La mayor parte de la clase me siguió considerando una engreída hasta final de curso, pero no me importaba demasiado ya que tenía una preocupación mayor: la de asegurarme de que esta vez sería la primera. Tenía que hacer equilibrios para mantenerme en el puesto. Era como ir cada día a la escuela con un saco de arena en la cabeza sin que se me permitiera sujetarlo con la mano. Las palabras de mis libros de texto seguían apareciendo borrosas ante mis ojos, seguía viendo el espíritu de mi hermanito unido con finas líneas de sangre. Memorizaba las explicaciones de los profesores, ya que me era imposible encontrar el sentido a lo que decían los libros si trataba de estudiar. Después de cada examen, se me formaba un gran nudo en la garganta, como si comiera fufú con grumos, y permanecía allí hasta que me daban la nota.

La escuela cerraba durante las vacaciones navideñas a principios de diciembre. Mientras Kevin me llevaba a casa, examiné detenidamente el informe de evaluación y vi «1/25», escrito con una letra tan inclinada que tuve que mirarlo dos veces para asegurarme de que no era un «7/25». Aquella noche me dormí con la imagen muy viva del rostro iluminado de padre, con el sonido de su voz que me decía cuán orgulloso se sentía de mí y lo bien que había cumplido el objetivo que Dios me había marcado.

Diciembre trajo el viento cargado de polvo del harmatán y el viento trajo el aroma del Sáhara y de la Navidad e hizo caer las hojas estrechas y ovaladas del frangipani y las agujas de los pinos a través de las cuales silbaba, por lo cual todo quedó cubierto de un manto marrón. Siempre pasábamos la Navidad en nuestro pueblo natal. La hermana Veronica lo llamaba la migración anual de los igbo y decía, con aquel acento irlandés que le hacía arrastrar las palabras, que no entendía por qué los igbo se hacían construir casas tan grandes en sus pueblos natales para pasar tan solo una semana o dos en diciembre, mientras el resto del año se contentaban con vivir hacinados en los suburbios de la ciudad. Y yo me preguntaba por qué la hermana Veronica se empeñaba en tratar de entenderlo; simplemente, las cosas eran así.

El viento matutino soplaba con furia el día en que nos marchamos y al ulular entre los pinos hacía que estos se vencieran y se doblaran de un lado a otro, como si se inclinaran ante un dios de polvo, mientras las hojas y las ramas imitaban el sonido del silbato de un árbitro de fútbol. Los coches estaban aparcados en la entrada, con las puertas y el maletero abiertos, a punto para ser cargados. Padre conduciría el Mercedes, con madre en el asiento del acompañante, y Jaja y yo en el asiento trasero. Kevin llevaría el vehículo de la fábrica, en el que viajaría también Sisi, y tras él iría Sunday, el transportista que habitualmente sustituía a Kevin cuando este se tomaba su semana anual de vacaciones, con el Volvo.

Padre se encontraba de pie junto al hibisco, dando órdenes con una mano en el bolsillo de su túnica blanca y la otra señalando alternativamente los objetos y los coches.

—Las maletas van en el Mercedes y las verduras también. Los ñames irán en el Peugeot 505, junto con las cajas de Remy Martin y los envases de zumo. Mirad si también caben las pilas de okporoko. Los sacos de arroz, el garri, las alubias y los plátanos van en el Volvo.

Había mucho que transportar, y Adamu se acercaba desde la puerta para ayudar a Sunday y a Kevin. Solo los ñames, grandes tubérculos del tamaño de un cachorro, ya llenaban el maletero del Peugeot 505, y hasta en el asiento delantero del Volvo iba un saco de alubias tumbado como un pasajero que se hubiera quedado dormido. Kevin y Sunday salieron primero y nosotros los seguimos, de manera que si los soldados y los controles de carretera los detenían, nosotros los veríamos y también nos detendríamos.

Padre rezó el rosario antes de salir por el camino vallado. Se detuvo al final del primer diez de manera que madre pudiera continuar con los siguientes avemarías. Jaja siguió con el siguiente diez y luego me tocó a mí. Padre conducía con calma. La vía rápida era de un solo carril y cuando encontrábamos delante a un camión padre aminoraba la marcha tras él, mascullando que las carreteras eran peligrosas, que la gente de Abuya había robado todo el dinero destinado a construir las carreteras de doble carril. Muchos coches tocaban el claxon y nos adelantaban. Algunos iban tan repletos de ñames, sacos de arroz y cajas de refrescos que la parte trasera del vehículo casi rozaba el suelo.

