Durante el trayecto, miraba por la ventanilla y contaba los restos ennegrecidos de vehículos accidentados en el arcén; algunos llevaban allí tanto tiempo que estaban cubiertos de óxido. Me preguntaba qué sería de la gente que había viajado allí dentro, qué debían de haber sentido justo antes del accidente, antes de que el cristal se hiciera añicos, la chapa quedara aplastada y los envolvieran las llamas. No conseguía concentrarme en ninguno de los gloriosos misterios y sabía que Jaja tampoco lo lograba, porque se despistaba continuamente cuando le llegaba el turno de empezar un misterio del rosario. Cuando llevábamos unos cuarenta minutos en la carretera, vi una señal que indicaba la Universidad de Nigeria, Nsukka, y le pregunté a Kevin si ya estábamos llegando.

—No —dijo—. Aún falta un poco.

Cerca de la población de Opi (en los indicadores cubiertos de polvo de la iglesia y la escuela se leía: OPI) encontramos un control de policía. Había neumáticos viejos y troncos claveteados atravesando la carretera, dejando un paso muy estrecho. Al acercarnos, un policía nos hizo señales con una bandera. Kevin refunfuñó. Al aminorar la marcha, el chófer abrió la guantera, sacó un billete de diez nairas y se lo tendió al policía a través de la ventanilla. El agente lo saludó, sonrió y nos indicó que pasáramos. Kevin no lo habría hecho de haber ido padre en el coche. Cuando nos paraban la policía o los soldados, padre invertía mucho tiempo en mostrarles todos los documentos del coche y en dejarles que registraran el vehículo, cualquier cosa menos sobornarlos para que nos dejaran pasar. A menudo nos decía que no podíamos participar de aquello que intentábamos combatir.

—Estamos entrando en Nsukka —anunció Kevin pocos minutos después.

En aquel momento pasábamos junto al mercado. Los puestos abarrotados a ambos lados de la calzada con sus mostradores de escasas mercancías amenazaban con derrumbarse en la estrecha franja de calzada llena de coches en doble fila, vendedores ambulantes con bandejas en equilibrio sobre la cabeza, motociclistas, chicos empujando carretillas llenas de ñame, mujeres que sostenían cestos y mendigos que alzaban la vista desde su estera y que hacían gestos con la mano para llamar la atención. Kevin aminoró la marcha; la calzada estaba llena de baches y el chófer subía y bajaba delante de nosotros al ritmo de los bruscos movimientos del coche. Justo al pasar el mercado, llegamos a un punto en el que la carretera se estrechaba debido a la erosión que había sufrido a ambos lados. Kevin se detuvo un momento para que pasaran los demás coches.

—Hemos llegado a la universidad —dijo al fin.

Por encima de nosotros, un gran arco rezaba UNIVERSIDAD DE NIGERIA, NSUKKA en letras recortadas de metal negro. Bajo el arco, las puertas estaban abiertas de par en par y repletas de vigilantes vestidos con uniforme marrón oscuro y gorra a juego. Kevin se detuvo y bajó las ventanillas.

—Buenas tardes. ¿Cómo se llega a la avenida Marguerite Cartwright? —preguntó.

El vigilante más cercano, con el cutis más arrugado que una pasa, saludó: «¿Qué tal?», antes de indicarle a Kevin que la avenida Marguerite Cartwright se encontraba muy cerca, solo teníamos que seguir recto, girar a la derecha en el primer cruce y enseguida a la izquierda. Kevin le dio las gracias y siguió su camino. Junto a la calzada se extendía un terreno de césped de un verde espinaca. Me volví a contemplar la estatua que había en el centro, que representaba un león sobre las patas traseras, con la cola curvada hacia arriba y el pecho henchido. No me di cuenta de que Jaja también lo miraba hasta que leyó en voz alta las palabras inscritas en el pedestal: «Por el restablecimiento de la dignidad humana». Luego, como si yo no lo supiera, añadió:

—Es el lema de la universidad.

La avenida Marguerite Cartwright estaba delimitada por altos especímenes de melina. Me los imaginé inclinándose por su peso durante una tormenta de la estación de las lluvias, tocándose unos a otros y convirtiendo la avenida en un oscuro túnel. Los dúplex con el jardín de la entrada cubierto de grava y con carteles en él que rezaban CUIDADO CON EL PERRO, pronto dieron paso a casas de una sola planta con entrada para dos coches y luego a bloques de pisos con un pequeño terreno frente a la puerta. Kevin conducía despacio mientras murmuraba el número del edificio en el que vivía tía Ifeoma, como si así fuéramos a encontrarlo antes. Era el cuarto, alto y anodino, con la pintura azul desconchada y antenas de televisión en los balcones. Tenía seis apartamentos, dos por planta, y tía Ifeoma ocupaba el de la puerta izquierda de la planta baja. Enfrente había una pequeña zona ajardinada de colores vivos, vallada con alambre de espino. Rosas, hibiscos, lirios, ixoras y crotones crecían unos junto a otros, como una corona de colores. Tía Ifeoma salió de casa en pantalones cortos, frotándose las manos en la camiseta. Tenía la piel de las rodillas muy oscura.

—¡Jaja, Kambili!

Casi no nos dio tiempo ni a salir del coche para que nos abrazara. Nos estrujó uno contra otro para que ambos cupiéramos entre sus brazos.

—Buenas tardes, señora —saludó Kevin con acento igbo antes de volverse para abrir el maletero.

—¡Vaya! ¿Es que Eugene se cree que estamos muertos de hambre? ¡Si hay hasta un saco de arroz!

Kevin sonrió.

Oga ha dicho que es un presente, señora.

—¡Uau! —exclamó tía Ifeoma asomándose al maletero—. ¿Bombonas? Nwunye m no debería haberse molestado tanto.

Acto seguido se puso a bailar. Efectuó movimientos circulares con los brazos y levantaba las piernas de forma alternativa para luego dejarlas caer en el suelo con fuerza.

Sin moverse del sitio, Kevin se frotó las manos satisfecho, como si hubiera sido él quien hubiese originado aquella gran sorpresa. Sacó una bombona del maletero y Jaja lo ayudó a transportarla dentro de la casa.

—Vuestros primos llegarán enseguida, han ido a desearle feliz cumpleaños al padre Amadi. Es amigo nuestro y trabaja en nuestra capellanía. He estado cocinando, ¡hasta he matado un pollo para vosotros!

Tía Ifeoma se echó a reír y me estrechó contra ella. Olía a nuez moscada.

—¿Dónde la dejamos, señora? —preguntó Kevin.

—Dejad las cosas en el porche. Amaka y Obiora las entrarán luego.

