está bien, redactad el informe y continuad con la investigación. Yo voy a comer algo donde Luis; si os animáis, os invito al café.

—¡Menudo ofrecimiento, inspector! ¡Difícil decir que no! —dijo Carlos Gómez con toda su guasa—. Pero ya hemos quedado con la gente del BIT[21], a ver si han encontrado algo en el ordenador de la víctima. Ya sabes, correo, redes sociales y esas movidas.

Sancho hizo un esfuerzo por descifrar lo que había querido decir Gómez antes de contestarle.

—Pues a ver si hay suerte, luego me contáis.

Esa tarde, Sancho quiso redactar las conclusiones de la doctora Corvo para el expediente. Cuando terminó de hacerlo, recordó sus ojos salvajes y lo violenta que le había resultado su conversación con ella. Se quedó unos minutos bloqueado mentalmente hasta que, en un arrebato de realidad, exclamó:

—¡Tengo que hablar con esta tía como sea!

Se levantó como si la silla estuviera tapizada de chinchetas y se dirigió al aparcamiento sin cruzar palabra con nadie. En doce minutos y treinta y ocho segundos, estaba en el campus universitario. Preguntó en conserjería de la Facultad de Filosofía y Letras, y le informaron de que la doctora terminaría su última clase en, aproximadamente, treinta y cinco minutos. Sacó un café de la máquina y decidió esperarla fuera. Reconoció a la doctora Corvo bajando las escaleras con una cartera bajo el brazo y se atrancó de nuevo en sus ojos, pero se sobrepuso de inmediato para interceptarla. Cuando estaba a un metro, se paró frente a ella y, sin dejar de mirarla, le expuso con voz adusta:

—Doctora Corvo, disculpe que la moleste de nuevo, pero necesito que me dedique unos minutos.

—Inspector, no esperaba verle tan pronto —alegó ella visiblemente incómoda—. Tengo un poco de prisa, ¿le importa que nos veamos en otro momento?

—A decir verdad, sí que me importa —atajó él esforzándose por mantener el gesto severo—. No disponemos de tiempo, necesito un punto de partida y, en estos momentos, pasa por ese maldito poema. Mejía insiste en que usted puede ayudarnos y, sinceramente, me la trae floja que tenga un poco de prisa.

—¿Se la trae floja? —repitió dejando escapar media sonrisa.

—Tengo una chica en el depósito y muchas preguntas. ¿Hay una cafetería por aquí cerca?

—Claro que hay cafetería. Esto es un campus universitario, inspector, pero no es el sitio apropiado. ¿Le parece si nos vemos en unos minutos en el Café Berlín? ¿Sabe dónde está? Me pilla cerca de casa.

—Sé dónde está. Se lo agradezco mucho, doctora, nos vemos allí en quince minutos.

—Que sean veinte.

—De acuerdo.

Sancho se subió al coche, y a los quince minutos estaba entrando por la puerta del Berlín. El bar estaba situado a pocos metros de la catedral, en el mismo corazón de Valladolid, y solían frecuentarlo jóvenes en busca de un ambiente alternativo y tranquilo para conversar frente a un café, cerveza o copas. La entrada ya tenía su encanto, algo estrecha y bien señalizada por un cartel ovalado con el nombre del bar en letras doradas sobre fondo negro. Tres peldaños daban acceso al interior.

Todavía era pronto, y había poca gente. Se sentó en una de las mesas situadas frente a la barra, pidió un botellín de cerveza y esperó. A los cinco minutos, llegó la doctora Corvo, que saludó a Sancho con la mirada y un fugaz alzado de cejas. Esperó a que le sirvieran su cerveza y se sentó frente a él.

—¿Y bien, inspector? Aquí me tiene, dispare.

—Hola de nuevo. Hacía tiempo que no entraba aquí, solía venir en mi época de estudiante —reveló en tono amigable para abrir la conversación.

—No sabía que llevara abierto tanto tiempo —replicó salpicando las palabras con un sarcasmo tan postizo que fue bien recibido por Sancho.

—No hace tanto de aquello, no se crea. La cuestión es que, entonces, la Facultad de Derecho estaba demasiado lejos de interesarme y demasiado cerca de aquí.

—¿Abogado frustrado o estudiante de paso?

—Me matriculé sin saber muy bien qué quería hacer con mi vida, no soy policía por vocación. —Sancho aprovechó para dar un trago a la cerveza—. Le pido disculpas de nuevo por la forma en la que la he abordado antes.

—Disculpas aceptadas. Si le parece, y cumplidos los preámbulos, nos centramos en lo que nos ha traído hasta aquí.

