La risa siempre estaba presente en casa de tía Ifeoma; sin importar su procedencia, resonaba en las paredes, en las estancias. Las discusiones se iniciaban con facilidad para terminar con la misma facilidad. Por la mañana y por la noche, las plegarias se amenizaban siempre con cantos religiosos en igbo, normalmente acompañados de palmadas. Las comidas incluían poca carne, cada ración tenía la anchura de dos dedos y la longitud de medio. La casa estaba siempre reluciente: Amaka fregaba el suelo con un cepillo de cerdas duras, Obiora barría y Chima sacudía los cojines de las sillas. Todos fregaban los platos por turnos. Tía Ifeoma también nos incluyó a Jaja y a mí en el horario y, cuando me tocó fregar los platos en los que el garri de la comida se había quedado reseco, Amaka los recogió de la bandeja donde los había colocado para que se secaran y los puso otra vez en remojo.
—¿Es así como friegas los platos en tu casa? —me preguntó—. ¿O es que esa actividad no está incluida en tu fantástico horario?
Me la quedé mirando; ojalá tía Ifeoma hubiera estado allí para contestar en mi lugar. Amaka mantuvo la mirada un momento más y luego se alejó. No me dijo nada más en toda la tarde hasta que llegaron sus amigas. Tía Ifeoma estaba con Jaja en el jardín y los chicos jugaban a fútbol en la calle.
—Kambili, estas son mis amigas de la escuela —dijo con despreocupación.
Las dos muchachas me saludaron y yo les sonreí. Tenían el pelo igual de corto que Amaka, llevaban pintalabios brillante en los labios y unos pantalones demasiado ajustados. Estaba segura de que caminarían de otra forma de haber ido vestidas de manera más cómoda. Las observé mientras se miraban al espejo, mientras leían enfrascadas una revista norteamericana en cuya portada aparecía una mujer de piel morena y pelo rubio y mientras hablaban de un profesor de matemáticas que no sabía las respuestas a sus propias preguntas, de una muchacha que iba a clase por la tarde con minifalda a pesar de tener las piernas gruesas como ñames y de un chico que estaba bien.
—Está bien, sha, pero no es atractivo —puntualizó una.
Llevaba un pendiente largo en una oreja y una bolita dorada de bisutería en la otra.
—¿Todo ese pelo es tuyo? —preguntó la otra, y yo no me di cuenta de que se dirigía a mí hasta que Amaka me llamó «¡Kambili!».
Quería explicarle a la muchacha que el pelo era natural, que no llevaba extensiones, pero tampoco esta vez me salieron las palabras. Sabía que seguían hablando de mi pelo, de lo largo y grueso que lo tenía. Quería hablar con ellas, reírme hasta el punto de tener que empezar a dar brincos como ellas hacían, pero mis labios seguían pegados con terquedad. No quería tartamudear, así que simulé un ataque de tos y corrí a esconderme en el lavabo.
Aquella noche, al poner la mesa para cenar, oí que Amaka preguntaba:
—¿Estás segura de que no están tarados, mamá? Kambili se ha comportado como una atulu ante mis amigas.
Amaka no había subido ni bajado la voz y se oía con claridad procedente de la cocina.
—Amaka, eres libre de pensar lo que quieras, pero tienes que tratar a tu prima con respeto. ¿Lo entiendes? —respondió tía Ifeoma en inglés con tono firme.
—Solo preguntaba.
—Llamar «borrega» a tu prima no es mostrar respeto.
—Se comporta de forma muy extraña. Y Jaja también es raro. A los dos les pasa algo.
Me tembló la mano al tratar de alisar una lámina de madera del tablero agrietado que se había quedado retorcida. Cerca de ella marchaba una hilera de hormigas rojas diminutas. Tía Ifeoma me había pedido que no les hiciera nada ya que no causaban daño a nadie y tampoco era posible librarse de ellas; llevaban allí tanto tiempo como el propio edificio.
Di un vistazo al otro lado de la sala de estar para ver si Jaja había oído a Amaka a pesar del sonido del televisor, pero estaba absorto en las imágenes, tumbado en el suelo al lado de Obiora. Parecía que lo hubiera hecho toda la vida, tenía el mismo aspecto que a la mañana siguiente en el jardín, como si llevara allí mucho tiempo a pesar de que solo hacía algunos días que habíamos llegado.
Tía Ifeoma me pidió que saliera con ellos al jardín a arrancar las hojas de los crotones que habían empezado a ponerse mustias.
—¿A que son bonitos? —preguntó orgullosa tía Ifeoma—. Mirad el verde, el rosa y el amarillo de esas hojas. Parece que Dios los haya pintado con paleta y pincel.
—Sí —admití.
Tía Ifeoma me observaba y yo me preguntaba si notaba que a mi voz le faltaba el entusiasmo de la de Jaja cuando ella nos hablaba de su jardín.