Tía Ifeoma seguía abrazándome al entrar a la sala de estar. Lo primero que me llamó la atención fue el techo. Era muy bajo; tuve la sensación de poder alcanzarlo si estiraba el brazo. Se parecía muy poco a nuestra casa, en la que los techos altos daban espaciosidad y quietud a las estancias. Procedente de la cocina, el olor acre del humo del queroseno se mezclaba con el aroma del curry y de la nuez moscada.

—¡Dejadme ir a ver si se me quema el arroz jollof!

Tía Ifeoma entró disparada en la cocina.

Yo me senté en el sofá marrón. Era el único que había en toda la sala. Junto a él se disponían sillas de mimbre con cojines marrones. La mesa de centro también era de mimbre y sobre ella había un jarrón oriental decorado con bailarinas en quimono. En el jarrón había tres rosas de tallo largo de un rojo tan intenso que por un momento pensé que eran de plástico.

Nne, no te comportes como una extraña. Entra, vamos —me invitó tía Ifeoma, saliendo de la cocina.

La seguí por un pequeño pasillo con las paredes cubiertas de estantes repletos de libros. La madera grisácea parecía a punto de ceder bajo tanto peso si se le añadía un libro más. Todos los ejemplares se veían muy limpios; o bien los leían muy a menudo o les quitaban el polvo con frecuencia.

—Esta es mi habitación. Duermo con Chima —dijo tía Ifeoma al abrir la primera puerta.

Envases de cartón y sacos de arroz se apilaban en la pared junto a la puerta. Había una bandeja con botes enormes de leche en polvo y cacao en polvo Bournvita cerca de un escritorio que tenía encima un flexo, frascos de medicamentos y libros. En otro rincón se amontonaban maletas. Tía Ifeoma me condujo a otra habitación en la que había dos camas contra la pared. Estaban dispuestas juntas, de manera que pudieran albergar a más de dos personas. También habían conseguido meter dos armarios, un espejo, un escritorio y una silla. Me pregunté dónde dormiríamos Jaja y yo, y como si tía Ifeoma me hubiera leído el pensamiento dijo:

—Amaka y tú dormiréis aquí, nne. Obiora duerme en la sala de estar y Jaja se instalará allí con él.

Oí entrar a Kevin y a Jaja en el piso.

—Hemos terminado de entrar las cosas, señora. Yo ya me voy —dijo Kevin.

Hablaba desde la sala, pero la vivienda era tan pequeña que no tuvo necesidad de levantar la voz.

—Dale las gracias a Eugene. Dile que estamos bien. Y ve con cuidado.

—Sí, señora.

Vi cómo se marchaba y de pronto sentí un nudo en el pecho. Quería correr tras él y decirle que me esperara, coger mi bolsa y meterme en el coche.

Nne, Jaja, venid conmigo a la cocina hasta que vuelvan vuestros primos.

Tía Ifeoma hablaba con un tono muy natural, como si fuera algo habitual tenernos de invitados, como si hubiéramos estado allí muchas veces. Jaja fue el primero en pasar a la cocina y una vez allí se sentó en un taburete bajo de madera. Yo me quedé junto a la puerta porque casi no había espacio dentro, para no entorpecerla mientras escurría el arroz en el fregadero, comprobaba la cocción de la carne y machacaba tomates en un mortero. Los azulejos de color azul estaban gastados y tenían los cantos desportillados, pero estaban muy limpios, al igual que las ollas cuyas tapas eran demasiado pequeñas y se caían dentro por un lado. El hornillo de queroseno estaba encima de una mesa cerca de la ventana. Las paredes contiguas y las cortinas raídas se habían ennegrecido por el humo. Tía Ifeoma charlaba mientras volvía a poner el arroz a cocer en el hornillo y picaba dos cebollas rojas, su aluvión de frases quedaba de vez en cuando salpicado por sus carcajadas. Parecía que se riera y llorara a la vez, porque con frecuencia tenía que enjugarse las lágrimas provocadas por la cebolla con el dorso de la mano.

Sus hijos llegaron al cabo de pocos minutos. Tenían un aspecto distinto, tal vez porque era la primera vez que los veía en su propia casa en lugar de en Abba, cuando iban a casa de Papa-nnukwu. Obiora se quitó las gafas de sol y se las guardó en el bolsillo de los pantalones cortos al entrar. Cuando me vio se echó a reír.

—¡Jaja y Kambili están aquí! —exclamó Chima.

Todos nos abrazamos de forma breve para saludarnos. Amaka apenas dio tiempo a que su cuerpo rozara el mío antes de echarse hacia atrás. Llevaba los labios pintados de un tono distinto, más rojo que marrón, y el vestido entallado marcaba su figura delgada.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó, mirando a Jaja.

—Bien —respondió él—. Pensaba que se me haría más largo.

—Ah, Enugu no está lejos —observó Amaka.

—Aún no hemos comprado los refrescos, mamá —dijo Obiora.

—¿No os había dicho que los comprarais antes de salir, gbo?

Tía Ifeoma echó las rodajas de cebolla en el aceite caliente y se retiró.

—Ya voy. Jaja, ¿quieres venir conmigo? El quiosco está en el edificio de al lado.

—No te olvides los envases vacíos —le recordó tía Ifeoma.

Vi cómo Jaja salía con Obiora. No podía verle la cara, así que no sabría decir si se sentía tan desconcertado como yo.

—Deja que vaya a cambiarme, mamá, y freiré el plátano —se ofreció Amaka, y se volvió para marcharse.

Nne, ve con tu prima —me dijo tía Ifeoma.

Acompañé a Amaka a su habitación, con paso asustado. El suelo de cemento era rugoso y no me permitía caminar con la misma suavidad que el liso pavimento de mármol de casa. Amaka se quitó los pendientes, los dejó encima del tocador y se miró en el espejo de cuerpo entero. Yo me senté en el borde de la cama y la observé mientras me preguntaba si sabía que la había seguido hasta allí.

—Estoy segura de que piensas que Nsukka es muy primitivo en comparación a Enugu —dijo sin dejar de mirarse al espejo—. Ya le he dicho a mamá que no os obligara a venir.

—Yo… Nosotros… queríamos venir.

Amaka esbozó una sonrisa ante el espejo, una sonrisa breve y condescendiente que parecía decir que no tenía por qué molestarme en mentirle.

—En Nsukka no hay nada, por si aún no te habías dado cuenta. Nada parecido a Genesis o Nike Lake.

—¿Cómo?

—Genesis y Nike Lake, los lugares de interés de Enugu. Vais siempre allí, ¿no?

—No.

Amaka me lanzó una mirada de extrañeza.

—Pero al menos habréis ido alguna vez…

—Sss… Sí —aseguré, aunque no había ido nunca al restaurante Genesis y solo había estado en el hotel Nike Lake una vez, cuando el socio de padre celebró un convite de boda.

Nos quedamos únicamente el tiempo suficiente para que padre se hiciera fotografías con los novios y les ofreciera un regalo.