Padre se detuvo en Ninth Mile para comprar pan y okpa. Los vendedores ambulantes se abalanzaron sobre el coche y nos metieron por las ventanillas huevos duros, anacardos tostados, agua embotellada, pan, okpa y agidi mientras nos decían a voz en grito «Cómprame, te lo vendo barato» o «Mírame, tengo lo que buscas».

Aunque padre solo compró pan y okpa envuelto en hojas de plátano calientes, dio un billete de veinte nairas a cada uno de los demás vendedores. Su respuesta a coro, «Gracias, señor, que Dios lo bendiga», resonó en mis oídos mientras nos alejábamos de camino a Abba.

La señal verde de BIENVENIDOS A ABBA que indicaba la salida de la autopista era demasiado pequeña, por lo que no hubiera resultado extraño no verla. Padre se desvió por el camino sin asfaltar y enseguida empecé a oír que el Mercedes rozaba la carretera de tierra tostada por el sol y llena de baches. Al pasar, la gente nos saludaba con la mano y llamaba a padre por su tratamiento, «Omelora!». Cerca de los edificios de tres pisos a los que se accedía a través de una verja metálica, se veían algunas barracas hechas con juncos y barro. Había niños desnudos y semidesnudos jugando con pelotas de fútbol deshinchadas. Los hombres se sentaban en los bancos bajo los árboles y bebían vino de palma en cuernos de vaca y tazas de vidrio deslucido. Para cuando alcanzamos las grandes puertas metálicas negras de nuestra casa del pueblo, el coche estaba completamente cubierto de polvo. Tres ancianos que descansaban bajo el ukwa solitario que había cerca de la verja empezaron a saludar con la mano y a gritar:

Nno nu! Nno nu! ¿Ya estáis de vuelta? ¡Enseguida entramos a recibiros!

El portero nos abrió paso.

—Gracias, Señor, por la benevolencia del viaje —dijo padre al entrar en el complejo, y se santiguó.

—Amén —respondimos los demás.

La visión de nuestra casa seguía dejándome sin respiración, aquel majestuoso edificio blanco de cuatro plantas, con el agua brotando de la fuente en la parte frontal, flanqueada por los cocoteros y por los naranjos que adornaban el jardín que daba acceso a la puerta principal. Tres jovencitos entraron corriendo para darle la bienvenida a padre. Nos habían seguido al trote por el camino de tierra.

Omelora! ¡Buenas tardes, señor! —pronunciaron a coro con un marcado acento igbo.

Solo llevaban puesto un pantalón corto y se les veía el ombligo, una protuberancia del tamaño de un pequeño globo.

Kedu nu? —Padre le dio a cada uno un billete de diez nairas de un fajo que sacó de la bolsa de viaje—. Dad recuerdos a vuestros padres y mostradles el dinero.

—¡Sí, señor! ¡Gracias, señor! —respondieron con su acento característico, y salieron corriendo del complejo, riendo a carcajadas.

Kevin y Sunday descargaron los paquetes de comestibles mientras Jaja y yo sacábamos las maletas del Mercedes. Madre se dirigió junto con Sisi al patio trasero para guardar los trípodes de hierro colado. Nuestra comida se hacía en los fogones de gas, dentro de la cocina, pero los trípodes servían para sujetar las enormes ollas en las que se hacía el arroz, el estofado y la sopa para las visitas. Alguno de los cacharros era tan grande que hubiera podido albergar un cabrito entero. Madre y Sisi apenas cocinaban, solo echaban un vistazo y traían más sal, daditos Maggi o utensilios, ya que las esposas de los miembros de nuestra umunna venían y se encargaban de todo. Decían que madre tenía que descansar del trajín de la ciudad. Y cada año al terminar la Navidad se llevaban a su casa las sobras: los trozos de carne, el arroz y las alubias, las botellas de bebidas refrescantes, de maltina y de cerveza. Siempre nos preparábamos para alimentar a todo el pueblo, para que ninguno de los que quisieran venir se fuera sin haber comido y bebido hasta lo que padre llamaba «un nivel de satisfacción razonable». Después de todo, padre ostentaba el título de omelora: aquel que trabaja para la comunidad. Pero padre no era el único que recibía visitas; los lugareños se dirigían en tropel a toda casa que fuera grande y tuviera una gran puerta, y a veces llevaban consigo fiambreras de plástico con tapas herméticas. Era Navidad.

Jaja y yo estábamos arriba deshaciendo la maleta cuando entró madre y anunció:

—Ade Coker ha venido con su familia para desearnos feliz Navidad. Van camino de Lagos. Bajad conmigo a saludarlos.