Algunos niños de los pisos más altos bajaron y se detuvieron a mirarnos. Tendrían unos cinco años, un hatajo de prendas manchadas y locuacidad. Se dirigieron unos a otros y a tía Ifeoma, y luego uno de ellos se volvió hacia mí y me preguntó a qué escuela de Eunugu iba. Emití un tartamudeo y me aferré a algunas hojas frescas que acabé arrancando; el líquido viscoso brotó del tallo. Al verlo, tía Ifeoma me dijo que si quería podía volver dentro. Me habló de un libro que acababa de terminar, estaba en la mesa de su habitación y estaba segura de que me gustaría. Así que fui hasta allí y tomé un libro cuya cubierta era de un azul apagado. Se llamaba Los viajes de Equiano o la vida de Gustavus Vassa, el Africano.
Me senté en el porche con el libro en el regazo y vi a una niña cazar una mariposa en el jardín. La mariposa subía y bajaba, batiendo despacio las alas amarillas moteadas de negro, como si quisiera provocarla. La niña llevaba el pelo recogido en un moño alto y, al correr, botaba. Obiora también estaba sentado en el porche, pero no a la sombra, de manera que tenía que entrecerrar los ojos tras los gruesos cristales de las gafas para evitar que el sol lo cegara. Obiora contemplaba a la niña y a la mariposa mientras repetía despacio el nombre de Jaja, poniendo el acento en ambas sílabas; ahora en la primera, ahora en la segunda.
—«Aja» quiere decir arena u oráculo, pero ¿«Jaja»? ¿Qué nombre es ese? No es un nombre igbo —dijo al fin.
—Mi verdadero nombre es Chukwuka. Jaja es un apodo que me ha quedado de la infancia.
Jaja estaba de rodillas. Solo llevaba puestos unos pantalones cortos de tela vaquera y los músculos de su espalda se adivinaban a través de la piel, largos y homogéneos como la maleza que arrancaba.
—Cuando era niño solo sabía decir Ja-Ja, así que todo el mundo acabó llamándolo así —explicó tía Ifeoma. Luego se volvió hacia Jaja y añadió—: Le dije a tu madre que resultaría un apodo apropiado, que así te parecerías a Jaja de Opobo.
—¿Jaja de Opobo? ¿El rey tozudo? —Obiora se mostró curioso.
—Rebelde —lo corrigió tía Ifeoma—. Era un rey rebelde.
—¿Qué quiere decir «rebelde», mami? ¿Qué hizo ese rey? —preguntó Chima.
También estaba en el jardín, haciéndose algo en las rodillas, y tía Ifeoma le reñía continuamente: «Kwusia, no hagas eso» o «Si vuelves a hacerlo, te daré un sopapo».
—Era el rey de Opobo —explicó tía Ifeoma— y cuando llegaron los ingleses se negó a que monopolizaran el comercio. No vendió su alma a cambio de un poco de pólvora, como los otros reyes, así que los británicos lo obligaron a exiliarse en las Antillas. No volvió nunca a Opobo.
Tía Ifeoma continuó regando la hilera de florecitas amarillas que se agrupaban formando ramilletes. Con una mano sujetaba una regadera y la inclinaba para que el agua cayera por la boca del tubo. Ya había usado toda el agua del recipiente más grande que habíamos traído por la mañana.
—Qué triste. Tal vez no debería haber tenido una actitud tan desafiante —observó Chima.
Se acercó a Jaja y se puso en cuclillas junto a él. Me preguntaba si entendía qué quería decir «exiliarse» y «vendió su alma a cambio de un poco de pólvora». Tía Ifeoma hablaba como si diera por supuesto que sí.
—A veces mostrarse desafiante es bueno —explicó tía Ifeoma—. Es como la marihuana, no es mala si se le da buen uso.
Fue más el tono solemne que lo sacrílego de sus palabras lo que me hizo levantar la cabeza. Conversaba con Chima y Obiora, pero miraba a Jaja.
Obiora sonrió y se colocó las gafas en su sitio.
—De todas formas, Jaja de Opobo no era ningún santo. Vendió a su gente como esclavos y al final ganaron los ingleses. Para que luego hablen de desafío.
—Los ingleses ganaron la guerra, pero perdieron muchas batallas —puntualizó Jaja.
Mis ojos saltaban de una línea a otra por el texto de la página. ¿De dónde sacaba aquella facilidad de palabra? ¿No se le formaban burbujas de aire en la garganta? ¿No se le quedaban retenidas las palabras de manera que pudiera emitir como mucho un tartamudeo? Levanté la vista para mirarlo, para contemplar su piel oscura cubierta de gotas de sudor que relucían bajo el sol. Nunca lo había visto gesticular así con el brazo, ni había observado en sus ojos el brillo penetrante que mostraban cuando estaba en el jardín de tía Ifeoma.
—¿Qué te ha pasado en el dedo meñique? —le preguntó Chima.
Jaja bajó la mirada, como si también él se diera cuenta entonces de que tenía el dedo retorcido y deformado como una rama seca.