Amaka cogió un peine y se lo pasó por las puntas de su pelo corto. Luego se volvió y me dijo:

—¿Por qué bajas la voz?

—¿Eh?

—Bajas la voz; en vez de hablar, susurras.

—Ah —exclamé.

Mis ojos se fijaron en el escritorio, lleno de cosas: libros, un espejo roto y rotuladores.

Amaka dejó el peine y se sacó el vestido por la cabeza. Con el sujetador blanco de encaje y las braguitas azules parecía una cabra hausa: morena, alta y delgada. Aparté la mirada de inmediato. Nunca había visto a nadie en ropa interior; era pecado contemplar la desnudez de otra persona.

—Estoy segura de que esto no es nada comparado con el equipo de música de tu habitación de Enugu —dijo Amaka, y señaló el pequeño casete al pie del tocador.

Quería explicarle que no tenía ningún reproductor de música en mi habitación, pero no estaba segura de que le gustara oírlo, como tampoco le habría gustado oír que sí que lo tenía si hubiera sido el caso.

Puso en marcha el casete y se dedicó a acompañar el sonido polifónico de los tambores con un movimiento de cabeza.

—Casi siempre escucho música indígena porque sus autores tienen conciencia cultural y algo auténtico que contar. Fela, Osadebe y Onyeka son mis preferidos. Bueno, estoy convencida de que no los conoces, seguro que te va más el pop americano, como a todos los adolescentes.

Al decirlo, imprimió un tono de distancia a la palabra «adolescentes», como si ella no formara parte del colectivo, como si los demás, al no escuchar a los músicos con conciencia cultural, estuviéramos un paso por detrás de ella. Y dijo «conciencia cultural» con el orgullo con el que alguien pronuncia una palabra que nunca habría pensado que llegaría a aprender hasta que lo hace.

Yo seguía sentada en el borde de la cama, con las manos entrelazadas, queriendo decirle que no tenía ningún radiocasete, que apenas sabía qué era la música pop.

—¿Lo has pintado tú? —pregunté en cambio.

La acuarela que representaba una mujer con un niño guardaba un gran parecido con el cuadro de la Virgen y el Niño que había colgado en el dormitorio de padre, excepto que la mujer y el niño de la pintura de Amaka eran de color.

—Sí, a veces pinto.

—Es bonito.

Me habría gustado saber de antemano que mi prima pintaba acuarelas realistas, me habría gustado que no me observara como a un animal de laboratorio digno de ser definido y catalogado.

—¿Qué es lo que os retiene ahí? —gritó tía Ifeoma desde la cocina.

Seguí a Amaka de nuevo hasta allí y la contemplé mientras troceaba y freía los plátanos. Jaja pronto volvió junto con los primos, llevaban refrescos en una bolsa de plástico. Tía Ifeoma le pidió a Obiora que pusiera la mesa.

—Hoy vamos a tratar a Kambili y a Jaja como invitados, pero a partir de mañana formarán parte de la familia y les tocará participar en los trabajos cotidianos —dijo.

La mesa resultó ser de madera y crujía al haberse resecado por el calor. La superficie se estaba agrietando, como un grillo al cambiar la piel, y sobresalían los cantos curvados hacia arriba. Las sillas estaban desparejadas, había cuatro de madera como las de mi clase y otras dos negras y acolchadas. Jaja y yo nos sentamos uno al lado del otro. Tía Ifeoma bendijo la mesa y luego mis primos dijeron «Amén» mientras yo permanecía con los ojos cerrados.

Nne, ya hemos terminado. No alargamos la bendición tanto como tu padre —dijo tía Ifeoma con una risita.

Abrí los ojos justo para descubrir que Amaka me estaba observando.

—Ojalá Kambili y Jaja vinieran cada día, así tendríamos de todo para comer. ¡Pollo y refrescos! —Obiora se subió las gafas mientras hablaba.

—¡Mami! Yo quiero muslo —reclamó Chima.

—Creo que en las botellas de Coca-Cola ponen cada vez menos cantidad —observó Amaka, acercándose la botella.

Bajé la vista hacia el arroz jollof, el plátano frito y el medio muslo que tenía en el plato y traté de concentrarme y tragar. También los platos estaban desparejados. Los de Chima y Obiora eran de plástico y los demás, de vidrio sin ningún adorno de flores ni líneas plateadas. La risa flotaba en el ambiente, todo el mundo hablaba por los codos, muchas veces sin esperar a obtener una respuesta. En casa solo hablábamos cuando había algún motivo, y sobre todo nunca cuando nos sentábamos a la mesa; sin embargo, mis primos no dejaban de hablar.

—Mamá, biko, dame el cuello —pidió Amaka.

—¿No me dijiste la última vez que no lo querías, gbo? —protestó tía Ifeoma, y cogió el cuello de pollo de su plato y alargó el brazo para ponérselo a Amaka en el suyo.

—¿Cuándo fue la última vez que comimos pollo? —preguntó Obiora.

—¡Deja de masticar con la boca abierta como una cabra, Obiora! —le riñó tía Ifeoma.

—Las cabras mastican de manera diferente cuando rumian y cuando comen, mamá. ¿A qué forma te refieres?

Levanté la mirada para ver cómo masticaba Obiora.

—Kambili, ¿le pasa algo a la comida?

Tía Ifeoma me sobresaltó. Simplemente me sentía como si no estuviera allí, como si solo me encontrara de observadora de una mesa en la que todo el mundo podía dirigirse a quien quisiera cuando quisiera, en la que se podía respirar aire a voluntad.

—El arroz está bueno, tía, gracias.

—Si está bueno, come —dijo tía Ifeoma.

—Tal vez no esté tan bueno como el de primera calidad que come en su casa —intervino Amaka.

—Amaka, deja a tu prima tranquila —le advirtió tía Ifeoma.

No dije nada más hasta que hubimos terminado de comer, pero escuché con atención cada palabra, cada risa y cada broma. En general, mis primos hablaban y tía Ifeoma los observaba mientras comía despacio. Parecía un entrenador de fútbol orgulloso del trabajo hecho con su equipo y satisfecho de observarlo junto al área de penalti.

Después de comer, le pregunté a Amaka dónde podía ir a hacer mis necesidades, aunque ya sabía que el lavabo se encontraba justo enfrente del dormitorio. Ella pareció molestarse e hizo un gesto impreciso señalando hacia el recibidor mientras me preguntaba: «¿A ti qué te parece?».

El habitáculo era tan estrecho que podía alargar los brazos y alcanzar las dos paredes. No había alfombras, ni una funda peluda cubriendo el asiento del inodoro, ni tapa como en casa. Al lado del sanitario había un cubo de plástico vacío. Después de orinar, quise tirar de la cadena pero en la cisterna no había agua, la palanca se movía libremente arriba y abajo. Esperé unos minutos antes de salir a buscar a tía Ifeoma. Estaba en la cocina, frotando los laterales del hornillo de queroseno con una esponja jabonosa.

