Capítulo 3
–Joy –repitió Jack.
Resultaba extraño que su nombre significase alegría porque
difícilmente podía haber una persona menos alegre en todo
Cornualles. Aunque merecería la pena hacerla sonreír ya que,
incluso triste, tenía un rostro encantador–. Te llamo dulce alegría
–bromeó, citando un verso de un poema.
–¿Conocéis a Blake? –por un instante, su rostro se iluminó con una
alegría que justificaba que le hubieran dado tal nombre.
–Y veo que también tú conoces al poeta –dijo Jack, sorprendido–. No
es habitual poder hablar de poesía con una camarera.
La sonrisa desapareció de su cara al mismo tiempo que lanzó una
rápida mirada de preocupación al hombre que había tras la
barra.
–Solo conozco ese poema, señor. Me lo enseñó mi padre.
–Encantado, bella Joy. Mi nombre es Jack Kendall –separó la silla
que tenía al lado y le ofreció asiento–. Siéntate conmigo y hazme
compañía. Si quieres, puedo enseñarte más poesías.
Los versos que le vinieron a la memoria eran mucho menos inocentes
que los de Blake, pues Joy era una criatura preciosa, de ojos
grandes, pechos generosos y una boca hecha para besar. Y había sido
un viaje largo y solitario.
La muchacha siguió actuando como si no se hubiera dado cuenta de
que Jack estaba coqueteando con ella, pero parecía preocuparle cómo
iba a reaccionar el posadero ante su tardanza.
Jack vio que el tipo asentía levemente desde la barra y, al verlo
también, la chica sonrió de nuevo y aceptó la invitación. Pero una
vez sentada, parecía preocupada, como si no supiera qué esperaba él
de ella.
Jack sonrió para tranquilizarla.
–Es un alivio encontrar a alguien que hable algo más que córnico.
Por un momento me he sentido completamente fuera de
lugar.
Ella miró a su alrededor antes de responderle en un
susurro.
–Todos entienden lo que decís.
Jack no supo decir si aquello era un comentario inocente o un
aviso.
–Entonces me alegro de que tú hayas querido hablar conmigo porque
has hecho que este viajero solitario se sienta más cómodo. ¿Y tú,
hablas córnico? En tal caso, podrías decirme el nombre de ese lugar
para que pueda recomendárselo a mis amigos.
Joy lo miró con gesto perplejo durante unos segundos antes de darse
cuenta de que estaba bromeando y entonces sonrió
ligeramente.
–Estáis en la Posada de las Cenizas, señor –al ver la sorpresa con
la que Jack escuchó el nombre, le explicó–: La posada anterior se
quemó y construyeron esta…
–Sobre sus cenizas –terminó Jack–. Es un buen nombre porque este
lugar es tan gris como un montón de cenizas. ¿Quién querría parar
en una posada con ese nombre?
La muchacha bajó la mirada hasta las manos, que tenía sobre el
regazo.
–No recibimos muchos clientes, especialmente en esta época del
año.
–¿En otoño?
–En Allantide.
–Es una festividad de la zona, ¿verdad? Tiene algo que ver con que
las muchachas ponen una manzana bajo la almohada para soñar con su
futuro esposo, o con un príncipe, ¿no? Si trabajas en las cenizas,
supongo que serás la muchacha que tiene los zapatos de cristal bajo
la cama.
Quizá se había equivocado y aquella no era la mujer que había visto
en la ventana. O quizá se había puesto la ropa de su señora y no
quería que él desvelase lo que había visto. En cualquier caso, sus
ojos se llenaron de dolor y vergüenza por culpa de Jack. Le rozó el
brazo con la mano para tranquilizarla y que supiera que su secreto
estaba a salvo con él.
El gesto pareció sorprenderle.
–También estamos en la víspera de Todos los Santos, señor –le
recordó meneando la cabeza con sincera preocupación–. No debéis
tomároslo a la ligera. Hay ciertas cosas por ahí, sobre todo
estando tan cerca de la costa.
–¿Qué clase de cosas?
–Espíritus, señor. Esta noche salen criaturas que normalmente
permanecen tranquilas. Los marineros muertos vuelven a tierra.
Knockers y Selkies, duendecillos de todo tipo empeñados en desviar
de su camino a cualquier viajero y hacer que caiga por un
acantilado al mar –Joy se estremeció mientras lo contaba–.
Estaríais más seguro si os alejarais de la costa. Nadie debería
pasar la noche bajo este techo si no es estrictamente
necesario.