—Jaja sufrió un accidente —se apresuró a responder tía Ifeoma—. Chima, ve y tráeme el recipiente del agua. Este está casi vacío, así que puedes cargar con él.
Me quedé mirando a tía Ifeoma y cuando nuestros ojos se encontraron ella volvió la cabeza. Lo sabía. Sabía lo que le había ocurrido a Jaja en el dedo.
A los diez años, falló dos preguntas del examen de catequesis y no quedó el primero de su clase de preparación para la primera comunión. Padre se lo llevó arriba y cerró la puerta. Cuando salió, Jaja lloraba y se sujetaba la mano izquierda con la derecha. Padre se lo llevó al hospital de Santa Inés. También lloraba y lo llevó hasta el coche en brazos como un bebé. Más tarde, Jaja me contó que padre le había perdonado la mano derecha porque la necesitaba para escribir.
—Este está a punto de abrirse. —Tía Ifeoma se dirigía a Jaja y señalaba un capullo de ixora—. En dos días abrirá los ojos al mundo.
—Seguramente no lo veré. Para entonces ya nos habremos marchado —observó Jaja.
Tía Ifeoma sonrió.
—¿No dicen que el tiempo vuela cuando uno es feliz?
Entonces sonó el teléfono y tía Ifeoma me pidió que lo cogiera ya que era la que estaba más cerca de la puerta. Era madre. Enseguida supe que había ocurrido algo porque siempre era padre quien llamaba. Además, nunca llamaba por la tarde.
—Vuestro padre no está aquí —dijo madre. Su voz resultaba gangosa, como si le hiciera falta sonarse—. Ha tenido que marcharse esta mañana.
—¿Se encuentra bien? —pregunté.
—Sí.
Hizo una pausa y oí que hablaba con Sisi. Luego volvió al teléfono y me contó que el día anterior unos soldados habían asaltado las pequeñas y lóbregas dependencias que servían de redacción del Standard. Nadie sabía cómo habían dado con ellas. Había tantos soldados que la gente que se encontraba en la calle le dijo a padre que aquella imagen recordaba a las fotografías del frente durante la guerra civil. Los soldados confiscaron todos los ejemplares de la publicación, destrozaron los muebles y las imprentas, clausuraron las oficinas, se quedaron las llaves y barraron las puertas y las ventanas. Ade Coker volvía a estar detenido.
—Me preocupa vuestro padre —confesó madre antes de que le pasara el teléfono a Jaja—. Me preocupa vuestro padre.
Tía Ifeoma también parecía preocupada porque después de la llamada salió a comprar un ejemplar del Guardian. Nunca compraba ningún periódico, costaban demasiado; los leía en los quioscos cuando tenía tiempo. La noticia de que los soldados habían clausurado el Standard aparecía en las páginas centrales, junto a los anuncios de zapatos para mujer importados de Italia.
—Tío Eugene lo habría publicado en portada —observó Amaka, y me pregunté si aquella entonación peculiar era debida al orgullo.
Cuando más tarde llamó padre, quiso hablar primero con tía Ifeoma y luego con Jaja y conmigo. Nos dijo que estaba bien, que todo iba bien, que nos echaba de menos y que nos quería mucho. No mencionó para nada el Standard ni lo que había ocurrido en la redacción. Después de colgar, tía Ifeoma nos dijo:
—Vuestro padre quiere que os quedéis unos días más aquí.
En el rostro de Jaja se dibujó una sonrisa tan amplia que me permitió descubrir unos hoyuelos en sus mejillas que nunca antes había visto.
El teléfono sonó temprano, antes de que ninguno de nosotros hubiera tenido tiempo de darse un baño matutino. Tenía la boca seca, ya que sabía que se trataba de padre, que le había ocurrido algo. Seguro que los soldados habían ido a casa y le habían disparado para que nunca volviera a publicar nada. Esperaba que de un momento a otro tía Ifeoma nos llamara a Jaja y a mí; mientras, apretaba el puño y deseaba con todas mis fuerzas que no lo hiciera. Tardó un poco y al salir mostraba una expresión alicaída. Su risa no se dejó oír como de costumbre durante el resto del día y cuando Chima quiso sentarse a su lado, le propinó una bofetada y exclamó: «¡Déjame en paz! Nekwa anya, ya no eres ningún bebé». Se mordía el labio inferior de manera que la mitad quedaba escondida dentro de su boca y al masticar le temblaba la mandíbula.
Durante la cena, el padre Amadi se dejó caer por allí. Cogió una silla de la sala de estar y se sentó a beberse a sorbos el vaso de agua que Amaka le había ofrecido.
—He estado jugando a fútbol en el estadio y luego he llevado a algunos chavales al centro a comprar akara y ñames fritos —explicó cuando Amaka le preguntó qué había hecho ese día.
—¿Por qué no me ha dicho que iba a ir a jugar, padre? —protestó Obiora.
