La brisa que siguió a la lluvia era tan fresca que me obligó a ponerme un jersey; incluso tía Ifeoma llevaba una blusa de manga larga a pesar de que acostumbraba a rondar por la casa vestida solo con una túnica. Estábamos todos sentados en el porche, hablando, cuando el coche del padre Amadi asomó por delante de la casa.

—Había dicho que hoy tenía mucho trabajo, padre —se extrañó Obiora.

—Digo esas cosas para justificar el sueldo que me paga la Iglesia —ironizó el padre Amadi.

Tenía aspecto de cansado. Le tendió a Amaka un trozo de papel y le dijo que había escrito en él algunos nombres aburridos, que no tenía más que escoger uno y se marcharía. Después de que el obispo lo hubiera utilizado para su confirmación, no tenía por qué volver ni siquiera a mencionarlo. El padre Amadi puso los ojos en blanco mientras pronunciaba cada palabra despacio, con meticulosidad. Amaka se echó a reír pero no cogió el papel.

—Ya le he dicho que no pienso elegir ningún nombre inglés, padre —insistió.

—Te he preguntado por qué.

—¿Por qué tengo que hacerlo?

—Porque las cosas funcionan así. Deja estar por ahora el hecho de si están bien o mal planteadas —justificó el padre Amadi.

Vi que tenía ojeras.

—Al llegar los primeros misioneros, desestimaron los nombres autóctonos. Insistieron en que la gente eligiera nombres ingleses para ser bautizada. ¿No deberíamos avanzar un poco?

—Ahora las cosas son distintas, Amaka, no hagas de esto un drama —dijo el padre Amadi en tono calmado—. Nadie tiene por qué utilizar ese nombre. Fíjate en mí: siempre he utilizado mi nombre igbo, pero me bautizaron Michael y me confirmaron como Victor.

Tía Ifeoma levantó la cabeza de los formularios que estaba rellenando.

—Amaka, ngwa, elige un nombre y deja que el padre Amadi vaya a hacer su trabajo.

—¿Cuál es el problema? —le espetó Amaka al padre Amadi como si no hubiera oído a su madre—. ¿Por qué la Iglesia considera que la confirmación solo es válida si se hace eligiendo un nombre inglés? «Chiamaka» quiere decir «Dios es bello»; «Chima» significa «Dios es el más sabio»; y «Chiebuka», «Dios es el más grande». ¿Es que esos nombres no glorifican a Dios tanto como Paul, Peter o Simon?

Tía Ifeoma estaba empezando a enfadarse, lo noté en el volumen de su voz, en el tono cortante.

O gini! ¡No se trata de demostrar que el procedimiento es absurdo! ¡Haz el favor de elegir un nombre y que te confirmen! ¡Nadie está diciendo que tengas que utilizarlo luego!

Pero Amaka se negó.

Ekwerom —le respondió a tía Ifeoma. «No estoy de acuerdo».

Luego se encerró en su habitación y puso la música muy alta hasta que tía Ifeoma golpeó la puerta y le gritó que se estaba ganando una bofetada si no hacía el favor de bajar el volumen de inmediato. Amaka obedeció. El padre Amadi se marchó medio sonriente, mostrando una expresión de desconcierto.

Aquella noche bajaron las temperaturas. Cenamos todos juntos pero no se oyeron muchas risas. Al día siguiente, Domingo de Pascua, Amaka no se reunió con el resto de los jóvenes vestidos de blanco que llevaban un cirio encendido en la mano, envuelto entre papeles de periódico para recoger la cera fundida. Todos llevaban un trozo de papel prendido en la ropa con su nombre escrito: Paul, Mary, James, Veronica. Algunas muchachas parecían novias y me hicieron recordar el día de mi propia confirmación, en el que padre me dijo que era una novia, la novia de Cristo. Me sorprendió oír aquello porque yo creía que la novia de Cristo era la Iglesia.

