Todo empezó a desmoronarse en casa cuando mi hermano, Jaja, no fue a comulgar y padre lanzó su pesado misal al aire y rompió las figuritas de la estantería. Acabábamos de regresar de la iglesia. Madre dejó las palmas encima de la mesa y subió a cambiarse. Más tarde, las entrelazó formando unas cruces que se combaban por su propio peso y las colgó en la pared, bajo la foto de familia enmarcada en dorado. Allí se quedaron hasta el siguiente Miércoles de Ceniza, día en que las llevamos a la iglesia para incinerarlas. Padre, que como el resto de oblatos lucía vestiduras largas de color gris, ayudaba cada año a distribuir las cenizas. Su fila era la más lenta porque se esmeraba en presionarlas con el dedo pulgar para formar una cruz perfecta en la frente de cada feligrés mientras pronunciaba despacio, dando sentido a cada una de las palabras, «polvo eres y en polvo te convertirás».

Padre siempre se situaba en el primer banco para la misa, en el extremo junto al pasillo central, y madre, Jaja y yo nos sentábamos a su lado. Él era el primero en recibir la comunión. Casi ningún feligrés se arrodillaba para recibirla en el altar de mármol bajo la rubia imagen de tamaño natural de la Virgen María, pero padre sí. Al cerrar los ojos apretaba tanto los párpados que su rostro se tensaba en un gesto contrito, y entonces sacaba la lengua tanto como le era posible. Después volvía a su asiento y contemplaba al resto de la congregación que se dirigía al altar con las palmas de las manos juntas y estiradas, como si sostuvieran un plato en posición perpendicular al suelo, tal como el padre Benedict les había inculcado. A pesar de llevar ya siete años en Santa Inés, seguían refiriéndose a él como «nuestro nuevo párroco». Tal vez habría sido distinto de no haber tenido aquella piel tan blanca que le confería aspecto de nuevo. El color de su rostro, de un tono entre la leche condensada y la pulpa de guanábana, no se había oscurecido en absoluto a pesar del intenso calor de los siete harmatanes que había pasado en Nigeria y su nariz británica seguía siendo tan estrecha como siempre, aquella nariz que me hizo temer que no fuera capaz de aspirar suficiente aire el día en que llegó a Enugu. El padre Benedict había cambiado algunas cosas en la parroquia, como el hecho de insistir en que el credo y el kirie solo se recitaran en latín, el igbo no se aceptaba; tampoco el hacer palmas, que tuvo que reducirse al mínimo, no fuera a ser que comprometiera la solemnidad de la misa. En cambio, sí que permitía los cantos ofertorios en igbo; él los llamaba cantos indígenas, y al pronunciar la palabra «indígenas» las comisuras de sus labios se curvaban en un gesto forzado. Durante sus sermones, el padre Benedict solía referirse al Papa, a padre y a Jesús, en ese orden. Ponía a padre de ejemplo para ilustrar los Evangelios.

—Cuando dejamos que nuestra luz brille ante los demás, estamos reflejando la entrada triunfal de Cristo —dijo aquel Domingo de Ramos—. Mirad al hermano Eugene. Podría haber elegido ser como los otros grandes hombres de su país. Podría haber decidido quedarse sentado en casa y no hacer nada tras el golpe, para asegurarse de que el gobierno no se interpondría en sus negocios. Pero no; utilizó el Standard para contar la verdad, a pesar de que eso comportó que el periódico perdiera la financiación publicitaria. El hermano Eugene se ha expresado en favor de la libertad. ¿Cuántos de nosotros hemos defendido la verdad? ¿Cuántos hemos reflejado la entrada triunfal?

La congregación pronunció un «sí» o un «Dios lo bendiga» o un «amén», pero no demasiado alto para no parecerse a una de aquellas iglesias pentecostales que proliferaban como setas; luego, todos siguieron escuchando con atención y en silencio. Hasta los bebés dejaron de llorar como si también ellos estuvieran atentos. Incluso los domingos en que el padre Benedict hablaba de cosas por todos conocidas los feligreses escuchaban religiosamente. Contaba que era padre quien hacía las mayores donaciones al Óbolo de San Pedro y a San Vicente de Paúl, o que era padre quien costeaba el vino para la comunión, los nuevos hornos del convento en los que las reverendas hermanas cocían las hostias y las nuevas dependencias del hospital de Santa Inés donde el padre Benedict ofrecía la extremaunción. Y yo permanecía sentada con las rodillas muy juntas al lado de Jaja, tratando con todas mis fuerzas de evitar que el orgullo se reflejara en mi rostro porque padre decía que la modestia era algo muy importante.