Ade Coker era un hombre menudo y rechoncho, de carácter risueño. Cada vez que lo veía, me lo imaginaba escribiendo artículos para el Standard. Intentaba imaginármelo desafiando a los soldados, pero no podía. Parecía un muñeco de peluche y, como siempre sonreía, los profundos hoyuelos de sus mejillas mofletudas parecían permanentes, como si alguien le hubiera hundido una varilla. Hasta sus gafas parecían de juguete: el vidrio, tintado de un tono azulado, era más grueso que el cristal de una ventana, y la montura era de plástico blanco. Cuando entramos, estaba lanzando al aire a su hijo de meses, una copia idéntica de sí mismo, y su hija, de pie junto a él, le pedía que también la lanzara a ella.

—Jaja, Kambili, ¿cómo estáis? —nos saludó, y antes de que pudiéramos responder estalló en aquella risa suya tan contagiosa. Mientras hacía muecas al bebé, añadió—: ¿Sabéis?, dicen que cuanto más alto los lanzas de pequeños, más fácil es que aprendan a volar.

El bebé gorjeaba mostrando sus encías rosadas y trataba de dar alcance a las gafas de su padre. Ade Coker echó la cabeza hacia atrás y volvió a lanzar al bebé al aire.

Su esposa, Yewande, nos abrazó y nos preguntó qué tal estábamos. Luego le dio una palmada juguetona en el hombro a Ade Coker y le quitó al bebé. La miré y recordé cómo entre sollozos imploraba a voz en grito a padre que la ayudara.

—¿Os gusta venir al pueblo? —nos preguntó Ade Coker.

Los dos nos quedamos mirando a padre; estaba en el sofá, leyendo sonriente una tarjeta de felicitación.

—Sí —respondimos a la vez.

—¿Eh? ¿Os gusta este lugar dejado de la mano de Dios? —Abrió los ojos hasta un punto esperpéntico—. ¿Tenéis amigos aquí?

—No —respondimos.

—Y entonces ¿qué hacéis en el culo del mundo? —se burló.

Jaja y yo sonreímos y no dijimos nada.

—Qué callados que son —observó, volviéndose hacia padre—. Siempre lo han sido.

—No tienen nada que ver con los chiquillos escandalosos que se crían hoy en día, que no están bien educados ni temen a Dios —le explicó padre.

Estaba segura de que era orgullo lo que tensaba sus labios y le iluminaba la mirada.

—Imagínate lo que sería del Standard si todos fuéramos así de callados.

Era una broma. Ade Coker se rió y también su esposa, Yewande. Pero padre no. Jaja y yo nos dimos la vuelta y nos dirigimos arriba, en silencio.

Me despertó el susurro de las hojas de los cocoteros. Más allá de la verja, oía los balidos de las cabras, el canto de los gallos y la gente felicitándose a gritos; el sonido de sus voces de marcado acento igbo me llegaba a través de las paredes de barro.

—Buenos días, ¿estáis despiertos? ¿Habéis dormido bien?

—Buenos días, y en tu casa, ¿habéis dormido bien?

Me incorporé para abrir la ventana de la habitación, para oír mejor los sonidos y dejar que entrara el aire fresco con pinceladas de excrementos de cabra y naranjas maduras. Jaja llamó a la puerta antes de entrar. En Abba ocupábamos habitaciones contiguas; en cambio en Enugu, nuestros dormitorios estaban lejos el uno del otro.

—¿Ya te has levantado? —me preguntó—. Bajemos para las plegarias antes de que nos llame padre.

Encima del pijama, me puse la bata que usaba como colcha ligera en las noches cálidas y me la até con un nudo debajo del brazo. Luego bajé detrás de Jaja.

Los amplios pasillos hacían que nuestra casa pareciera un hotel, así como el olor impersonal de las estancias cerradas la mayor parte del año, de los baños, las cocinas sin usar y las habitaciones deshabitadas. Solo utilizábamos la planta baja y el primer piso, los otros dos permanecían sin habitar desde hacía muchos años, cuando padre fue nombrado jefe y obtuvo el título de omelora. Todavía formaba parte de la dirección de Leventis y aún no había comprado su primera fábrica. Los miembros de nuestra umunna llevaban mucho tiempo animándolo. Insistían en que contaba con una buena fortuna para hacerlo y, además, ninguno de ellos había obtenido nunca un título. Así que cuando finalmente padre se decidió, tras largas charlas con el párroco y tras insistir en que eliminaran todas las reminiscencias paganas de la ceremonia de obtención del título, fue como una minifiesta por la nueva cosecha de ñames. Los coches ocupaban cada centímetro del camino de tierra que conducía a Abba. El tercer y el cuarto piso de la casa eran un hormiguero de gente. Ahora yo solo subía cuando quería otear más allá del tramo de carretera que había justo detrás de las paredes.