Tía Ifeoma quiso ir en peregrinación a Aokpe. Ni ella misma sabía por qué de repente sentía tantas ganas, nos dijo que tal vez se debiera a la perspectiva de su ausencia prolongada. Amaka y yo decidimos acompañarla. En cambio, Jaja dijo que él no pensaba ir y luego se quedó en silencio, impávido, como si tratara de desafiarnos a que le preguntáramos por qué. Obiora decidió que él también se quedaba y que cuidaría de Chima. A tía Ifeoma no pareció importarle demasiado y dijo sonriente que, ya que no venía ningún hombre, le preguntaría al padre Amadi si quería acompañarnos.

—Que me convierta en murciélago si el padre Amadi acepta la invitación —dijo Amaka.

Pero el padre Amadi la aceptó. Cuando tía Ifeoma colgó el teléfono y anunció que sí que vendría, Amaka soltó:

—Es por Kambili. No habría accedido nunca de no ser por Kambili.

Tía Ifeoma nos llevó al pueblo polvoriento que estaba a unas dos horas en coche. Yo me coloqué detrás, con el padre Amadi, separados por el espacio del centro. Amaka y él se dedicaron a cantar durante el trayecto. La carretera llena de baches hacía que el vehículo fuera dando bandazos por la carretera y me imaginé que estaba bailando. De vez en cuando cantaba con ellos, otras veces permanecía callada y escuchaba mientras me preguntaba qué sentiría si me acercara a él, si me situara en el espacio que nos separaba y apoyara la cabeza en su hombro.

Cuando por fin giramos por el camino sin asfaltar indicado por una señal pintada a mano que rezaba BIENVENIDOS A LAS APARICIONES DE AOKPE, lo primero que observé fue un caos. Había centenares de coches, muchos con carteles pintarrajeados en los que se leía CATÓLICOS EN PEREGRINACIÓN, que se disputaban el paso para entrar en una población diminuta que tía Ifeoma aseguraba que no había conocido más de una decena de coches en su historia hasta que una lugareña empezó a ver a la Virgen. La gente se apiñaba de tal forma que el olor de los que estaban cerca acababa resultando tan familiar como el propio. Las mujeres se arrodillaban. Todos señalaban a algún lugar y gritaban:

—Mirad, allí, en el árbol. ¡Es Nuestra Señora!

Otros apuntaban al sol radiante:

—¡Ahí está!

Nos detuvimos debajo de un enorme flamboyán. Se encontraba en plena floración, las flores se distribuían por las anchas ramas en forma de abanico y el suelo estaba cubierto de pétalos de color de fuego. Cuando hicieron salir a la joven, el árbol se balanceó y empezó a caer una lluvia de flores. La chica era delgada y tenía un aspecto solemne. Iba vestida de blanco y la protegía una comitiva de hombres forzudos para evitar que la multitud la atropellara. Acababa de pasar por delante de nosotros cuando algunos árboles más empezaron a agitarse con una energía aterradora, como si alguien los estuviera sacudiendo. La cinta que acordonaba el área de las apariciones también empezó a temblar, a pesar de que no soplaba ni una pizca de viento. El sol se había vuelto de color blanco y parecía una hostia. Y entonces se me apareció: era la Virgen María que tomaba el aspecto de una imagen sobre el fondo pálido del sol, de un reflejo rojizo en el dorso de mi mano, de una sonrisa en el rostro del hombre engalanado con un rosario cuyo brazo rozaba el mío. Estaba en todas partes.

Me habría gustado quedarme allí más tiempo, pero tía Ifeoma dijo que teníamos que irnos porque resultaría imposible salir cuando lo hiciera todo el mundo. De camino al coche, compró algunos rosarios, escapularios y unos frascos pequeños de agua bendita.

