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Los viejos habitantes del
cementerio Scormersett
Cuando los coches se hubieron alejado lo suficiente para no escuchar ni sus motores ni las chillonas voces de los hombres que los conducían, Maverick salió de su escondite. Se rascó la cabeza contrariado y dedicó una mirada a su alrededor alzando los ojillos huecos por encima de su lápida, visiblemente ofendido. ¡Viejo! ¡Obsoleto! ¡Inútil! Las palabras le parecían una tremenda desfachatez. Aquellos tipos habían sido desagradables en grado sumo, y si tuviera sangre, a Maverick le bombearía con furia hasta las sienes.
No había entendido gran parte de lo que habían estado diciendo porque el lenguaje había cambiado mucho desde que Maverick muriese en mil ochocientos noventa y seis tras mirar por el cañón de su revólver, pero había entendido lo suficiente como para saber que se avecinaba un gran problema. Un grupito de entrometidos estaba pensando en demoler el cementerio y mandarlos a todos a un cuchitril en St. Louis, y que le colgasen de los machos antes de permitírselo. Tenía que hacer algo, pero para ello debía despertar al resto de los habitantes del Viejo Cementerio de Scomersett, y era algo que no ocurría desde hacía mucho tiempo.
Tuvo que esperar a que anocheciera, cuando todo el pueblo dormía lejos de allí con sus carros de música ruidosa y “electrotécnica”, y entonces, Maverick se arrastró por la avenida principal del cementerio sosteniendo una vieja campana de latón en su mano huesuda, y se puso a hacerla sonar. Aquella campana era el único símbolo que necesitaba el Guardián del Cementerio para hacerse respetar. Cuando uno le veía portando la campana, de inmediato sabía que se trataba de alguien a quien había que escuchar y obedecer. Por desgracia, todo el mundo que conocía esto estaba muerto y pasaban años durmiendo en sus nichos sin moverse ni para ir al establo a descargar la vejiga, por lo que el Guardián del Cementerio no tenía ocasión de hacer ostentación de poder (y campana) en muchas ocasiones.
Aquella vez era diferente.
—¡Asamblea, asamblea!—gritó Maverick.
A lo largo y ancho del Viejo Cementerio empezaron los sonidos de la actividad de ultratumba. Se escucharon el crujir de las piedras del suelo, los chasquidos de las ramas que se movían y se levantaban de entre las lápidas y los huesos achacosos y artríticos como hatos de leña seca. Poco a poco empezaron a asomar cabezas aquí y allá: bultos sobrenaturales que emitían un resplandor rojizo o verdoso, esqueletos vestidos con las mejores galas y trajes a la última moda del Siglo XVII, un par de monjas gruñonas que siempre se habían creído las mejores del vecindario y varias familias compuestas por niños molestos, abuelos sin dientes o incluso, dientes sin abuelos. Algunos de ellos miraron hacia el cielo como quien comprueba qué tal día va a hacer hoy.
—Oh, por Dios, ya está Maverick haciendo sonar la campana —se quejó la señora Winifred—. ¿Quién votó por darle el cargo de Guardián del Cementerio?
—Yo no, cariño.
El señor Winifred había sido incinerado tras su fallecimiento, de modo que a diferencia de su esposa, que era un cadáver apolillado con una vieja peluca pegada sobre el cráneo, él era una neblina imprecisa de color blanco que atravesaba las lápidas y los árboles de camino al centro del cementerio.
—¡Ruego atención, por favor!—gritó Maverick mientras el resto de esqueletos se reunían en torno a él.
—¿Qué tripa se te ha roto ahora, Maverick?—preguntó alguien—. ¿No será otra vez por las fiestas de los niños, verdad? Ya te dijimos que no podemos pedirles que cambien la música.
—No, honorable Patterson. Les he despertado a ustedes por una afrenta, una vilipendia a nuestro honor.
Un golpe de aire azotó el cementerio y varios fantasmas perezosos salieron volando en el aire. Tardaron unos segundos en reaparecer y situarse junto a la vieja fuente seca en la que Marerick se había apoyado
—¿De qué se trata?
