Llovía mucho el día en que Ade Coker murió; la lluvia resultaba extraña y violenta en medio de los secos vientos del harmatán. Ade Coker estaba desayunando junto con su familia cuando le llegó un paquete por mensajero. Su hija, vestida con el uniforme de la escuela primaria, estaba sentada al otro lado de la mesa, frente a él. El bebé se encontraba cerca, en la sillita alta, y su esposa le daba de comer Cerelac. Ade Coker saltó por los aires al abrir el paquete, un paquete que cualquiera habría adivinado que procedía del jefe de Estado incluso si su esposa, Yewande, no hubiera contado que Ade Coker había dicho al mirar el sobre, antes de abrirlo: «Tiene el sello del edificio de la legislatura estatal».
Cuando llegamos a casa de la escuela, a Jaja y a mí casi nos empapó la lluvia en el corto recorrido del coche hasta la puerta; era tan torrencial que había formado una pequeña piscina junto a los hibiscos. Los pies me escocían dentro de las sandalias de piel mojadas. Padre estaba hecho un ovillo en uno de los sofás de la sala, sollozando. Parecía muy pequeño. Padre, que era tan alto que a veces tenía que agachar la cabeza para pasar por debajo de las puertas, para cuyos pantalones su sastre tenía que utilizar más metros de tela de los habituales, ahora parecía tan pequeño como un rollo arrugado de aquella tela.
—Tendría que haber obligado a Ade a retener ese artículo —se lamentaba—. Tendría que haberlo protegido y haber hecho que se detuviera.
Madre lo estrechaba entre sus brazos y le sostenía la cabeza contra su pecho.
—No —lo consolaba—. O zugo, no te culpes.
Jaja y yo nos quedamos mirándolos. Pensé en las gafas de Ade Coker, me imaginé los cristales gruesos y azulados hechos trizas, la montura blanca derretida formando una pasta pegajosa. Más tarde, cuando madre nos contó qué y cómo había ocurrido, Jaja dijo:
—Era la voluntad de Dios, padre.
Y padre sonrió y le dio unas suaves palmaditas en la espalda.
Padre organizó el funeral de Ade Coker, abrió una cuenta a nombre de Yewande Coker y los niños y les compró una casa nueva. Pagó una bonificación a los trabajadores de la redacción del Standard y les pidió que se tomaran unas largas vacaciones. Durante aquellas semanas, mostró unas ojeras muy profundas, como si alguien hubiera succionado la delicada carne alrededor de sus ojos.
Fue entonces cuando empezaron mis pesadillas. En ellas veía los restos carbonizados de Ade Coker esparcidos por la mesa, por el uniforme de su hija, por el bol de cereales del bebé, por su plato de huevos fritos. En algunos de los sueños, yo era la hija y los restos carbonizados resultaban ser los de padre.
Unas semanas después de la muerte de Ade Coker, las profundas ojeras de padre seguían fijas bajo sus ojos y sus movimientos eran muy lentos, como si las piernas le pesaran demasiado para poder levantarlas y las manos fueran muy ralentizadas para acompañar su paso. Cuando le hablaban, tardaba más tiempo del habitual en responder, y también en masticar, y hasta en encontrar pasajes de la Biblia para leer. Pero rezaba mucho más y, algunas noches, cuando me levantaba a orinar, lo oía gritar desde el porche que daba al jardín. A pesar de prestar atención sentada en el inodoro, nunca logré descifrar sus palabras. Al contárselo a Jaja, él se encogió de hombros y me dijo que tal vez padre hablara en alguna lengua indígena, aunque ambos sabíamos que aquello era algo que padre no aprobaba porque decía que era lo que hacían los falsos pastores de aquellas iglesias pentecostales que proliferaban como setas.
Madre nos recomendó que tratáramos de abrazar a padre con fuerza para demostrarle que estábamos a su lado, ya que se encontraba bajo una gran presión. Los soldados habían entrado en una de las fábricas llevando ratas muertas en una caja de cartón, y luego habían cerrado el negocio valiéndose de la calumnia de que las ratas habían sido encontradas allí y de que podían contagiar enfermedades a través de las obleas y las galletas. Padre ya no iba a las otras fábricas tan a menudo. Algunos días, el padre Benedict llegaba antes de que Jaja y yo nos marcháramos a la escuela y todavía estaba con padre en el despacho cuando volvíamos. Madre nos dijo que estaban rezando unas novenas especiales. Aquellos días, padre no salía a comprobar si Jaja y yo seguíamos el horario, y Jaja entraba en mi habitación y nos poníamos a hablar o se sentaba en la cama, mientras yo estudiaba, antes de dirigirse a la suya.
Fue uno de aquellos días cuando Jaja entró en mi habitación, cerró la puerta y me preguntó:
—¿Me dejas ver el retrato de Papa-nnukwu?