—Lo siento, se me ha olvidado. Pero el próximo fin de semana os pasaré a recoger a Jaja y a ti.
Su voz melodiosa sonaba más baja y denotaba disculpa. No podía evitar mirarlo ya que su voz me atraía y, además, no me habría imaginado que un sacerdote jugara a fútbol. Parecía algo tan vulgar, tan impío… El padre Amadi cruzó su mirada con la mía desde el otro lado de la mesa y yo me apresuré a volver la cabeza.
—Tal vez Kambili quiera venir a jugar también —dijo. Al oírle pronunciar mi nombre con aquella voz sentí que todo se me tensaba por dentro. Me llevé la comida a la boca, así al tenerla llena me obligaba a masticar y evitaba tener que decir nada—. Al principio, cuando llegué aquí, Amaka solía venir con nosotros, pero ahora solo se dedica a escuchar música africana y a soñar despierta con cosas poco realistas.
Mis primos se echaron a reír, Amaka la que más, y Jaja sonrió. Pero tía Ifeoma se mantuvo seria. Masticaba la comida despacio, con la mirada distante.
—Ifeoma, ¿ocurre algo? —preguntó el padre Amadi.
Ella asintió y dio un suspiro, como si acabara de darse cuenta de que no estaba sola.
—Hoy he recibido noticias de casa. Nuestro padre está enfermo. Me han dicho que lleva tres días seguidos sin levantarse bien. Quiero traérmelo aquí.
—Ezi okwu? —El padre Amadi arrugó la frente—. Claro que tienes que traértelo.
—¿Papa-nnukwu está enfermo? —preguntó Amaka alarmada—. Mamá, ¿cuándo lo has sabido?
—Esta mañana me ha llamado la vecina. Es una buena mujer, Nwamgba, ha ido hasta el pueblo para llamar por teléfono.
—¡Tendrías que habérnoslo dicho! —gritó Amaka.
—¿Cuándo podemos ir a Abba, mamá? —preguntó Obiora con calma, y en aquel momento, como en tantos otros desde que habíamos llegado, observé que parecía mucho mayor que Jaja.
—Ni siquiera tengo suficiente combustible para llegar a Ninth Mile y no sé cuándo traerán más. Tampoco puedo pagar un taxi. Podría ir en transporte público, pero ¿cómo voy a traerme a un anciano enfermo en uno de esos autobuses tan llenos que uno tiene que viajar con la nariz metida en el sobaco maloliente del vecino? —Tía Ifeoma meneó la cabeza—. Estoy cansada, estoy muy cansada…
—En la capellanía tenemos combustible de reserva —ofreció el padre Amadi en tono tranquilo—. Seguro que puedo conseguirte algunos litros. Ekwuzina, no te pongas así.
Tía Ifeoma asintió y le dio las gracias, pero la expresión de su rostro no mejoró y, más tarde, al rezar el rosario, no elevó la voz al cantar. Yo me esforcé por concentrarme en los misterios gozosos, preguntándome todo el tiempo dónde dormiría Papa-nnukwu. En aquel piso pequeño había pocas opciones: la sala estaba ocupada por los muchachos y la habitación de tía Ifeoma estaba al completo ya que servía de despensa, biblioteca y dormitorio para ella y Chima. Tendría que ser en otra, en la de Amaka o… en la mía. Me preguntaba si tendría que confesarme por haber compartido el dormitorio con un infiel. Entonces interrumpí la meditación para rezar por que padre nunca supiera que Papa-nnukwu había ido a aquella casa y que yo había compartido habitación con él.
Al final de los cinco dieces, antes de iniciar la salve, tía Ifeoma rezó por Papa-nnukwu. Le pidió a Dios que extendiera sobre él su mano curativa, como lo había hecho con la suegra del apóstol san Pedro. Pidió a la Virgen santísima que rogara por él, y a los ángeles que lo custodiaran.
Sorprendida, demoré un poco mi «amén». Cuando padre rezaba por Papa-nnukwu solo pedía a Dios que lo convirtiera y que lo salvara de arder en el fuego eterno del infierno.
A la mañana siguiente, el padre Amadi llegó temprano. Su aspecto era aún menos sacerdotal que de costumbre, llevaba unos pantalones de color caqui que le llegaban justo por debajo de la rodilla. No se había afeitado y a pleno sol la barba parecía dibujarle pequeños lunares en el mentón. Aparcó el coche junto a la furgoneta de tía Ifeoma y sacó una lata de combustible y una manguera de riego cortada y reducida a un cuarto de su longitud.
—Déjeme aspirar a mí, padre —se ofreció Obiora.
—Ten cuidado y no te lo tragues —le advirtió el padre Amadi.
Obiora insertó un extremo de la manguera en la lata y se metió el otro en la boca. Vi cómo sus mejillas se hinchaban como un globo y luego se deshinchaban. Con mucha rapidez, se sacó la manguera de la boca y la metió en el depósito de la furgoneta. Escupió y tosió.