Al mirar a padre vi que también él mantenía el rostro inexpresivo, la misma cara que aparecía en la fotografía del artículo que daba a conocer con mucho bombo que Amnistía Internacional le había concedido un premio del movimiento pro derechos humanos. Aquella fue la única ocasión en la que se permitió aparecer en el periódico. El director, Ade Coker, había insistido en ello, argumentando que luego estaría contento, que era demasiado modesto. Y de hecho fue madre quien nos lo dijo a Jaja y a mí, ya que padre no iba contando ese tipo de cosas. Aquel rictus impenetrable duró en su rostro hasta que el padre Benedict hubo finalizado el sermón y llegó el momento de la comunión. Después de comulgar, padre siempre volvía a sentarse y observaba a la congregación que se dirigía hacia el altar para, tras la misa, informar con verdadera preocupación al padre Benedict sobre quién había dejado de ir a comulgar dos domingos seguidos. Cuando aquello ocurría, animaba al clérigo a llamar la atención a la persona en cuestión para hacerla volver al redil. Nada excepto el pecado mortal podía hacer que alguien renunciara a la comunión dos domingos seguidos.

Así que cuando padre vio que Jaja no se dirigía al altar aquel Domingo de Ramos en que todo cambió, nada más llegar a casa estampó en la mesa el misal, que tenía las tapas de piel y del cual asomaba una cinta roja y amarilla. La mesa era de un cristal muy grueso, pero se tambaleó, al igual que las palmas que había sobre ella.

—Jaja, hoy no has ido a comulgar —dijo con calma, casi como si formulara una pregunta.

Jaja se quedó mirando el misal sobre la mesa, como si quisiera enderezarlo.

—La oblea me produce mal aliento.

Lo miré incrédula. ¿Es que se había vuelto majareta? Padre insistía en que la llamáramos «hostia», porque aquella palabra se encontraba próxima a captar la esencia, lo sagrado, del cuerpo de Cristo. «Oblea» resultaba demasiado laico, era lo que producían en las fábricas de padre: obleas de chocolate, de plátano… Era lo que se compraba a los niños en lugar de galletas para concederles un capricho.

—Y además el cura me roza la boca y me entran náuseas —prosiguió Jaja.

Sabía que yo lo estaba mirando, que con ojos atónitos le rogaba que se callara, pero no me miró.

—Es el cuerpo de Nuestro Señor. —Padre seguía hablando en voz baja, muy baja. Todavía tenía la cara hinchada, llena de granos infectados, pero en aquel momento su expresión resultaba aún más deforme—. No puedes dejar de participar del cuerpo de Nuestro Señor. Ya sabes que eso significa la muerte.

—Entonces moriré. —El miedo había hecho oscurecer los ojos de Jaja hasta hacerlos parecer de alquitrán, pero miraba a padre a la cara—. Entonces moriré, padre.

Padre echó un rápido vistazo alrededor de la estancia, como buscando alguna prueba de que algo se había desprendido del techo, algo que nunca se habría imaginado que pudiera caerse. Cogió el misal y lo lanzó por los aires, contra Jaja. No lo rozó, pero fue a parar a la estantería de cristal que madre limpiaba a menudo, y rajó el estante superior, barrió las figuritas de cerámica beige que representaban bailarinas de danza clásica en distintas posiciones y cayó al suelo, sobre ellas (bueno, más bien cayó sobre los miles de pedazos a que habían quedado reducidas), y allí aterrizó el enorme misal con tapas de piel que contenía las lecturas de los tres ciclos anuales de la iglesia.

Jaja no se movió. Padre iba de un lado a otro sin parar. Yo me quedé en la puerta, contemplándolos. El ventilador del techo daba vueltas y más vueltas y las bombillas que colgaban de él chocaban unas contra otras. Entonces entró madre, las pisadas de sus zapatillas de suela de goma resonaron en el suelo de mármol. Se había quitado la túnica cubierta de lentejuelas de los domingos y la blusa de mangas anchas. Ahora llevaba una sencilla bata estampada atada sin apretar a la cintura y la camiseta blanca que se ponía día sí día no, un recuerdo de unas jornadas espirituales a las que había asistido junto con padre. Sobre sus pechos caídos podían leerse las palabras: DIOS ES AMOR. Se quedó mirando las figuritas hechas trizas en el suelo y luego se arrodilló y empezó a recoger los pedazos con las manos.