Me quedé mirando la puerta. Nunca sacaba el cuadro cuando padre se encontraba en casa.
—Está con el padre Benedict. No entrará —me aseguró.
Saqué el retrato de la maleta y lo desenvolví. Jaja lo contempló y pasó su dedo deforme por la pintura, aquel dedo en el que tenía tan poca sensibilidad.
—Tengo los brazos igual que Papa-nnukwu —dijo—. ¿Lo ves? Tengo sus mismos brazos.
Parecía haber entrado en trance, haber olvidado dónde estaba y quién era. Parecía haber olvidado la poca sensibilidad que conservaba su dedo.
No le pedí que se detuviera, ni le hice ver que seguía los trazos de pintura con su dedo deforme. Tampoco escondí el cuadro. En su lugar, me acerqué a él y ambos nos quedamos contemplando el cuadro en silencio durante mucho rato, el suficiente para dar tiempo a que el padre Benedict se marchara. Sabía que entonces padre entraría a darme las buenas noches y a besarme en la frente. Sabía que llevaría sus pantalones de pijama de color rojo vino que conferían a sus ojos un reflejo rojizo. Sabía que a Jaja no le daría tiempo de esconder el retrato en la maleta, que padre lo vería y que entonces frunciría el entrecejo, henchiría las mejillas hasta hacerlas parecer udala verde y de su boca brotaría una sarta de palabras en igbo.
Y justo así fue como ocurrió. Tal vez Jaja y yo lo deseáramos sin ser conscientes de ello. Tal vez todos habíamos cambiado después de la visita a Nsukka, incluso padre, y las cosas estaban destinadas a no volver a seguir su orden normal.
—¿Qué es eso? ¿Es que os habéis convertido a las costumbres paganas? ¿Qué estáis haciendo con ese cuadro? ¿De dónde lo habéis sacado? —nos preguntó.
—O nkem. Es mío —mintió Jaja, y estrechó el retrato contra su pecho.
—Es mío —repliqué yo.
Padre se tambaleaba ligeramente, de un lado a otro, como alguien a punto de caer a los pies de un pastor carismático después de la imposición de manos. Padre no se tambaleaba a menudo, y cuando lo hacía era como un preludio, al igual que al abrir una botella de Coca-Cola tras agitarla el líquido espumeante brota de forma violenta.
—¿Quién ha traído ese cuadro a casa?
—Yo —contesté.
—Yo —repuso Jaja.
Si Jaja me hubiera mirado, le habría pedido que no se echara la culpa. Padre le arrebató el cuadro y los movimientos de sus manos fueron muy rápidos, coordinados. En un momento, el retrato hubo desaparecido. Ya en sí representaba para mí algo que había perdido, algo que nunca había tenido, que nunca tendría, pero ahora había perdido incluso aquel recuerdo. A los pies de padre yacían los trozos de papel de colores terrosos. Los pedazos eran muy pequeños, diminutos. De pronto me imaginé obsesivamente que alguien cortaba el cuerpo de Papa-nnukwu en pedazos de aquel tamaño y lo metía en el frigorífico.
—¡No! —grité.
Y me abalancé sobre los pedazos como si quisiera salvarlos, como si se tratara de salvar a Papa-nnukwu. Me dejé caer en el suelo, sobre los trozos de papel.
—¿Qué te ha ocurrido? —me preguntó padre—. ¿Qué te pasa?
Me encontraba tendida en el suelo, hecha un ovillo como el niño en el útero de las fotografías de mi libro de Ciencias integradas para el primer ciclo de enseñanza secundaria.
—¡Levántate! ¡Deja ese cuadro!
Yo seguí allí tendida, sin hacer nada.
—¡Levántate! —me repitió padre.
Seguí sin moverme. Empezó a darme patadas. Los golpes de las hebillas metálicas de sus zapatillas dolían como si fueran picaduras de mosquitos gigantes. Hablaba sin parar, sin control, en una mezcla de igbo e inglés, como un filete tierno y espinas de pescado puntiagudas. Impiedad. Culto pagano. El fuego eterno del infierno. Las patadas se hicieron más continuadas y me vino a la cabeza la música de Amaka, los ritmos de conciencia cultural que a veces empezaban con el sonido tranquilo de un saxofón para revolverse de repente en un canto lleno de vida. Me aferré aún más a mí misma, sobre los restos del cuadro; aquellos me resultaban suaves, ligeros. Aún conservaban el olor metálico de la paleta de Amaka. Las punzadas eran ahora en carne viva, como si se tratara de mordiscos, porque los golpes de la hebilla iban a parar a las heridas abiertas en mi piel; en el costado, en la espalda, en las piernas… Más y más patadas. Tal vez ya había pasado a utilizar el cinturón, porque la hebilla resultaba más pesada y oía el zumbido al cortar el aire. Una voz suave suplicaba: «Por favor, biko, por favor». Más dolor. Más golpes. Noté mi boca inundada de un líquido caliente y salado. Cerré los ojos y me escabullí hacia el silencio.