—¿Has tragado mucho? —le preguntó el padre Amadi, dándole golpecitos en la espalda.
—No —respondió Obiora entre arranques de tos. Parecía orgulloso.
—Buen trabajo. Imana, ya sabes que la habilidad para aspirar combustible es imprescindible hoy en día —dijo el padre Amadi. Su sonrisa irónica estropeaba bien poco la suavidad arcillosa de sus rasgos.
Tía Ifeoma apareció vestida con un boubou negro. No llevaba los labios pintados y se le veían agrietados. Abrazó al padre Amadi.
—Gracias, padre.
—Puedo llevarte a Abba esta tarde, después de mi horario de visita.
—No, padre, gracias. Iré con Obiora.
Tía Ifeoma se marchó con Obiora de copiloto; el padre Amadi salió poco después. Chima subió a casa de los vecinos y Amaka se metió en su habitación y puso música lo bastante alta como para que pudiera oírla claramente desde el porche. A aquellas alturas, yo ya era capaz de distinguir los músicos con conciencia cultural. Conocía los tonos puros de Onyeka Onwenu, la fuerza y el desenfado de Fela y el arte relajante de Osadebe. Jaja se encontraba en el jardín con las podaderas de tía Ifeoma y yo me senté con el libro que estaba a punto de terminar y me lo quedé mirando. Sujetaba las podaderas con ambas manos por encima de su cabeza mientras iba desmochando.
—¿Tú crees que estamos tarados? —le pregunté en voz baja.
—Gini?
—Amaka dice que estamos tarados.
Jaja me miró y luego volvió la mirada hacia la hilera de garajes.
—¿Qué quiere decir «tarados»?
Había hecho una pregunta que no tenía ni requería respuesta; luego continuó con la poda.
Tía Ifeoma volvió por la tarde, justo cuando estaba a punto de quedarme dormida en el jardín gracias al zumbido de una abeja que me servía de arrullo. Obiora ayudó a Papa-nnukwu a bajar del coche y este se apoyó en él al andar hasta la puerta del piso. Amaka fue corriendo a su encuentro y presionó ligeramente su costado contra el de Papa-nnukwu. Los ojos se le cerraban, los párpados le pesaban como si les hubieran colocado plomos, pero aun así sonrió y dijo algo que hizo reír a Amaka.
—Papa-nnukwu, nno —lo saludé.
—Kambili —dijo con voz débil.
Tía Ifeoma quería que Papa-nnukwu se estirara en la cama de Amaka, pero él prefirió tumbarse en el suelo. La cama resultaba demasiado mullida. Obiora y Jaja pusieron las sábanas en el colchón de recambio y lo colocaron encima del pavimento, luego tía Ifeoma ayudó a Papa-nnukwu a acostarse. Los ojos se le cerraron casi de inmediato, aunque el párpado del ojo que estaba perdiendo la visión permaneció ligeramente abierto, como si fuera a echarnos un vistazo desde el reino de los sueños de los cansados y los enfermos. Estirado aún parecía más alto, ocupaba toda la longitud del colchón, y me acordé de cuando nos contó que de joven alcanzaba a coger icheku de los árboles con solo estirar el brazo. El único icheku que había visto era enorme, sus ramas rozaban el tejado de un dúplex. Y sin embargo creía lo que decía Papa-nnukwu, que era capaz de alcanzar las vainas negras de icheku de las ramas.
—Haré ofe nsala para comer, a Papa-nnukwu le gusta —se ofreció Amaka.
—Espero que quiera comer. Chinyelu me ha dicho que estos dos últimos días le costaba hasta tragar agua.
Tía Ifeoma contemplaba a Papa-nnukwu. Se inclinó y le acarició con suavidad las ásperas callosidades blanquecinas de los pies. Tenía las plantas llenas de líneas estrechas, como las grietas de una pared.
—¿Lo llevarás al centro médico hoy o mañana, mamá? —quiso saber Amaka.
—¿Es que no te acuerdas, imarozi, de que los médicos empezaron una huelga justo antes de Navidad? De todas formas, antes de salir he llamado al doctor Nduoma y me ha dicho que vendría esta noche.
El doctor Nduoma vivía en la misma avenida Marguerite Cartwright, un poco más abajo, en uno de los dúplex que tenían el aviso de CUIDADO CON LOS PERROS y el jardín grande. Amaka nos contó a Jaja y a mí que era el director del centro médico. Pocas horas más tarde lo vi bajar de su Peugeot 504 de color rojo. Desde que había empezado la huelga, había puesto en marcha una pequeña clínica en la ciudad. Amaka nos contó que estaba hasta los topes. La última vez que había contraído la malaria había acudido allí a que le administraran las inyecciones de cloromicetina y la enfermera había tenido que utilizar un hornillo de queroseno que despedía gran cantidad de humo para hervir el agua. Amaka estaba contenta de que el doctor Nduoma hubiera venido a casa; los gases acumulados en el ambiente viciado de la clínica habrían podido asfixiar a Papa-nnukwu.
