Epílogo

 

 

 

 

 

Nadie sabe muy bien qué pasaba por la cabeza de Bill Nickford cuando salió del cementerio arrastrando junto a un empleado el cuerpo inconsciente de Miles. Sólo dijo, con una sonrisa congelada, que el pobre tenía muchas bajadas de azúcar y necesitaba reponerse. Lo siguiente fue más difícil de decir. Mandó a los trabajadores a casa y pidió que las obras cesaran de inmediato, alegando algo muy importante que anunciaría la mañana siguiente. La gente se molestó muchísimo y tiró sus herramientas y hasta piedras sobre el coche del alcalde, que sólo se atrevió a echar un rápido vistazo por el espejo retrovisor hacia el muro semiderruido del cementerio, que iba empequeñeciendo y sobre el que vio, o quizás imaginó, un grupo de pequeñas cabezas muy juntas que se asomaban a curiosear.

Fue su inmolación política, pero arrastró a Miles con él. Ninguno mencionó nada inusual salvo un lógico giro de los acontecimientos que les había ayudado a entender la perspectiva de la situación. Scomersett llevaba siglos siendo un pequeño pueblo, un remanso de paz donde el silencio y los grandes espacios abiertos significaban tanto para la población que tal vez, aquel sueño faraónico podría ser un error. Los ríos, las granjas y hasta los viejos cementerios eran parte de su identidad local, y había que luchar no sólo para recordarlo a menudo sino también, para defender enclaves tan ilustres y queridos por todos en un equilibrio entre modernidad y tradición. El resto del discurso de Nickford fue igual de vago y el pueblo lo recibió con una ceja levantada, preguntándose quién iba a pagar los trabajos ya realizados o qué iban a hacer con los materiales amontonándose en almacenes a la espera del inicio de las tan prometidas obras. No se desvió el cauce del río ni se terminó la carretera que iba a haber llevado a los nuevos habitantes hacia las zonas residenciales o de ocio. No apareció ningún edificio de cinco plantas ni tampoco ningún multicine. Llegó Otoño y también las lluvias, y pronto, los matorrales volvieron a adueñarse del lugar. Sólo una grúa solitaria víctima de la oxidación permaneció a medio montar como el recordatorio de lo que nunca llegó a suceder.

Semanas después de la moción de censura contra el alcalde Nickford, una cuadrilla de trabajadores del ayuntamiento entró en el cementerio para limpiarlo todo. Se llevaron los cartones y botellas rotas, bolsas de basura y ropa de mercadillo, y también un viejo microondas. Se enderezaron lápidas y se arreglaron las que habían sido destruidas. La excavadora que continuaba aparcada allí en medio fue devuelta a la nave industrial donde la habían alquilado, y el hueco del muro, rellenado con ladrillos mientras Paulie, que prefería no acercarse decía desde la distancia que “todo estaba bien” y que “así valía”. Ahora se había pasado a los parches y a los chicles de nicotina.

El viejo cementerio fue motivo de debate durante unas semanas. Se pensó en derribarlo finalmente, pero todos habían acabado tan hartos del tema que decidieron ignorarlo. Habían pasado cerca de cien años sin asomarse por allí y estaban dispuestos a olvidarse del asunto durante otros dos o tres siglos más.

Los más jóvenes del pueblo, por el contrario, lo volvieron a encontrar interesante. Dejaban de vez en cuando botellas medio vacías y su gusto musical era incluso peor que antes, pero una o dos noches al mes era un precio muy bajo a pagar por algo de tranquilidad. Había un cubo de basura en la puerta del camposanto y por las mañanas, los restos de la fiesta anterior aparecían en su interior. Los chicos creían que algún barrendero se pasaba por allí a limpiar.

Sin cadenas en las puertas ni ninguna visita inesperada, los habitantes más desconocidos del pequeño pueblo de Scomersett pudieron rehacer sus no-vidas. Ninguno volvió a ver al alcalde Nickford, pero Ambrosius se pasó por el ayuntamiento y descubrió que estaba en un hospital donde contaba historias absurdas que nadie creía. Hubo una votación, por supuesto, y todos acordaron que había muchas cosas de ese nuevo mundo que no conocían y que les llenaba las huecas cabezas de preguntas. Querían saber si la historia del loco Emmet McCallum era cierta o si había más cementerios encantados en Inglaterra u otras partes del mundo que hubiesen enfrentado problemas similares. Aún quedaba mucho por hablar y planificar, pero el cementerio regresó paulatinamente a su estado de silencio y tranquilidad que lo dominaba durante el día, tal vez no tanto al anochecer.

En cuanto a la campana, se acordó que era un objeto demasiado peliagudo como para tener cerca y la enterraron a gran profundidad en alguna parte cerca del osario. La última votación tuvo que ver con Maverick, a quien le devolvieron el puesto de Guardián del Cementerio y le hacían responsable de todas las posibles desgracias que les pudiesen acontecer desde aquí hasta el fin de los tiempos. Para animarle un poco, porque para él los símbolos lo eran todo, le dieron una trompeta de plástico que Ambrosius había conseguido en una juguetería. Desde entonces, Maverick patrulló con la trompeta rosa en una mano y el cuchillo de Borden de Gloucester atado a la cintura, colocando los matojos o dando de comer a los gatos callejeros que ronroneaban entre las tumbas. Cuando terminó de devolver el decadente aspecto que tanto les gustaba a todos al viejo cementerio, Maverick se irguió orgulloso con las manos en las caderas. Miró hacia arriba, donde un niño-fantasma revoloteaba en el aire y jugaba a ascender todo lo alto que pudiera. Lo estuvo contemplando un rato mientras subía y subía, hasta que se escondió, pasó por detrás de una nube y desapareció.

 

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