Maverick se irguió, pues consideraba su penoso deber informarles de los planes del ayuntamiento. Les habló de todo, tanto de lo que comprendía como de lo que no, y a cada palabra, los habitantes del Viejo Cementerio se sentían cada vez más sobrecogidos. Alguien chilló, otro se comió una rata que pasaba por allí y un tercero se disputó los restos del roedor en una discusión que se convirtió en seguida en una pelea en la que el resto de fantasmas y esqueletos se pusieron a apostar quién tenía las de perder, ignorando por completo al Guardián.
—Caballeros, por favor, controlen a sus mujeres y sus ánimos—pidió Maverick—. Este es un asunto de vital importancia…
—¿Vital?—se rio alguien.
—El cementerio es nuestro hogar, y lo han llamado “viejo”, “inútil” ¡Incluso sucio! ¡Han llamado sucio a nuestro bello cementerio, uno de los mejores de Inglaterra, válgame Dios! Aunque esto no hubiese pasado si en la anterior junta, como yo propuse, hubiésemos realizado los planes de limpieza que la señora White trajo en mil novecientos veintiséis.
Todos sabían que la señora White había sido una maniática de la limpieza que cuando llegó al cementerio y despertó, lo primero que hizo fue reorganizar los huesos de las tumbas colindantes. En aquellos momentos, la gruñona anciana miraba con desaprobación las costillas de uno de sus vecinos, que se las había colocado en el orden incorrecto.
—¡No me gané una condecoración en la Gran Guerra para acabar limpiando desechos!—dijo alguien en el fondo del corrillo.
Todos se giraron hacia él y se fijaron en el irritable soldado John Brennan, fusilero inglés cosido a balazos en la Primera Guerra Mundial y un tipo que ya en vida había tenido pinta de ser inaguantable, convencido de que si recibir un disparo al servicio del Imperio Británico era un honor, recibir diecisiete era lo más parecido a ser nombrado caballero.
—No es momento de sacar viejos prejuicios a la luz—dijo Maverick.
—¿Y a ti quién te ha dado el cargo de vocero?—le interrumpieron de nuevo.
—¡Tengo la campana!—replicó airado—. Y es mi deber informaros de la situación
—¡Van a echarnos!—gritaron algunos—¡A nosotros, que llevamos aquí más de trescientos años!
Los niños fantasma que correteaban por ahí asustando a los gatos salvajes no prestaban atención a la discusión que tenían los adultos. Todo les sonaba aburrido y sin interés, y empezaron a jugar a ver quién flotaba más alto, quién se dejaba caer desde el cielo y quién emitía el grito más desgarrador.
—¡Niños, callaos y escuchad a los adultos!—les reprendieron.
Maverick continuaba relatando todo lo que había ocurrido la mañana anterior, las discusiones sobre tirar el cementerio, sobre carreteras asfaltadas y algo que sonaba aterrador con el nombre de “centros comerciales”, y pronto hubo un consenso entre los espíritus: el Guardián se lo había inventado todo para tener una excusa para llamar la atención y molestarles.
—Sólo lo hace para poder usar la campana—dijo la señora Winifred—. ¡En su momento dije que me parecía una mala idea dársela a un pomposo apolillado como él!
—Tienes razón, cariño—dijo la niebla temblorosa que era su marido.
—Señora, si tenemos que hablar de polillas, alguien debería echarle un vistazo a su peluca—Criticó un esqueleto ancho como el de una ballena que había salido arrastrándose de su tumba con un pie colgando el hombro.
—¡OIGA USTED!—bramó el señor Winifred.
—¡ORDEN, ORDEN!—Gritó Maverick haciendo sonar la campana una vez más.
—¡Por Jesucristo bendito, que alguien se la quite!—gritó también la señora Winifred.
—¡No nos desviemos del asunto!—Dijo Maverick—. ¡Esto es un asunto de vida o muerte!
Hubo risitas por todo el cementerio. Algunos de los fantasmas se volvieron invisibles y se situaron tras Maverick para hacerle burla.