—Da igual si se ha aparecido o no Nuestra Señora —dijo Amaka al subir al coche—. Aokpe siempre será un lugar especial porque fue el motivo inicial de que Kambili y Jaja vinieran a Nsukka.

—¿Quieres decir que no crees en la aparición? —preguntó el padre Amadi con retintín.

—Yo no he dicho eso —se defendió Amaka—. ¿Y usted? ¿Cree en ella?

El padre Amadi no dijo nada; parecía muy concentrado en bajar la ventanilla para echar a una mosca zumbadora.

—Yo he sentido la presencia de la Virgen, la he notado —afirmé.

¿Cómo podían no creer en ello después de lo que habíamos visto? ¿O es que no habían observado y sentido lo mismo que yo?

El padre Amadi se volvió a mirarme, lo vi por el rabillo del ojo. En su rostro se dibujó una amplia sonrisa. Tía Ifeoma también me miró un momento; luego se volvió hacia la carretera.

—Kambili tiene razón —concluyó—. En ese lugar ha ocurrido algo divino.

Acompañé al padre Amadi a despedirse de las familias del campus. Muchos de los hijos de los profesores se aferraban con fuerza a él; cuanto más fuertemente lo hicieran, más difícil lo tendría para librarse de su abrazo y marcharse de Nsukka. No nos dijimos gran cosa. Cantamos los coros en igbo que habitualmente sonaban en la radio del coche. Fue precisamente una de aquellas canciones, «Abum onye n’uwa, onye ka m bu n’uwa», la que hizo fluir mis palabras al subirnos al coche:

—Te quiero.

Se volvió a mirarme con una expresión que no había visto nunca; sus ojos denotaban una especie de tristeza. Se inclinó por encima del cambio de marchas y apretó su mejilla contra la mía. Yo tenía ganas de que nuestros labios se encontraran y se mantuvieran juntos, pero él se retiró.

—Tienes casi dieciséis años, Kambili. Eres muy guapa. A lo largo de tu vida encontrarás más amor del que te va a hacer falta —dijo.

No sabía si echarme a reír o a llorar. Estaba equivocado, muy equivocado.

De camino a casa, me dediqué a contemplar los edificios. Los espacios vacíos entre los setos se habían poblado y las ramas verdes se extendían hasta tocarse unas con otras. Me habría gustado alcanzar a ver los patios para mantener la mente ocupada imaginándome cómo sería la vida de la gente que había detrás de la ropa tendida, de los árboles frutales y de los columpios. Me habría gustado poder pensar en algo, en lo que fuera, para no sentir más. Me habría gustado hacer desaparecer las lágrimas de mis ojos con un parpadeo.

Al llegar, tía Ifeoma me preguntó si me encontraba bien, si había ocurrido algo.

—Estoy bien, tía —mentí.

Ella me miró como si supiera que no era cierto.

—¿Estás segura, nne?

—Sí, tía.

—Alegra esa cara, inugo? Y, por favor, reza por que me vaya bien la entrevista para el visado. Mañana me voy a Lagos.

—¡Ah! —exclamé. Noté que me invadía otra oleada de tristeza—. Claro, tía —aseguré, aunque era consciente de que no lo haría, no sería capaz.

Sabía que era lo que ella quería, que no tenía muchas más opciones, por no decir ninguna otra. Aun así, no rezaría para que le concedieran el visado. No podía rezar por aquello que no deseaba.

Amaka estaba en el dormitorio, tumbada escuchando música con el radiocasete muy cerca de la oreja. Me senté en la cama con la esperanza de que no me preguntara qué tal me había ido el día con el padre Amadi. No dijo nada, se limitó a marcar el ritmo de la música con la cabeza.

—Estás cantando —dijo al cabo de un rato.

—¿Cómo?

—Estás cantando al mismo tiempo que Fela.

—¿De verdad?

Me quedé mirando a Amaka y me pregunté si sufría alucinaciones.

—¿Cómo voy a conseguir cintas de Fela en Estados Unidos? ¿Eh? ¿Cómo?