—Hoy padre va a celebrar una reunión de miembros de la iglesia —me anunció Jaja—. He oído cómo se lo decía a madre.

—¿A qué hora?

—Antes de mediodía.

Y con la mirada añadió: «Podremos estar juntos».

En Abba, Jaja y yo no teníamos que seguir ningún horario. Hablábamos más y pasábamos menos tiempo solos en nuestra habitación porque padre estaba muy ocupado recibiendo a la continua afluencia de visitas y asistiendo a reuniones del consejo eclesiástico a las cinco de la madrugada y a reuniones del Ayuntamiento hasta medianoche. O tal vez fuera porque Abba era distinto, porque la gente entraba en nuestra casa cuando se le antojaba o porque el mismo aire que respirábamos se movía a un ritmo más lento.

Padre y madre se encontraban en una de las pequeñas habitaciones que daban a la sala principal de la planta baja.

—Buenos días, padre. Buenos días, madre —los saludamos Jaja y yo.

—¿Qué tal estáis? —nos preguntó padre.

—Bien —respondimos.

Padre parecía lleno de vida; debía de estar despierto desde hacía horas. Estaba hojeando su Biblia, la versión católica que contenía los libros deuterocanónicos, forrada de una piel negra y brillante. Madre estaba aún medio dormida. Se frotó los ojos legañosos al preguntarnos si habíamos dormido bien. Oí voces procedentes de la sala principal. Los invitados habían llegado de madrugada. Cuando nos hubimos santiguado y puesto de rodillas alrededor de la mesa, alguien llamó a la puerta. Se asomó un hombre de mediana edad que llevaba una camiseta raída.

Omelora! —llamó el hombre en aquel tono contundente que la gente utilizaba cuando se dirigía a alguien por su título—. Me voy. Voy a ver si compro algunos regalos de Navidad para mis hijos en Oye Abagana.

Hablaba inglés con un acento igbo tan marcado que incluso en las palabras más cortas sonaban vocales de más. A padre le gustaba que la gente del pueblo hiciera un esfuerzo para hablar en inglés. Decía que demostraban tener buen criterio.

Ogbunambala! —respondió padre—. Espérame, estoy rezando con mi familia. Quiero darte algo para tus hijos. Compartirás conmigo el té y el pan.

—¡Vaya! Omelora! Gracias, señor. Este año no he probado la leche.

El hombre seguía asomado a la puerta. Tal vez pensaba que, si se marchaba, padre retiraría su promesa de té con leche.

Ogbunambala! Ve a sentarte y espérame.

El hombre se retiró. Padre leyó los salmos antes de rezar el padrenuestro, el avemaría, el gloria patri y el credo. Aunque rezábamos en voz alta después de dejar que padre pronunciara en solitario las primeras palabras, nos envolvía un velo de silencio. No obstante, al decir «Ahora rezaremos al Espíritu Santo con nuestras propias palabras, pues el Señor intercede por nosotros conforme a Su voluntad», el silencio se rompió. Nuestras voces sonaron fuertes y discordantes. Madre inició una plegaria por la paz y por los que gobernaban el país. Jaja rezó por los sacerdotes y los religiosos en general. Yo rogué por el Papa. Durante veinte minutos, padre rezó para que estuviéramos protegidos de los descreídos y de las fuerzas del mal, por Nigeria y por los impíos que la gobernaban, y porque nosotros siguiéramos creciendo sin apartarnos del buen camino. Finalmente, rogó por la conversión de nuestro Papa-nnukwu, para que se salvara del infierno. Padre dedicó un tiempo a la descripción del averno, como si Dios no supiera que las llamas eran eternas y ardían con furia desatada. Al final, alzamos nuestras voces y respondimos: «¡Amén!».

Padre cerró la Biblia.

—Kambili, Jaja, esta tarde iréis a casa de vuestro abuelo y le felicitaréis por las fiestas. Kevin os acompañará. Acordaos de no tocar la comida, ni de beber nada de nada. Y, como siempre, no os quedéis más de quince minutos. Quince minutos como máximo.

—Sí, padre.