—El caso es que van a echarnos de aquí si no lo impedimos. Entrarán con sus carros sin caballos, con sus…. sus… sus teléfonos móviles, su música “electrotécnica” y querrán construir cafeterías donde nos encontramos ahora. ¡Imagínenselo, caballeros! ¡Una peluquería sobre el panteón de los Finnigan!
Alguien hizo más chistes acerca de la peluca de la señora Winifred y de la solitaria cucaracha que se paseaba por ella.
—Recogeremos nuestras cosas, pues…—dijeron algunos.
—¡No señores!—insistió Maverick, tan erguido que su esqueleto corría el riesgo de desmoronarse—. ¡No quiero resignarme a eso! ¡No podemos permitir que nos expulsen del lugar que nos pertenece por derecho!
—¿Y qué vas a hacer, Maverick? ¿Golpearles con la campana?
Más risas. Hay que entender que la no-vida diaria de un cementerio es bastante aburrida, así que los habitantes aprovechaban cualquier oportunidad para reírse un poco de sus vecinos.
—No. Propongo que nosotros tengamos también un plan de acción, algo que sea todo lo contrario a lo que el alcalde y sus compañeros idean ahora mismo en las mesas del ayuntamiento. Propongo que luchemos para evitar que nos echen de nuestro hogar.
Hubo quienes le dieron la razón, otros (los que conservaban ambas manos) le aplaudieron e incluso algunos hicieron temblar sus ectoplasmas para mostrar su conformidad. Pero por supuesto aquello no era más que palabras vacías, ya que no tenían ningún punto de partida.
—¿Saben? Creo que deberíamos despertar al viejo alcalde Stacey.
Quien dijo aquello fue la momia del primer profesor de la escuela local de Scomersett, que había muerto en el mil setecientos. Estirado como una regla y seco como una pizarra, aún llevaba puestas sus gafas sobre el puente de la nariz, aunque los cristales habían desaparecido hacía mucho tiempo.
—¿Y dónde está?—Preguntó Maverick—. He llamado varias veces y nadie más ha venido.
—Stacey no ha despertado, profesor—dijo alguien.
—Por Dios, él sería el hombre indicado.
No todos los cadáveres del cementerio habían despertado en sus tumbas. Había mucho debate acerca de por qué algunos sí podían hacerlo y otros no. Estaban los que se inclinaban por pensar que se trataba de alguna bendición de Dios o una jugarreta del destino, y a otros les gustaba pensar que La Muerte era un ser tan corpóreo como ellos mismos y que estaba tan ocupada llevándose a todos los muertos de Inglaterra que se había olvidado de los difuntos de aquel pueblo. También había quien aseguraba que todos ellos habían tomado un mal desvío, si entiendes lo que quiero decir, o que a lo mejor sólo regresaban en forma de esqueletos los que más calcio habían tomado durante su vida, o los que habían muerto los martes y los domingos. Gran parte de los habitantes del cementerio seguían mudos y dormidos en sus ataúdes sin dar muestra de querer unirse a la fiesta. De vez en cuando aparecía alguien nuevo que llevaba muerto unos días o unos años, pero en otras ocasiones el silencio duraba para siempre.
—Podemos intentar despertarlo—dijo la señora Winifred—. Ese hombre siempre fue un vago y no hacía nada si no había alguien pinchándole en el trasero constantemente.
—No creo que sea muy correcto ir a molestar al alcalde Stacey—dijo Maverick.
—¡Pues habrá que hacer algo! ¡Infiltrarse en las líneas enemigas, conocer sus planes, saber qué quieren incluso antes de que ellos lo sepan! ¿De cuántos espías disponemos?—gritó John Brennan.
Muchos estuvieron de acuerdo con él.
—Las reuniones tienen lugar en el ayuntamiento. ¿Alguien sabe por dónde queda eso?—preguntó un fantasma que giraba sobre sí mismo como si se hubiera perdido.
—Estamos hablando de salir del cementerio, de ir a un lugar peligroso—dijo Maverick—. Un rayo de luz, un tractor que pase sin mirar… cualquier cosa puede acabar con nosotros. No podemos hacer planes a la ligera.