—Voy a ser muy tacaña con respecto a las bombonas de butano nuevas —dijo tía Ifeoma sonriendo al verme—. Solo las gastaré para las ocasiones especiales, para que duren mucho tiempo. No voy a deshacerme del hornillo así como así.

Hice una pausa porque lo que iba a decir no tenía nada que ver con los hornillos de butano ni de queroseno. Oí las risas de Obiora procedentes del porche.

—Tía, no hay agua para tirar de la cadena.

—¿Has hecho pipí?

—Sí.

—Solo disponemos de agua por la mañana, o di egwu, así que no vaciamos la cisterna al orinar, solo si hay algo más. O, a veces, cuando nos quedamos unos días sin suministro, bajamos la tapa hasta que ha ido todo el mundo y luego echamos un cubo. Así ahorramos.

Tía Ifeoma sonrió avergonzada.

—Ah —musité.

Mientras tía Ifeoma hablaba, entró Amaka. Vi que se dirigía a la nevera.

—Estoy segura de que en tu casa tiráis de la cadena una vez cada hora, solo para que el agua esté limpia, pero aquí no es así —se burló.

—Amaka, o gini? ¡No me gusta ese tono! —la reprendió tía Ifeoma.

—Lo siento —masculló Amaka sirviéndose agua fría en un vaso.

Me acerqué a la pared ennegrecida por el humo del queroseno y deseé poder colarme por ella y desaparecer. Quería disculparme ante Amaka, pero no tenía claro el motivo.

—Mañana llevaremos a Kambili y a Jaja a dar una vuelta para que vean el campus —dispuso tía Ifeoma de forma tan normal que me pregunté si el tono airado de sus palabras anteriores había sido tan solo fruto de mi imaginación.

—No hay nada que ver. Se aburrirán.

Entonces sonó el teléfono, el timbre era alto y estridente, muy distinto al agradable sonido del de casa. Tía Ifeoma corrió a su habitación a cogerlo.

—¡Kambili! ¡Jaja! —llamó al cabo de un momento.

Sabía que era padre y esperé a que Jaja entrara del porche para acercarnos juntos. Al llegar al teléfono, Jaja se apartó e hizo una indicación para que yo hablara primero.

—Hola, padre, buenas noches —dije mientras me preguntaba si sería capaz de saber que había comido tras una bendición demasiado corta.

—¿Cómo estáis?

—Bien, padre.

—La casa está vacía sin vosotros.

—Vaya.

—¿Necesitáis algo?

—No, padre.

—Llamad enseguida si necesitáis cualquier cosa y enviaré a Kevin. Os llamaré cada día. Acordaos de estudiar y de rezar.

—Sí, padre.

Cuando se puso madre, su voz sonaba más alta de lo habitual; tal vez se tratara solo del aparato. Me contó que Sisi había olvidado que no estábamos y había hecho comida para cuatro.

Al sentarnos a cenar aquella noche, pensé en padre y madre, sentados solos a la gran mesa del comedor. Nos comimos el arroz y el pollo que había sobrado. Bebimos agua porque los refrescos se habían terminado. Me acordé de los armarios siempre llenos de Coca-Cola, Fanta y Sprite de la cocina de casa y entonces me tragué toda el agua como si así pudiera borrar aquellos pensamientos. Sabía que si Amaka pudiera leerlos, no le gustarían. A la hora de la cena hubo menos risas y alboroto porque estaba encendido el televisor y mis primos se marcharon con los platos a la sala. Los dos mayores ignoraron el sofá y las sillas y se instalaron en el suelo, mientras que Chima se acurrucó en el sofá con el plato en equilibrio sobre su regazo. Tía Ifeoma nos animó a Jaja y a mí a ir también a ver la televisión, pero yo esperé a que Jaja se negara diciendo que no nos importaba quedarnos en la mesa, antes de asentir para mostrar mi acuerdo.

Tía Ifeoma se quedó sentada con nosotros, echando frecuentes vistazos al aparato mientras comía.

—No entiendo por qué nos llenan la programación de seriales mexicanos mediocres e ignoran por completo el potencial de nuestra gente —masculló.

—Mamá, por favor, no empieces con tus sermones ahora —protestó Amaka.

—Es más barato traerse las telenovelas de México —observó Obiora sin despegar los ojos del televisor.

Tía Ifeoma se puso en pie.

—Jaja, Kambili, cada noche rezamos el rosario antes de acostarnos. Por supuesto, podéis quedaros luego el rato que queráis a ver la televisión o lo que sea.

Jaja se removió en la silla antes de sacar su horario del bolsillo.

—Tía, en el horario de padre dice que tenemos que estudiar por la noche. Traeremos los libros.

Tía Ifeoma se quedó mirando el papel que Jaja sostenía en la mano. A continuación estalló en tales carcajadas que empezó a tambalearse, su figura alta se vencía como un pino en un día ventoso.

—¿Eugene os ha preparado un horario para los días que paséis aquí? Nekwanu anya, ¿qué significa eso?

Tía Ifeoma siguió riéndose antes de tender la mano para pedir la hoja. Cuando se volvió hacia mí, saqué la mía que llevaba doblada a cuartos en el bolsillo de la falda.

—Yo os los guardaré hasta que os marchéis.

—Tía… —empezó Jaja.

—Si no se lo decís a Eugene, ¿cómo va a saber que no lo habéis cumplido, gbo? Estáis de vacaciones y esta es mi casa, así que seguiréis mis reglas.

Miré cómo tía Ifeoma se metía en su habitación con nuestros horarios. Notaba la boca seca y la lengua pegada al paladar.

—¿Es que en casa seguís cada día vuestro horario? —se extrañó Amaka.

Estaba tendida en el suelo, boca arriba, con la cabeza apoyada en el cojín de una silla.

—Sí —respondió Jaja.

—Muy interesante. Así que ahora los ricos no son capaces de decidir qué es lo que quieren hacer cada día, necesitan un horario por el que guiarse.

—¡Amaka! —Se enfadó Obiora.

Tía Ifeoma salió con un rosario enorme formado por cuentas azules y una cruz de metal. Obiora apagó el televisor en el momento en que pasaban los créditos en la pantalla. Obiora y Amaka fueron a por los suyos mientras Jaja y yo sacábamos los nuestros del bolsillo. Nos arrodillamos junto a las sillas de mimbre y tía Ifeoma empezó el primer diez. Tras pronunciar el último avemaría, eché la cabeza hacia atrás con brusquedad al oír aquella voz alta y melodiosa. ¡Amaka estaba cantando!