Únicamente el zumbido del ventilador al cortar el aire rompía el silencio. Nuestro comedor era espacioso y estaba unido a un salón más amplio, pero aun así el ambiente resultaba asfixiante. Las paredes pintadas de color hueso en las que lucían las fotografías enmarcadas del abuelo se me venían encima y hasta la mesa de cristal parecía abalanzarse sobre mí.

Nne, ngwa. Ve a cambiarte —me ordenó madre, y yo me sobresalté a pesar de que había pronunciado en voz baja y serena aquellas palabras en igbo. Acto seguido, sin pausa alguna, le dijo a padre—: Se te está enfriando el té. —Y a Jaja—: Ven a ayudarme, biko.

Padre se sentó a la mesa y se sirvió el té en el juego chino con flores rosas pintadas en los bordes. Esperaba que nos pidiera a Jaja y a mí que tomáramos un sorbo, como siempre. Él lo llamaba el «sorbo de amor», puesto que uno compartía las cosas que amaba con aquellos a los que amaba. «Tomad un sorbo de amor», solía decir, y primero iba Jaja. Luego yo cogía la taza con ambas manos y me la acercaba a los labios. Un sorbo. El té siempre estaba demasiado caliente y me quemaba la lengua, y si la comida había sido algo picante, me escocía. Pero no me importaba porque sabía que, cuando me quemaba, el amor de padre ardía en mí. Pero aquel día no dijo «Tomad un sorbo de amor». No dijo absolutamente nada al llevarse la taza a los labios.

Jaja se encontraba de rodillas junto a madre, había formado un recogedor con el boletín informativo de la iglesia y colocaba en él uno de los pedazos irregulares de cerámica.

—Ten cuidado, madre, o te cortarás los dedos con los trozos —le advirtió.

Tiré de una de mis trenzas por debajo del pañuelo negro con que me cubría la cabeza para ir a la iglesia, para asegurarme de que no estaba soñando. ¿Por qué Jaja y madre mostraban un comportamiento tan normal, como si ignoraran lo que acababa de ocurrir? ¿Y por qué padre se tomaba el té con tanta calma, como si Jaja no le hubiera plantado cara? Me di la vuelta despacio y subí a quitarme el vestido rojo de los domingos.

Después de cambiarme, me senté junto a la ventana de mi habitación. El anacardo del jardín se erguía tan cercano que, de no ser por la mosquitera metálica, podría haber estirado el brazo y haber arrancado una hoja. Los frutos amarillos de forma acampanada colgaban con languidez y atraían a las abejas zumbadoras que topaban contra la red. Oí que padre subía a su habitación para dormir la siesta, como de costumbre. Cerré los ojos, todavía sentada, y esperé a oír cómo llamaba a Jaja y cómo este se dirigía al dormitorio. Pero tras unos minutos de silencio que me parecieron interminables, abrí los ojos y apoyando la frente en la persiana de lamas miré fuera. El jardín de casa era lo bastante grande como para albergar a un centenar de invitados bailando atilogu, lo bastante espacioso como para permitir a cada uno ejecutar las volteretas en el aire y caer sobre los hombros del bailarín precedente. El muro coronado de cable eléctrico en espiral era tan alto que no alcanzaba a ver los coches que pasaban por la calle. Se acercaba la estación de las lluvias y los frangipanis plantados cerca del muro ya invadían el jardín con el olor empalagoso de sus flores. Una hilera de buganvillas de color violeta, cortadas sin complicaciones en línea tan recta como un mostrador, separaba los árboles de tronco retorcido de la entrada. Más cerca de la casa, radiantes arbustos de hibisco se extendían y llegaban a tocarse como si quisieran intercambiarse los pétalos. De los de color púrpura habían empezado a brotar capullos aletargados, pero la mayoría de los que estaban en flor eran rojos. Los hibiscos rojos florecían con mucha facilidad, teniendo en cuenta que a menudo madre los despojaba para decorar el altar de la iglesia y que quienes venían de visita solían arrancar algunas flores al salir en dirección al coche.