—¡Propongo apartar a los esqueletos de este cometido! — gritó alguien levantando el brazo derecho, en el que sujetaba su húmero izquierdo.
Asentimientos por parte de todos los que eran corpóreos.
—Cierto, llamaríamos demasiado la atención.
—Oh, vaya—se quejó el señor Winifred—. ¡Que se encarguen los fantasmas! Ya veo adónde conduce esto, señores…
—Nadie le ha pedido que vaya usted, flan ectoplásmico—rezongó alguien entre la multitud.
—¿Quién ha sido?—Winifred tembló de la ira cambiando de color verde al rojo intenso.
—¡Señores!
Marevick hizo sonar la campana un par de veces más. En alguna parte del cementerio despertaron varios inquilinos que miraron malhumorados al griterío y después se unieron a él. Hubo alguno, sin embargo, que se sentó en su tumba, les gritó que dejaran de hacer ruido y se dio media vuelta para seguir durmiendo.
—… cuando los huesos se saquen…
—…en un pozo, Dios mío…
—Yo no quiero ir a St. Louis. Ese pueblo siempre me pareció de muy mal gusto.
—¿Quién ha tenido la ridícula idea?
Un coro de voces sobrenaturales, chirridos de fantasmas, gritos de niños e insultos en el inglés más refinado de hace tres siglos cruzaron el Viejo Cementerio de parte a parte en una discusión que duró hasta primeras horas de la madrugada. Por suerte nadie de entre los vivos de Scomersett decidió escaparse de casa armado con una botella de cerveza y un equipo de música portátil para celebrar una fiesta entre las tumbas, porque se hubiese encontrado con cinco decenas de espíritus andantes con muy mal humor que no hubiesen reaccionado nada bien a una intrusión más.
—Además todo esto es ridículo—dijo la señora Winifred.
—¿A qué se refiere, señora?—preguntó Maverick, bastante irritado a estas alturas de la noche.
—Nadie ha notado nada extraño al levantarse esta noche, ¿verdad? No, la mayoría de ustedes no sabrían ni colocarse las costillas correctamente—miró a su izquierda— si no fuera por las mujeres. ¿A que no?
—Claro que no, cariño.
—¿Qué intenta decir?
—Oh, lo sabía. Desde luego son ustedes los peores vecinos que he tenido en toda mi existencia. ¡El cementerio está cerrado!
Hubo un momento de silencio y más tarde una carcajada general. Los fantasmas se rieron, los esqueletos dejaron caer sus mandíbulas (los que las conservaban), los poltergeist movieron las ramas de los árboles y escribieron mensajes en el barro bastante cómicos y tétricos, e incluso un par de niños fantasma subieron hasta lo más alto y se estrellaron contra el suelo como si se hubiesen zambullido en una piscina. La señora Winifred, por supuesto, no se tomó nada bien estas burlas ya que se cruzó de brazos y miró a su marido esperando a que le defendiera. Éste carraspeó, tembló un par de veces y cambió de color, pero hizo poco más.
—Señora—dijo un cadáver reanimado que llevaba un traje lleno de agujeros—, creo que ese es el menor de nuestros problemas.
—Ahm, ¿usted cree?
—Sí, lo creo.
—Muy bien
—Estupendo.
—Genial.
—Como quiera,
—De acuerdo.
La señora Winifred estaba muy ofendida y tenía la cabeza tan elevada que parecía que el cráneo se le iba a despegar del cuerpo.
—¿Cuál es el plan de acción?—preguntó Maverick.
—Despertar al alcalde Stacey aunque tengamos que sacudirle por los hombros— dijo alguien.
—No podemos estar seguros de si el alcalde despertará, Owens.
—Él hubiese sabido qué hacer.
—Eso no ayuda.
—Pero es la verdad.
El Guardián del cementerio se secó el sudor de la frente. O lo hubiese hecho, si la lámina de piel que le quedaba recubriendo el cráneo conservase glándulas sudoríparas. Hubiese sido más acertado decir que se pasó el brazo por la frente, y punto.