Ka m bunie afa gi enu…

Tía Ifeoma y Obiora se unieron a ella, en perfecta armonía. Miré a Jaja a los ojos. Los suyos estaban húmedos, insinuantes. «¡No!», le advertí cerrando los párpados con fuerza. No estaba bien, no se rompía a cantar en pleno rosario. Yo no me uní a las voces y tampoco Jaja. Amaka iniciaba el canto al final de cada diez, elevando las palabras en igbo que hacían que tía Ifeoma se uniera a coro y su voz resonara como la de una cantante de ópera al arrancar las notas de su cavidad torácica.

Tras el rosario, tía Ifeoma nos preguntó si conocíamos alguna de las canciones.

—En casa no cantamos —se excusó Jaja.

—Pues aquí sí —replicó tía Ifeoma, y me pregunté si era irritación lo que le había hecho fruncir el entrecejo.

Obiora encendió el televisor en cuanto tía Ifeoma nos dio las buenas noches y se metió en su dormitorio. Me senté en el sofá, junto a Jaja, y miré las imágenes pero no pude reconocer a ninguno de los personajes de piel aceitunada. Me sentía como si fuera mi sombra la que estuviera de visita en casa de tía Ifeoma y su familia mientras mi verdadero yo se encontraba estudiando en mi habitación de Enugu con el horario colgado en la pared. Enseguida me levanté y me fui a mi habitación a prepararme para irme a dormir. Aunque no tenía el horario, recordaba perfectamente a qué hora padre había dispuesto que me acostara. Me metí en la cama mientras me preguntaba cuándo vendría Amaka y si las comisuras de sus labios se curvarían hacia abajo con desdén al verme dormida.

Soñé que Amaka me sumergía en un inodoro lleno de deposiciones verdosas. Primero iba la cabeza y luego la taza se ensanchaba de manera que el resto del cuerpo también quedaba hundido. Amaka imitaba el sonido de la cisterna mientras yo luchaba por liberarme. Aún estaba en plena lucha cuando me desperté. Amaka había saltado de la cama y se estaba atando la bata encima del pijama.

—Vamos a coger agua del grifo —dijo.

No me pidió que fuera con ella, pero me levanté, me puse la bata y la seguí.

Jaja y Obiora ya se encontraban junto al grifo en el minúsculo patio trasero; en una esquina se apilaban ruedas de coche viejas, piezas de bicicleta y cajas rotas. Obiora puso los recipientes debajo del grifo, alineando la boca con el chorro de agua. Jaja se ofreció a llevar el primer recipiente lleno a la cocina, pero Obiora le dijo que no se molestara y lo hizo él. Mientras Amaka transportaba el siguiente, Jaja colocó uno más pequeño para llenarlo. Me dijo que había dormido en la sala de estar, en un colchón que Obiora había sacado de detrás de la puerta del dormitorio, y que se había tapado con una bata. Lo escuché asombrada del tono maravillado de su voz y de lo claro que parecía el marrón de sus pupilas. Me ofrecí a llevar el siguiente recipiente, pero Amaka se echó a reír y dijo que tenía los huesos blandos y no podía con él.

Al terminar, rezamos las plegarias matutinas en la sala, una serie de oraciones cortas salpicada de cantos. Tía Ifeoma rezó por la universidad, por los profesores y por la administración, por Nigeria y, finalmente, por que aquel día conociéramos la paz y la risa. Mientras nos santiguábamos, alcé la mirada para buscar el rostro de Jaja, para ver si también él estaba perplejo al oír que tía Ifeoma y su familia pedían, entre todas las demás cosas, la risa.

Fuimos por turnos a asearnos en el pequeño cuarto de baño, con un balde medio lleno de agua calentada a fuerza de mantener sumergida por un tiempo en el líquido una bobina de inducción. La limpísima bañera tenía un orificio triangular en una esquina y al desaguar parecía emitir un gemido similar al de un hombre. Me apliqué mi propio jabón con mi propia esponja (madre había incluido cuidadosamente en el equipaje mis artículos de tocador) y aunque me aclaré con una taza vertiendo el agua poco a poco sobre mi piel, seguía sintiéndome resbaladiza al salir de la bañera y al pisar la toalla vieja dispuesta en el suelo.

Cuando salí, tía Ifeoma estaba en la mesa disolviendo unas cuantas cucharadas de leche en polvo en una jarra de agua fría.

—Si dejo que los niños cojan la leche por su cuenta, no durará ni una semana —dijo antes de poner el bote de leche en polvo Carnation a buen recaudo en su habitación.

Esperaba que Amaka no me preguntara si mi madre también lo hacía porque me pondría a tartamudear si tenía que contarle que en casa tomábamos tanta leche Peak como queríamos. El desayuno consistió en okpa que Obiora había salido a comprar por allí cerca. Nunca había tomado okpa en una comida, solo como tentempié cuando de camino a Abba nos deteníamos a comprar pastelitos de akara y aceite de palma hechos al vapor. Vi cómo Amaka y tía Ifeoma cortaban el jugoso pastel amarillo e hice lo propio. Tía Ifeoma nos pidió que nos diéramos prisa. Quería enseñarnos a Jaja y a mí el campus y volver a tiempo para hacer la cena. Había invitado al padre Amadi.

—¿Estás segura de que queda suficiente combustible en el coche, mamá? —preguntó Obiora.

—Por lo menos para dar una vuelta por el campus. Espero que el combustible llegue de verdad la semana que viene, si no tendré que ir andando cuando empiecen las clases.

—O ir en okada —dijo Amaka riendo.

—A este paso, pronto me va a tocar hacerlo.

—¿Qué es un okada? —preguntó Jaja.

Me volví a mirarlo sorprendida. No esperaba que hiciera aquella pregunta ni ninguna otra.

—Es una motocicleta —explicó Obiora—. Se ha vuelto más popular que el taxi.

Tía Ifeoma se detuvo en el jardín de camino al coche para arrancar unas hojas secas mientras mascullaba que el harmatán le estaba matando las plantas.

Amaka y Obiora refunfuñaron.

—El jardín ahora no, mamá.

—Es un hibisco, ¿verdad, tía? —preguntó Jaja mirando la planta cercana a la alambrada—. No sabía que los hubiera de color púrpura.

Tía Ifeoma se echó a reír y acarició la flor, de un tono violeta casi azul.

—Todo el mundo experimenta la misma reacción la primera vez. Mi buena amiga Phillipa es profesora de botánica en la universidad. Hizo muchos experimentos mientras estuvo aquí; mirad, ahí hay ixora blanca, pero no florece tanto como la roja.

Jaja se acercó a tía Ifeoma mientras los demás los contemplábamos.

O maka, qué bonito —exclamó Jaja mientras pasaba un dedo por un pétalo de una de las flores.

La risa de tía Ifeoma se alargó unas cuantas sílabas más.

—Sí, lo es. Tuve que cercar el jardín porque los niños del vecindario entraban y arrancaban algunos de los ejemplares más raros. Ahora solo dejo entrar a las chicas que adornan el altar de nuestra iglesia o de la iglesia protestante.