Llevábamos oyendo aquello por Navidad desde hacía unos cuantos años, desde la primera vez que visitamos a Papa-nnukwu. El abuelo había convocado una reunión de la umunna para quejarse de que no conocía a sus nietos y de que nosotros no lo conocíamos a él. Nos lo había explicado él mismo, ya que padre no nos contaba cosas como aquella. Papa-nnukwu había explicado en la umunna cómo padre se había ofrecido a construirle una casa, a comprarle un coche y a contratar un chófer, a cambio de que se convirtiera y tirara el chi que cobijaba en el pequeño santuario de juncos que había construido en el jardín. Papa-nnukwu se había echado a reír y le había respondido que se contentaba con ver a sus nietos siempre que fuera posible. No pensaba tirar el chi, ya se lo había dicho muchas veces. Los miembros de nuestra umunna se pusieron de parte de padre, como siempre, pero le pidieron que nos dejara visitar a Papa-nnukwu, porque cualquier hombre que fuera lo suficientemente mayor para ser llamado abuelo se merecía la visita de sus nietos. Padre nunca iba a saludarlo ni a visitarlo, pero le enviaba algún pequeño fajo de nairas a través de Kevin o de uno de los miembros de la umunna, más pequeño aún que el que regalaba a Kevin como paga extraordinaria de Navidad.

—No me gusta enviaros a casa de un pagano, pero Dios os protegerá —nos dijo padre.

Guardó la Biblia en un cajón y nos atrajo a su lado, acariciándonos los brazos con suavidad.

—Sí, padre.

Entró en el amplio salón. Pude oír más voces, más gente que entraba y decía «Nno nu», y se quejaba de lo difícil que resultaba la vida, de que aquella Navidad no podría comprar ropa nueva a sus hijos.

—Jaja y tú tomaréis el desayuno arriba. Yo misma os lo subiré. Vuestro padre desayunará con los invitados —nos explicó madre.

—Deja que te ayude —me ofrecí.

—No, nne, ve arriba. Quédate con tu hermano.

Vi que madre se dirigía a la cocina, con su cojera característica. Su pelo trenzado estaba recogido en una redecilla rematada en un nudo del tamaño de una pelota de golf, como el gorro de Papá Noel. Tenía aspecto de cansada.

Papa-nnukwu vive cerca, podemos ir andando en cinco minutos, no hace falta que nos acompañe Kevin —propuso Jaja mientras subíamos.

Cada año decía lo mismo, pero Kevin siempre nos llevaba en coche para vigilarnos.

Aquella misma mañana, un poco más tarde, mientras salíamos de la finca en el coche con Kevin, me volví a contemplar una vez más las relucientes paredes y columnas blancas de nuestra casa, el perfecto arco plateado de reflejos irisados que formaba el agua de la fuente. Papa-nnukwu nunca había puesto un pie allí, porque cuando padre decretó que no se permitía la entrada a los paganos, no hizo una excepción con su padre.

—Vuestro padre me ha dicho que podéis quedaros quince minutos —nos avisó Kevin mientras aparcaba junto al bordillo cerca de la valla hecha con juncos de Papa-nnukwu.

Antes de salir del coche, me quedé mirando la cicatriz que Kevin tenía en el cuello. Se había caído hacía unos años de una palmera en su pueblo natal, en el delta del Níger, estando de vacaciones. La cicatriz iba del centro de la cabeza hasta la nuca. Tenía forma de daga.

—Ya lo sabemos —respondió Jaja.

Mi hermano empujó la portezuela de madera de Papa-nnukwu y esta chirrió al abrirse. Era tan estrecha que, de haber venido padre alguna vez de visita, hubiera tenido que entrar de lado. Todo el terreno ocupaba apenas la cuarta parte de nuestro patio trasero de Enugu. Dos cabras y unos cuantos pollos pululaban por allí, mordisqueando y picando algunas briznas de hierba seca. La casa que se erguía en el centro del terreno era pequeña, compacta como un dado. Era difícil imaginar que padre y tía Ifeoma se hubieran criado allí. Se parecía a una de aquellas casas que solía dibujar en el parvulario: cuadrada, con la puerta rectangular en el centro y dos ventanas cuadradas a cada lado. La única diferencia era que en casa de Papa-nnukwu había un porche, delimitado por barrotes de hierro oxidado. La primera vez que Jaja y yo fuimos de visita, entré buscando el baño y Papa-nnukwu se puso a reír y señaló fuera, hacia un cuchitril del tamaño de un armario hecho con bloques de cemento sin pintar y unas hojas de palma entrelazadas a modo de puerta. Aquel día también había examinado su persona, apartando los ojos cuando cruzábamos la mirada, en busca de algún rasgo diferencial, de algún signo de impiedad. No llegué a descubrir ninguno, pero estaba segura de que lo había. Tenía que haberlo.