—Está bien—interrumpió una vez más la señora Winifred—. Ustedes sabrán. Hagan lo que quieran, pero no podrán salir del cementerio y hasta entonces todo es inútil.
—Pero señora, ¿qué pasa con el cementerio?
—¡Que está cerrado, por Dios! ¿Es que no lo han notado esta noche?
El fantasma que giraba perdido volvió a mirar a su alrededor.
—Yo lo veo igual que siempre.
A la señora Winifred le hubiese gustado poner los ojos en blanco.
—¡Acompáñenme todos a la puerta.
Sin esperar a nadie, la pelucona cabeza de la señora Winifred se giró y se alejó de la fuente donde se había concentrado la comunidad de vecinos, y caminó arrastrando el antiquísimo camisón con el que se la había enterrado hacia la entrada del cementerio. Su marido levitó junto a ella y poco a poco le siguieron el resto de fantasmas, y hasta Maverick tuvo que admitir que la mujer parecía tener algo que mostrarles, de modo que arrastró sus despellejados pies.
Llegaron a la verja que había estado años sin abrirse, la misma que el empleado del ayuntamiento había movido de su sitio a base de golpes y empujones. Algunos notaron que la puerta había sido abierta recientemente y empezaron a creer la historia de Maverick, que asentía complacido.
—¿Lo veis?
La señora señalaba no hacia la puerta sino a la enorme y pesada cadena que habían puesto y que los hombres habían devuelto a su lugar cuando se marcharon. Nadie dijo nada porque al fin y al cabo era simplemente una cadena de ferretería con un candado del tamaño de un puño y se lo estaba enseñando a personas que habían muerto, despertado de sus ataúdes y salido de ellos como si tal cosa.
—Supongo que podemos pasar por encima del muro —dijo Owens.
—Los fantasmas podrán. Además el muro está derruido en muchos sitios—dijo Maverick.
—¡Sí, de hecho un buen trozo se vino abajo sobre mi lápida con las lluvias de mil novecientos cincuenta y siente, pero tranquilos, que ya hablé de eso en las últimas asambleas y aún no ha acudido nadie a quitarme las piedras de encima!—gritó el viejo profesor.
—¿Eso es todo, señora Winifred? ¿Una cadena?—preguntó Maverick.
—Y un candado— añadió la mujer en tono misterioso.
—Un “Oquinox” de tres pulgadas con sistema de doble cierre — Dijo alguien.
En su vida anterior debía haber sido cerrajero y tras su muerte parecía haber seguido al tanto de las novedades del negocio.
—Estamos encerrados aquí y nadie se ha dado cuenta aún, ese es el verdadero problema y no un plan de rejuvenecimiento urbano.
—Proyecto urbanístico—corrigió su marido.
—¡Lo que sea!
El resto de los muertos vivientes no parecía entender nada y hasta empezaban a cansarse del tema. Una cadena era una simple cadena y un candado un puñetero candado, por muy “Oquinox” fue fuera. Así se lo dijo un esqueleto con restos de vello facial que aseguró estar tan delgado que podría pasar por entre los barrotes.
—¡Muy bien, adelante! ¡Pero no digan que no se los advertí!
El esqueleto se subió las mangas de la camisa y dejó al descubierto sus antebrazos apenas sujetos al resto del cuerpo por unos pequeños colgajos de piel. Dedicó una desdentada sonrisa a los presentes y pasó la cabeza en primer lugar, luego una pierna y tuvo mucho cuidado de no ser absorbido por un charco de fango. Cuando salvó la distancia y vio a sus vecinos desde el otro lado de la verja soltó una carcajada.
Muchos le aplaudieron aunque no sabían por qué, pero de nuevo, se trataba de espíritus que podían pasarse diez años en silencio esperando a que hubiese una asamblea, de modo que todo les parecía divertido.
Algunos miraron a la señora Winifried, que tenía lo que le que le quedaba de la piel tensada en lo que sin duda era una gesto de total desaprobación, pero entonces el esqueleto pegó un alarido agudo, angustioso y sobrenatural. Los huesos de su cuerpo perdían estabilidad y empezaban a desmoronarse, como un castillo de naipes que se viene abajo.