Casi siempre se trataba de compañeros de la iglesia de madre. Una vez, una mujer se colocó una flor detrás de la oreja; la vi perfectamente desde la ventana de mi habitación. Pero incluso los representantes del gobierno, dos hombres vestidos con americana negra que habían venido hacía algún tiempo, tiraron del hibisco al marcharse. Habían llegado en una furgoneta con matrícula del gobierno federal y habían aparcado cerca de las plantas. No se quedaron mucho tiempo. Más tarde, Jaja me explicó que habían venido para sobornar a padre, me contó que los había oído decirle que la furgoneta estaba llena de dólares. Yo no estaba segura de que mi hermano lo hubiera oído bien, pero a veces pensaba en ello. Me imaginaba la furgoneta llena de montones y montones de dinero extranjero, y me preguntaba si lo tendrían guardado en varias cajas de cartón o en una sola, del tamaño de nuestro frigorífico.

Todavía me encontraba junto a la ventana cuando madre entró en mi habitación. Cada domingo antes de comer, mientras le pedía a Sisi que echara un poco más de aceite de palma en la sopa y un poco menos de curry en el arroz de coco, cuando padre dormía la siesta, madre me trenzaba el pelo. Se sentaba en un sillón cerca de la puerta de la cocina y yo hacía lo propio en el suelo, con la cabeza sujeta entre sus piernas. Aunque la cocina era espaciosa y la ventana estaba siempre abierta, mi pelo absorbía el aroma de las especias y, después, cuando me acercaba la punta de una trenza a la nariz, volvía a notar el olor de la sopa egusi, del utazi y del curry. Pero esta vez madre no entró en la habitación con la bolsa de los peines y los aceites esenciales para el pelo y me pidió que bajara. En vez de eso, me dijo:

—La comida está lista, nne.

Quería decirle que sentía que padre hubiera roto sus figuritas, pero las palabras que me salieron fueron:

—Siento que se hayan roto tus figuritas, madre.

Ella asintió de forma breve e hizo un gesto con la cabeza para quitarle importancia. Sin embargo, para ella aquellas figuritas la tenían. Años atrás, antes de que yo pudiera comprenderlo, me preguntaba por qué les sacaba brillo cada vez que se oían aquellos ruidos procedentes de su dormitorio, como si alguien estampara algo contra la puerta. Siempre bajaba la escalera en silencio con sus zapatillas de suela de goma, pero yo la descubría al oír que se abría la puerta del comedor. Entonces yo también bajaba y la veía junto a la estantería con un trapo de cocina humedecido en agua jabonosa. Invertía por lo menos un cuarto de hora en cada bailarina. Nunca vi lágrimas en sus mejillas. La última vez, hacía tan solo dos semanas, cuando todavía tenía el ojo hinchado y del color morado oscuro de un aguacate pasado, las cambió de posición tras limpiarlas.

—Te trenzaré el pelo después de comer —me dijo, y se volvió para marcharse.

—Sí, madre.

Bajé tras ella. Cojeaba un poco, como si tuviera una pierna más corta que la otra, y aquel modo de andar la hacía parecer aún más bajita. La escalera tenía una elegante forma de S. Me encontraba a medio camino cuando vi a Jaja de pie en el recibidor. Antes de comer, normalmente se ponía a leer en su habitación, pero aquel día no había subido; se había quedado en la cocina todo el tiempo, con madre y Sisi.

Ke kwanu? —le pregunté, aunque en realidad no era necesario preguntarle qué tal estaba.

No hacía falta más que mirarlo. Su rostro de diecisiete años mostraba líneas de expresión. Las tenía en forma de zigzag por la frente y cada surco oscuro evidenciaba una gran tirantez. Me acerqué y le estreché un momento la mano antes de entrar en el comedor. Padre y madre ya estaban sentados. Padre se lavaba las manos en el cuenco de agua que sostenía Sisi. Esperó a que Jaja y yo nos sentáramos frente a ellos e inició la bendición. Estuvo veinte minutos agradeciendo a Dios los alimentos. Luego pronunció distintas estrofas del avemaría, a las que nosotros respondíamos: «Ruega por nosotros». Su oración favorita era «Nuestra Señora, protectora de los nigerianos». La había creado él mismo.

—Si todo el mundo rezara cada día —nos dijo—, Nigeria no se tambalearía como un hombretón con piernas de chiquillo.