Papa-nnukwu estaba sentado en un taburete bajo en el porche, enfrente tenía unos cuencos llenos de comida sobre un mantel individual de rafia. En cuanto entramos, se levantó. Llevaba una túnica atada en la nuca sobre una camiseta que debía de haber sido blanca pero que se había oscurecido con el tiempo y amarilleaba en la zona de las axilas.

Neke! Neke! Neke! ¡Kambili y Jaja han venido a ver a su abuelo! —exclamó.

Aunque se había encorvado por la edad, era fácil adivinar que había sido muy alto. Le estrechó la mano a Jaja y a mí me dio un abrazo. Apreté mi cuerpo contra el suyo unos instantes, con delicadeza, mientras contenía la respiración por el fuerte y desagradable olor a mandioca que lo impregnaba.

—Venid y comed —nos ofreció, señalando el mantel de rafia.

Los cuencos de loza contenían fufú hojaldrado y sopa aguada sin ningún pedazo de carne ni de pescado. Era costumbre ofrecerlo, pero Papa-nnukwu ya sabía que íbamos a decir que no y nos miraba con ojos traviesos.

—No, gracias, señor —dijimos, y nos sentamos en el banco de madera junto a él.

Yo me recosté y apoyé la cabeza en los postigos de la ventana, que tenían unas aberturas horizontales simétricas.

—He oído que llegasteis ayer —comentó.

Su labio inferior temblaba, al igual que su voz, y a veces yo tardaba unos instantes en entender lo que acababa de decir, ya que hablaba en un dialecto antiguo; su habla no mostraba ninguna de las flexiones anglicanizadas de la nuestra.

—Sí —respondió Jaja.

—Kambili, has crecido, te has convertido en una madura agbogho. Pronto tendrás pretendientes —dijo bromeando.

Se estaba quedando ciego del ojo izquierdo, que estaba cubierto de una fina película del color y la consistencia de la leche diluida. Sonreí mientras él estiraba el brazo para darme unas palmadas en el hombro; las manchas claras de su mano debidas a la edad aún destacaban más a causa del color terroso oscuro de su piel.

Papa-nnukwu, ¿está bien? ¿Cómo se encuentra? —le preguntó Jaja.

Papa-nnukwu se encogió de hombros como queriendo decir que había muchas cosas que no funcionaban correctamente, pero que no tenía elección.

—Estoy bien, hijo. ¿Qué puede hacer un pobre viejo sino estar bien hasta que llegue el momento de unirse a sus antepasados?

Hizo una pausa para modelar un pedazo de fufú con los dedos.

Me quedé mirando aquella sonrisa en su rostro mientras lanzaba con gracia el trozo de comida al suelo, a la hierba seca que se mecía con el viento, y le pedía a Ani, el dios de la tierra, que comiera con él.

—A menudo me duelen las piernas. Vuestra tía Ifeoma me trae medicamentos siempre que puede reunir el dinero necesario. Pero soy viejo, y si no son las piernas, serán las manos.

—¿Vendrán tía Ifeoma y sus hijos este año? —le pregunté.

Papa-nnukwu se rascó los pocos mechones blancos que se empeñaban en aferrarse a su calva.

Ehye, los espero mañana.

—El año pasado no vinieron —observó Jaja.

—Ifeoma no pudo. —Papa-nnukwu sacudió la cabeza—. Desde que murió el padre de sus hijos, ha pasado momentos muy duros. Pero este año los traerá y los veréis. No está bien que apenas conozcáis a vuestros primos, no está bien.

Jaja y yo no dijimos nada. No conocíamos muy bien a tía Ifeoma ni a sus hijos porque ella y padre se habían peleado a causa de Papa-nnukwu. Madre nos lo había contado. Tía Ifeoma dejó de hablarle a padre cuando le prohibió a Papa-nnukwu que viniera a casa, y pasaron unos cuantos años antes de que volvieran a dirigirse la palabra.

—Si en la sopa hubiera algo de carne —dijo Papa-nnukwu—, os la ofrecería.

—No se preocupe, Papa-nnukwu —lo tranquilizó Jaja.

El abuelo se tomó su tiempo para tragar la comida. Miré cómo esta se deslizaba por su garganta y luchaba por pasar por la nuez con aspecto de pasa arrugada que sobresalía de su cuello. No tenía cerca ninguna bebida, ni siquiera agua.