El doctor Nduoma lucía una sonrisa permanente, como si aquello pudiera ahuyentar las malas noticias referentes a un paciente. Le dio un abrazo a Amaka y nos estrechó la mano a Jaja y a mí. Amaka entró tras él a la habitación para ver a Papa-nnukwu.
—Papa-nnukwu se ha quedado en los huesos —dijo Jaja.
Estábamos sentados el uno al lado del otro en el porche. El sol ya se había puesto y corría una ligera brisa. Muchos chavales del vecindario jugaban a fútbol dentro de la finca. Desde un piso más alto, un adulto gritó:
—Nee anya, ¡si ensuciáis la pared del garaje con la pelota, os cortaré las orejas!
Los chavales se echaron a reír y continuaron propinando pelotazos a la pared. El balón cubierto de tierra la dejaba llena de manchas marrones.
—¿Crees que padre lo sabrá? —le pregunté.
—¿El qué?
Entrelacé los dedos. ¿Cómo era posible que Jaja no supiera a qué me refería?
—Que Papa-nnukwu está aquí con nosotros, en esta misma casa.
—No lo sé.
El tono de Jaja hizo que me volviera a mirarlo. No fruncía el entrecejo, preocupado, como yo.
—¿Le has contado a tía Ifeoma lo de tu dedo? —le pregunté, aunque no debería haberlo hecho.
No tendría que haberlo sacado a colación, pero ya no tenía remedio. Únicamente cuando estaba a solas con Jaja era capaz de hablar sin bloquearme.
—Me preguntó y se lo dije —me respondió mientras golpeaba el suelo del porche con el pie con ritmo enérgico.
Me miré las manos, las uñas que padre solía cortarme cuando era pequeña, sentada entre sus rodillas, con su mejilla rozando ligeramente la mía; me las cortaba demasiado, hasta que se me descarnaban. Él se encargó hasta que tuve edad para hacerlo yo misma; pero aún ahora seguía cortándomelas demasiado rasas. ¿Es que Jaja se había olvidado de que no debíamos explicarlo, de que había muchas cosas que nunca debíamos explicar? Cuando la gente le preguntaba, él siempre decía que era debido a algo que había ocurrido en casa, de manera que no contaba ninguna mentira y parecía que hubiera ocurrido un accidente, tal vez con alguna puerta. Quería preguntarle a Jaja por qué se lo había contado a tía Ifeoma, pero sabía que no era necesario porque no tenía respuesta.
—Voy a limpiar el coche de tía Ifeoma —dijo levantándose—. Espero que haya agua, está muy sucio.
Lo vi entrar en el piso. En casa nunca limpiaba el coche. Parecía más ancho de hombros y me pregunté si era posible que los hombros de un adolescente se ensancharan en tan solo una semana. La suave brisa traía el olor del polvo y de las hojas estropeadas que Jaja había arrancado. Desde la cocina, el aroma especiado del ofe nsala de Amaka llegaba hasta mi nariz. Fue entonces cuando me di cuenta de que el ritmo que Jaja marcaba con el pie en la barandilla era el de una canción en igbo que tía Ifeoma y mis primos cantaban por la noche al rezar el rosario.
Aún estaba sentada en el porche, leyendo, cuando se marchó el doctor. Hablaba y reía mientras tía Ifeoma lo acompañaba al coche, diciéndole cuán tentado se sentía de olvidarse de los pacientes que aguardaban en la clínica y de aceptar su invitación a cenar.
—Esa sopa huele como si Amaka se hubiera esmerado en lavarse las manos para ponerse a cocinar —alabó.
Tía Ifeoma salió al porche a contemplar su partida.
—Gracias, nna m —le dijo a Jaja, que limpiaba el coche aparcado enfrente del edificio.
Nunca la había oído llamar a Jaja «nna m», «padre mío», como a veces llamaba a sus hijos.
Jaja subió hasta el porche.
—De nada, tía. —Levantó bien los hombros, como alguien orgulloso de llevar ropa de otra talla—. ¿Qué ha dicho el doctor?
—Quiere que le hagan algunas pruebas. Mañana llevaré a vuestro Papa-nnukwu al centro médico, por lo menos el laboratorio sigue en funcionamiento.
Por la mañana, tía Ifeoma llevó a Papa-nnukwu al centro médico universitario y poco después volvió con el rostro hecho un puro mohín de enfado. El personal del laboratorio también estaba en huelga, así que no pudieron hacerle las pruebas a Papa-nnukwu. Tía Ifeoma fijó la mirada a media distancia y dijo que tendría que encontrar un laboratorio privado, y luego, en voz más baja, añadió que los laboratorios privados tenían unas tarifas tan elevadas que una simple prueba para la fiebre tifoidea costaba más que el propio medicamento para combatirla. Tendría que preguntarle al doctor Nduoma si realmente eran necesarias todas las pruebas. En el centro médico no habría pagado ni un kobo; por lo menos el ser profesora comportaba algún beneficio. Dejó descansar a Papa-nnukwu y salió para comprar el medicamento que el doctor le había prescrito; tenía la frente llena de arrugas de preocupación.
