Capítulo 2

¿Sería posible que la dama de la ventana hubiera sido una ilusión? Jack se rio de sí mismo. Lo más probable era que se hubiera ofendido por la manera en que la había mirado o simplemente había apagado su vela para irse a la cama sin ser vista por el mirón del patio.
Dedicó un momento a imaginar lo que podría haber descubierto si ella no hubiera apagado la luz; su cuerpo tendría la piel tan clara como su rostro. Y si hubiera encontrado la manera de llegar a su habitación para seguir investigando… su cuerpo tendría un aroma delicado, sería suave como el terciopelo y dulce como la miel.
Después de ese momento de debilidad, dio un respingo y pensó que era precisamente el tipo de mujer que dos años antes había rechazado rotundamente el honesto cortejo de un hombre sin dinero y que además ni siquiera era el primogénito, sino el segundo hijo de su familia. Jack había ido a la guerra y había hecho fortuna, pero si alguna mujer creía que un soldado de caballería retirado con los bolsillos de oro era mejor partido, no tenía derecho a escandalizarse por los morbosos derroteros que podía tomar la imaginación de un hombre.
Las primeras gotas de lluvia lo hicieron reaccionar y entrar corriendo a la posada. Se dirigió hacia una mesa situada en un rincón mientras se sacudía el agua de la capa y, sin levantar la vista, llamó a la camarera.
–Tráeme una cerveza, Molly. O Polly, o Maggie, o como te llames. Y algo de comer. También necesito una habitación. No hace tiempo para andar por ahí.
La única respuesta que obtuvo fue un silencio ensordecedor y un clima de desconfianza que flotaba en el aire, tan pesado como el humo del tabaco que llegaba hasta el bajísimo techo del salón. Jack sintió un escalofrío que parecía advertirle de algo.
Una posada normal habría estado llena de camareras, se habría oído ruido de voces, las risas de los borrachos y las quejas sobre la lluvia, la cosecha y la corona. Debería oler a carne asada, pan y cerveza. Debería haberse percibido cierta hospitalidad porque, ¿qué sentido tenía una posada en la que no querían viajeros?
Sin embargo, cuando Jack miró a su alrededor, solo vio ceños fruncidos y miradas de desconfianza. La clientela estaba compuesta por hombres huraños con la piel curtida como los pescadores y los marineros, esa clase de hombres que parecían no tener un lugar en la tierra. Todos ellos estaban inmóviles, a excepción de unos pocos que estaban fumando en pipas de barro. Y todos ellos observaban los movimientos de Jack sin hacer el menor ruido.

Por fin el hombre que había detrás de la barra murmuró algo ininteligible para Jack.
El ambiente del salón se relajó de pronto y, como si hubieran recibido una orden, todos los presentes volvieron a sus bebidas y a sus juegos de cartas.
Estaba claro que era el tipo de taberna en el que uno debía estar pendiente en todo momento del bolsillo y de su espalda. Aquellos hombres no parecían haber acudido allí para disfrutar de un trago junto a sus amigos; más bien daba la impresión de que estuvieran tramando algo. Y Jack los había interrumpido.
Una parte de él se entusiasmó ante la idea de meterse en una pelea, pero enseguida se recordó a sí mismo que había dejado atrás esas costumbres y había vuelto de Portugal para llevar una vida tranquila. Probablemente lo más sensato sería volver a montar su caballo y marcharse de allí en lugar de pedir una habitación.
Pero no tenía la menor idea de dónde se encontraba la siguiente posada y no quería viajar más. Así pues, fingió relajarse, sin dejar de sonreír en ningún momento. No era buena idea mostrarse asustado ante un montón de perros salvajes. No obstante, se llevó la mano al bolsillo para asegurarse de que su pistola seguía allí.
En ese momento, salió de detrás de una puerta, una muchacha estirándose el delantal. Llenó una jarra de cerveza que colocó ante Jack.
–Soy Joy, señor.
–¿Qué? –respondió Jack, confundido. Dejó unas monedas encima de la mesa para pagar y luego levantó la mirada hasta la camarera. Y se quedó mudo.
¿Era la chica de la ventana? No podía ser. El caso era que tenía el pelo del mismo color dorado, a juzgar por los mechones que asomaban bajo la cofia que llevaba. Pero la mujer que él había visto desde el patio era una dama con un elegante vestido color lavanda, mientras que aquella era una humilde camarera, ataviada con un sencillo vestido marrón. No había nada excepcional en ella.
Quizá en otra vida había sido la dama de la ventana.
–Es mi nombre –le dijo en voz baja, sin mirarlo a los ojos mientras agarraba las monedas y se las metía en el bolsillo del delantal–. No me llamo Polly, ni Maggie. Me llamo Joy.