—Esa chica que me ayuda, Chinyelu, está a punto de llegar. La he mandado a comprar refrescos para vosotros a la tienda de Ichie —dijo.

—No, Papa-nnukwu. Gracias, señor —dijo Jaja.

Ezi okwu? Sé que vuestro padre no os deja comer aquí porque yo ofrezco los alimentos a nuestros antepasados, pero ¿beber tampoco? ¿Es que no compro la bebida en la tienda como todo el mundo?

Papa-nnukwu, hemos tomado algo justo antes de venir —aclaró Jaja—. Pero si tenemos sed, beberemos en su casa.

Papa-nnukwu sonrió. Tenía los dientes amarillentos y muy separados, ya que se le habían caído unos cuantos.

—Has hablado bien, hijo. Eres la reencarnación de mi padre, Ogbuefi Olioke. Él también hablaba con acierto.

Me quedé mirando el fufú en el plato de loza que había perdido el esmalte verde hoja en los bordes. Me imaginaba el fufú, que los vientos del harmatán secarían hasta convertirlo en un mendrugo, rascando la garganta de Papa-nnukwu al tragárselo. Jaja me dio un ligero codazo, pero yo no quería irme, quería quedarme por si el fufú se quedaba atascado en la garganta de Papa-nnukwu y lo asfixiaba y había que salir corriendo a por agua. Aunque no sabía dónde estaba el agua. Jaja volvió a darme un codazo y yo seguí sin ser capaz de levantarme. El banco me retenía, me succionaba como una ventosa. Vi un gallo gris que se dirigía al santuario en la esquina del jardín, donde habitaba el dios de Papa-nnukwu, adonde padre decía que ni Jaja ni yo debíamos acercarnos nunca. El santuario era una cabaña baja y abierta, con el tejado de barro y las paredes cubiertas de hojas de palma secas. Se parecía a la gruta que había debajo de Santa Inés, la dedicada a Nuestra Señora de Lourdes.

—Con su permiso, nos marchamos, Papa-nnukwu —dijo Jaja, poniéndose finalmente en pie.

—Muy bien, hijo mío —respondió.

No dijo «¿Adónde vais tan pronto?» o «¿Es que mi casa os ahuyenta?». Estaba acostumbrado a que nos marcháramos al poco de llegar. Al acompañarnos al coche, apoyándose en el bastón torcido hecho con la rama de un árbol, Kevin salió del vehículo y lo saludó, luego le tendió el pequeño fajo de dinero.

—¿Eh? Dad las gracias a Eugene de mi parte —añadió Papa-nnukwu, sonriendo—. Dadle las gracias.

Al marcharnos nos dijo adiós con la mano. Yo le devolví el saludo y seguí con los ojos posados en él mientras volvía a su habitáculo. Si a Papa-nnukwu le molestaba que su hijo le mandara sumas miserables de dinero de forma impersonal a través del chófer, no lo demostraba. No lo había demostrado la pasada Navidad, ni la anterior. Nunca. Padre había tratado de forma muy distinta a mi abuelo materno, hasta que murió cinco años atrás. Cada año, al llegar a Abba, padre se detenía en casa del abuelo en nuestro ikwu nne, la casa en la que madre había vivido de soltera, antes de llegar a nuestra propia casa. El abuelo tenía la piel muy clara, era casi albino, y se decía que aquel era uno de los motivos por los que a los misioneros les caía bien. Siempre decidido a hablar en inglés con aquel marcado acento igbo, también sabía latín y a menudo recitaba los artículos del Concilio Vaticano I y pasaba la mayor parte del tiempo en San Pablo, la iglesia de la que había sido el primer catequista. Insistía en que lo llamáramos abuelo en inglés, en lugar de Papa-nnukwu o nna-ochie. Padre aún hablaba de él a menudo, con la mirada llena de orgullo, como si se tratara de su propio padre. Decía que él había abierto los ojos antes que mucha de nuestra gente, que era uno de los pocos que había recibido bien a los misioneros. «¿Sabéis lo rápido que aprendió el inglés? Cuando se hizo intérprete, ¿sabéis cuántos se convirtieron gracias a él? ¡Pero si él solito convirtió a la mayor parte de Abba! Hacía las cosas como se han de hacer, como las hacen los blancos, no como las sigue haciendo nuestra gente». Padre conservaba una foto del abuelo con la vestimenta propia de los Caballeros de San Juan, enmarcada en caoba y colgada en una de las paredes de nuestra casa en Enugu. No me hacía falta aquella foto para acordarme del abuelo. Solo tenía diez años cuando murió, pero recordaba perfectamente sus ojos verdes casi albinos, la manera en que utilizaba la palabra «pecador» en cada frase.