Por suerte, aquella noche Papa-nnukwu se encontró con ánimo suficiente para levantarse a cenar y las líneas del rostro de tía Ifeoma se suavizaron un poco. Habíamos dejado ofe nsala y garri que Obiora había trabajado hasta convertirlo en una pasta suave.
—No es bueno comer garri por la noche —advirtió Amaka, pero no puso la mala cara que solía poner cuando se quejaba por algo. En su lugar, lucía aquella sonrisa fresca que dejaba al descubierto sus dientes separados, la que siempre se dibujaba en su rostro cuando Papa-nnukwu se encontraba cerca—. Es un alimento pesado.
Papa-nnukwu chasqueó la lengua.
—¿Qué es lo que comían nuestros padres por la noche en sus tiempos, gbo? Comían cazabe. El garri es para vosotros, los modernos, pero no tiene tanto sabor como el cazabe.
—De todas formas, tienes que acabártelo todo, nna anyi. —Tía Ifeoma extendió el brazo y arrancó un bocado del garri de Papa-nnukwu; hizo un agujero con el dedo y metió en él una tableta blanca. Luego lo moldeó hasta formar una bolita y lo volvió a colocar en el plato de Papa-nnukwu. Hizo aquello cuatro veces más—. No se tomará la medicina si no es así —aclaró en inglés—. Dice que los medicamentos están malos, pero tendríais que probar las nueces de cola que mastica tan alegremente, ¡saben a rayos!
Mis primos se echaron a reír.
—La moralidad y el sentido del gusto son cosas subjetivas —observó Obiora.
—¡Eh! ¿Qué estáis diciendo de mí? —protestó Papa-nnukwu.
—Nna anyi, quiero ver cómo te lo tragas —respondió tía Ifeoma.
Papa-nnukwu cogió con diligencia todas y cada una de las bolitas, las echó en la sopa y se las tragó. Cuando hubo terminado con las cinco, tía Ifeoma le aconsejó que bebiera un poco de agua de manera que arrastrara las pastillas y su cuerpo empezara a sanar. Él tomó un trago de agua y dejó el vaso.
—Cuando te haces viejo, te tratan como a un niño —masculló.
Justo entonces, el televisor emitió un ruido parecido al de la arena cayendo en un papel y se fue la luz. La oscuridad invadió la estancia.
—¡Eh! —se quejó Amaka—. No es el mejor momento para que la NEPA nos quite la luz. Quiero ver un programa de televisión.
Obiora se acercó a oscuras hasta las dos lámparas de queroseno que había en una esquina y las encendió. Enseguida noté el olor característico del humo; los ojos me lloraban y la garganta me escocía.
—Papa-nnukwu, cuéntanos una leyenda popular, como cuando vamos a verte a Abba —propuso Obiora—. Es mucho mejor que la televisión.
—O di mma. Pero primero tenéis que explicarme cómo lo hacen los que salen por televisión para meterse ahí dentro.
Mis primos se echaron a reír. Era algo que Papa-nnukwu solía decir para hacer una gracia. Lo sabía por la manera en que estallaron en carcajadas antes de que terminara la frase.
—¡Cuéntanos la historia de por qué las tortugas tienen el caparazón estriado! —saltó Chima.
—Me gustaría saber por qué las tortugas son tan populares en las leyendas de nuestra gente —dijo Obiora en inglés.
—¡Cuéntanos la historia de por qué las tortugas tienen el caparazón estriado! —insistió Chima.
Papa-nnukwu se aclaró la garganta.
—Hace mucho tiempo, cuando los animales hablaban y los lagartos escaseaban, había una gran hambruna entre ellos. Los campos se habían secado y la tierra se había agrietado. El hambre mató a muchos animales y los que quedaban no tenían fuerzas ni para representar la danza fúnebre. Un buen día, todos los animales macho se reunieron para decidir qué podían hacer antes de que el hambre acabara con todo el pueblo.
»Todos llegaron tambaleándose al punto de encuentro, huesudos y débiles. Hasta el rugido del león se parecía más al chillido de un ratón. La tortuga apenas podía acarrear su caparazón. Solo el perro tenía buen aspecto. El pelo le brillaba y no se adivinaban los huesos debajo de la piel porque tenía un buen grueso de carne. Todos los animales le preguntaron al perro cómo se mantenía tan bien en medio de aquella crisis. “Me he comido las heces, como siempre”, dijo. Los otros animales solían reírse de él y de su familia porque se alimentaban de excrementos y ninguno de ellos podía imaginarse en aquella situación. El león se puso al frente de la reunión y dijo: “Ya que no podemos comer heces como el perro, tenemos que encontrar la manera de alimentarnos”. Los animales pensaron durante mucho tiempo con gran concentración hasta que el conejo sugirió que cada uno matara a su madre y se la comieran. Muchos se mostraron en desacuerdo ya que aún recordaban el sabor dulce de la leche con que habían sido amamantados, pero al final concluyeron que era la mejor solución ya que si no hacían nada, acabarían muriéndose de hambre.