—Mamá, o zugo. Vámonos —dijo Amaka.

Pero tía Ifeoma aún estuvo un rato enseñándole las flores a Jaja antes de que nos montáramos en la ranchera y nos pusiéramos en marcha. La calle que tomó era cuesta abajo y por eso apagó el motor y dejó caer el vehículo, con los tornillos sueltos traqueteando.

—Es para ahorrar combustible —dijo volviéndose de forma breve hacia donde nos encontrábamos Jaja y yo.

Las casas por delante de las cuales pasamos tenían plantaciones de girasoles y las flores del tamaño de la palma de la mano adornaban el paisaje verde con topos amarillos. Entre las plantaciones quedaban espacios vacíos que me permitían ver los patios traseros. Los depósitos metálicos de agua estaban en equilibrio sobre bloques de cemento sin pintar, los columpios hechos con neumáticos viejos colgaban de los guayabos, la ropa estaba puesta a secar en cuerdas tendidas entre dos árboles… Al final de la calle, tía Ifeoma volvió a encender el motor porque el terreno era llano.

—Esta es la escuela primaria del campus —explicó—, a la que va Chima. Antes estaba en condiciones mucho mejores, en cambio ahora mirad las persianas que faltan en las ventanas y lo sucios que están los edificios.

El gran recinto cercado por un seto de pinos recortados estaba repleto de edificios altos que parecían haber sido construidos espontáneamente, sin planificación alguna. Tía Ifeoma señaló un edificio cercano a la escuela, el Instituto de Estudios Africanos, en el que se encontraba su despacho y en el que impartía la mayoría de las clases. El edificio era antiguo; lo delataba el color y las ventanas, que estaban cubiertas por el polvo de tantos harmatanes que nunca volverían a brillar. Tía Ifeoma dio la vuelta a una rotonda en la que habían plantado vincapervincas de color rosa y que estaba bordeada de ladrillos pintados alternativamente de blanco y de negro. Al lado de la carretera se extendía un campo como una cama cubierta con sábanas verdes, salpicado de mangos con las hojas apagadas que luchaban por mantener el color contra el viento que las secaba.

—Este es el terreno en el que realizamos la venta benéfica —explicó tía Ifeoma—. Y por allí hay residencias femeninas. Ahí está Mary Slessor Hall, por allí se encuentra Okpara Hall y esta es Bello Hall, la residencia más famosa en la que Amaka jura y perjura que vivirá cuando ingrese en la universidad y ponga en marcha sus movimientos activistas.

Amaka se echó a reír pero no le replicó a tía Ifeoma.

—Tal vez estéis juntas, Kambili.

Asentí con rigidez, aunque tía Ifeoma no podía verme. Nunca había pensado en la universidad, a cuál iría o qué me gustaría estudiar. Cuando llegara el momento, padre decidiría por mí.

Al doblar una esquina, tía Ifeoma tocó el claxon y saludó con la mano a dos hombres calvos con camisas de diseño moderno que estaban allí de pie. Volvió a apagar el motor y bajamos la calle a toda velocidad. Melinas y margosas la bordeaban. El olor intenso y acre de las hojas de la margosa invadía el vehículo; Amaka aspiró profundamente y aseguró que aquello curaba la malaria. Nos encontrábamos en una zona residencial, pasamos por delante de casas de una sola planta con grandes extensiones de terreno llenas de rosales, césped desvaído y árboles frutales. Poco a poco, la calzada dejaba de estar asfaltada y lisa y ya no se veían terrenos cultivados. Las casas eran bajas y estrechas y las puertas de entrada se encontraban tan juntas que puesto delante de una de ellas se podía alcanzar la contigua con la mano. Allí no había setos, ni separación entre las viviendas ni intimidad alguna ni pretensión de nada que se le pareciera. Tan solo se trataba de edificios bajos construidos uno al lado del otro entre unos cuantos arbustos raquíticos y algunos anacardos. Era el lugar donde residía el personal subalterno, donde vivían las secretarias y los chóferes. Tía Ifeoma nos explicó todo esto y Amaka añadió: «Si tienen la suerte de conseguir una vivienda».

Acabábamos de pasar los edificios cuando tía Ifeoma señaló a la derecha y dijo:

—Allí está la colina de Odim. La vista desde arriba es impresionante, desde allí se ve cómo Dios hizo el trazado de las montañas y los valles, ezi okwu.

Al cambiar de sentido y volver atrás por el mismo camino, dejé volar la imaginación, pensé en Dios disponiendo las montañas de Nsukka con sus grandes manos de piel blanca y lúnulas en las uñas al igual que el padre Benedict. Pasamos los árboles robustos que rodeaban la facultad de ingeniería, los campos llenos de mangos cerca de la residencia para chicas. Al llegar a la avenida Marguerite Cartwright, tía Ifeoma giró hacia el lado opuesto al lugar donde se encontraba su casa. Quería enseñarnos la otra parte, en la que vivían los profesores veteranos en unos dúplex a los que se accedía por caminos de grava.

—He oído que, cuando compraron las casas, algunos de los profesores de raza blanca, bueno, entonces todos los profesores eran de raza blanca, querían construir chimeneas y hogares —dijo tía Ifeoma con el mismo tipo de risa indulgente que madre dejaba escapar al referirse a los que iban a visitar a hechiceros.

A continuación señaló la casa del vicerrector y los muros altos que la protegían y nos explicó que en aquel lugar había habido hermosos setos de acebo e ixoras hasta que unos cuantos estudiantes amotinados saltaron dentro e incendiaron un coche.

—¿A qué se debió ese comportamiento? —preguntó Jaja.

—A la luz y al agua —respondió Obiora, y yo me lo quedé mirando.

—Estuvimos sin luz y sin agua durante un mes —explicó tía Ifeoma—. Los estudiantes se quejaban de que no podían estudiar y solicitaron que los exámenes se aplazaran, pero se denegó la propuesta.

—Los muros son espantosos —opinó Amaka en inglés, y yo me pregunté qué pensaría de los de casa si alguna vez venía a visitarnos. Los del vicerrector no eran muy altos, podía ver el amplio dúplex detrás de un grupo de árboles de hojas amarillentas—. De todas maneras, los muros solo proporcionan una seguridad superficial —continuó—. Si yo estuviera en el lugar del vicerrector, los estudiantes no se amotinarían, tendrían agua y luz.

—Y si un gran hombre de Abuya ha robado el dinero, ¿se supone que el vicerrector va a ser capaz de sacarse más de la manga para Nsukka? —preguntó Obiora.

Me volví a mirarlo imaginándome a mí misma a los catorce años, imaginándome en el momento actual.

—No me importaría que alguien se sacara dinero de la manga para dármelo a mí en este momento —dijo tía Ifeoma riendo a la manera del orgulloso entrenador de fútbol contemplando a su equipo—. Iremos al pueblo a mirar si en el mercado venden ube a un precio razonable. Sé que al padre Amadi le gusta y en casa hay un poco de maíz para combinarlo.