Cuando volví a abrir los ojos, enseguida supe que no estaba en mi cama. El colchón era más rígido que el mío. Traté de incorporarme, pero el dolor me recorría todo el cuerpo en descargas intensísimas. Me desplomé.
—Nne, Kambili. ¡Gracias a Dios! —Madre se levantó y puso su mano contra mi frente y luego colocó su rostro junto al mío—. ¡Gracias a Dios! ¡Gracias a Dios que estás despierta!
Tenía el rostro lleno de lágrimas. El contacto de su piel era suave, pero aun así me provocaba pinchazos dolorosos por todo el cuerpo, empezando por la cabeza. Se parecía a la quemadura producida por el agua hirviendo que padre me había echado en los pies, pero esta vez el dolor ardiente me recorría todo el cuerpo. Cualquier movimiento resultaba demasiado doloroso de tan solo pensar en él.
—Me arde todo el cuerpo —dije.
—Chsss —me acalló—. Descansa. Gracias a Dios que estás despierta.
Pero yo no quería estar despierta. No quería notar el dolor en el costado al respirar, ni el fuerte martilleo en la cabeza. Cada bocanada de aire era un suplicio. En la habitación había un doctor vestido de blanco, a los pies de mi cama. Su voz me resultaba familiar: era un lector de la iglesia. Hablaba despacio y con precisión, como cuando recitaba la primera y la segunda lectura, pero no fui capaz de oír todo lo que dijo. Una costilla rota. Cicatrizaba bien. Hemorragia interna. Se acercó y me remangó con cuidado. Las inyecciones siempre me habían dado miedo, siempre que enfermaba de malaria rezaba por que tuviera que tomar tabletas de Novalgin en lugar de que me administraran inyecciones de cloromicetina. Sin embargo, ahora el pinchazo de una aguja no representaba nada en comparación con el dolor que sentía por todo el cuerpo. No me habría importado que tuvieran que ponerme inyecciones cada día. Vi el rostro de padre cerca del mío. Estaba tan cerca que casi rozaba mi nariz con la suya, pero aun así me di cuenta de que tenía los ojos humedecidos, de que hablaba y lloraba a la vez.
—Mi preciosa niña. No va a ocurrirte nada. Mi preciosa niña.
No estaba segura de que no se tratara de un sueño. Cerré los ojos.
Cuando volví a abrirlos, el padre Benedict estaba de pie a mi lado. Me dibujó la señal de la cruz con aceite en los pies. Aquel aceite olía a cebolla y el simple roce al untarlo me dolía. Padre se encontraba cerca. También él murmuraba plegarias con las manos apoyadas con suavidad en mi costado. Cerré los ojos.
—No quiere decir nada. Dan la extremaunción a todo aquel que está gravemente enfermo —susurró madre cuando padre y el padre Benedict se hubieron marchado.
Observé el movimiento de sus labios. Yo no estaba gravemente enferma y ella lo sabía. ¿Por qué decía aquello? ¿Por qué estaba en el hospital de Santa Inés?
—Madre, llama a tía Ifeoma —le pedí.
Madre desvió la mirada.
—Nne, tienes que descansar.
—Llama a tía Ifeoma, por favor.
Madre estiró el brazo para cogerme la mano. Tenía el rostro hinchado de tanto llorar y los labios cortados, con la piel levantada y blanquecina en algunas zonas. Me habría gustado poder levantarme y abrazarla, pero al mismo tiempo quería quitármela de encima, propinarle un empujón tan impetuoso que la arrojara sobre la silla.
Cuando volví a abrir los ojos, el rostro del padre Amadi me observaba. Pensé que era un sueño, imaginaciones mías, pero por si acaso me habría gustado no sentir tanto dolor para poder esbozar una sonrisa.
—Al principio no le encontraban el pulso y me asusté tanto…
Era la voz de madre, sonaba muy real y muy cercana. No estaba soñando.
—Kambili, Kambili, ¿estás despierta?
Era la voz del padre Amadi, más grave y menos melodiosa que en mis sueños.
—Nne, Kambili, nne.
Ahora era tía Ifeoma.
Su rostro apareció junto al del padre Amadi. Se había recogido el pelo trenzado en un moño alto tan enorme que parecía una cesta de rafia en equilibrio sobre su cabeza. Traté de sonreír. Me mareé. En mi ser había algo que se escapaba llevándose mis fuerzas y mi estado de conciencia sin que yo pudiera hacer nada por evitarlo.
—La medicación hace que pierda el conocimiento.