Quise decirle que estaba segura de que las encontraría, esas y cualquier otra cinta que buscara, pero no lo hice. Era señal de que tenía asumido que a tía Ifeoma iban a concederle el visado y, además, no estaba muy segura de que aquello fuera lo que Amaka deseaba oír.

Tuve un nudo en el estómago todo el tiempo hasta que tía Ifeoma regresó de Lagos. La habíamos estado esperando en el porche a pesar de que había luz y podríamos haberla esperado dentro, viendo la televisión. Esta vez los insectos no volaban a nuestro alrededor, quizá porque notaban la tensión en el ambiente. En lugar de eso, revoloteaban cerca de la bombilla que había encima de la puerta, sorprendidos al topar contra el cristal. Amaka había sacado el abanico y al agitarlo el sonido formaba un coro con el ruido del frigorífico.

Al detenerse un coche delante del piso, Obiora se levantó de un salto y salió corriendo.

—¡Mamá! ¿Cómo te ha ido? ¿Te lo han concedido?

—Sí —anunció tía Ifeoma mientras se aproximaba al porche.

—¡Te han concedido el visado! —gritó Obiora, y Chima repitió sus palabras de inmediato, acercándose corriendo a abrazar a su madre.

Amaka, Jaja y yo no nos levantamos. Le dimos la enhorabuena a tía Ifeoma y la observamos cuando entró a cambiarse. Enseguida volvió a salir vestida con una túnica atada de manera informal alrededor del cuerpo. La túnica, que no alcanzaba a cubrirle las pantorrillas, habría llegado hasta los tobillos de cualquier mujer de estatura normal. Se sentó y le pidió a Obiora que le trajera un vaso de agua.

—No pareces muy contenta, tía —observó Jaja.

—Ah, nna m, sí que lo estoy. ¿Sabes a cuántas personas les deniegan el visado? A mi lado había una mujer que ha estado llorando hasta que ya pensaba que por las mejillas debía de correrle sangre en lugar de lágrimas. No hacía más que preguntar: «¿Cómo es posible que me denieguen el visado? Ya les he demostrado que tengo dinero en el banco. ¿Cómo pueden decir que no voy a volver? Aquí tengo propiedades. Propiedades. ¿Me oyen?». Lo repitió una y otra vez: «Tengo propiedades». Creo que quería ir a Estados Unidos para asistir a la boda de su hermana.

—¿Por qué le han denegado el permiso? —quiso saber Obiora.

—No lo sé. Si están de buen humor, te lo conceden; si no, te lo deniegan. Eso es lo que ocurre cuando alguien siente desprecio hacia uno. Se creen que somos balones de fútbol que pueden chutar en una u otra dirección a su antojo.

—¿Cuándo nos marcharemos? —preguntó Amaka con voz cansada.

Me di cuenta de que en aquel momento no le importaba en absoluto la mujer que lloraba, ni el hecho de que a los nigerianos los trataran a patadas, ni nada de nada.

Tía Ifeoma se bebió todo el vaso de agua antes de seguir hablando.

—Tenemos que dejar el piso en dos semanas. Sé que están esperando a que no lo haga para enviar a los de seguridad a ponerme de patitas en la calle.

—¿Quieres decir que dentro de dos semanas saldremos de Nigeria? —se alarmó Amaka.

—¿Te crees que hago magia o qué? —replicó tía Ifeoma. Su tono estaba falto de humor. De hecho, su voz no denotaba más que cansancio—. Antes tengo que conseguir el dinero para los billetes. No son baratos. Tendré que pedirle a tío Eugene que me ayude, así que creo que lo mejor será que vayamos a Enugu con Kambili y Jaja, tal vez la semana que viene. Nos quedaremos allí hasta que estemos a punto para partir. Así también tendré oportunidad de hablar con tu tío Eugene acerca de buscarles a Jaja y Kambili un internado. —Tía Ifeoma se volvió a mirarnos—. Intentaré por todos los medios convencer a vuestro padre. El padre Amadi se ha ofrecido a hablar con el padre Benedict para que este también se lo comente. Creo que asistir a una escuela lejos de casa será lo mejor para los dos.