—¿Tendremos suficiente combustible, mamá? —dudó Obiora.

Amarom, podemos intentarlo.

Tía Ifeoma dejó caer el coche por la calle que conducía a la entrada de la universidad. Jaja se volvió a mirar la estatua del león de pecho henchido, moviendo los labios en silencio. «Por el restablecimiento de la dignidad humana». Obiora también leyó la placa. Emitió una risa ahogada y dijo:

—¿Cuándo han perdido los hombres la dignidad?

Al salir del recinto universitario, tía Ifeoma giró de nuevo la llave del contacto. Al ver que el coche daba una sacudida sin ponerse en marcha, musitó «Madre santísima, ahora no, por favor», y volvió a intentarlo. El coche no hizo más que emitir un sonido quejumbroso. Detrás de nosotros, alguien tocó el claxon y me volví para encontrarme con una mujer al volante de un Peugeot 504. Salió de su vehículo y se nos acercó; llevaba una falda pantalón que le azotaba las pantorrillas llenas de bultos como un ñame.

—A mí también se me paró el coche ayer cerca de Eastern Shop. —La mujer se acercó a la ventanilla de tía Ifeoma, sus cabellos permanentados y alborotados aún se desgreñaban más con el viento—. Mi hijo ha traspasado un litro del coche de mi marido esta mañana para poder llegar al mercado. O di egwu. Espero que pronto tengamos combustible.

—Ya veremos, hermana. ¿Cómo está la familia? —preguntó tía Ifeoma.

—Bien. Vamos tirando.

—Empujaremos —sugirió Obiora abriendo la puerta.

—Espera.

Tía Ifeoma giró de nuevo la llave, el coche dio una sacudida y esta vez se puso en marcha. Tía Ifeoma partió a toda prisa con un chirrido de los neumáticos, no quería tomárselo con calma para no concederle al vehículo la mínima oportunidad de pararse otra vez.

Nos detuvimos junto a un vendedor ambulante de ube al borde de la carretera. Los frutos azulados estaban dispuestos en varios montones en forma de pirámide sobre una bandeja esmaltada. Tía Ifeoma sacó algunos billetes arrugados del monedero y se los tendió a Amaka, quien regateó un rato con el vendedor hasta que por fin sonrió y señaló las pirámides que quería. Me pregunté qué debía de sentirse en aquella situación.

De nuevo en el piso, ayudé a tía Ifeoma y Amaka en la cocina mientras Jaja salía junto con Obiora a jugar al fútbol con los niños de los pisos de arriba. Tía Ifeoma cogió uno de los enormes ñames que habíamos traído de casa. Amaka colocó papeles de periódico en el suelo para cortar el tubérculo a rebanadas; era más fácil que levantarlo y ponerlo en la encimera. Cuando Amaka puso las rodajas en un recipiente de plástico, me ofrecí a ayudarla a pelarlas y ella, en silencio, me tendió un cuchillo.

—El padre Amadi te caerá bien, Kambili —auguró tía Ifeoma—. Es nuevo en nuestra capellanía, pero ya es muy popular en el campus. Todo el mundo lo ha invitado a cenar a su casa.

—Creo que con nuestra familia es con una de las que más sintoniza —opinó Amaka.

Tía Ifeoma se echó a reír.

—Amaka tiene una actitud muy protectora con él.

—¡Estás echando a perder el ñame, Kambili! —dijo bruscamente Amaka—. ¿Es así como lo pelas en casa?

Me incorporé sobresaltada y dejé caer el cuchillo, que fue a parar a solo tres centímetros de mi pie.

—Lo siento —me disculpé, no estaba segura de si era por haber dejado caer el cuchillo o por desaprovechar demasiado trozo del jugoso ñame blanco junto con la piel.

Tía Ifeoma nos estaba observando.

—Amaka, ngwa. Enséñale a Kambili cómo se pela.

Amaka miró a su madre con las comisuras de los labios curvadas hacia abajo y las cejas levantadas como si no pudiera creer que hubiera que enseñarle a alguien a pelar bien un ñame. Recogió el cuchillo y empezó a pelar una rodaja de la que solo separaba la piel marrón. Observé el movimiento acompasado de su mano y la longitud creciente de la piel. Quería disculparme, quería saber hacerlo. Ella lo hizo tan bien que la piel se desprendió entera, resultando una tira enroscada salpicada de tierra.

—Tal vez tenga que incluirlo en tu horario: «Cómo pelar un ñame» —se burló Amaka.

—¡Amaka! —gritó tía Ifeoma—. Kambili, tráeme un poco de agua del depósito del patio.

Cogí el cubo; le agradecía a tía Ifeoma que me concediera la oportunidad de salir de la cocina y perder de vista la mala cara de Amaka. Mi prima no habló mucho durante el resto de la tarde hasta que llegó el padre Amadi, impregnado de una colonia de olorcillo terroso. Chima dio un salto y se aferró a él. El padre Amadi le estrechó la mano a Obiora y dio un pequeño abrazo a tía Ifeoma y a Amaka. A continuación, tía Ifeoma nos presentó.

—Buenas noches —dije, y añadí—: padre.

Parecía un sacrilegio llamar «padre» a aquel hombre de aspecto juvenil, vestido con una camiseta de cuello desbocado y unos vaqueros tan desteñidos que no habría podido decir si eran negros o azul marino.

—Kambili y Jaja —dijo como si ya nos conociera—. ¿Qué tal lo estáis pasando en vuestra primera visita a Nsukka?

—Fatal —soltó Amaka, y de inmediato deseé que no lo hubiera dicho.

—Nsukka tiene su encanto —aseguró el padre Amadi sonriendo.

Tenía voz de cantante, una voz que producía el mismo efecto en mis oídos que en mi cuero cabelludo, el del aceite infantil que madre me untaba en el pelo. No captaba completamente el sentido de sus frases en igbo salpicadas de palabras en inglés porque estaba pendiente del sonido y no del significado de su charla. Asentía al mismo tiempo que masticaba el ñame y las verduras y no hablaba hasta que se había tragado el bocado y había tomado un trago de agua. En casa de tía Ifeoma se sentía como en la suya propia; sabía de qué silla sobresalía un clavo que podía enganchar un hilo de la ropa.

—Creía que ya había arreglado este clavo —comentó.

Luego se puso a hablar de fútbol con Obiora, del periodista que acababa de ser arrestado por el gobierno con Amaka, de la organización católica de mujeres con tía Ifeoma y del salón recreativo del barrio con Chima.