—Me parece. Gracias, doctora, vamos a ver si sacamos algo en claro de todo esto. Necesito algún punto de partida que me lleve a formular una hipótesis sólida que señale hacia un sospechoso. Se me ocurre que podríamos ir analizando el problema por partes, como si fuera un ejercicio de literatura, y nos vamos parando en lo que más nos llame la atención.

—Como quiera, inspector. —Hizo un paréntesis para abrir su carpeta, ponerse las gafas y continuó—: Veamos, el poema está compuesto por diecisiete versos agrupados en seis estrofas, de las que las cinco primeras son tercetos y la última es un pareado. Sigue la rima de los tercetos encadenados, todos de arte mayor, rimando el primero con el tercero y el segundo con el primero de la siguiente estrofa. Por tanto, en métrica, la rima quedaría como sigue —la doctora utilizó una servilleta para escribir—: 11A-11B-11A. 11B-11C-11B… y así sucesivamente.

La doctora se paró en seco al percatarse del desconcierto que se reflejaba en el rostro de su interlocutor. Tras unos segundos, preguntó:

—¿Me sigue?

—Doctora Corvo, ¿conoce ese refrán que dice: «De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco»? Pues de lo primero tengo poco y de lo último algo, pero de poeta… nada de nada.

—¿Conoce, inspector, ese otro de: «Hombre refranero, maricón o pordiosero»? —atajó ella aderezando el revés con una sonrisa salpicada de malicia.

Se hizo el silencio y se enfrentaron las miradas. Sancho soltó una carcajada tan agreste que retumbó en las paredes del local. Los pocos clientes que allí estaban se giraron simultáneamente hacia la mesa. Juntó las palmas y, mirando a su público, alegó:

—Perdón, señores, es que uno es más de campo que la madriguera del conejo.

Acto seguido reconoció:

—Tiene razón, abuso del refranero castellano, herencia de mi padre. Si le parece, nos dejamos de dichos y refranes. Ya sabe eso de: «El poco hablar es oro y el mucho es lodo».

Ambos se rieron con cierto desahogo y, cuando se calmaron, ella tomó la palabra:

—Ahora que somos capaces de tener una conversación amigable, ¿le parece que nos tuteemos? Creo que resultaría más sencillo para ambos —propuso la doctora mientras sacaba su tabaco de liar.

—Me parece cojonudo.

—Cojonudo, entonces. Me llamo Martina.

—Bonito nombre, aunque no es muy habitual en Tierra de Campos —comentó él continuando con el tono jocoso de la conversación.

—No lo es, no. Mi padre es argentino, descendiente de italianos, pero emigró de allí con veinte años. Mi madre es española; de Cáceres, concretamente.

—Interesante mezcla italoextremeña. Muy sugestiva. Yo nací en Valladolid, pero mis padres son de un pueblecito de Zamora. Vivieron del campo hasta que pudieron. Luego, se mudaron a la ciudad en busca de un futuro; mi padre regaló el suyo para sacarnos adelante a mi hermana y a mí. Ahora viven de nuevo en el pueblo, allí son felices.

—Interesante, un castellano de raza… —parafraseó ella.

—Bueno, dejémoslo en castellano a secas.

—Bien, a ver cómo sigo. Vamos allá. La poesía clásica tiene unas normas métricas que el autor debe cumplir. Por contra, la poesía moderna se caracteriza por el verso libre; es decir, cada autor sigue sus propias normas métricas. En este caso, el autor ha seguido la rima clásica de los tercetos encadenados, cuya creación se atribuye a Dante, poeta italiano que escribió La divina comedia.

—Sí, eso me suena del colegio.

—Sancho, ¿puedo preguntarte dónde encontraron el poema?

—Claro, confío en tu discreción. Lo encontramos dentro de la boca de la víctima.

—Entiendo. Como te decía antes, en cada estrofa debe rimar el primer verso con el tercero, y el segundo con el primero de la siguiente estrofa. De ahí lo de «encadenados». Son versos endecasílabos con rima consonante. ¿Hasta ahí bien?

—Perfectamente, doctora. Gracias.

—En cuanto al contenido —hizo una pausa para encender el cigarrillo que acababa de liar—, yo veo dos partes diferenciadas. El autor presenta el argumento principal del poema en las tres primeras estrofas.

Empezó a recitar los versos en voz alta:

Cuando la sirena busca a Romeo,

de lujuria y negro tiñe sus ojos.

Su canto no es canto, solo jadeo.