Asentí. Jaja se levantó y entró en el piso. En el aire se respiraba una sensación de irrevocabilidad, una sensación que pesaba y dejaba un gran vacío.

La víspera de la marcha del padre Amadi llegó sin darme cuenta. Vino por la mañana. Despedía aquel aroma a colonia masculina que yo notaba incluso cuando no estaba presente; lucía una sonrisa infantil muy suya e iba vestido con la sotana.

Obiora alzó la vista y recitó:

—De lo más profundo de África, llegan los misioneros que van a convertir Occidente.

El padre Amadi se echó a reír.

—Obiora, quienquiera que te proporcione esos libros heréticos tiene que dejar de hacerlo.

Su risa también sonaba igual que siempre. Nada parecía haber cambiado excepto el hecho de que mi vida, mi nueva vida tan frágil, estaba a punto de romperse en mil pedazos. De pronto me invadió un gran enojo que me cerró los orificios nasales y me dificultó el paso del aire. Aquella sensación me resultaba extraña y reconfortante. Perseguí sus labios con la mirada, y también la forma de su nariz, mientras hablaba con tía Ifeoma y con mis primos, sin dejar de alimentar mi ira. Al final, me pidió que lo acompañara hasta el coche.

—Tengo que reunirme con los miembros del consejo parroquial para comer; me han invitado. Pero puedes venir y pasar una o dos horas conmigo mientras acabo de recoger las cosas de la capellanía —me ofreció.

—No.

Se me quedó mirando, muy parado.

—¿Por qué?

—Porque no quiero.

Estaba de pie, con la espalda apoyada en el coche. Se me acercó y se detuvo justo enfrente.

—Kambili —pronunció.

Quería pedirle que hiciera el favor de pronunciar mi nombre de otra forma porque no tenía derecho a hacerlo como hasta entonces. Ya nada debía ser igual que antes; de hecho, ya nada lo era. Él se marcharía. Llegado aquel punto, me vi obligada a respirar por la boca.

—El primer día que me llevaste al estadio, ¿te lo pidió tía Ifeoma? —quise saber.

—Estaba preocupada por ti, porque ni siquiera eras capaz de mantener una conversación con los niños del piso de arriba. Pero no me pidió que te llevara conmigo. —Estiró el brazo para ponerme bien la manga de la blusa—. Fui yo quien quiso que vinieras. Y después de aquel primer día, quise que vinieras siempre.

Me agaché para arrancar una brizna de hierba, estrecha como una aguja de color verde.

—Kambili —volvió a decir—. Mírame.

Pero no lo hice. Continué con los ojos fijos en la brizna de hierba como si aquella contuviera un código que yo pudiera descifrar si me concentraba en ella, un código que pudiera explicarme por qué me habría gustado que dijera que no había sido él quien había querido llevarme consigo aquel primer día y así tener un motivo para estar aún más enfadada, un motivo que alejara aquellas ganas de llorar sin cesar.

Se subió al coche y puso el motor en marcha.

—Volveré a verte esta noche.

Me quedé mirando el coche hasta que desapareció cuesta abajo, camino de la avenida Ikejiani. Aún seguía allí cuando Amaka se me acercó y me pasó suavemente el brazo por los hombros.

—Obiora dice que debes de haberte acostado, o algo parecido, con el padre Amadi. Nunca habíamos observado ese brillo en sus ojos —dijo Amaka riéndose.

No sabía si hablaba en serio, pero no tenía ningunas ganas de pensar en lo extraño que resultaba estar comentando si me había acostado o no con el padre Amadi.