Mis primos parlotearon tanto como antes, pero esperaban a que el padre Amadi acabara de decir algo antes de responder de inmediato. Me acordé de los pollos engordados que padre compraba a veces para las ofrendas de las procesiones, los que llevábamos al altar además del cáliz, los ñames e incluso alguna cabra, a los que dejábamos dar vueltas por el patio hasta el domingo por la mañana. Los pollos se abalanzaban sobre las migas de pan que Sisi les echaba, con gran entusiasmo y alboroto. Del mismo modo, mis primos saltaban al oír las palabras del padre Amadi.

El padre Amadi nos implicó a Jaja y a mí en la conversación, haciéndonos preguntas. Sabía que iban dirigidas a ambos porque utilizaba la segunda persona del plural, unu, en lugar de la del singular, gi. Sin embargo, me mantenía en silencio y agradecía las respuestas de Jaja. Nos preguntó a qué escuela íbamos, qué asignaturas nos gustaban más, si practicábamos algún deporte… Cuando nos preguntó a qué iglesia de Enugu íbamos, Jaja se lo dijo.

—¿Santa Inés? La visité una vez y participé en la misa —dijo el padre Amadi.

Entonces recordé al joven sacerdote invitado que se había puesto a cantar en mitad del sermón, el sacerdote por el que padre había dicho que teníamos que rezar ya que la gente como él resultaba conflictiva para la Iglesia. A lo largo de los meses, muchos sacerdotes más habían sido invitados, pero supe que era él. Simplemente, lo supe. Y recordaba el canto que había entonado.

—¿Ah, sí? —se extrañó tía Ifeoma—. Mi hermano, Eugene, prácticamente financia él solo esa iglesia. Es preciosa.

Chelukwa. Espera un momento. ¿Tu hermano es Eugene Achike? ¿El editor del Standard?

—Sí, es mi hermano mayor. Pensaba que ya se lo había dicho.

La sonrisa de tía Ifeoma no le confería un aspecto muy alegre.

Ezi okwu? No lo sabía. —El padre Amadi agitó la cabeza—. He oído que se involucra mucho en las decisiones editoriales. El Standard es el único periódico que se atreve hoy en día a contar la verdad.

—Sí —convino tía Ifeoma—. Y tiene un director brillante, Ade Coker, aunque me pregunto cuánto tiempo durará antes de que lo encierren para siempre. Hay cosas que ni siquiera el dinero de Eugene puede comprar.

—Leí en alguna parte que Amnistía Internacional le ha concedido un premio a tu hermano —comentó el padre Amadi.

Asentía despacio, con admiración, y de pronto sentí que me invadía el orgullo, el deseo de que me asociara a padre. Quería intervenir para recordarle a aquel apuesto sacerdote que padre no era tan solo el hermano de tía Ifeoma o el editor del Standard; además era mi padre. Deseaba que parte del afecto que transmitían los ojos del padre Amadi se depositara en mí.

—¿Un premio? —preguntó Amaka con la mirada iluminada—. Mamá, al menos deberíamos comprar el Standard de vez en cuando para saber qué ocurre.

—O podríamos pedir que nos enviaran algún ejemplar gratuito si fuéramos capaces de tragarnos el orgullo —intervino Obiora.

—No sabía nada del premio —confesó tía Ifeoma—. Eugene tampoco me lo diría, igasikwa. No podemos mantener una conversación. Si hasta tuve que utilizar como excusa una visita a Aokpe para que consintiera que los niños vinieran a vernos.

—Así que piensas ir a Aokpe —dijo el padre Amadi.

—En realidad no lo había planeado, pero supongo que tendremos que ir. Veré cuándo está prevista la próxima aparición.

—Todo eso se lo inventa la gente. ¿No decían la otra vez que Nuestra Señora se había aparecido en el hospital Obispo Shanahan? ¿Y luego en Transekulu? —cuestionó Obiora.

—Aokpe es distinto. Tiene las mismas señales que Lourdes —intervino Amaka—. Además, ya es hora de que Nuestra Señora venga a África. ¿No te resulta extraño que siempre se aparezca en Europa? Después de todo, era de Oriente Próximo.

—¿Y ahora qué es? ¿La Vírgen Política? —bromeó Obiora, y volví a mirarlo con admiración.

Era la versión masculina y atrevida de lo que yo nunca habría podido ser a los catorce años, de lo que ni siquiera era en aquel momento.

El padre Amadi se echó a reír.

—Pero si ya ha hecho una aparición en Egipto, Amaka. Por lo menos la gente se congregaba allí, como ahora lo hace en Aokpe. O bugodi, como las langostas migratorias.

—No parece que crea mucho en ello, padre. —Amaka lo miraba con fijeza.

—No creo que tengamos que ir a Aokpe o a ningún otro lugar para encontrarla. Ella está aquí, dentro de nosotros, guiándonos hacia su Hijo.

Hablaba con tanta soltura como si su boca fuera un instrumento musical que sonara al mínimo roce, con solo abrirla.

—¿Y qué hay del Tomás que todos llevamos dentro, padre? ¿De la parte de nosotros que dice que solo cree lo que ve? —preguntó Amaka.

Mostraba aquella expresión que me hacía preguntarme si hablaba en serio o no.

El padre Amadi no dijo nada; en lugar de responder, hizo una mueca y Amaka se echó a reír. Tenía los dos dientes de arriba más separados que tía Ifeoma, formaban un ángulo mayor, como si alguien los hubiera empujado hacia los lados con un instrumento metálico.

Después de cenar, nos instalamos en la sala y tía Ifeoma le pidió a Obiora que apagara el televisor para que pudiéramos rezar un poco junto con el padre Amadi. Chima se había quedado dormido en el sofá y Obiora se reclinó sobre él durante el rosario. El padre Amadi recitó el primer diez y al final inició un canto religioso en igbo. Mientras cantaban, abrí los ojos y fijé la mirada en la foto de familia del bautizo de Chima colgada en la pared. Junto a ella, había una imagen granulada de la Piedad, con el marco de madera agrietado en las esquinas. Cerré la boca con fuerza y me mordí el labio inferior para no unirme a sus voces, para no traicionarme a mí misma.

Dejamos los rosarios y nos sentamos en la sala a comer maíz y ube mientras veíamos Newsline en la televisión. Levanté la cabeza y me encontré con los ojos del padre Amadi fijos en mí. De pronto, no distinguía el ube de las semillas, no podía mover la lengua ni tragar. Era demasiado consciente de su mirada, de que se estaba fijando en mí.

—Hoy no he visto que te rieras, ni siquiera que esbozaras una sonrisa, Kambili —dijo al fin.

Bajé la vista a mi plato de maíz. Quería decir que lo sentía, pero no me salieron las palabras; por unos momentos, ni siquiera fui capaz de oír nada.

—Es muy tímida —me disculpó tía Ifeoma.

Mascullé algo ininteligible, me levanté y me escondí en el dormitorio; me aseguré de cerrar la puerta que daba al pasillo. La voz musical del padre Amadi resonó en mis oídos hasta que me quedé dormida.