Para comer había fufú y sopa de onugbu. El fufú estaba suave y esponjoso. Sisi lo hacía muy bien; machacaba el ñame con mucha energía mientras iba añadiendo agua en pequeñas cantidades. Sus mejillas se contraían a cada movimiento de la mano del mortero. La sopa era espesa y tenía trocitos de carne de ternera hervida, pescado salado y hojas de onugbu de color verde oscuro. Comimos en silencio. Dividí mi fufú y con las manos hice pelotillas que luego eché en la sopa; al llevármelas a la boca, procuraba coger también trocitos de pescado. Estaba convencida de que la sopa estaba buenísima, pero no le notaba el sabor. No podía. Tenía la lengua como esparto.

—Pasadme la sal, por favor —dijo padre.

Todos nos volcamos hacia el salero y Jaja y yo alcanzamos el botecito de cristal al mismo tiempo. Rocé su dedo con el mío, con suavidad, y entonces él lo soltó. Se lo pasé a padre. El silencio resultaba cada vez más incómodo.

—Esta tarde han traído el zumo de anacardos. Está bueno. Estoy segura de que va a venderse bien —dijo al fin madre.

—Pídele a la chica que traiga un poco —le ordenó padre.

Madre hizo sonar la campanilla que colgaba de un cable transparente sobre la mesa, y apareció Sisi.

—¿Señora?

—Tráenos dos botellas de la bebida que han enviado de la fábrica.

—Sí, señora.

Deseaba que Sisi hubiera preguntado «¿Qué botellas, señora?», o «¿Dónde están?», solo para que siguieran hablando y disimular así los movimientos nerviosos de Jaja al moldear el fufú. Sisi volvió enseguida y dejó las botellas cerca de padre. Las etiquetas eran de color apagado, como las de todo lo que se envasaba en las fábricas de padre: las obleas, los bollos de crema, el zumo y las rodajas de plátano frito. Padre nos sirvió a todos la bebida amarilla. Rápidamente, cogí mi vaso y probé un sorbo. Me supo a agua. Quería mostrarme entusiasmada; quizá si elogiara su sabor padre se olvidaría de que todavía no había castigado a Jaja.

—Está muy bueno, padre —aseguré.

Padre lo saboreó, inflando las mejillas al removerlo dentro de la boca.

—Sí, sí.

—Sabe igual que el fruto —observó madre.

«Di algo, por favor», quería transmitirle a Jaja. Se suponía que tenía que aportar su opinión y contribuir a elogiar el nuevo producto de padre. Siempre lo hacíamos, cada vez que un empleado de alguna de sus fábricas nos traía algo para probar.

—Sabe a vino blanco —añadió madre. Estaba nerviosa; lo supe no solo porque el sabor del vino blanco no tenía nada que ver con el de los anacardos, sino porque su tono de voz era más bajo de lo habitual—. Vino blanco —repitió, cerrando los ojos para saborearlo mejor—, blanco y afrutado.

—Sí —la secundé.

Una pelotilla de fufú me resbaló de entre los dedos y fue a parar a la sopa.

Padre miraba fijamente a Jaja.

—Jaja, ¿no has compartido la bebida con nosotros, gbo? ¿Es que te has quedado sin palabras? —le preguntó en igbo.

Mala señal. Casi nunca hablaba en igbo y, aunque Jaja y yo lo hablábamos en casa con madre, no le gustaba que lo hiciéramos en público. Nos decía que teníamos que demostrar que éramos personas educadas y hablar en inglés. La hermana de padre, tía Ifeoma, nos dijo una vez que padre era, en gran medida, un producto colonial. Lo había afirmado en un tono suave, indulgente, como si él no tuviera la culpa, como cuando uno se refiere a alguien que grita frases incoherentes debido a la gravedad de la malaria que padece.

—¿No tienes nada que decir, gbo, Jaja? —le volvió a preguntar.

Mba, no tengo palabras —respondió Jaja.

—¿Cómo?

Una sombra se cernió sobre los ojos de padre, la sombra que envolvía antes los de Jaja. El miedo había abandonado la mirada de Jaja y había invadido la de padre.

—No tengo nada que decir —insistió Jaja.

—El zumo está bueno —empezó a decir madre.

Jaja empujó su silla hacia atrás.

—Gracias, Señor. Gracias, padre. Gracias, madre.