—Nne, tus primos te mandan recuerdos. Les habría gustado venir, pero tenían que ir a la escuela. El padre Amadi está aquí, junto a mí. Nne…
Tía Ifeoma me aferró la mano y yo hice un gesto de dolor y la retiré; incluso el movimiento al retirarla me pareció un suplicio. Quería mantener los ojos abiertos, ver al padre Amadi, notar el olor de su colonia, oír su voz… Pero los párpados se me cerraban.
—Las cosas no pueden seguir así, nwunye m —dijo tía Ifeoma—. Cuando una casa se está incendiando, uno sale de allí corriendo antes de que se venga abajo.
—Esto no había ocurrido nunca. Nunca la había castigado de esta forma —replicó madre.
—Cuando salga del hospital, Kambili vendrá a Nsukka.
—Eugene no querrá.
—Yo se lo diré. Nuestro padre ha muerto, así que no hay paganismo que valga. Quiero que Kambili y Jaja se queden con nosotros, por lo menos hasta Semana Santa. Tú también puedes hacer la maleta y venirte a Nsukka. Te será más fácil marcharte si ellos no están.
—Nunca había ocurrido algo así.
—¿No oyes lo que te digo, gbo? —le soltó tía Ifeoma, levantando la voz.
—Sí, te oigo.
Las palabras se alejaban, como si madre y tía Ifeoma se encontraran en un barco que se dirigiera poco a poco a alta mar y las olas se tragaran sus voces. Antes de perderlas por completo, me pregunté dónde se habría metido el padre Amadi. Volví a abrir los ojos horas más tarde. Se había hecho oscuro y la luz estaba apagada. Gracias a la luz del pasillo que se colaba en la habitación, pude ver el crucifijo colgado en la pared y la figura de madre sentada en una silla a los pies de mi cama.
—Kedu? Me quedaré aquí toda la noche. Duerme. Descansa —me tranquilizó. Se levantó y se sentó en la cama. Acarició la almohada; le preocupaba tocarme por si me hacía daño—. Tu padre ha estado a tu lado todas las noches durante los últimos tres días. No ha dormido nada.
Me costó mucho volver la cabeza, pero al fin lo logré y aparté la mirada.
A la semana siguiente, vino una profesora particular. Madre me dijo que padre había entrevistado a diez personas antes de elegirla. Era una reverenda hermana muy joven, y aún no había hecho su profesión de fe. Las cuentas del rosario atado alrededor de la cintura de su hábito azul cielo hacían ruido al moverse. Por debajo del pañuelo, le asomaba el pelo rubio y escaso. Cuando me tomó la mano y me dijo «Kee ka ime?», me quedé pasmada. Nunca había oído a ningún blanco hablar en igbo, y menos tan bien. Cuando me daba clases me hablaba en inglés, en tono dulce, y el resto del tiempo lo hacía en igbo, aunque no muy a menudo. Se creó su propia aureola de silencio cuando se sentaba y pasaba los dedos por las cuentas del rosario mientras yo hacía ejercicios de comprensión. Pero sabía muchas cosas; lo veía en sus ojos cristalinos de color avellana. Sabía, por ejemplo, que yo era capaz de mover más miembros de los que le decía al doctor, aunque nunca dijo nada. A pesar de que el dolor en el costado era aún muy vivo, la sensación de que me iba a estallar la cabeza se había atenuado. Sin embargo, le contaba al doctor que todo seguía igual que antes y chillaba cuando me tocaba el costado. No quería salir del hospital. No quería volver a casa.
Hice los exámenes en la cama del hospital mientras la madre Lucy, que los había traído en persona, permanecía sentada en una silla junto a madre. Me concedió más tiempo del habitual, pero yo terminé mucho antes de que este expirara. Pocos días después, trajo mi informe. Había sido la primera. Madre no entonó su cántico en igbo; se limitó a decir: «Alabado sea el Señor».
Mis compañeras de clase vinieron a verme aquella misma tarde, sus ojos revelaban sobrecogimiento y admiración. Les habían dicho que había sobrevivido a un grave accidente y esperaban verme aparecer en clase con algún miembro escayolado en el que todas pudieran firmar. Chinwe Jideze me trajo una postal enorme que rezaba: «Para alguien especial. Recupérate pronto». Se sentó en mi cama y se puso a hablarme en un tono confidencial, como si siempre hubiéramos sido amigas. Incluso me enseñó su informe; había quedado segunda. Antes de marcharse, Ezinne me preguntó: «Ya no volverás a salir corriendo tras las clases, ¿verdad?».
Aquella noche, madre me dijo que en dos días me darían el alta, pero que no iba a volver a casa, sino que me quedaría en Nsukka una semana. No sabía cómo se las había arreglado tía Ifeoma para convencer a padre, pero él estuvo de acuerdo en que los aires de Nsukka me sentarían bien y me ayudarían a recuperarme.