—Tal vez cuando vayamos a la universidad te unas a mí en una campaña a favor del celibato opcional —sugirió—. O quizá sea mejor que a los sacerdotes se les permita fornicar de vez en cuando. ¿Qué tal una vez al mes?

—Amaka, por favor, para ya.

Me volví y me dirigí al porche.

—¿Quieres que abandone el sacerdocio? —Ahora Amaka parecía hablar en un tono más serio.

—No lo hará.

Amaka ladeó la cabeza, pensativa, y sonrió.

—Nunca se sabe —apuntó antes de entrar en la sala.

Me dediqué a copiar una y otra vez en mi libreta la dirección de Alemania del padre Amadi. Aún seguía copiándola, probando distintas caligrafías, cuando él llegó. Me retiró la libreta y la cerró. Quise decirle «Te echaré de menos», pero en vez de eso le dije:

—Te escribiré.

—Yo lo haré primero —contestó.

No me di cuenta de que las lágrimas me resbalaban por las mejillas hasta que el padre Amadi estiró el brazo para enjugarlas; me pasó la palma de la mano por el rostro. Luego me estrechó entre sus brazos y me retuvo así un rato.

Tía Ifeoma había invitado a cenar al padre Amadi y todos nos sentamos a la mesa a comer arroz y alubias. Oía las risas y las conversaciones acerca del estadio y de los tiempos pasados, pero no me sentía involucrada. Estaba bastante ocupada tratando de cerrar algunas puertas dentro de mi persona, ya que no me harían ninguna falta cuando el padre Amadi no estuviera.

Aquella noche no dormí bien. Me removí tantas veces en la cama que acabé despertando a Amaka. Quise explicarle lo que había soñado: que un hombre me perseguía por un sendero pedregoso cubierto de pétalos de alemanda chafados. Al principio se trataba del padre Amadi con la sotana al viento, pero luego se transformó en padre vestido con el saco gris hasta el suelo que se ponía el Miércoles de Ceniza. Pero no le conté el sueño a Amaka. Dejé que me cogiera la mano y me tranquilizara, como si fuera una niña pequeña, hasta que me quedé dormida. Me alegré de despertarme, de contemplar el rayo de sol matutino a través de la ventana lanzando destellos del color de una naranja madura.

El equipaje estaba preparado. Sin las estanterías, el pasillo parecía muy ancho. En el dormitorio de tía Ifeoma solo quedaban algunas cosas por el suelo, las que teníamos que gastar hasta que llegara el momento de partir para Enugu: un saco de arroz, un bote de leche y otro de Bournvita. El resto de los envases, las cajas y los libros o bien ya estaban empaquetados, o bien tía Ifeoma los había regalado. Parte de la ropa fue a parar a los vecinos.

Mh, ¿por qué no me regalas ese vestido azul que te pones para ir a la iglesia? Después de todo, en Estados Unidos podrás comprarte más —le dijo a tía Ifeoma la mujer que vivía en el piso de arriba.

Tía Ifeoma entrecerró los ojos, molesta, no sé si por el hecho de que la vecina le reclamara la prenda o porque le había sacado a colación Estados Unidos. Sin embargo, al final no le regaló el vestido.

En el ambiente se respiraba inquietud, parecía que nos hubiéramos dado demasiada prisa y hubiéramos puesto demasiado esmero en empaquetarlo todo y ahora nos hiciera falta ocuparnos en alguna otra cosa.

—Tenemos bastante combustible, vamos a dar una vuelta —sugirió tía Ifeoma.

—Será un viaje de despedida por Nsukka —añadió Amaka con una sonrisa agridulce.

Nos apiñamos dentro del coche. Al girar en la facultad de ingeniería para tomar la carretera el vehículo se tambaleó; temí que fuera a meterse en la cuneta y tía Ifeoma no obtuviera la suma más que razonable que un lugareño le había ofrecido por el vehículo. De todas formas, nos había dicho que el dinero del coche solo le alcanzaría para pagar el billete de Chima, que valía la mitad de uno normal.