Los fantasmas ulularon y un par de pájaros que dormían sobre un árbol salieron volando asustados. Un ente ectoplásmico decidió ser más valiente que los demás e ir a ayudarle. Nada más traspasar la verja del cementerio, el fantasma se disolvió con un grito ahogado y se lo llevó un golpe de viento.
Los niños fantasma se asustaron por primera vez en siglos y corrieron a las tumbas de sus padres, el señor Winifred palideció hasta hacerse invisible y el esqueleto al otro lado del muro continuó derrumbándose hasta que la cabeza se le desunió de las vértebras y cayó con un ruido sordo contra el suelo, donde se astilló como si fuera de cristal y se desvaneció también en el aire.
Todo el mundo se volvió loco, corriendo en la dirección opuesta a la puerta principal. Maverick no entendía lo que había pasado y agitaba la campana para llamar al orden a todos los presentes.
—¿Qué ha ocurrido?—gritaban algunos.
—¡George!—llamaban al esqueleto perdido.
—¡Pero si ese era Tom!
—¡Thomas!
Gritos, chillidos y todo tipo de sucesos paranormales recorrieron las tumbas, los árboles, panteones y llegaron hasta el último rincón del osario. Los que podían llorar lo hacían, y los que no, temblaban y se juntaban en una masa brillante de luz formada por el cuerpo de veinte fantasmas.
—¡Os dije que el cementerio estaba cerrado!—dijo la señora Winifred cuando los ánimos se hubieron calmado un poco.
—¡Pero no nos dijo por qué!—le recriminó alguien.
—No me dejaron hablar, y ahora tienen que hacerlo porque yo soy la única que sabe lo que ocurre aquí.
—¡Tenía que haber avisado!
—Podríamos haber sido cualquiera de nosotros.
—¡Los niños podrían haber muerto!—gritó la madre de algunos fantasmas—. ¡Otra vez!
—Señora Winifred—dijo Maverick—, eso ha sido una falta total de empatía.
—Bueno, podrían haberme escuchado. Lo noté esta misma noche al despertar. Tienen que haberlo instalado la última vez cuando alguien, y no miro a nadie, decidió darle el puesto de Guardián del Cementerio a este hombre.
—No empiece ahora con eso…
—¡Sí, sí, empecemos de nuevo! ¡Porque alguien compró esa cadena, la puso ahí para evitar que saliéramos y Maverick no se dio cuenta!
Hubo comentarios de reproche. El Guardián del Cementerio era el único ente activo en el camposanto mientras los demás dormían y se suponía que tenía que estar atento a cosas como esa.
—Una visita al cementerio cada diez años es algo que no deberías perderte, Maverick—dijo Owens.
—Parecía una cadena normal cuando la pusieron. ¿Qué iba a saber yo? Hay muchas cosas que desconocemos.
—¡Como una cadena capaz de matarnos si intentamos salir del cementerio!
—¡Matarnos de nuevo!
—¡Como al pobre Gregor!
—¡Como al pobre Thomas!
—Sí, eso, ¡Como el pobre Thomas!
Maverick notaba cómo regresaban las jaquecas a su cráneo desvencijado, cosa que no había ocurrido desde que el revólver abriese un agujero justo donde más le molestaban aliviando así la presión (y otras cosas). Ojalá no hubiese estado escuchando esa mañana, así no habría tenido que despertarlos a todos, aguantar sus quejas y discusiones, y haber presenciado la muerte de un esqueleto viviente. Su existencia hubiese sido también más agradable sin saber que la cadena que alguien había puesto allí, en teoría para evitar la entrada de los chavales, era en realidad algo que les mantenía confinados, sin más opciones para los fantasmas que volar hacia el cielo teniendo cuidado de no atravesar los límites marcados por los muros del cementerio, ni siquiera en las zonas que se habían derrumbado, porque nadie quiere poner a prueba a la muerte dos veces.