Me volví a mirarlo. Por lo menos daba las gracias de la forma adecuada, como siempre había hecho tras una comida. Pero también estaba haciendo lo que nunca antes había hecho: se levantaba de la mesa antes de que padre hubiera ofrecido la plegaria tras tomar los alimentos.

—¡Jaja! —lo increpó padre.

La sombra se hacía mayor y envolvía los ojos de padre por completo. Jaja abandonó el comedor con su plato. Padre hizo el gesto de levantarse, pero luego se dejó caer en el asiento. Las mejillas se le descolgaban como a un bulldog.

Cogí mi vaso y me concentré en el zumo, amarillo claro como la orina. Me lo tomé todo de un trago. No sabía qué más hacer. Nunca antes en toda mi vida había ocurrido algo así. Las paredes iban a derrumbarse, estaba segura, e iban a aplastar los frangipanis; el cielo se desmoronaría y las alfombras persas que cubrían el brillante suelo de mármol se encogerían. Seguro que iba a ocurrir algo parecido. Pero lo único que ocurrió fue que de pronto me ahogaba. Mi cuerpo se estremeció a causa de la tos. Padre y madre corrieron a socorrerme, padre me daba golpes en la espalda mientras madre me friccionaba los hombros y decía:

O zugo, deja de toser.

Aquella tarde la pasé en la cama y no cené con la familia. Me había cogido la tos y las mejillas ardientes me quemaban el dorso de la mano. En mi cabeza, miles de monstruos jugaban dolorosamente a pasarse la pelota, aunque la pelota era un misal con las tapas de piel. Padre entró en mi habitación; el colchón se hundió al sentarse, me acarició las mejillas y me preguntó si quería algo más. Madre me estaba cocinando ofe nsala. Le dije que no y nos quedamos sentados en silencio, cogidos de las manos, durante mucho tiempo. Padre siempre hacía ruido al respirar, pero en aquellos momentos resollaba como si le faltara el aliento y me pregunté qué debía de estar pensando, si en su mente quizá huía, huía de algo. No lo miré a la cara porque no quería ver los sarpullidos que se extendían por cada centímetro de piel; eran tantos y tan uniformes que conferían a su rostro aspecto de hinchado.

Algo más tarde, madre me subió un poco de ofe nsala, pero la sopa aromática solo me produjo náuseas. Tras vomitar en el baño, le pregunté a madre dónde estaba Jaja. No había subido a verme después del almuerzo.

—Está en su habitación. No ha bajado para cenar.

Me acarició las trenzas. Le gustaba seguir la forma en que los mechones de distintas zonas de mi cuero cabelludo se sujetaban entrelazados. Ya no tendría que trenzarlo hasta la semana siguiente. Mi pelo resultaba demasiado grueso; siempre que intentaba pasarme el peine, se me apelmazaba formando un gran enredo. En aquel momento solo hubiera servido para encolerizar a los monstruos que habitaban en mi cabeza.

—¿Vas a sustituir las figuritas? —le pregunté.

Notaba el olor a desodorante calcáreo bajo sus brazos. Su rostro de piel marrón, impecable exceptuando la reciente cicatriz de forma irregular que tenía en la frente, no mostraba expresión alguna.

Kpa —respondió—. No las voy a sustituir.

Quizá madre se hubiera dado cuenta de que no necesitaba más figuritas; cuando padre lanzó el misal contra Jaja, no fueron solo las bailarinas lo que se vino abajo, sino todo. Únicamente entonces me di cuenta, al pensarlo.

Tumbada en la cama, después de que madre saliera de la habitación, repasé mentalmente el pasado, los años en que Jaja, madre y yo hablábamos más con el espíritu que con los labios. Hasta Nsukka. Aquella visita lo empezó todo; el pequeño jardín de tía Ifeoma, junto al porche de su piso de Nsukka, comenzó a romper el silencio. El desafío de Jaja me parecía ahora igual que el experimento con los hibiscos púrpura de tía Ifeoma: raro, con un trasfondo fragante de libertad, pero de una libertad distinta a la que la multitud había clamado, agitando hojas verdes en Government Square, tras el golpe. Libertad para ser, para hacer.

Pero mis recuerdos no comenzaban en Nsukka. Empezaban antes, cuando todos los hibiscos de nuestro jardín eran extraordinariamente rojos.