Desde el sueño de la noche anterior, tenía la sensación de que algo importante iba a ocurrir. Seguro que el padre Amadi volvía, eso era lo que iba a ocurrir. Tal vez la fecha de salida estuviera equivocada o hubiera decidido posponer el viaje. Así que mientras tía Ifeoma conducía, yo lo buscaba entre los coches que nos cruzábamos en la carretera, tratando de divisar el Toyota de color pastel.

Nos detuvimos al pie del monte Odim y tía Ifeoma dijo:

—Vamos a subir hasta la cima.

Estaba sorprendida. No sabía si tía Ifeoma había planeado la ascensión; más bien parecía haberlo dicho de forma impulsiva. Obiora propuso que comiéramos arriba y tía Ifeoma opinó que era una buena idea. Nos dirigimos en coche al centro y compramos moi-moi y botellines de Ribena en Eastern Shop; luego volvimos al monte. La subida resultó fácil porque había muchos senderos en zigzag. Se respiraba aire fresco y, de vez en cuando, se oía un crujido entre la hierba alta que bordeaba el camino.

—Son los saltamontes los que hacen ese ruido con las alas —explicó Obiora. Se detuvo junto a un hormiguero imponente, con estrías que recorrían el barro rojo como si fueran dibujos hechos expresamente—. Amaka, deberías pintar algo así —añadió, pero Amaka no respondió y empezó a subir corriendo hacia la cima.

Chima fue tras ella y Jaja también. Tía Ifeoma se me quedó mirando.

—¿A qué esperas?

Y dicho esto se remangó la túnica casi hasta la rodilla y salió corriendo detrás de Jaja.

Yo también empecé a avanzar con el viento silbándome en los oídos. Al correr me acordaba del padre Amadi, de la manera en que había posado los ojos en mis piernas desnudas. Pasé de largo a tía Ifeoma y también a Jaja y a Chima, y llegué a la cima casi al mismo tiempo que Amaka.

—¡Eh! —exclamó mirándome—. Deberías ser velocista.

Se dejó caer en la hierba con la respiración agitada. Me senté a su lado y aparté una araña diminuta de mi pierna. Tía Ifeoma había dejado de correr antes de llegar arriba.

Nne —me dijo—. Te conseguiré un entrenador, ¿eh? El atletismo da mucho dinero.

Me eché a reír. Ahora me parecía muy fácil hacerlo, como tantas otras cosas. Jaja también se rió, y Amaka. Todos esperábamos a Obiora sentados en la hierba. Él se lo tomaba con calma; subía andando con algo en la mano que resultó ser un saltamontes.

—Tiene mucha fuerza —dijo—. Noto la presión de las alas.

Abrió el puño y contempló cómo el saltamontes echaba a volar.

Entramos con la comida en la edificación ruinosa encajonada al otro lado de la montaña. En su día debió de ser un almacén, pero las puertas y el techo habían sido volados durante la guerra civil años atrás, y así se había quedado. Tenía un aspecto fantasmagórico y no me hacía ninguna gracia quedarme allí a comer, aunque Obiora aseguró que la gente venía muy a menudo y tendía el mantel en el suelo carbonizado. Observó las pintadas de las paredes y leyó algunas en voz alta: «Obinna ama a Nnenna para siempre», «Emeka y Unoma lo hicieron aquí», «Chimsimdi y Obi son una sola persona en el amor».

Me sentí aliviada cuando tía Ifeoma anunció que comeríamos fuera, sentados en la hierba, ya que no habíamos traído la esterilla. Mientras saboreábamos el moi-moi y bebíamos Ribena, vi que un pequeño coche avanzaba lentamente por la carretera que circunvalaba la montaña. Traté de aguzar la vista para averiguar quién iba dentro, pero estaba muy lejos. La forma de la cabeza se parecía mucho a la del padre Amadi. Terminé de comer rápido, me limpié la boca con el dorso de la mano y me atusé el pelo; no quería tener mal aspecto cuando él apareciera.