Y todo eso, sin mencionar el plan urbanístico del alcalde Bill Nickford y su centro comercial. Si hubiese estado dormido aquella mañana no habrían tenido noticias de nada hasta que los trabajadores echasen abajo los panteones y se llevasen con ellos los gritos y expresiones de ultratumba personificadas en sus vecinos.
—¡Encerrados a la espera de la ejecución final!
—¡Necesito tres hombres!—proclamó John Brennan—. ¡Nos abriremos paso y encontraremos la forma de salir!
El fusilero se puso su casco de soldado lleno de agujeros y sacó de su tumba su propia arma, un Lee-Enfield de 1914 que sus compañeros habían enterrado con él y que cargó con cartuchos mohosos que llevaba en el bolsillo. Sólo consiguió que las discusiones se reanudaran cada vez más altas y con mayor número de palabras malsonantes, en las que se dijo de todo y se pensó de todo, incluyendo una votación para destituir a Maverick como Guardián del Cementerio y nombrar a Otto, el perro enterrado en mil setecientos veintiséis en la parte Oeste. Cuando alguien mentó a la madre de la señora Winifred y buscó su tumba para colarse entre sus huesos e imitarla con su voz de grillo afónico, Maverick no pudo más y levantó su símbolo de latón de autoridad.
—¡Basta, por favor, deténganse caballeros!
—¡Cállate!
—¡Que alguien le quite la campana!
—¡ORDEN, ORDEN!
El señor Winifred estaba enzarzado en una pelea con otro fantasma y un esqueleto. Ambos entes ectoplásmicos se traspasaban sin llegar a tocarse, mientras que el tercer contrincante no hacía más que agitar sus huesudos puños hasta que se tropezó con una lápida y se cayó desmoronándose.
—¡Ooooooooooooordeeeeeeeeeeeen!
Meneó la campana una vez más. Y luego otra. Y cuando fue a hacerlo por tercera vez, el cementerio entero enmudeció.
Tras Maverick, a pocos metros del panteón de los Ericksen, una tumba había comenzado a abrirse. No se trataba de una tumba cualquiera, y desde luego no era el lugar de reposo del alcalde Stacey. No tenía lápida ni nombre, nada más que un montón de barro porque incluso la hierba rehusaba crecer allí. El suelo palpitaba y se escuchaba tela rasgándose y madera rompiéndose. Era el familiar sonido de un ataúd siendo profanado desde dentro. Los fantasmas dieron un salto atrás y se desvanecieron, Los niños que habían estado jugando hasta un momento antes se alejaron e incluso Maverick perdió las ganas de imponer orden sobre aquel nuevo vecino. La tapa del ataúd saltó por los aires hecha añicos y con ella, un montón de barro empapó los pies del Guardián del Cementerio y de los que estaban cerca. Se abrió un pozo sobre la tumba y un cuerpo fornido, medio podrido y vestido con una destartalada armadura emergió de entre las entrañas de la tierra. Era cierto que no había ninguna inscripción sobre la cabeza de aquel hombre, pero todos los habitantes del viejo cementerio de Scomersett conocían de sobra al que acababa de despertar y que en aquellos momentos emergía muy despacio, sacando primero los brazos, luego los hombros y más tarde, su cabeza inclinada y llena de espeso pelo negro cubierto de arañas. Todos vieron los arañazos de su coraza, los músculos grises aún presentes sobre los huesos y las rodillas fuertes cuando se irguió sobre ellas al levantar la mirada para acuchillarlos a todos. Se trataba de uno de los inquilinos más antiguos del Viejo Cementerio, alguien a quien sólo habían visto los fantasmas más valientes metiendo la cabeza dentro del ataúd y mirando su cuerpo tieso no como si estuviese muerto, sino esperando. Ahora, quinientos años más tarde, Borden de Gloucester había decido unirse a los demás. Era el único de los esqueletos de Scomersett que había tenido una muerte tan horrible que se decía que habían necesitado diez hombres para meterle en el ataúd que acababa de destrozar, y también, el único hombre que Maverick conocía que había matado a un rey de Inglaterra.