—La salud de Papa-nnukwu no parece tan buena como el año pasado —le susurré a Jaja al oído en el coche de vuelta a casa.

No quería que Kevin me oyera.

—Es mayor —observó Jaja.

Al llegar a casa, Sisi nos trajo la comida, arroz y carne de ternera frita servida en platos muy elegantes de color beige, y Jaja y yo comimos solos. La reunión eclesiástica había empezado y a veces oíamos cómo las voces masculinas se alzaban en una discusión, al igual que oíamos la modulación de las voces femeninas en el patio trasero, las de las esposas de los miembros de nuestra umunna, que se dedicaban a lubricar las ollas para que luego resultaran más fáciles de lavar, a machacar especias en morteros de madera y a encender el fuego bajo los trípodes de hierro.

—¿Lo vas a confesar? —le pregunté a Jaja mientras comíamos.

—¿El qué?

—Lo que has dicho antes, que si teníamos sed, beberíamos en casa de Papa-nnukwu. Ya sabes que no podemos —dije.

—Solo quería decir algo para que se sintiera mejor.

—Lo lleva bien.

—Lo disimula bien —me corrigió Jaja.

En aquel momento, padre abrió la puerta y entró. No lo había oído subir la escalera y tampoco lo esperaba porque la reunión seguía en el piso de abajo.

—Buenas tardes, padre —lo saludamos Jaja y yo.

—Kevin me ha dicho que habéis pasado veinticinco minutos en casa de vuestro abuelo. ¿Es eso lo que yo os había dicho? —Padre hablaba en voz baja.

—Me he entretenido, ha sido culpa mía —mintió Jaja.

—¿Qué es lo que habéis hecho allí? ¿Habéis tomado algún alimento que ha sido ofrecido a los ídolos? ¿Habéis profanado vuestro paladar cristiano?

Me quedé de piedra; no sabía que los paladares también pudieran ser cristianos.

—No —respondió Jaja.

Padre se acercó a mi hermano. Ya solo hablaba en igbo. Creí que iba a estirarle de las orejas, que iba a propinarle unos cuantos tirones al mismo ritmo de sus palabras, que le daría una bofetada que sonaría como cuando un gran libro se caía al suelo desde la estantería de la escuela, y que luego se acercaría y me daría también a mí un sopapo con la tranquilidad de quien se estira para alcanzar el pimentero. Pero en cambio dijo:

—Quiero que terminéis de comer y vayáis a vuestras habitaciones a rezar y a pedir perdón.

Y volvió a bajar.

El silencio que dejó resultaba violento pero era un alivio, como llevar una chaqueta de lana que pica en una mañana de frío glacial.

—Aún te queda arroz en el plato —dijo Jaja al fin.

Asentí y cogí el tenedor. Entonces oí a padre levantar la voz justo bajo la ventana y volví a dejar el cubierto.

—¿Qué está haciendo en mi casa? ¿Qué está haciendo Anikwenwa en mi casa?

El timbre de voz enfurecido de padre hizo que se me helaran las puntas de los dedos. Jaja y yo nos asomamos a la ventana y, al no alcanzar a ver nada, salimos al porche y nos quedamos junto a los pilares.

Padre se encontraba en el jardín, cerca de un naranjo. Hablaba a gritos a un viejo arrugado que llevaba una camiseta blanca rota y una túnica atada fuertemente al talle. Alrededor de padre se encontraban unos cuantos hombres.

—¿Qué hace Anikwenwa en mi casa? ¿Qué hace aquí un idólatra? ¡Fuera!

—¿Ya sabes que tengo la edad de tu padre, gbo? —le preguntó el viejo. El dedo que agitaba en el aire pretendía estar dirigido al rostro de padre, pero no pasaba de la altura de su pecho—. ¿Ya sabes que mi madre me amamantaba al mismo tiempo que a tu padre la suya?

—¡Fuera de mi casa! —Padre señaló la puerta.

Dos hombres acompañaron despacio a Anikwenwa hasta hacerlo salir de la propiedad. No se resistió; era demasiado viejo. Pero siguió mirando atrás y lanzando amenazas a padre:

Ifukwa gi! ¡Eres como una mosca que sin darse cuenta sigue al cadáver hasta la tumba!

Seguí con la mirada a aquel hombre de paso vacilante hasta que hubo atravesado la verja.