—Yo nunca sería capaz de comerme a mamá —aseguró Chima con una risita.
—Tal vez no sea buena idea, con esa piel tan dura… —comentó Obiora.
—A las madres no les importó ser sacrificadas —continuó Papa-nnukwu—, y así cada semana mataban a una y se repartían la carne. Pronto volvieron a tener buen aspecto. Entonces, pocos días antes de que le tocara el turno a la madre del perro, este apareció ululando el canto fúnebre por su muerte. Una enfermedad había acabado con ella. Los otros animales lo compadecieron y se ofrecieron a ayudarle con el entierro. Ya que se había muerto de una enfermedad, no podían comérsela. El perro rechazó la ayuda y dijo que la enterraría él mismo. Se sentía consternado por el hecho de que no hubiera tenido el honor de morir como las otras madres, sacrificándose por su pueblo.
»Unos días más tarde, la tortuga iba de camino a su granja agostada para ver si podía recoger algún vegetal seco. Se detuvo junto a un arbusto para hacer sus necesidades, pero como el arbusto estaba marchito no la cubría lo suficiente. A través de sus hojas, pudo ver al perro, que miraba al cielo y aullaba. La tortuga se preguntó si tal vez el profundo dolor lo había vuelto loco. ¿Por qué el perro le aullaba al cielo? La tortuga prestó atención y oyó lo que decía…
—Njemanze! —cantaron mis primos a coro.
—Nne, nne. He venido.
—Njemanze!
—Nne, nne. Suelta la cuerda. He venido.
—Njemanze!
—La tortuga salió de su escondite y le echó en cara lo que les había contado. El perro admitió que su madre no había muerto, que se había marchado al cielo donde vivía con unos amigos adinerados y la razón por la que tenía tan buen aspecto era que desde allí le mandaba alimentos. «¡Abominación!», bramó la tortuga. «¡Ya me parecía a mí que estabas demasiado gordo para comer solo heces! Espera a que el resto oiga lo que has hecho». Por supuesto, la tortuga seguía siendo tan astuta como de costumbre; no tenía ninguna intención de decírselo al resto. Sabía que el perro le ofrecería llevarla al cielo a ella también. Cuando el perro se lo propuso, fingió pensárselo antes de aceptar, pero la saliva había empezado a resbalarle por el mentón. El perro aulló otra vez y del cielo se desprendió una cuerda por la que subieron los dos animales. A la madre del perro no le gustó que su hijo hubiera traído con él a una amiga, pero de todas formas los sirvió bien. La tortuga comió como si en casa no la hubieran educado. Se acabó casi todo el fufú y la sopa onugbu y apuró de un trago un cuerno entero de vino de palma con la boca llena.
»Después de comer, bajaron por la cuerda. La tortuga le dijo al perro que no se lo diría a nadie siempre y cuando le prometiera llevarla consigo cada día hasta que volviera la estación de las lluvias y se terminara el hambre. El perro se mostró de acuerdo, ¿qué remedio le quedaba? Cuanto más comía la tortuga en el cielo, más quería comer, hasta que un día decidió subir ella sola y comerse la ración del perro además de la suya. Se dirigió al lugar de costumbre y empezó a imitar la voz del perro. La cuerda descendió. Justo en aquel momento llegó el perro y vio lo que estaba ocurriendo. El perro, furioso, empezó a aullar con todas sus fuerzas: “Nne, nne, madre, madre…”.
—Njemanze! —exclamaron mis primos a coro.
—Nne, nne! No es tu hijo el que sube.
—Njemanze!
—Nne, nne! Corta la cuerda. No es tu hijo el que sube. Es la tortuga astuta.
—Njemanze!
—Justo entonces, la madre del perro cortó la cuerda y la tortuga, que estaba a medio camino, se precipitó al vacío. Cayó en una montaña de piedras y se partió el caparazón. Desde aquel día, las tortugas tienen el caparazón estriado.
Chima se rió.
—¡Las tortugas tienen el caparazón estriado!
—¿No os preguntáis cómo consiguió subir al cielo la madre del perro? —preguntó Obiora en inglés.
—¿O cómo habían llegado hasta allí los amigos ricos? —añadió Amaka.
—Probablemente, eran sus antepasados —concluyó Obiora.
Mis primos y Jaja se echaron a reír y Papa-nnukwu también, con una risa discreta, como si hubiera entendido las frases en inglés. Luego se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Los miré y pensé que me hubiera gustado unirme al coro: «Njemanze!».