Chima quiso bajar corriendo por el otro lado de la montaña, por donde no había demasiados senderos, pero tía Ifeoma dijo que resultaba muy empinado, así que él se sentó y se deslizó de culo por la pendiente. Tía Ifeoma le gritó:

—¡Lavarás los pantalones con tus propias manos! ¿Me oyes?

En cualquier otro momento le habría regañado bastante más y habría hecho que se detuviera. Nos quedamos sentados comiendo mientras lo contemplábamos deslizarse montaña abajo; el viento fresco hacía que nos lloraran los ojos.

El sol se había tornado rojizo y estaba a punto de ponerse cuando tía Ifeoma anunció que era hora de marcharnos. Mientras bajábamos con dificultad, me detenía de vez en cuando con la esperanza de que aún apareciera el padre Amadi.

Aquella noche, nos encontrábamos en la sala jugando a las cartas cuando sonó el teléfono.

—Amaka, por favor, contesta —le pidió tía Ifeoma, aunque ella estaba más cerca de la puerta.

—Seguro que es para ti, mamá —respondió Amaka sin levantar la vista de sus cartas—. Debe de ser uno de esos que pretende que nos deshagamos de todos nuestros platos y cacharros de cocina y, si me apuras, hasta la ropa interior que llevamos puesta.

Tía Ifeoma se levantó riéndose y se apresuró a coger el teléfono. No habíamos encendido el televisor y todos guardábamos silencio concentrados en el juego, así que oí claramente el grito que dio tía Ifeoma, un grito ahogado. Por un momento, recé por que la embajada estadounidense le hubiera revocado el visado, pero enseguida me arrepentí y le pedí a Dios que no tuviera en cuenta mi plegaria. Salimos corriendo hacia la habitación.

Hei, Chi m o! Nwunye m! Hei!

Tía Ifeoma estaba de pie junto a la mesa, con la mano que le quedaba libre posada sobre la frente, como quien se encuentra en estado de conmoción. ¿Qué le había ocurrido a madre? Tía Ifeoma sostenía el auricular lejos de la oreja con la intención de pasárselo a Jaja, pero yo estaba más cerca y lo cogí. Me temblaba tanto la mano que en lugar de mantener el auricular en la oreja acabé apoyándomelo en la sien.

La suave voz de madre fluyó por la línea telefónica y enseguida me paralizó la mano temblorosa.

—Kambili, se trata de tu padre. Me han llamado de la fábrica. Lo han encontrado muerto sobre la mesa de su despacho.

Presioné el auricular con fuerza sobre mi oído.

—¿Eh?

—Se trata de tu padre. Me han llamado de la fábrica. Lo han encontrado muerto sobre la mesa de su despacho.

Las palabras de madre parecían una grabación. Seguro que a Jaja le diría exactamente lo mismo, en el mismo tono. Noté que los oídos se me licuaban. La había entendido perfectamente, había oído cómo decía que lo habían encontrado muerto sobre la mesa, pero aun así pregunté:

—¿Le han mandado una carta bomba? ¿Ha sido una carta bomba?

Jaja me arrancó el teléfono. Tía Ifeoma me guió hasta la cama. Me senté y me quedé con la mirada fija en el saco de arroz que había apoyado en la pared del dormitorio; sabía que iba a recordarlo siempre, la trama del yute marrón, las palabras ADADA GRANO LARGO impresas en él, la forma en que su peso descansaba sobre la pared, cerca de la mesa. Nunca había considerado la posibilidad de que padre muriera, de que pudiera llegar a morir. Él era distinto de Ade Coker y de toda aquella gente a la que habían matado. Parecía inmortal.