Fidelidad convertida en despojos,

a la deriva en el mar de la ira,

varada y sin vida entre los matojos.

No hay semilla que crezca en la mentira,

ni mentira que viva en el momento

en el que la soga juzga y se estira.

—Antes de continuar, querría dejar clara una cosa: todo lo que diga no es más que mi interpretación personal, y debe ser puesta en cuarentena. Solo es mi opinión —insistió.

Sancho asintió con la cabeza. La doctora hizo un descanso para fumar y dar un trago a su cerveza antes de reanudar su exposición:

—Parece evidente que la «sirena» hace mención a la propia víctima. En la primera estrofa, el autor la describe como un ser maligno llevado por la lujuria en busca de placeres carnales. En la segunda, habla del motivo por el que muere o, mejor dicho, el motivo por el que la asesina: la infidelidad. En la tercera estrofa, parece que tratara de justificarse argumentando que la mentira o, lo que es lo mismo, el engaño, lleva irremediablemente a la muerte. Por cierto, la víctima fue encontrada entre unos matorrales, ¿no?

—Sí, así es.

—Entonces, si damos por hecho que escribió el poema antes de abandonar el cadáver, es evidente que quienquiera que lo hiciera pretendía que la encontraran allí. Sin querer meterme en tu terreno, diría que lo tenía todo planeado.

—Sí, eso pensamos nosotros, pero no nos encaja que esa noche ella tuviera otros planes. Según hemos comprobado, discutió con su novio y se marchó del bar en el que estaban. Esto sucedió sobre las 23:30, y esa fue la última vez que se la vio con vida. Puede ser que el hecho de asesinar fuera premeditado, pero cada vez estoy más convencido de que la víctima fue casual. Es decir, podría haber sido esa chica o cualquier otra y, si esto es como digo, será todavía más complicado coger a este cabrón.

—Entiendo. Sin embargo, diría que el autor conocía muy bien a la sirena por la forma en que se expresa en el poema. —Se detuvo un instante y prosiguió—: O puede que, para él, todas las mujeres sean sirenas.

—Podría ser, eso no lo había pensado —reconoció pasándose la mano por la barba—. En estos momentos, la situación es de coma con pronóstico reservado, o dicho de otra forma, no tenemos ni idea de lo que puede suceder a continuación. Quién sabe lo que estará pasando por la mente de ese criminal.

—La figura de la sirena es bastante recurrente para poetas —retomó la doctora— y otros artistas. De hecho, hay una obra de teatro de Alejandro Casona que se titula La sirena varada. Aquí, en la segunda estrofa —señaló sobre el papel—, aparece también el término «varada».

—Curioso. Áxel, un agente de la comisaría, dice que también es el título de una canción de Héroes del Silencio. ¿La conoces?

—No. No es precisamente el tipo de música que yo escucho.

—Bueno. Ahora déjame preguntarte algo que me viene rondando la cabeza desde que lo leí la primera vez: ¿te parece bueno el poema en sí? Es decir, ¿dirías que tenemos que buscar a un poeta con impulsos asesinos o, simplemente, a un tipo que lo ha escrito para burlarse?

—No sabría decirte. Normalmente, la poesía no se valora en esos términos. Sencillamente, gusta o no gusta. No obstante, por no dejar sin contestar tu pregunta, te diría que este poema, en su conjunto, me llega más bien poco.

—¿Y eso?

—Básicamente, por la ausencia de figuras literarias. Es demasiado claro y tangible para mi retorcido gusto. Prefiero lo simbólico porque es más susceptible de ser interpretado libremente e invita a la reflexión. Diría que se trata de un aficionado que ha elegido la poesía como medio de expresión o de exaltación de «su obra».

Sancho terminó su bebida e hizo un gesto desde la mesa al camarero para que les pusiera otra ronda. Eran cerca de las 20:30, y el Berlín se iba llenando.

—Quizá deba contarte algo que no te he mencionado antes por tratarse de información que no queremos que salga a la luz; por lo menos, intentamos dilatar al máximo el plazo hasta que se haga pública.

—Soy una tumba.

—A nuestro siniestro poeta no le bastó con asesinarla y mutiló el cadáver cortándole los párpados con una tijera de jardinería.

—¿Los párpados? ¡Menudo enfermo! —exclamó—. Bueno, tiene sentido. Dejar al descubierto los ojos podría ser una forma de escarnio público. Es como dejar en evidencia a un mentiroso en una reunión de amigos, ¿sabes?

—Pues no, nunca me he visto en una de esas.

—Yo sí —reconoció Martina con expresión ladina—. Por cierto, ¿cómo fue asesinada? ¿La violó?

—Asfixiada. Y no, no la violó.

—Me alegro de que no lo hiciera, pero me estoy desviando del tema. ¿Continúo?

—Sí, por favor.

—La segunda parte comprende la cuarta y quinta estrofas. Se aprecia un notable cambio en el tono; ahora, se dirige al lector de forma amenazante. Podría pensarse que lo hace a la policía, que es quien se supone que va a encontrar el poema.

Martina recitó las estrofas dotando a cada palabra de la carga emotiva que requería:

Tejeré con la esencia del talento

la culpabilidad de los presuntos.

¡Y que mi sustento sea su aliento!

Caminaré entre futuros difuntos,

invisible y entregado al delirio

de cultivar de entierros mis asuntos.

Cuando terminó de hacerlo, hizo una pausa para darle una calada al cigarro y reconoció:

—Tengo que admitir que estas dos estrofas sí me transmiten algo. Dicho de otra forma: tienen tanta fuerza que me creo lo que dice. En la primera, ese «esencia del talento» denota que se considera un tipo muy inteligente y capaz. Luego, advierte que va a alimentarse de la vida de los culpables.

—Sí, pero… ¿culpables de qué?

—No especifica, pero con «de los presuntos» apostaría a que se refiere a los que aparentan ser inocentes pero no lo son.

Sancho murmuró algo mientras anotaba en su libreta.

—En el último terceto, nos da a entender claramente que tiene la intención de seguir matando. «Futuros difuntos» y «cultivar de entierros mis asuntos» no dejan lugar a dudas. Parece evidente que disfrutará con ello.

—Sí, y ese «invisible» no me ha pasado desapercibido. Nos está retando.

—Claramente. Además, me suena haber leído antes la última estrofa, pero no consigo ubicarla por más vueltas que le doy. La he buscado con las mismas palabras, pero no he encontrado nada; seguiré pensando, a ver si doy con ello. Puede ser una referencia que nos proporcione alguna pista, no sé.

—No dudes en llamarme si lo averiguas, por favor.

—Cuenta con ello. En cuanto al último pareado que cierra el poema:

Afrodita, nacida de la espuma,

cisne negro condenado en la bruma.

—Afrodita, que da título al poema, es la diosa del amor y de la reproducción, muy ligada a la idea del sexo. Según he comprobado en la mitología griega, nació de la espuma del mar; es otra forma de referirse a la víctima. Afrodita podía adoptar la apariencia de varios animales para mostrarse a los mortales; entre ellos, el cisne. El negro denota un tono sombrío, maligno. Por último, con lo de «condenada en la bruma» creo que se refiere a la idea del olvido. Digamos que es lo que consigue al matarla: condenarla al olvido.

Martina terminó de hablar y se quitó las gafas para guardarlas en su funda. Después, inspiró profundamente sin dejar de mirar a Sancho.

—Muchas gracias, Martina.

—Espero que os pueda servir de ayuda.

—Ya lo creo. Damos por hecho que el autor del poema es el mismo que cometió el crimen, y que podría tratarse de un aficionado a la poesía que utiliza esta forma de comunicación para exaltar y justificar sus actos. Se trata de un psicópata que, ante la infidelidad y la mentira, decide tomarse la justicia por su mano. Se siente orgulloso de sus actos, y tiene toda la intención de seguir matando.

—Ese podría ser el resumen, aunque yo no sabría decirte si se trata, o no, de un psicópata. Para eso, deberías consultar a otro especialista.

—Eso ya lo veremos, pero algo está claro: sabemos más de lo que sabíamos antes, y eso es avanzar —aseguró clavando su mirada en los ojos verdes de la doctora—. ¿Otro botellín? Ya sabes eso de que «No hay quinto malo».

—Yo soy más de tercios, pero… ¿por qué no? —dijo ella exhibiendo una monumental sonrisa.

Sancho le devolvió la sonrisa mientras se dirigía a la barra. A los pocos segundos, sonó su móvil. Una llamada de comisaría.

—Sancho.

—Soy Matesanz, acaba de llamarnos nuestra gente de prensa y según parece…

—Vaya, no me digas más —interrumpió Sancho mordiéndose el labio inferior y mirando en dirección a Martina—, se han enterado de la mutilación.

—Así es, lo sacarán en la edición de mañana. No han podido retenerlo más.

—¡Hay que jodeeerse! Solo espero que no se ensañen con el titular.

—Mañana lo sabremos.

—Gracias por avisarme, hasta mañana.

—Hasta mañana.